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Una indiferencia irritante

Arlette regresó por la Esplanade, pero en lugar de torcer hacia su propia calle prosiguió por el Boulevard del Marne, salió a la Orangerie y la bordeó hasta que llegó al bloque de apartamentos de gran categoría donde el elegante y dinámico joven abogado Maître Friedmann vivía con su bonita y encantadora joven esposa, sus deliciosas hijas y un huésped temporal.

Paul la hizo pasar, mirando el reloj y frunciendo un poco el ceño.

—Lo siento, ¿es demasiado tarde? —preguntó Arlette a modo de disculpa.

—En absoluto. Pero para Marie-Line sí lo es; le he dicho que la quería de regreso a las diez. ¿Es irrazonable?

—En absoluto.

—Nos considera a mí y a la vieja Clancy como la joven pareja moderna. Pero tener a una chica bajo el techo de uno, es una gran responsabilidad. Si no es hija mía, mucho mayor. Deja de reírte, vaca.

—Deja de disculparte.

—Tome una copa.

—Sí, la necesito. Pero he venido para quitártela de las manos, ¿no te alegra saberlo?

—Ya no le da vergüenza decir que es un alivio —admitió Claire, magníficas piernas que salían de un vistoso estampado de batik—. Es una maravilla que quede alguna copa para ofrecerle. —Paul sonrió.

—Eso es una exageración, pero la chica bebe un poco a hurtadillas, y birla dinero del bolso de Claire; todo es muy molesto, pero nos hemos apretado el cinturón y nos hemos dicho que es por una buena causa. La buena causa parece haberse derrumbado… tenía al viejo Arthur al teléfono; me he enterado de que se ha metido en el bolsillo a esos espantosos médicos. Objetivamente, más bien es una lástima. No hay nada más hermético que los médicos con sus labios sellados, excepto, claro está, la Sociedad de Leyes; yo tenía muchas ganas de hacer quince asaltos rápidos con ese Siegel, aunque en el fondo he llegado a simpatizar con él en secreto.

—Eso me ocurrió a mí; empecé sintiendo lástima por él. Creo que Freddy Ulrich fue razonable. También me dio algún dinero, que es vuestro por todas las molestias que habéis tenido.

—No quiero dinero, no he hecho nada. Guárdeselo. Pero ¿para qué se lo dio? ¿Con la esperanza de que mantenga la boca cerrada?

—No seas tonto. Te lo contaré en un segundo. La cuestión es: el terreno está libre para Marie-Line, el viejo ha jurado solemnemente que no la importunará, y creo que cuanto antes vuelva a casa, mejor. Incluso esta noche. Así podrá ir al colegio mañana, todo normal y como es debido. Escucha, antes de que llegue, ¿toma alguna droga? Yo pensaba que no. Alcohol sí, pero nada peor.

—No me extrañaría —dijo Paul.

—Oh, tonterías —dijo Claire—, Eso es de lo más injusto. Ella es muy normal. Tiene esa indiferencia irritante, pero sigo pensando en lo que yo era a los diecinueve años, un perfecto pequeño horror; ella es igual. Importuna para hacerse notar. Nunca dice adónde va y siempre llega tarde a comer. Le hablas y no te escucha. Si le pides que te eche una mano en la limpieza te romperá las mejores tazas. Justo cuando estás gloriosamente en silencio ella enciende la radio a todo volumen. Canta, salta, baila y cuando dices algo te mira, como si se diera cuenta en aquel momento de que estás en la habitación, y pone cara triste como si lamentara que seas tan absolutamente ineficaz. Pero nada de perturbación o como lo llame el psiquiatra. No como mis hijas; ahora están todas profundamente perturbadas, pero se lanzan a ello, les gusta. Tirarse de los pelos y chillar. Ella es simplemente indiferente. No me importa, en realidad, pero a Paul le pone negro.

—Sólo me dan ganas de darle una bofetada. Grandes botas, pequeño látigo —con la mirada fija y farfullando—. Película porno sádica: bájate las bragas, tú; te enseñaré cómo amansamos a los leones. —Las mujeres contuvieron la risa con falso entusiasmo cuando la puerta se abrió y Marie-Line entró, desmañada. En realidad no parecía nada disoluta; sólo un poco sucia, un poco desaliñada.

