18
Energía

—Intimidación —dijo Paul—. Bastante extraño. —Los dos hombres habían estado ocupándose del coche, masculinos e importantes, como siempre que a un coche le ocurre algo.

—Pues claro. Eso lo he pensado; si alguien quisiera dispararme, esperaría a que estuviera fuera del coche.

—Bien —dijo Arthur—. Nosotros hemos pensado igual que la Policía. Has aparcado con el morro un poco fuera, al otro lado de la calle, unos veinte metros, a la sombra de esos arbustos que habría que recortar sobre la acera. Trayectoria plana. Podrían haber estado de pie o agazapados. La bala podría haberse desviado un poco por culpa del cristal de seguridad, haber caído y golpeado el respaldo del asiento. No te habría tocado, demasiado hacia la izquierda. Rifle del veintidós.

—Yo estaba agachada. Había perdido el guante. He tenido tiempo para pensar; no creo que tenga nada que ver con esto. O dilo de otra manera, Paul, no creo que nadie vaya a dispararte.

—Intento de asesinato de un popular joven abogado; casi lo lamento. Bueno, llamadme por la mañana. Vamos, Marie-Line. Afrontemos estas siniestras carreteras.

—No es nada, en realidad —dijo Arthur—. En el garaje te pondrán un parabrisas nuevo mañana. No hay ningún otro desperfecto grave. Legalmente, por supuesto, se supone que se denuncian estas cosas, y la policía podría enfadarse si no lo hacemos.

—Sí. Arthur, ¿estoy metida en algo que es demasiado para mí?

—No, no, esto no es más que una gamberrada de algún chiquillo malintencionado. Sea lo que sea lo que el buen dentista prepare, él no se arrastra por la noche con su pistola de aire.

—No, claro que no. Escucha, había un hombre, y me hizo prometer que no revelaría su confidencia, ni siquiera a ti. Eso hice. Y está muerto. La muerte anula ese tipo de promesa, ¿verdad?

—Sí.

—He recibido una llamada extraña. Pero recibo montones de llamadas extrañas. Es demasiado Chandleriano para expresarlo.

—¿Todo es bastante terrible? Has tenido un shock.

—Sí. Quiero irme a la cama. No quiero decir que me lleven a la cama, quiero decir ir a la cama. Estoy helada, ¿me pondrás la manta?

—Sí; ¿quieres una píldora?

—No, nunca quiero píldoras.

—Lo sé, té de lima hirviendo.

—Sí, eso me gustaría. Caliente y reconfortante. Oh, querido, qué tonta soy.

—¿Sumamente incompetente? ¿Patosa?

—Sí.

—Querida, Paul y yo estábamos boquiabiertos de admiración, y Marie-Line simplemente emocionada.

—Qué chica tan pesada; ojalá nunca hubiera puesto los ojos en ella.

Se quedó dormida como un tronco, y Arthur tuvo que darle un empujón para que dejara de roncar.

—Muy bien, no intervendré —dijo Arthur. Ella ya estaba garabateando activamente en un bloc de notas con la taza de café apartada. El periódico se encontraba entre los dos—. Acepta mi consejo, redacta un borrador ahora mientras estás al rojo. Déjalo descansar. Escríbelo otra vez cuando te hayas enfriado; tienes todo el día. Por cierto, he sacado fuera todo el vidrio. No es necesario poner plástico, hace una mañana estupenda.

—Primero voy a discutir esto.

Que Maître Friedmann se ocupe de ello, había sugerido Arthur. No, dijo ella, es asunto mío. Y Paul ya nos saldrá bastante caro.

Sólo insinuar… Una carta a un periódico…

«Un lector escribe para quejarse de lo que, tal como él lo ve, supone publicidad maliciosa y que induce a error en este periódico. Al publicar sus puntos de vista, no es necesario añadir, para hacer justicia a la opinión pública, que debemos hacer hincapié una vez más en que, si bien nos esforzamos por asegurarnos de que los anuncios que aparecen en las columnas de publicidad son presumiblemente de buena fe, no podemos hacernos responsables del contenido de los mismos. Con frecuencia hemos avisado a nuestros lectores de que la publicidad fraudulenta está incluida en el Código Criminal, y que las reclamaciones deben presentarse a la autoridad competente.

