—Este edificio está bajo vigilancia electrónica —dijo Arthur.
—¿Lo está? —dijo Arlette, alarmada.
—Claro que no. Pero si se pusiera un cartel grande en el vestíbulo diciendo que lo está, mucha gente se lo creería.
—Ajá. Un disuasor.
—Pero no se puede hacer. A los pacientes de Rauschenberg no les gustaría. La Gran Oreja les está escuchando. Pensemos quizá en esos espejos convexos ojo de buey colocados en un ángulo, como en los puntos ciegos, ¿sabes? Efecto de periscopio. ¿Cómo te ha ido?
—He sido empleada por Freddy para investigar con tacto en el ambiente de Marie-Line, porque piensa que podría estar tomando drogas, y aquí está la prueba. Por cierto, si vuelve a casa no la atosigarán.
—Eso está muy bien; espléndido. A Paul no le importa, pero birla billetes de diez francos del bolso de Claire.
—Tiene una variedad de truquitos con los que nadie querría vivir mucho tiempo. Admira esto. ¿Lo pongo en un marco?
—Paribas Bank, bastante arrogante. Cóbralo, idiota; poner en un marco el primer cheque es un tópico. —Nada detestaba más Arthur que los tópicos. Los buscaba, saltaba sobre ellos, los cogía por el pescuezo y les daba una patada en el trasero.
—Eso hemos ganado a los capitalistas.
—Bésalo, no escupas en él. Ahora ya no existe el dinero blanqueado. Todo se roba, cada penique. ¿Qué dice el viejo Flaubert? Sé muy burgués y convencional en tu vida, es lo mejor para concentrar la originalidad de tu arte en tu trabajo; no sé si es exactamente así.
—Marie-Line tomando drogas o pasándolas; ¿también es bastante tópico?
—Hay que ir con cuidado. Recuerdo la primera vez que fui a América: Boston; lo primero que vi fue un enorme policía irlandés, el vientre empapado en sudor, con porras y pistolas del cuarenta y cinco, esposas colgando, botas del oeste y sombrero a lo John Wayne. Deplorable, pensé; exactamente igual que ese jefe de Los Ángeles que cree en la instalación de horcas en los aeropuertos para colgar allí mismo a todos los secuestradores del aire. El tópico es una cosa curiosa. Ve a Chicago, por ejemplo. Encontrarás un jefe de policía que será muy civilizado; considerado, con voz suave, y además negro. Siempre hay tópicos, desvirtuando, embruteciendo, tentando caer en el crudo prejuicio barato.
Crudo prejuicio barato. Estas palabras cayeron sobre ella como tres golpes con un palo. Se sentía demasiado cansada y estupefacta para reaccionar. Se sentó con pesadez en la silla más cercana, como agazapada a los pies de algún montón de basura. Podían arrojarle, pues, cualquier cosa que tuvieran a mano; tallos de col, latas de cerveza vacías, raíces viejas, terrones de tierra. Huesos, piedras, entrañas; lo único que podía hacer era agacharse allí. Cerró los ojos para no ver las caras sonrientes, en una representación inconsciente se llevó las manos, planas, a la cara, como si tuviera que protegerse la cabeza de otro golpe fuerte. Se sentía incapaz de llorar: qué injusto era todo; necesitaba llorar. Una autocompasión furiosa vino en su ayuda y una lagrimita caliente se derramó. Una voz suave le habló.
—Pobrecita mía, estás muerta de cansancio. —Una mano amable con un pañuelo le secó la cara. Eso, por supuesto, le hizo llorar más fuerte que nunca.
—Esto es shock retardado —dijo Arthur en tono clínico—. Té caliente. —Salió un momento mientras ella trataba de dejar de llorar, y empezó a sentir que volvía a tener control de sí misma cuando la cogieron y la abrazaron firmemente, ante lo cual ella estalló en fuerte llanto, cayendo de arriba abajo del montón de basura, y se quedó allí como una masa estúpida, siendo mimada sin merecerlo. Al fin, se incorporó y dijo:
—Esa tetera va a explotar de tanto hervir.
Hubo silencio durante cinco minutos, roto sólo por los reconfortantes pequeños ruidos del hogar. El golpe de la tetera puesta al fuego, el tintineo de algo que cae, y una pequeña maldición de Arthur por su torpeza, retintín musical de porcelana y plata; sonido de una bandeja que se coloca sobre la mesa; un terrón de azúcar en una taza y el té que se vierte, el ronroneo de una cuchara que lo remueve. Arlette no podía abrir los ojos.