—Hola —dijo Arlette.

—Hola —desplomándose en el sofá—. Siento llegar un poco tarde, he ido al cine.

—¿Era buena la película?

—No, una mierda. Tengo sed, ¿puedo tomar un poco de limonada?

—Claro que sí. En la nevera hay una jarra. ¿Alguien más quiere? Yo sí, un poco; Lin, trae otro vaso. —Se oyó un fuerte estrépito en la cocina.

—¿Ve lo que quiero decir?

—Lo siento, se me ha caído un vaso. Lo he barrido —virtuosa.

—Esto te interesará —dijo Arlette—. He tenido una larga (y me alegro de decir útil) sesión con tu tío Freddy.

Marie-Line no pareció nada interesada, y se mordisqueaba una uña.

—Me alegra decir que él se ha mostrado razonable, y no quiero llevarme el mérito de ello. Tu padre acepta que fue demasiado lejos. No debemos intentar forzarle a decirlo; al contrario, hemos de hacer todo lo que podamos para ayudarle a salvar las apariencias. Promete que no te hará ningún reproche, y ya no habrá más toque de queda. Por supuesto puedes ver a tus amigos, y a quien tú quieras. A nosotros también, esperamos. Lo que se te pide no es mucho. Llegar a una hora razonable y decir dónde estás; ha sido muy grosero no decir a Claire que ibas al cine. Y, Marie-Line, estarás de acuerdo en que bebes demasiado. Eso es fatal para tu salud y te está estropeando el cutis. No voy a hacer un sermón. Se está haciendo demasiado tarde, y he prometido que estarías en tu casa esta noche. —Marie-Line, que se había mostrado malhumorada, de repente pareció desolada—. Anímate cariño. Esto no es una penalidad.

—Antes estaba usted de acuerdo en que me marchara. Ellos le han hecho cambiar, ¿eh?

—Para evitar un choque de cabeza, sí. La situación cambia —dijo Paul.

—Esto es ya una evasión. Daría a cualquiera el mismo consejo: evita el litigio cuando la otra parte parece conciliadora. Arlette tiene toda la razón. Mostrar obstinación debilitaría tu posición, que ahora es fuerte.

—Y en cualquier momento en que te sientas sola o necesites apoyo, ya sabes dónde estamos.

La chica decidió poner buena cara.

—Gracias —dijo, dando un beso a Claire—, has sido muy amable y yo he estado horrible.

—Hemos estado encantados de tenerte —con igual galantería.

—Arthur está de acuerdo —dijo Arlette haciendo girar el coche—. Tal como él lo ve, y debo decir que yo también, si accedes a ello y pasas el examen tu padre estará contento, y se sentirá recompensado. El examen es inútil, nadie lo sabe mejor que Arthur, pero te da libertad de movimiento. Tanto si vas a la universidad como si no, verás que estos años no han pasado en vano, y estoy segura de que podríamos conseguir que tu padre accediera a que vivieras fuera de casa si lo quisieras.

—Mmm.

—Cathy me gustó bastante —en el semáforo rojo del Boulevard d’Anvers—, Puede que sea un poco quisquillosa, y defensiva en cuanto a su preciosa categoría social, pero básicamente me pareció una persona agradable.

—Mmm.

—Hablo en serio respecto a lo de no beber tanto. El carácter se envilece y uno pierde su atractivo.

—Sí, sí, lo sé —irritada.

—Está bien, he prometido que no haría ningún sermón. Fumar un porro no es motivo para armar un escándalo, en mi opinión. Pero no caigas en la tentación de probar nada más fuerte.

—No me hace ningún efecto, sólo me entra un poco de sueño y nada más.

—Considérate afortunada. Nada hay más estúpido que ser fichada por la policía por posesión de drogas. Y no hay nada más desagradable que ser enviada a hacer una cura. La clínica psiquiátrica sería como unas vacaciones.

—Mmm.

Arlette pensó que era mejor dejar el tema.