»En consecuencia, se entiende que los editores de este periódico no necesariamente están de acuerdo con las opiniones expresadas en las cartas que se reciben, y que éstas se publican obedeciendo sólo a nuestro reconocido deber de informar.

»“Es un escándalo público —escribe nuestro lector— que mientras que la venta, especialmente a menores, de armas, drogas o pornografía está, al menos en teoría, regulada, las personas sean libres de anunciar en su periódico ‘servicios’ que pueden ser igual de nocivos. Como padre de familia y ciudadano que goza de una posición de confianza pública protesto enérgicamente contra la aparición de anuncios que ofrecen lo que llaman ‘ayuda o consejo’ que, para toda persona responsable, no son más que un método impúdico de ganarse la confianza y quizá de obtener fondos por la fuerza. No tengo nada que decir como crítica de las organizaciones de caridad reconocidas. Sin embargo, estas operaciones como la descrita han de ser contempladas como seducción, y es de esperar que la atención del legislador se dirija hacia una laguna deplorable en la regulación de las ofertas que se hacen al público”. (Nota editorial: la carta de nuestro lector es demasiado larga para reproducirla entera).

»Nuestro reportero, naturalmente, hizo todo lo posible para verificar el anuncio motivo de la queja. La persona de que al parecer se trata, cierta madame «V», en una dirección del distrito de la Universidad, no confirmó ni negó el argumento presentado por nuestro lector. “No tengo nada que reprocharme”, señaló al ser entrevistada. “No pido ningún pago por adelantado, y no doy ningún consejo a nadie, ni menores ni de otro tipo, que no sea en interés suyo o de su familia”. Cuando se le pidió que se explicara con más detalle, Madame V. se negó a efectuar más comentarios».

Después de mucho tachar y rectificar, Arlette se acercó cabizbaja a Arthur, que estaba terminando de afeitarse.

—Se supone que soy una mujer instruida, que ha aprendido a poner sobre papel una simple pieza de prosa, pero diga lo que diga parece estar mal.

—Pobrecita mía; vence tus escrúpulos, déjamelo a mí, te lo traeré a la hora del almuerzo. Cualquiera que se haga llamar sociólogo puede redactar un párrafo pomposo para aplastar a este bicho. Llevaré el coche al garaje y otra vez conmigo, ¿te parece bien? No te preocupes. He hablado por teléfono con nuestro amigo Monsieur Berger. Dice que no hay de qué preocuparse, pero si pasas por las oficinas de la Policía Judicial, y pides por Simon, estará encantado de escuchar tu historia confidencialmente.

—Eres una gran ayuda —dijo Arlette sin inflexión en la voz—. Me siento deplorablemente como una aficionada, armando un buen lío.

—No puedes hacerlo todo tú sola. No te desenfrenes. La sinceridad… sabes que es un concepto relativo. Si salgo de la oficina para ir a cortarme el pelo, ¿lo digo? No, digo que tengo una reunión de trabajo de lo más importante. Si puedo decirlo humildemente, eres todavía un poco rígida con la pauta que sigues. Sobre todo, que no te desborde el trabajo.

Había ya algunas llamadas anónimas en la cinta, gratamente estimuladas por la malicia. Ella pasó un momento malo, como un borracho arrepentido después de tomar un trago.

El inspector Simon de la Policía Judicial se parecía mucho más a un policía que cualquier otra persona de las que había conocido allí: al cabo de media hora de haberle dejado, no podía recordar qué aspecto tenía. Ancho de espaldas, y con una camisa azul marino abrochada hasta el cuello. Educado y laborioso, y sugiriendo sólo de una manera diplomática que las mujeres eran frágiles y bobas. Verse clasificada en el grupo de mujeres de talentos dispersos le hizo comportarse de modo más estúpido que de costumbre. Sin duda era por cortesía hacia Arthur por lo que le concedían tiempo.