—Cálmate ahora —dijo Arthur, y el borde de una taza, duro y muy caliente, le llegó a los labios. Tomó un sorbo de té hirviendo, se ahogó, y empezó a toser sin poder parar. Siguió tosiendo durante casi una hora hasta que la voz dijo «toma» y ella cogió el pañuelo, un pañuelo de linón auténtico agradablemente empapado en colonia, ante el que soltó un estornudo colosal, dejó de toser, y se sonó la nariz, se incorporó, bebió el té y se sintió muchísimo mejor. Arthur era tan bueno. Al pensar esto tuvo que llorar otra vez, pero no mucho rato. Hizo varios intentos de sonreír, se sonó la nariz un poco más, tomó un gran sorbo de té para que los dientes dejaran de castañearle, y declaró que se sentía mucho mejor y que le había hecho mucho bien. Lo cual, como dijo Arthur al instante, era el tópico que acababa con todos los demás.
—Catarsis. Que suena como catéteres y no muy bien. Se casser les nerfs, como dicen los franceses muy sensatamente. He cerrado la puerta con llave, he puesto al teléfono lo de «vuelva usted mañana», y ahora te vas a la cama a dormir.
—No quiero ir a la cama. Quiero otra taza de té. El resto es buena idea. No puedo ver a nadie en otra hora. Dios mío, soy una mujer incompetente.
—¿De veras? No de la manera en que el objeto en cuestión me concierne, pero los gustos difieren. No me digas que Freddy ha blandido un arma. Debo telefonearle y echarle un sermón sobre su juramento hipocrático. —Esta conversación idiota le dio fuerzas.
—Me he sentido humillada.
—¿Qué? ¿Porque te daban un cheque? Ningún francés se siente humillado jamás por recibir dinero.
—Por favor, deja de ser tan inglés, me molesta. Me humillaba tener un montón de ideas preconcebidas y que me las lanzaran a los oídos. Habla de burgueses egoístas e insensibles. Es la descripción exacta de mí misma. No sé nada, soy una necia, y he tenido la insolencia de entrar allí mirándole con desprecio.
—Ay de mí —dijo Arthur—, Eso nos ocurre a todos. El primer libro que escribí, un trabajo muy brillante y nada importante, nunca habría visto la luz del día de no haber sido por aquella necesidad fatal de ver mi nombre en letras de imprenta; en el «Times Literary Supplement» me tildaron de no ser serio. Como era joven y necio, me senté con ese bálsamo para la vanidad, la pluma hundida en ácido, y escribí una espléndida carta demostrando que quien había hecho la crítica era un reaccionario imbécil, que estaba motivado por una animosidad personal, y que él mismo no era en absoluto serio, pues no tenía ningún conocimiento del tema y no era más que un portavoz consumado de actitudes de moda. Cierto. Me di cuenta entonces de que por motivos triviales, lastimosos e innobles él había dicho algo absolutamente cierto. De manera que no pude enviar la carta. Pero me lo pasé muy bien escribiéndola.
—Sí —dijo Arlette—. La cuestión es que Freddy no es así. Rígido, de mentalidad estrecha, puritano y que se ve a sí mismo como elegido, y aun así capaz de nobleza. Como Sir Leicester Dedlock. Y yo me sentía como esa repulsiva Esther, insinuante pequeña zorra; todo el mundo le repite que es maravillosa y siempre está autosatisfecha con su vocecita dulce y suave rugiendo —Arthur, divertido, se quitó las gafas.
—La vocecita dulce y suave —secándose los ojos—, ¡Que me muera! —Ella se puso tensa, y luego se sacó las gafas también.
—Escucha —dijo Arthur, que había estado pensando para encontrar mejores ejemplos sociológicos—. No sé nada de música, apenas si puedo reconocer una melodía cuando es aporreada. Pero tú, tú tienes buen gusto y un criterio informado. ¿Quién es el mejor director que jamás has oído?
—Carlos Kleiber, sin duda.
—Excelente. Ahora, ¿quieres tener la bondad de darme tu opinión sobre Herr von Karajan?
—Sí, entiendo. Hay que admitir, de mala gana, que no es ningún charlatán. En realidad puede tolerarse sobradamente. Pero oh, oh, oh, la muerte en el corazón.
—¿Lo ves? Eres capaz de aplicar niveles honestos de crítica a tu ego. Es algo que pocos pueden hacer.
