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Lycée classique

Una mañana pacífica y también saludable. El periódico local publicaba una suave retractación de todas las insinuaciones desagradables que pudiera haber vertido, estudiadamente trivial, para que fuera necesario saber leer entre líneas antes de comprender que Paul les había metido miedo y Siegel, después de hinchar un gran globo rojo, con bastante injusticia lo había reventado. Devotas declaraciones referentes a no lanzar calumnias sobre unas credenciales impecables.

Todo esto tuvo un efecto inmediato en el negocio. Sonó el teléfono; una mujer presumiblemente de edad madura y bastante excitable tenía un problema. ¿Era muy urgente el problema? ¿No podía esperar a mañana? Hoy tenía el día muy ocupado. Bueno, está bien, sí.

Esto sirvió para que Arlette pensara que efectivamente tenía el día muy ocupado y se vistió deprisa.

El Lycée Fustel de Coulanges tiene hoy el mismo aspecto que a principios de siglo. O desde la Revolución, para ser exactos; la elegante fachada del siglo dieciocho, de piedra arenisca de Alsacia, rojo oscuro y rosa pálido, sólo necesita que le quiten de los pies la marca de la marea; las algas marinas representadas por las latas de cerveza metálicas y envases de yogur de plástico. La impresión visual que producen los coches aparcados en la place du Château, entre la Catedral y el Palacio Rohan, es deplorable.

Detrás de la fachada, el cuadrángulo militar tampoco ha cambiado: los chicos uniformados que cambian de clase al redoble del tambor, igual que V. M. I. o West Point, no se sentirían fuera de lugar. La desaliñada horda de tejanos, igual que las motocicletas de fuera, parece frágil y no permanente. Ahora algunos son chicas, pero no es fácil determinar cuáles, «¿Puedo bajarte los pantalones un momento?», pide con educación el antropólogo.

Los dos pilares gemelos de un establecimiento de esta clase, el Preboste y el Decano, tampoco han cambiado; dioses remotos tras puertas blindadas, apaciguados sólo mediante el sacrificio humano. Pero no acudes a ellos para que te informen sobre un alumno; vas al director de estudios. Arlette encontró al director en un pequeño despacho atestado, cuyas paredes estaban cubiertas por entero con gráficos y cuadros de trabajo; era un hombre accesible y agradable. Cara severa y de mucha bondad y humor. Enmarcado en una gran mandíbula afeitada, la boca móvil era peligrosa. Como una anémona marina que ondea con inocencia. Los pequeños animales imprudentes podían verse atrapados. Tenía la envidiable habilidad de parecer que disponía de todo el tiempo del mundo aunque estuviera siempre frenéticamente ocupado.

—¿Qué puedo hacer por usted, Madame?

—Estoy tratando de identificar a un chico del que sé muy poco, para ponerme en contacto con él. Se llama Michel, estudia griego, y creo que está en el último año.

—Eso no es problema. Un chico que haga griego ahora es una especie rara. A éste le conozco bien. Es un buen alumno. —Un giro medio a la izquierda, una mirada a un cuadro—. Todavía no está aquí. No tiene clase hasta las diez. —Se abrió la puerta, un joven inspector entró a toda prisa.

—Disculpen —dijo, y dejó con un golpe unos papeles de aspecto sucio sobre el atestado escritorio.

—¿Qué es esto? —con disgusto, sin mirar.

—Ese horrible Zissel.

—¿Está aquí? Hazle entrar. Disculpe un momento, Madame —mientras entraba un chiquillo sucio de tinta y se quedaba de pie con aire de flojera—, Zissel, eres un chico muy malo —con indulgencia, pasando las sucias hojas con el pulgar.

»Tu padre, ¿te das cuenta? —Los papeles estaban cubiertos de exasperados garabatos en rojo—. Tus profesores se sienten hartos. Y tu padre también. De hecho estás pidiendo una bofetada monumental. Este trabajo huele a una inmensa capacidad de no tomarse molestias. Estás haciendo un gran esfuerzo, Zissel, para persuadir a todo el mundo de que eres un deficiente mental. Sé que no eres nada de eso. ¿Qué tienes que decir?».