—Espere un segundo; todavía no lo veo claro. Él le telefoneó dándole un nombre falso. Y se puso en contacto con usted; se encontraron en ese pub. Y él se comportó de un modo extraño. Usted tuvo la impresión de que se trataba de un hombre que tenía algo en mente.

—Un hombre asustado. Furtivo, y mirando a su alrededor todo el rato. —Parecía Peter Lorre en una vieja película.

—Parece coherente. Si estaba nervioso por algo, sería la clase de persona que no oía venir un tren o que se aturdía si lo oía. Imagíneselo, usted va paseando por ahí, y está reflexionando sobre algún problema grave, se pueden revelar sus cifras o le duele la vesícula, y de repente se sobresalta. Jesús, hay un tren casi encima de usted; entonces es cuando hace un movimiento torpe y resbala.

—Pero los libros de contabilidad o un dolor de estómago no le habrían traído a mí. De todos modos se lo pregunté. Señalé que no estaba preparada para ocuparme de ningún asunto médico o legal, o financiero. Respondió que el asunto era otro.

Monsieur Simon suspiró un poco, paciente.

—Una de las primeras cosas que se aprenden en este trabajo es que la gente cuenta mentiras todo el tiempo. No me refiero a cuando les pillan rompiendo una ventana y dicen no, no he sido yo. O la gente que no tiene ideas muy brillantes. O las fantasías sistematizadas. Gente muy ordinaria, nada que ocultar, nada de lo que sentirse culpable. Vi esto y vi lo otro, cuando es evidente que no vieron nada de eso. —Arlette no estaba segura de si esto iba por Demazis o por ella.

—La gente intenta hacerse la importante. Algo parecido me ocurrió a mí.

—Eso y ni siquiera eso. Piense en ello, coja un crimen horrendo, como tenemos con demasiada frecuencia, con sangre y violencia; mucha gente lee el caso y se desequilibra. Los que tienen los tornillos un poco flojos, pero no tanto como para que los demás lo adviertan, se vuelven neuróticos. Son los que confiesan, incluso intentan copiarlo. Otros muchos, que no son anormales pero que llevan una existencia monótona y aburrida, quieren participar en la excitación. Están un poco enfermos y nos obstaculizan, pero hay que tener paciencia.

—¿Se refiere a los mirones, que cogen el coche y conducen una hora para ir hasta el escenario de un accidente grave, sólo para verlo?

—Eso es. Ver y participar y disfrutar. Todos tenemos algo de sadismo, dice el psiquiatra.

—He pensado en todo esto; y de alguna manera no fue así. Se mostró un poco desconfiado; no quería confiar y parecía tener miedo. Prometió venir y hablarme, y llamó para cancelarlo, de una manera extraña.

Monsieur Simon suspiró otra vez, se rascó el espeso cabello castaño con el bolígrafo, encendió un cigarrillo y cogió de su mesa una delgada carpeta.

—Mire, esto no tiene nada que ver con nosotros, comprenda. Estamos a disposición del Fiscal, como usted sabe, y actuamos a sus órdenes. Este asunto, igual que cualquier relativo a una muerte violenta, un accidente de tráfico o suicidio, recibió el tratamiento apropiado de la brigada urbana, ya que estaba dentro de los límites de la ciudad; las mediciones, el croquis, todo completo, las observaciones apuntaban a la adversidad, condiciones climatológicas, visibilidad. Me pasaron la ficha cuando la solicité. El doctor dice… le ahorraré eso, es técnico y sangriento… —Ella quiso decirle «No me lo ahorre, no soy ninguna niña», pero no pudo encontrar ninguna base para objetar.

