23
Mujeres pensando, mujeres hablando

Arlette salió a una noche clara, fría para octubre, del tipo que en Europa Central te indica que Rusia no está muy lejos. Estrasburgo está más cerca de Praga que de París. El firmamento estaba saturado de estrellas, el aire era tan vivificante que pudo olvidar los cienos y fangos de la ciudad, las exhalaciones sudorosas propias y de tantos otros cuerpos, el miedo y la ansiedad de las trescientas mil sardinas mojadas enterradas en el barro.

Estrasburgo está a uno doscientos metros por encima del nivel del mar; el Rin tiene que recorrer un largo camino antes de llegar a los canales de Holanda llenos de barro. Ella no sabía la altura; sabía que era la misma que la aguja de la catedral. Pero la Rue de l’Observatoire parecía la parte inferior de un cañón. Arlette miró a través del enrejado hacia el jardín, la cúpula del observatorio mismo, silencioso y oscuro entre las últimas hojas, los falsos plátanos resistiendo valerosamente como siempre.

¡Gente! ¿Por qué no estáis ahí observando? Me gustaría entrar y llamar a la puerta y subir hasta arriba y echar un vistazo a algo simplemente glorioso como la Nebulosa de Cáncer. Ellos le dirían que podría ser brillante, pero que en realidad había una espesa capa de porquería causada por ella y por todos sus primitos, y lo siento, primo. Limítate a observaciones terrestres, muchacha.

Subió al coche. Había tenido miedo de salir. Le había costado mucho cruzar aquella puerta. Había salido como lo hace la pintura de un viejo tubo retorcido y seco, de mala gana, dejando un acogedor nido de música y el olor de la ternera al curry que había sobrado. Había añadido unas sobras de atún de lata en salsa de crema de leche. Una unión clásica que constituía una cena maravillosa. ¡Quédate en casa! ¡Escucha a Maria Callas! Qué canciones cantan las sirenas.

Puso en marcha el Lancia; el nuevo parabrisas ya estaba sucio. Cruzó la Esplanade, pasó por el puente Churchill y el sucio canal y fue a parar a Neudorf.

Estrasburgo es espantosamente llana. Construyeron la catedral en la única colina que había. Resultado soberbio de ello es que si miras atrás a veinte kilómetros de distancia toda la ciudad desaparece, y sólo ves el hermoso barco anclado, desnudo en los bancos de barro. Neudorf es la parte más llana y más fangosa que está junto al Rin, y hasta hace un siglo casi desaparecía bajo él cada vez que las nieves alpinas se fundían. Incluso hoy, Neudorf huele como si todavía sucediera.

No es como el Meinau, que está situado en su flanco occidental. Es la vieja carretera oriental hacia el paso del Rin. Aquí, al lado de la Esplanade está la Ciudadela Vauban. Mucho antes, la puerta de la ciudad era la de la Antigua Aduana. La carretera de los buhoneros, la carretera de los judíos, la carretera de los banqueros para ir a Augsburgo, a Nuremberg. En la orilla del río están las fraguas y los molinos del Puerto del Rin, y en la carretera se pueden reconstruir los comienzos de la revolución industrial, con los cobertizos y tinglados de los talleres artesanales aún entre las fábricas.

Un poco de novela aquí, para aquéllos a quienes guste. Por la ruta del Rin, los gigantescos camiones articulados vienen a descansar, sus faros manchados de barro de Turquía, de Hungría, de Bulgaria, con enigmáticas letras cirílicas a ambos lados. Y sobre el dique construido con piedras de Alsacia, el Orient Express pasó con estruendo; el volante giró; la Dama Desapareció; Alfred Hitchcock sonrió; Albert Demazis murió.

