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Coge el arma, Trelawney; eres el mejor tirador

Pero ¿por qué le habían disparado a ella? Fue algo idiota, melodramático.

Paul Friedmann se había mostrado escéptico.

—Silogismo. El lugar está lleno de rifles del veintidós. No están controlados, Dios sabe por qué, pues las pistolas sí lo están. Son mucho más exactos y tienen un alcance mucho mayor. Por eso son más peligrosos. Típicamente francés, al igual que prohibir la publicidad del alcohol e importar más.

»Dos, el lugar está lleno de individuos débiles mentales con vagos rencores contra la sociedad.

»Conclusión: junta las dos series de estadísticas y se superponen. La gente dispara rifles por la calle, sin apuntar a nadie en particular. Les va bien, si puede decirse así, producir un estampido y romper algún cristal. Probablemente ha sido alguien a cuyo Renault muy viejo se le ha pinchado una rueda y que se ha irritado al verla pasar en ese magnífico Lancia. Mierda, incluso a mí me da envidia.

—No —dijo Arthur, después de que Paul se marchara, llevándose a Marie-Line consigo, una Marie-Line encantada con Paul, con el Alfa Romeo y con las aventuras: espera a que oigan todo esto en Chez Mauricette…—. No. Parece una emboscada. Demasiada premeditación. El disparo estaba hecho cuidadosamente.

Arthur había tenido un susto, y se había irritado por ello. Se había calmado.

—«Una voz le gritó —dijo, meditativo— que se apartara de la luz de la luna o recibiría el impacto del plomo, y en ese mismo instante una bala le pasó silbando junto al brazo».

—¿Qué es?

La isla del tesoro —dijo Arthur con cara seria.

—¿Intimidación?

—Lo he tenido presente desde el principio. Cualquiera cuyo trabajo sea la acción, no la especulación académica como la mía, recibe amenazas ambiguas, venganzas de débiles mentales, pequeñas porquerías. Tomé en consideración eso. Ya sabes, llamadas telefónicas obscenas. De ahí las diferentes precauciones, el filtro en la puerta principal, mirillas, la grabadora, etcétera. Pero armas… quiero pensar en ello.

Arlette cocinó un poco, más bien sin ningún orden; estaba intranquila. Fue de un lado a otro. No había tenido valor para contarle al inspector Simon lo del parabrisas del coche. Habría alzado las cejas, adoptado una pose y dicho «Tócala otra vez, Sam». Igual que Arthur.

—Coge el arma, Trelawney, eres el mejor tirador. —La llamada telefónica hablándole en susurros era la misma. Eran las travesuras de adolescentes retrasados mentales, seguro.

Mira, querida, Dingus te habla de una manera misteriosa, y un día después resbala en la vía del tren. Al instante te excitas.

—No, no; No —dijo ella irritada a la pared de la cocina—. No voy a excitarme. Pero no voy a hundirme sin más. No voy a permitir que un poli del cuerpo judicial me diga que soy una hembra frágil mental y que vuelva a mis sartenes. —Fue al cuarto de estar, se sirvió un whisky, y como burla puso el disco de Estoy baja de defensas.

Se quedó de pie ante el alféizar de la ventana para ver llegar a Arthur. ¿Dispararía alguien a la ventana? ¡Que lo hagan! Era consciente de que esto se debía a los efectos del whisky, y le importaba un comino.

Arthur llegó conduciendo el Lancia, con un espléndido y reluciente parabrisas nuevo.

Sin embargo, estaba serio. Bajó un poco el volumen de la música, se sentó, empezó a llenar la pipa y dijo:

—Me pregunto si cometí un grave error arrastrándote a todo esto.

—¿Te refieres a que realmente me dispararon?