»La vía del ferrocarril. Un día lluvioso, un poco de niebla. Carriles grasientos y resbaladizos. Balasto suelto, ya sabe lo que quiero decir, piedra con contornos agudos, no resbala como las piedras lisas, sino que su superficie es inestable e irregular. Significa que si pones el pie encima, es fácil que pierdas el equilibrio, porque el lecho suelto forma subidas y bajadas. Camino estrecho, utilizado por los ferroviarios, junto a la vía. Puedes ir en bicicleta por él y ellos lo hacen, pero es peligroso. En esta época del año, con frecuencia queda oculto por las zarzas que han crecido mucho en verano, hay muchas ramas muertas. Es fácil tropezar. Los equipos de mantenimiento lo cortan o lo queman, o se supone que lo hacen, pero de todos modos es un peligro, o si no ¿por qué se avisa a la gente que se mantenga lejos de la vía? Allí no tendría que haber nadie; es una situación muy peligrosa. La probabilidad de accidente se triplica, se cuadruplica.

»La hora: tarde, por la noche. —Dio una chupada a un cigarrillo, pasó la página de tupido texto mecanografiado—. Declaración obtenida del único testigo, el conductor de la locomotora. Hombre serio, muchos años de servicio, ningún accidente, buen expediente, nada de alcohol. ¿Entiende? Cito al pie de la letra: siempre vamos muy atentos, pues el público es muy indisciplinado en lo de cruzar. La atención un poco floja al ser tan tarde, eso es justo. Las señales, claras; no se espera ningún encuentro inesperado: ¿por qué iba a haberlo? La visibilidad, normal; se refiere a las luces, las señales. Velocidad cuarenta y cinco kilómetros hora, normal para el tramo. Bien. De vez en cuando él echa un vistazo mecánico a la vía, pero es algo rutinario, tiene ganas de salir de allí e ir a casa, y quién puede reprochárselo. Bien. La locomotora es un BB, no sé cuántas toneladas pero es muy pesada. La sacudida ligera pero perceptible es lo que le alerta. Ningún grito; si te golpea una locomotora en cualquier sitio, eres hombre muerto, rotura completa. No tiene que decapitarte o darte en el corazón: shock traumático colosal. Cuarenta kilómetros no parece mucho, pero incluso si te golpea un coche a esa velocidad, te destroza. Pensó, dice él, que era un animal, un zorro o un perro.

—¿Eso es corriente?

—Venados o tejones en la zona de bosque lo es bastante. Menos en los límites de la ciudad, naturalmente, pero hay arbolado en abundancia hasta el Rin; no es nada inaudito. Y por supuesto los chiquillos y los lunáticos ponen troncos y piedras y cosas para obstruir el paso, pero es un tipo de impacto diferente. Las instrucciones son detenerse y examinar el daño o ver de qué se trata, lo que él hace, y oh Jesús, así que por supuesto retrocede, telefonea; los primeros investigadores, los bomberos y el hombre de seguridad de la S. N. C. F. estuvieron allí al cabo de veinte minutos. Bastó una mirada para ver que no se podía ayudar al tipo, y con razón se preocupa entonces de la seguridad del ferrocarril, hay un convoy de carga inmovilizado en la vía. La frecuencia de tráfico en aquella línea, entre diez y treinta minutos.

»Así que, ¿qué conclusión podemos sacar? Sacas a tu perro a pasear quizá quince minutos junto a la vía, tienes una probabilidad en una, dos o tres de encontrarte con un tren. Pocas. Conclusión: fatalidad debido a imprudencia y la probabilidad de tropezar. El perro no iba sujeto con la correa y le distrajo, o simplemente estaba preocupado, y usted es testigo de cierta confusión mental.

—¿Y no se realiza ninguna investigación, pasado ese punto? —preguntó Arlette.

—Ésa es la investigación técnica —dijo Monsieur Simon, reprobador, pasando más páginas—. Seguridad Ciudadana efectúa, por supuesto, la verificación de costumbre. No se considera suicidio si no está muy claro, por eso nuestras estadísticas están falseadas porque los hospitales siempre indican accidente por consideración a los parientes. La esposa, muy perturbada, cosa nada sorprendente, señala que no hay motivo para el suicidio. Ninguna deuda importante ni fuertes obligaciones. Pauta de vida normal. Los libros en el trabajo, auditados recientemente; director de empresa categórico en que todo fuera normal. Con franqueza, el asunto está clasificado y va al archivo: no hay ninguna razón para mantenerlo abierto.