Arlette condujo hasta el final, aparcó, cruzó un puente peatonal que había sobre ella, siguió un camino de ciclista. Árboles delgados y arbustos adornaban el dique. Al cabo de un rato sus ojos se acostumbraron a la luz de las estrellas; podía ver lo que estaba buscando, un estrecho camino oblicuo hasta lo alto. Los ferroviarios de la estación del Puerto del Rin o del aparcamiento de camiones de Neudorf iban en bicicleta por aquí, tomaban atajos para ir a su casa. Temblando de frío y de miedo Arlette subió hasta arriba, se quedó mirando la doble hilera de silenciosas piedras, el estropeado camino ancho sólo para una bicicleta o un hombre a pie, su perro delante, detrás o en la vía.

Sí, había zarzas con las que tropezar. Sí, si te apartabas para evitar un charco lleno de barro había piedras sueltas en las que resbalar. Sí, ansioso por no caer en estas pequeñas trampas en la oscuridad pasabas por las traviesas, las viejas vigas estaban gastadas y eran resbaladizas, y estaban colocadas demasiado juntas para el paso de un hombre.

En el ambiente tranquilo, el ruido del tráfico de la ciudad ahora distante, se oiría cualquier cosa que se acercara desde lejos. ¿Se oiría? Arlette, absorta en su empeño detectivesco, de súbito retrocedió de un salto con el corazón en la boca. Una locomotora sola había pasado la curva silenciosa como un fantasma sobre alguien despistado. Sus linternas brillaron con una luz amarilla aceitosa e hizo sonar el silbato con enfado cuando pasó a su lado. Desde la cabina un hombre meneó la cabeza y se dio unos golpecitos con el dedo en la frente, sin sonreírle, con la cara horrorizada. ¡Cristo! El corazón le latía con violencia y notó que tenía sudor en las axilas. El loco —quizás el mismo loco— pasó la curva traqueteando hacia el silencio, y en el silencio una señal cambió y ella saltó otra vez. El hombre podía denunciar su presencia al Puerto del Rin, un kilómetro abajo. «Hay otra persona en el mismo sitio de la vía. Estúpida mujer». Arlette huyó de allí sintiéndose culpable.

Accidente… Dios mío, sí. Demasiado fácil; se lo había demostrado ella misma de la manera más eficaz.

Sólo que ¿qué demonios estaba haciendo él en la vía del tren? No era cómodo ni fácil caminar o pasear por allí ni a la luz del día. Por la noche las calles eran tranquilas y se conocía a las otras personas que paseaban el perro; se sonreían, se saludaban, se deseaban buenas noches.

¿Era eso? Si un no quería ser visto, reconocido, quizá recordado por los otros paseantes de perros, ¿iría…? Y si no lo hacía, ¿por qué no lo hacía? Una especulación estúpida, cansada e inútil.

Su mente se había desviado hacia absurdas situaciones tipo Hitchcock: espías, esclavas blancas, fantasías carmesí del Orient Express. Un paquete misterioso era lanzado por la ventanilla al hombre que esperaba en la sombra de los arbustos. Cary Grant, atlético, saltaba ágilmente de la plataforma trasera, como el hombre de la muleta en Doble indemnización. Atrás, entre los árboles, Barbara Stanwyck encendía y apagaba sus faros dos veces. El rostro de Joan Fontaine se vio un instante en la ventana, la boca abierta para lanzar un grito justo antes de que se la tapara un algodón con cloroformo. Arlette sacudió la cabeza y regresó a la Rue de Labaroche. Llamó al timbre donde decía «Demazis».

Una pausa, como de alguien que se levanta de delante del televisor.

—¿Sí? —ladró la pequeña rejilla de metal.

—¿Señora Demazis? Lo siento. Conocía a su esposo, un poco. Me preguntaba… ¿podría hablar un momento con usted?

Otra pausa, para considerar esto, preguntándose qué significaba. La curiosidad venció a la irritación. El interfono hizo un débil ruido incomprensible; la puerta chasqueó y zumbó. Cuando Arlette salió del ascensor la puerta del piso estaba abierta y la luz de la escalera encendida; una mujer estaba de pie en el umbral, cauta, atisbando para ver quién podría ser a aquellas horas de la noche, dispuesta a retroceder de un salto y cerrar la puerta de golpe y llamar a la policía para informar de que había un intruso. Era normal esta tensión, especialmente en una mujer que vivía sola.