—Me refiero a que nadie sabe mucho acerca de la violencia. Están las cosas evidentes, como el alcohol, la gente que se encuentra oprimida entre la gran densidad urbana, la agresividad en la carretera, cosas de este tipo. Se ha estudiado fragmentariamente. Es un tema amplio, sin forma. Se me había ocurrido que entre otros experimentos éste tendría valor. Ahora no estoy tan seguro. Las personas malvadas pueden ser desagradables de muchas maneras. Pienso que no deberías involucrarte con las cabezas de chorlito; tal vez, después de todo, deberíamos dejárselo a los profesionales.

—Yo he pasado por la fase de pensar lo mismo. He cambiado de opinión. Estaba muy insegura y desanimada. Pero no, no voy a renunciar.

—¿Qué te ha hecho cambiar?

—Los profesionales. He estado en la Policía Judicial. He visto a ese Simon. Tenía la ficha de Demazis. No se van a ocupar de ello, porque, claro está, no hay ningún fundamento para suponer que hubo homicidio. La policía municipal. La policía del ferrocarril. Técnicamente es muy concienzuda. Yo no habría podido hacer nada de eso.

—¿Pero?

—Pero, hay varios «peros». Por ejemplo que no hay datos. Preguntaron a la esposa si sufría vértigos, preguntaron a su jefe si sus libros estaban bien llevados. Nadie preguntó qué estaba haciendo en la vía del tren, eso en primer lugar. Es algo tonto de hacer. Como acudir a mí. ¿Por qué no volvió? Llama y cancela la cita, y al día siguiente muere en la vía del tren.

»Los profesionales son conscientes de estas lagunas. Se resignan al hecho de que su máquina, que funciona muy de cerca y con gran competencia en áreas que les interesan, no está adaptada para las cosas extrañas. Y hay demasiadas cosas extrañas. Estoy hablando mucho; he tomado mucho whisky.

—Sigue.

—Se encogen de hombros. Se resignan al hecho de que nadie investiga la frontera entre el suicidio y el accidente. Resultado: muchos homicidios ni se sospechan. Simon, cuando le he contado lo que sabía, ha dicho con toda justicia que no podías medir la neurosis de un hombre muerto. Como esos suicidios en coche, en los que los que no han podido conseguir saltar del puente provocan un accidente. Esquivando la responsabilidad. Para él podría ser uno de esos casos. Una mezcla de bravata y cobardía.

—¿Llamarte fue un truco teatral para hacerlo más grande e importante?

—No quiero especular.

—Pero ¿puedes averiguarlo?

—Puedo intentarlo. El aficionado suele encontrar áreas de las que el profesional no se preocupa. No sé qué, todavía. Pero si se trató de intimidación, eso simplemente refuerza mi decisión.

—Mmm —dijo Arthur—, No debes tomártelo como algo personal.

—No, no lo convertiré en una obsesión. No perdamos la euforia. No nos dejaremos atropellar por personas como Siegel.

—Por cierto, he redactado tu carta. Puedo rehacerla esta tarde. Si no te gusta, quiero decir.

—Marie-Line merece un esfuerzo. Y no debemos permitir que ese miserable de Siegel imagine que puede dominar a todo Estrasburgo. Déjame ver.

«La carta de su lector es una tergiversación.

El público tiene derecho a buscar consejo y ayuda. Numerosas organizaciones lo proporcionan en circunstancias específicas. Por la naturaleza de la burocracia su acción se retrasa, se extravía, a menudo deja perplejo y con frecuencia es ineficaz.

La oficina de asesoría privada no compite con los servicios estatales o municipales. Puede que ayude a acercarlos, o a simplificar el procedimiento.

Funciona en los casos en que no existe autoridad competente, pero son demasiado numerosos para mencionarlos.

En todos los casos, hay que juzgar por sus méritos.

Niego categóricamente la acusación de pescar en río revuelto para obtener un beneficio. En mi caso, la consulta no cuesta nada; nunca pido que se me pague antes de que se me haya explicado el problema y se haya acordado alguna acción.