—Es necesariamente muy superficial, ¿no? —Pareció una falta de tacto—. No como si lo hubiera hecho usted, por ejemplo —añadió rápidamente, lo que no arregló las cosas.

—Oiga, señora Davidson —paciente—. Su esposo es un científico, y criminólogo, y amigo del Comisario. Es normal; a usted le parece que debería realizarse una investigación a fondo porque el asunto le inquieta, y esto también es normal. ¿Por qué? Porque usted está implicada personalmente, o le parece que lo está. Vio a ese tipo vivo, y es más que una estadística. Es humano; lo entiendo. Pero si efectuáramos una investigación exhaustiva de cada muerte, ¿dónde estaríamos? Hágase esta pregunta.

—Se lo agradezco, y me avergüenza haberle robado su tiempo.

—No, no hay problema, no es nada fuera de lo corriente. Usted se disculpa. Debería ver cuántos nos importunan. ¿Se disculpan? Jamás.

—Supongo que no hubo autopsia —dijo ella cuando estaba en la puerta.

—¡Autopsia! —exclamó Simon, a punto de estallar en carcajadas de maníaco—. Pero bueno, ¿en qué está pensando? El tipo explotó, como si hubiera saltado de un décimo piso. Lo sacaron con pala. En segundo lugar, ¿por qué? ¿Por si había tomado alguna droga o medicamento que le hubiera mareado o adormilado? Pregunta de siempre, formulada a la esposa —pasando páginas hacia atrás—, ¿Estaba siguiendo su esposo algún tratamiento? ¿O había consultado recientemente a algún médico? Respuesta: no y no. No que la mujer supiera. Y ella tendría que saberlo, ¿no?

—Gracias —dijo ella. La aficionada diligente, que se preocupa. La hembra inquieta, que se excita. ¡Cierto! Aproximaciones, promedios y estadísticas. Como decía el hombre, ¿quién sabe realmente cuál es el índice de suicidios? La gente tiene ya tantos formularios que rellenar; sugiere que llenen unos cuantos más y descubrirán que sus conciencias se hacen más elásticas.

Regresó a pie a casa, cruzando el terreno abierto que quedaba entre el campus de la Universidad y el Krutenau. Hacía sol, el día era cálido y tranquilo. Los estudiantes estaban sentados o paseaban y conversaban; un grupo indiferente en mangas de camisa jugaba al fútbol. Fue a parar a la cafetería de los estudiantes, cruzó el Boulevard de la Victoire y llegó a casa.

¿Cuál era el resultado? Era una tonta… una entrometida… se comportaba como una ama de casa… ¿Qué había logrado hacer? Había dado a Norma algún consejo que no necesitaba. Había complicado la existencia de Marie-Line poniendo tensos al padre y a la hija. Y no había servido de nada a Albert Demazis. No había conseguido ganarse su confianza, y no había logrado saber nada de él.

¿Era lo que Arthur había pensado, y lo que la policía pensaba llanamente, una persona un poco neurótica, no débil mental pero lo que el psiquiatra llamaría frágil mental? ¿Tipo corriente, hilador de fantasías, narrador de historias, que iba un poco más allá y empezaba a representar su argumento?

¿O, como había pensado ella, era un hombre triste y asustado con una carga, que no había sabido cómo soportarla, pidió ayuda, se decepcionó, recayó en una indecisión fatal, llegando hasta una muerte que no era ni verdadero suicidio ni verdadero accidente?

Ella había sido un fracaso en ambos casos.

Desolada se sentó en su casa y tomó un trago; pensó que desde hacía unos días la comida había estado un poco por debajo de lo normal, y ¿no sería mejor que hiciera algo al respecto?

¿Fue sólo el alcohol lo que endureció su resolución? No te hundirás, se dijo a sí misma.

Vamos, sé un poco más enérgica.