17
Presión

Monsieur Scheffer era un hombre impasible, de edad madura y de facciones embotadas, con una chaqueta que necesitaba un cepillado y una caja rota de cigarros pequeños. Llevaba botines de ante con cremallera encima y gruesa suela de crêpe, y tenía unas gordas uñas cuadradas, curvadas y amarillentas.

Era ambiguo al hablar, y tenía una irritante manera de decir «Bueno, Madame, le ruego que no sea agresiva», que acabó por hacer que Arlette se sintiera agresiva, lo que habría sido un error y le costaba reprimir.

La frase cortante, la réplica mordaz, etcétera, no sirve para la policía.

—Es difícil saber cómo satisfacerle a usted —dijo ella con paciencia—. Habla usted con vaguedad acerca de una queja, y no me dice la naturaleza de la queja o dónde tiene su origen. En cierto modo agradezco su visita, puesto que puede regresar y pasar la información de que no tengo nada que ocultar y menos aún de lo que avergonzarme. Sea cual sea la queja, no es nada criminal. No me está acusando de extorsión fraudulenta de dinero, o de práctica ilegal de la medicina, ni de nada de eso. De todos modos, el Comisario Berger está al corriente de mis actividades y me ha extendido un certificado de salud moral o como quiera llamarlo.

—¿Puedo verlo?

—Claro que sí. Bueno, ¿todo bien?

—Todo en orden, Madame —sin cambiar de expresión.

—Que yo sepa, no burlo ninguna regulación municipal. ¿Impuestos o higiene o salidas de incendios o algo? —Los gordos dedos dijeron que no y aplastaron una colilla en el cenicero con gran cuidado—. Soy una persona absolutamente respetable, mis antecedentes son impecables, y a mi esposo, que realiza un trabajo científico en interés del Consejo de Europa, no se le puede considerar un irresponsable.

—No es eso —dijo, después de esperar con paciencia el final de la diatriba—. Ha sido usted muy abierta conmigo, aunque me gustaría que no fuera tan agresiva. Seré franco con usted. —En general, esto indica que serán lo contrario, pero aspiró pacíficamente un nuevo cigarro y dijo—: Sólo una sombra de inquietud por lo de esa chica. Que falta de su casa, y cuyo tutor legalmente designado, la cosa más normal del mundo, nos encarga a nosotros que nos aseguremos de que no está frecuentando malas compañías. Entiéndame, no sugiero nada de eso, sólo que quizá se esté incitando a una menor a abandonar el techo paterno.

—Vamos, ella tiene dieciocho años y es libre de ir a su casa cuando quiera. Yo no intento retenerla. En vista de la actitud autocrática de su padre, creo que está justificado pensar que en este momento su hogar no es el mejor lugar para ella.

—¿Dónde está ahora?

—Ha ido al cine con mi esposo. No le hace ningún daño distraer la mente durante una hora o dos.

—Mmm. Debería estar en la escuela, ¿no? Lo que significa legalmente ser mayor de edad es objeto de interpretación. Los textos no son muy claros. Una chica joven que todavía va a la escuela, que vive con su familia y depende de ellos… Bueno, volveré y lo consultaré. —Sonó el teléfono.

—Disculpe un segundo.

—Arlette van der Valk. —Hubo un extraño sonido como un suspiro al otro lado de la línea, y ella miró si el interruptor estaba puesto en grabación pero no, era directo a ella—. ¿Quién llama, por favor? —Siguieron los suspiros; era una especie de respiración asmática profunda—. ¿No se equivoca de número? —Un susurro profundo y ronco, que parecía masculino pero no podía asegurarse, pues era como distorsionado, dijo:

—Lo lamentarás, cariño, lo siento —y nada más salvo la respiración, y luego al fin el clic y el zumbido de la línea libre.

Arlette dejó el teléfono y dijo:

—Algún despistado. Lo siento.

—Como iba diciendo, podría ser más inteligente dominar sus escrúpulos, sabe, y enviar a la chica a casa, porque el asunto podría complicarse más. No le estoy diciendo nada ahora, pero podría ser que le enviara una citación, sabe, y tal vez se encuentre usted ante el Tribunal de Magistrados con algo de lo que responder. Bueno —poniéndose en pie—, me marcho. —No se disculpó por el tiempo que le había hecho perder, pero la policía nunca lo hace.