—Me gustaría salir esta noche —dijo Arlette.
—¿Tienes entradas? —preguntó Arthur alarmado—. ¿Adónde quieres ir?
—No me refería a eso. Quiero ir a ver a esa frau de mi Mister Demazis.
—Entiendo. ¿Encuentras al inspector Simon un crítico de poco valor, y satisfecho demasiado fácilmente con las ideas preconcebidas?
—Arthur, ¿quién me disparó? Las llamadas telefónicas tontas son una cosa, aunque Demazis me dijo que él había recibido llamadas extrañas. Y el vandalismo, ensuciar la puerta con sangre o hacer saltar el buzón con un montón de petardos. Tú y Rauschenberg decís que es consecuencia de la tontería que se publicó en el periódico, los débiles mentales que se unen para patear algo que ha provocado un alboroto. ¿Te parece que es cierto?
—No estarás pensando en serio que mataron a Demazis porque había hablado contigo y le habían dicho que no lo hiciera.
—No. Nadie podía saber lo que me dijo, suponiendo que le siguieran u observaran; nadie podía saber que yo me tomé interés. Nadie podía suponer cómo reaccioné. Cierto, fui a la oficina de la policía judicial, pero ¿y qué? Ni siquiera estaban investigando su muerte; su caso está archivado. Soy un perro dormido, ¿por qué alguien iba a despertarme? Pero supongamos que dejara de serlo.
Arthur se quedó pensativo.
—Mujer, tu tiempo es tu tesoro y puedes emplearlo como quieras. En cuanto a estas manifestaciones de violencia o quizá de odio derivado del miedo o la miseria, soy como el hombre del libro de James Bond. Dos podrían ser casualidad, pero otra más y yo iría a la policía. De qué serviría, no tengo ni idea; tal vez aliviara mi conciencia. La policía es como los hospitales, puedes salir de ellos muchísimo más enfermo que cuando entraste.
—No entiendo que haga lo que haga, cosas pacíficas, conciliadoras, parece que suscito hostilidad. Ulrich me ha demostrado con claridad que Siegel es un tipo de persona que se defiende atacando y que se siente vulnerable de todas las maneras. Pero ¿por qué tuvo que golpearme con tanta furia? Y esa otra gente… ¿qué he hecho yo?
Arthur dejó su actitud jocosa.
—Estás haciendo algo nuevo, eso es todo. Hay una mediocridad inherente en los seres humanos, un amor por el mínimo común denominador, mmm…, es mejor que lo dejemos para los filósofos. El sociólogo te dirá que es miedo. El suceso más ligeramente adverso desata el miedo como una gran nube de gas asfixiante. La gente tiene miedo a grandes cataclismos como las guerras, las plagas, los tifones, los terremotos. Y tienen miedo a lo desconocido, la oscuridad y el silencio. ¿Has estado sola en un bosque, por la noche? ¿O en el mar? Fantasmas y vampiros. De alguna manera esto no se convierte nunca en un tópico, aunque sea una verdad trillada. Los miedos pequeños son más difíciles de comprender. El miedo de perder la posición y categoría adquiridas con tanto esfuerzo. El miedo de quedarse de repente frente a frente con uno mismo en el cruel espejo. Existe el miedo a la ciencia, y el miedo al arte. Toda obra de arte original en cualquier estado suscita una gran hostilidad e incluso odio: Yeats lo dijo. ¿Por qué? ¿Miedo a lo desconocido, o miedo de verse a sí mismos? La oscuridad odia la luz, el hipócrita odia la verdad, lo falso odia lo real.
»Incluso yo. No voy tras el trabajo de nadie, no amenazo a nadie. Sin embargo estoy rodeado de gente que conspira contra mí por miedo de que yo pueda echarles del estrecho borde. Concedido que no hay más oscurantista, cobarde y rastrero que los círculos académicos; nunca dejo de asombrarme. Estás pagando un poco el precio de todo esto».
—No lo entiendo, pero soy consciente de que tengo que seguir. Por los dos.
—No hay salida en la guerra, como dice Kipling. Botas, botas, botas, botas, arriba y abajo otra vez. Uno de los versos más terribles que jamás se han escrito.
—¿Cuándo pondrán fin a esto las mujeres? —preguntó Arlette—. No serán las del movimiento feminista, las que odian a los hombres. Una las entiende, pero son unas necias.
—Que no te oigan decir eso —dijo Arthur.