En las profesiones que ofrecen servicios al público debe existir un código de deontología, de comportamiento ético, y hay que hacer que se cumpla. En los casos controlados por un cuerpo gubernamental la inmoralidad puede existir y permanecer durante mucho tiempo si ser descubierta. La oficina privada, autodisciplinada, debe ser juzgada por su práctica. Existe para combatir la apatía, así como para reducir el abuso e incluso la corrupción.

Nadie que ejerza esta profesión y que sea ético aconsejará a una menor sin conocimiento de los padres o tutores, no recomendará una acción contraria a la opinión paterna conocida, salvo cuando el interés de la menor, como en casos de malos tratos, exija la intervención de la autoridad.

De acuerdo con el derecho legal a réplica, estas palabras son enviadas al periódico para su inserción».

—Bien —dijo Arlette—. Coge el arma, Trelawney; eres el mejor tirador.

—¿Suficientemente pomposo? Tú podías haberlo hecho igual de bien.

—Claro que podía, sin duda. Lo que me importa no es que yo pudiera, sino que tú debías.

Arthur la contempló, con placer.

—La Viuda —dijo Arlette— ahora está casada.

—No necesitamos a Paul, aunque le diré que lo repase. He telefoneado al periódico, les he dado un pequeño golpe con mis impresionantes títulos profesionales. Se han mostrado conciliadores, y han prometido compensar. Fueron engañados, claro está, por Siegel; no admitirán que les asustó. Su defensa legítima es el derecho a hacer campaña contra las agencias trapisondistas. O sea que hemos aclarado esto.

—¿Es necesario? Quiero decir, me preguntaba si adoptar un silencio digno, desdeñoso.

—No, es necesario; no negar una acusación es, a los ojos del público, una aceptación de que tiene fundamento. Y nos da una definición. He sido ambiguo sobre este punto: me refiero a que un sociólogo como norma no ofrece consultas al público. He hablado de ello con Paul, para protegerte si es necesario. Tú no ofreces tratamiento médico o legal, que es donde infringirías la ley y existiría un cargo de práctica ilegal. Paul ha estado muy divertido respecto a la jurisprudencia que atañe a los curanderos y brujos.

—Que es lo que yo soy.

—Exacto. Dar un consejo no constituye una intervención. Tú aconsejas a tu cliente que busque donde sea apropiado un tratamiento profesional: él decide y la responsabilidad es suya. Es sumamente importante que lo tengas claro. Yo no lo había pensado —riendo— pero Paul cree que Siegel podría intentar atraparte, y el próximo ataque podría ser toda una serie de agentes provocadores con historias verosímiles.

—Bueno, yo no ofrezco masajes tailandeses a hombres de negocios cansados.

—No —riendo entre dientes—. Lo que Paul quiere es plantear un reto, poner a prueba lo que legalmente constituye una menor. Estamos en lo correcto en lo de la ética, y eso lo confirmará cualquier tribunal, de manera que Siegel se echará atrás. Piénsalo: un médico que intenta obligar a su propia hija a efectuar un examen y tratamiento psiquiátricos. Si se ponen pesados con tu ética, ése es exactamente el terreno en el que Paul se mostraría más desdeñoso respecto a la inmoralidad.

—Está bien. Envía la carta al periódico.

—¿Quieres hacer algo?

—Bueno, soy como Kennedy con los rusos. Si se produce una confrontación, una colisión frontal, uno intenta explorar un poco por los márgenes. Mientras tú zurras a Siegel con la deontología —buena palabra, ésa— yo estoy pensando en el tío Freddy Ulrich. Quizá le gustaría que le hicieran un poco de masaje tailandés.

—No voy a investigar eso —dijo Arthur, alegre—. Tengo un hambre terrible.

—Las patatas ya deben de estar cocidas. Y gracias por llevar mi coche a arreglar. Intentaré que no vuelvan a dispararme.

—No, sería una mala costumbre. Por esas calles sórdidas camina Marlowe a grandes pasos, sin miedo. De vez en cuando tropieza con su pene. ¿Es conejo? Oh, qué bien.