Murmullo impreciso, totalmente inaudible.

—Entiendo. —Otra mirada al cuadro—. Estás libre a las cuatro. ¿Dónde trabaja tu madre? Irás a esperarla, y le darás este mensaje con mis cumplidos; que tenga la bondad de venir a verme cuando vaya a casa y tendremos una charla. Referente a ti. Ahora tienes tres segundos para ir de aquí a tu clase, parándote en el camino para lavarte bien. Eso es todo, Zissel. Disculpe, Madame, ¿decía usted? El joven Carlin, que hace griego.

—¿Quién le conocería mejor?

—¿Su trabajo, su carácter? Da lo mismo. Su principal profesor es Monsieur Perregaux. Que está —un giro medio a la derecha hacia otro juego de cuadros—… nada hasta las diez: estará preparando sus cursos —cogiendo un teléfono sin mirarlo, ágiles sobre los botones los gruesos dedos—. ¿Está Perregaux ahí? Pregúntele si podría arreglárselas para hablar con una señora que está interesada en uno de sus alumnos. ¿Puede? Enseguida. Le encontrará al pie de la escalera, Madame, junto a la oficina del portero. En absoluto; encantado de serle útil. —Maravilloso pensó ella. Un hombre que no malgasta ni un segundo preguntándome quién soy y de qué se trata, echa una mirada, decide que soy seria y lo arregla todo en medio minuto, incluido el jovencito Zissel.

La campana de las nueve, mucho peor que cualquier redoble de tambor —incluso el de una ejecución— le hizo retroceder a su infancia junto con los olores y los corredores llenos de niños en grupos que se abrían amigablemente, vagamente, para dejarle paso sin siquiera mirarle. Es sólo una madre, que ha venido a quejarse de su Zissel al director.

Monsieur Perregaux fue fácil de reconocer, un caballero de edad con porte académico cargado de espaldas; una auténtica figura de su infancia, el profesor con una licenciatura y un doctorado, de aterradora erudición acerca de las Bacantes de Eurípides. Mirada inesperadamente penetrante, lanzándole una sonrisa divertida.

—¿El joven Michel? Un chico espléndido. Una ave rara, más rara ahora que la matemática se ha convertido en el nuevo latín. ¿Le ha parecido extraño? Basábamos nuestros criterios para la excelencia en la capacidad en el tema de latín, abandonamos todo eso con horror como un elitismo anticuado, y ahora hacemos exactamente lo mismo con las fórmulas de álgebra que sustituyen a las pedanterías de Cicerone. Las dos cosas son lo mismo. Michel es uno de los pocos para quienes el estudio tiene significado. Pregunta cuál es el trabajo, en lugar de cuánto se cobra. Estoy tentado de decir que sabe más de los aqueos él que yo mismo.

—¿Planta de invernadero?

—Oh, sí, todavía tenemos la clase que prepara para las Escuelas Avanzadas en lugar de esa universidad absurda, ese taller de la Seguridad Social con sus cursos de Envidia y Calumnia, el Ladrillo de Oro y la Manzana Pulida. —El viejo era divertido, pero Arlette no se estaba acercando a Michel.

—¿Me dirá cómo es él?

—Soy viejo. Ya no me importa lo que digo. No hay que confiar en mí. Me retiran al finalizar este año. Gran jolgorio, en lo que a ellos se refiere. No soy moderno, sabe. Me darán un reloj y un montón de estudiados discursos, cuarenta años de devota colaboración, pero se alegrarán de deshacerse de mí. Mmm, quizá se lo diré a usted. Pero todavía me queda algo de prudencia. ¿Quién es usted? ¿Por qué busca información en mí?

—Tengo interés en parte profesional y en parte amistoso por una chica de su edad, no es alumna de aquí, que tiene, o tenía, amistad y quizás una relación emocional con este chico, Michel. Ella lo lleva un poco en secreto y se muestra evasiva al respecto. Esto es todo más o menos.