La mujer esperó. La puerta del ascensor se cerró y éste descendió. Arlette estaba sola.

—¿Sí? —dijo la mujer otra vez.

—Quería decir primero que lo lamento, y que la acompaño en el sentimiento.

—Es usted muy amable. ¿Y?

—Verá, Monsieur Demazis me telefoneó el día antes. No me dijo exactamente lo que quería; todo era un poco confuso. Y cuando me enteré de su muerte, por los periódicos, me sobresalté, como es natural. Y me preguntaba si usted sabía algo, y si yo podía ayudarla.

—Disculpe, pero ¿quién es usted?

—Me llamo Arlette van der Valk. Tengo una oficina de consejos en la ciudad.

—¿Una oficina de consejos? —pensativa, examinando a Arlette con desconfianza, con esa mirada que pone precio a la ropa, te clasifica socialmente, sabe la hora en que fuiste a la peluquería por última vez—. Qué extraño. —Vaciló, pasándose la uña del dedo por su gran dentadura grande y regular—. Creo que quizá será mejor que entre.

—Lo siento, ¿quizá la molesto? Tímida en el pequeño recibidor, convencionalmente arreglado con moqueta azul oscuro, contrachapado rojizo en los armarios, iluminación difuminada, una cornamenta de ciervo para los sombreros.

—No, no —distraída, moviéndose con movimientos rápidos y ágiles sobre unas robustas piernas bien formadas—. Estoy sola. Sólo estaba mirando la tele, nada interesante. —En el cuarto de estar, unos bailarines hacían ondear vagamente unos pañuelos y se agitaban al son de un confuso dúo de cantante y saxofón; todo se desvaneció a la vez y la mujer dijo—: Siéntese, por favor —con educación.

El confort de Alsacia; mobiliario demasiado grande para el piso, demasiada madera, demasiado tallada. Cálido y brillante, con olor a limpio y agradable. Sería interesante saber dónde había vivido Albert y cómo, pero no tenía tiempo de mirar a su alrededor. La mujer se sentó enfrente con un gesto pesado y flexible, la expresión concentrada. Un poquito más baja y más gruesa que ella, con un vestido gris como de seda, abrochado de arriba a abajo a modo de bata. Zapatillas de piel con borde de lana. Cabello claro, más rubio y más metálico que el suyo, con incipientes canas, peinado hacia atrás y recogido en un moño. Rostro ovalado grande que había sido bonito, era todavía bonito, o fino al menos; rasgos grandes y bien formados, sin pintar salvo por un poco de pintalabios rosado perfilado con fuerza. Grandes gafas sin montura en forma de concha sobre unos ojos grandes, quizás amplificados, y saltones, de un vivo azul pálido. Botones granate en los pálidos y carnosos lóbulos de las orejas, y una gargantilla a juego; la garganta era suave, gruesa, con arrugas bastante profundas. Manos blancas bien cuidadas largas y fuertes, con las uñas sin pintar. La sonrisa era agradable y el rostro mostraba un leve recelo aún, pero sobre todo curiosidad.

—Me temo que no entiendo lo de la oficina de consejos. ¿Qué es?

—Es muy sencillo —sonriendo—. Ya sabe usted cómo son los agentes de policía; te envían a otra parte. La gente empieza a dar vueltas y acaba mordiéndose la cola. El desaliento lleva a la frustración. Con bastante frecuencia puedo ayudar.

—Lo entiendo. Pero mi esposo…

—A mí también me pareció extraño. Como le dije a él, no me ocupo de divorcios y no sé nada de finanzas. Por eso he venido a verla —sonriendo.

—Sí —dijo la mujer. Se quedó mirando la pared y dijo—: Sí —otra vez—. No, no puedo explicármelo… ¿Usted en realidad no le conoció personalmente, me ha dicho?

Era raro, tal como veía las cosas Arlette, que se perdiera nada diciendo la verdad.