—Tu chico, Michel, estudia griego, ¿no es verdad? Parece agradable; me gustaría conocerle.

—Es agradable. Un poco extraño —sin hacer ningún ofrecimiento a presentárselo.

En guardia. Había estado a punto de preguntar por el otro Michel, quien según aquella chica, Françoise, estaba en Bellas Artes. Muy posiblemente uno u otro era producto de la imaginación, o ¿resultaría que los dos eran el mismo?

Después del congestionado tráfico de la calle principal, el rincón «burgués» del Meinau era un remanso de paz y respetabilidad. Las luces estaban encendidas en casi todas las casas; la calle parecía inocente y amistosa. La apetecible residencia del doctor Siegel tenía encendida la luz del porche, para demostrar que las estaba esperando. Marie-Line rebuscó en los bolsillos de la chaqueta para encontrar las llaves; Arlette la detuvo y llamó al timbre.

—Debo decir algunas palabras de cortesía. No te pondré en evidencia.

El propio Siegel abrió, con una bata de seda desabrochada, lo que parecía un poco preparado.

—Lamento llegar tarde. Marie-Line había ido al cine, y yo no lo sabía.

—No tiene importancia. Bueno, hija mía —con un beso paternal en la frente, recibido respetuosamente—, entre y tome una copa.

—Sólo un minuto, pero no quiero beber nada, gracias; tengo que conducir.

—Muy sensata. No importa. Al menos tengo la oportunidad de darle las gracias, y de presentarle mis excusas por las observaciones tempestuosas que hice cuando nos vimos la última vez. —Hay que reconocerle esto a la educación burguesa, aprendes a decir frases hermosas.

—Yo estuve un poco regañona, siento decirlo.

Una leve inclinación tensa, y la mano salió del bolsillo agarrando un sobre pequeño del tamaño que sirve para una tarjeta de visita.

—Bueno —dijo Arlette, cayendo absurdamente en el tópico—, lo acepto por el ánimo con que se ofrece. Es muy generoso por su parte.

—No vamos a discutir —con la voz antigua—, pero mi hermano me asegura que no hay malentendidos entre nosotros. Mi hija me es muy querida. —Tenía una dignidad conmovedora.

—Lo único que puedo decir es que en este poco tiempo nos hemos encariñado con ella. Me despediré, pues. Saludos a madame Pelletier; me alegré mucho de conocerla. Que duermas bien, Marie-Line, y ven a verme siempre que quieras. —Dijo adiós con la mano y se alejó deprisa por el sendero, mientras Monsieur Siegel esperaba con educación en el umbral de la puerta hasta que ella salió de la finca. Bueno; podía haber sido mucho peor.

¡Cuánto tráfico había aún! Los camiones circulaban toda la noche, pero la multitud que iba al pub todavía estaba en la calle, y bien llena de alcohol. Arlette condujo con cuidado. No estaba acostumbrada a estar fuera a esas horas, y recordó los consejos de prudencia de Arthur. Llevaba las puertas cerradas con llave y las ventanillas subidas, y un ojo cauto en el retrovisor. Pero no parecía que la siguiera nadie. En la rue de l’Observatoire aparcó un poco más abajo, espió el terreno con cierto cuidado, resonando sus tacones en el pavimento. Pero esta noche no había bromistas. Unos cuantos estudiantes con alegres voces.

Arthur se había ido a la cama, con la habitual confusión de libros, pipas y pedazos de papel con notas escritas, doblados y que servían como señales. ¿Por qué necesitaba todo aquello… si estaba concentrado en algo que tenía una rubia en la portada? Él no habló sino que soltó unos gruñidos.

Mientras se desvestía Arlette abrió el sobre de la propina. Dos billetes de quinientos francos cuidadosamente doblados y cogidos con un clip. Esto es ser delicado, ¿o habría que llamarlo precavido? Ni rastro de haber cambiado de manos. No aparece en la declaración del impuesto sobre la renta de Monsieur Siegel. No, en la mía tampoco.

Arlette fue a coger una naranja y una manzana, y se metió en la cama.

—Deja de hacer esos ruidos con la boca —gruñó Arthur.