—¿De verdad?

—Está bien. Se sospecha que manipula o posee drogas. No oficialmente, no es un asunto policial. Yo no he visto en ella ninguna señal de drogadicción, pero puede ser difícil detectarlo y no he visto muchas cosas en ella. Conocer algo de sus amigos y compañeros es un paso evidente. No es cuestión de hacer preguntas de ese tipo a ningún directivo del Lycée. Lo que les interesa es silenciar las cosas, evitar que los padres se inquieten. No tengo ninguna queja en ese sentido.

El viejo rio en silencio.

—Una vergüenza social —dijo—. Una investigación así fracasa, como la de cuántos tienen piojos en el pelo. O gonorrea. ¿Y toda esa gente que ahora tenemos? Médico de escuela, enfermera, asesores sociales y psiquiátricos… parece que no se acaban nunca.

—Todo es muy superficial, a mi modo de ver. Fuera lo que fuera lo que hiciera yo, no sería suficiente o sería demasiado. Si hiciera una observación educada, los labios permanecerían sellados. Expresiones asombradas, y nunca han oído hablar de una cosa así. Si hurgara un poco más se armaría un escándalo, cosa que no quiero.

»¿Y la evidencia valdría mucho? Los chicos no confían en esa gente, a quienes ven como los auxiliares domesticados de la autoridad, que significa represión. Tampoco puedo decir que confíen en mí, pero bueno, yo no voy por ahí haciéndoles la pelota. Bueno, bueno, he contestado a mi propia pregunta.

»¿Drogas? Sí, por supuesto. Se ve en su trabajo. Una ansiedad, una ostentación febril. Estos chicos sufren de ansiedad, y existe una gran presión sobre ellos para que adquieran prestigio social y éxito en los exámenes. Por tanto nunca he prestado mucha atención. El consumo de hachís y derivados del opio es muy antiguo en la tradición oriental. Los adultos tienen los armarios llenos de productos farmacéuticos, los médicos los reparten a todos, ¿cómo quiere que los chicos hagan otra cosa? Así que no me sorprende ni me asombra. Tengo dos o tres en mis clases que mezclan sedantes y estimulantes. Los padres no me darían las gracias por airear mis opiniones.

»¿Michel?…no. No es tan dotado intelectualmente; he tenido a muchos con mucho más cerebro. Un buen poder de síntesis, un don flexible de la expresión, una imaginación que florece fácilmente; no es, sin embargo, el fenómeno infantil. Su desarrollo precoz se muestra más en una inusual sensibilidad de observación y una sorprendente madurez. Muy disciplinado y una gran capacidad de concentración. ¿Qué puedo decir? Por separado ninguno de estos talentos parecería excepcional. Juntos son, en mi opinión, muy prometedores. Sus poderes analíticos son bajos. Su profesor de filosofía no tiene una opinión de él tan elevado como yo.

»Oh, no se confunda, es brillante. Y por otra parte no le veo como al joven Proust.

»Lo que quiera, lo conseguirá. De fibra dura, textura apretada.

»En cuanto al resto, un chico tranquilo y amable. No puede soportar la brutalidad o la crueldad. Patroclo más que Aquiles. Defensivo, naturalmente, respecto a esta parte sensible, soñadora. Finge ser un poco más duro con los zoquetes de las motocicletas. Reprime el romanticismo. Sufre. Mmm, no voy a decir más».

—No lo habría hecho mejor en mucho más tiempo.

—Muy halagador. Bueno, tengo que ir a pensar en mis cursos.

—¿Qué le parecen las chicas?

—¿Las chicas? Ah, me gustan muchísimo. Me gusta oler su hermoso cabello limpio. Cuando van sucias y desaliñadas, desde luego, están más patéticas aún que el macho adolescente. Y no menos vulnerables. Ay, ay. El viejo pedagogo no siempre es pederasta. Como a Teseo, me gustan las amazonas. Bueno, arrojar luz es mi vocación en la vida; espero haberle sido útil, uno raras veces lo es.