—Sí, nos conocimos. Brevemente. Le dije más o menos lo que yo podía hacer y lo que no podía hacer; dijo que se lo pensaría. No me dio ni una pista de lo que le preocupaba. —La mujer se pasaba la gargantilla por los labios.

—¿Y sacó usted alguna conclusión?

—No tenía suficientes datos para nada. Una impresión, quizá; me pareció que estaba nervioso. Me pregunté si había estado trabajando demasiado. Pensé que usted sabría algo más de eso.

—La policía me lo preguntó. Querían saber, supongo, si el suicidio parecía posible. Quiero decir, mucha gente se tira al tren. Lo único que pude decir fue que no me parecía probable. Trabajar demasiado… no. Era una persona muy seria, y se tomaba muy en serio su trabajo. Era extremadamente meticuloso, y si había algún pequeño error en la contabilidad, no paraba hasta que lo encontraba.

—De encontrar que algún empleado estafaba, quizá, ¿se habría preocupado? ¿Un caso de conciencia?

—Oh, no, habría ido directo al jefe. ¿Por qué lo pregunta? —de pronto—. ¿Le sugirió algo de este tipo?

—En lo más mínimo. Estaba haciendo conjeturas, buscando algo que encajara. Por ejemplo, que estuviera obligado a despedir al hombre pero que esperara que yo pudiera ayudar.

La cabeza se volvió para mirarla severamente.

—Jamás oí nada de eso.

—La gente no siempre es dura de corazón. Ayer me llamó un hombre. Quería emplear a un hombre que había estado en prisión, y me pedía que le averiguara más cosas de él; familia, antecedentes. Pensé que era bueno de su parte. Muchos simplemente se niegan, sin más.

—De haber existido algo en el trabajo —dijo la mujer—. Mr. Taglang lo sabría. Vino a verme. Para decir, bueno, lo mucho que lo sentía y todo eso. Un hombre muy agradable. Y si hubiera algo más, yo lo sabría, ¿no?

—Claro.

—Así que me temo que no puedo ayudarla.

—Sólo era una idea —con educación, poniéndose de pie para marcharse—. ¿Iba mucho a pasear por la vía del tren? No parece un lugar muy seguro.

—No lo sé. Ya se lo dije a la policía. Solía sacar a pasear al perro.

—¿Qué le ocurrió al perro? —Esta pregunta pareció desconcertarla.

—Lo envié a la perrera. Nunca me había gustado. Me estropeaba los muebles. —Pareció pensar que faltaba algo más.

—Era un recordatorio triste.

—Sí, por supuesto. No quiero entretenerla. Ha sido muy amable recibiéndome.

—Yo no me preocuparía más. Lo pasado, pasado está. —Acompañó a Arlette hacia el ascensor, poniéndose aún la gargantilla entre los finos dientes.

Arlette subió al coche. Levantó la vista mientras hacía girar la llave de la cerradura. La esquina de una cortina estaba levantada. Algo que casi todo el mundo hacía. Simple curiosidad.

Extraña mujer, más bien dura. Hablaba de su esposo con un despego inusual; un hombre que había estado a su lado, y que ya no lo estaría más. Como el perro. Tal vez sólo era que había decidido una nueva vida. Quedarse viuda de repente —Arlette lo sabía— no era la experiencia más fácil. Tu esposo ya no está contigo. Eres todavía relativamente joven, y bastante atractiva.

Arlette no podía recordar haber estado tan despegada respecto a la muerte de su esposo, y mucho menos al cabo de una semana.

¿Esa mujer no tenía hijos? ¿Trabajaba?

Una mujer tranquila. Circunstancias fáciles. Sólo superando la pérdida de un esposo, aprendiendo a vivir con la viuda. Convencional en un ambiente convencional. Ninguna señal que no fuera una rutina cómoda. Entonces, ¿por qué la mujer es tan cautelosa? Precavida… recelosa, incluso.

¿Este aire nocturno la hace a una más observadora, o simplemente más imaginativa? Existe una cosa que es el exceso de observación: de un modo natural, una mujer es observadora de otra de su propia edad. Pero ¿cuál de las dos ha observado más a la otra?