Hay muchos engaños respecto a los Tribunales de Magistrados. No podía estar segura, pero sonaba como a policías desconcertados y armando un gran revuelo para poder retirarse en orden.

Pero ¿qué representaba aquella llamada telefónica?

No parecía que fuera el digno dentista. La idea que éste tenía de una amenaza —ella tenía buena prueba, ¿no?— era más burocrática.

Pero ¿era la clase de llamada que Albert Demazis dijo que había recibido… antes de morir?

No se podía saber, Albert había sido ambiguo. Había hablado de amenazas, y utilizado una expresión como «llamadas telefónicas extrañas», o quizá «llamadas anónimas».

Arlette no sabía si estaba asustada o no. Por una parte, no. Era la clase de cosas que cabría esperar de Arthur, si Arthur hubiera sido el tipo inefable de inglés que consideraba graciosos los chistes prácticos. ¿No había dicho Albert que pensaba, al principio, que era alguien que le gastaba una broma…?

Quiero decir realmente… Quieren asustarte y, por el amor de Dios, no te pongas a temblar por tener un chiflado al teléfono. Ella había tenido ya a muchos chiflados directamente al teléfono o en la grabadora, y no había razón alguna para suponer que había agotado todas las maneras que hay de ser un chiflado. Cualquier telefonista, seguro, tendría interesantes historias que contar sobre este tema; era tan corriente como que te pellizcaran el trasero en el Metro.

Sin embargo, no se le fue de la cabeza. Albert Demazis estaba muerto, ¿y no era demasiada coincidencia? ¿Asunto de la policía? Cuando el teléfono sonó otra vez sintió repugnancia, un hormigueo en el cuerpo que tuvo que dominar, y fue un alivio oír a Arthur, que parecía malhumorado.

—Una película tonta. Estoy tomando una taza de té con la chiquilla, más para que ella se divierta que yo. La traeré a casa; tengo que firmar unas cartas en la oficina. He estado pensando… durante la película tonta. Podríamos pedir una opinión legal. He pensado en alguien bueno: Paul Friedmann. Le he telefoneado; estaba en el Palais, en un juicio, pero le he pillado, y me ha dicho que terminaría hacia las cinco y tenía intención de ir a casa; así que si quieres hablar con él podrías encontrarle en el Palais. Adiós, se me está enfriando el té.

Arlette tenía un estofado en el horno cociéndose lentamente, de manera que cogió el cassette y dijo:

—Saca el estofado del horno a las siete menos cuarto si todavía no he regresado, y pon a hervir esas patatas. ¿Serías tan amable de cocer las espinacas?; ya están lavadas y preparadas. —Salió corriendo hacia el Lancia; Arthur y la chica habían cogido el autobús.

El Palais de Justice de Estrasburgo es lúgubremente neoclásico por fuera de una manera teutónica, vagamente Nuremberg, y por dentro un edificio enorme, sencillo, amarillo sucio, construido como con jabón de Marsella. Hay una escalinata gigantesca con leones, algo entre Roma y Egipto visto en un día de lluvia a través de la ventanilla sucia de un autobús después de haber comido demasiado.

Arlette halló a maître Friedmann en un rincón lleno de armarios, desvistiéndose, fumando un pequeño cigarro como Monsieur Scheffer, pero sin parecerse a él. Guapo, joven, judío, rutilante de esa manera particular de los judíos con un adorable cabello negro que jamás necesitaba un cepillado, ojos magníficos, un adorable traje gris, todo adorable. Y una persona que no necesitaba explicaciones.

—Hola, usted es Arlette, qué espléndidamente ha programado su llegada. Mi coche está enfrente, ¿y el suyo? Aparcado en doble fila, picara mujer, será mejor que cojamos los dos, no, por supuesto que esa horrible oficina no, a casa, me muero por tomar una taza de café; soy un maníaco del café.

Condujo muy deprisa en un Alfa Romeo blanco hasta uno de los pisos cerca de la Orangerie que a ella le gustaban tanto pero que no podía comprar. Todo muy moderno.

—¡Claire! Claire… maldita vaca, está fuera. Póngase cómoda. —Iba muy rápido. Arlette apenas tuvo tiempo de cerrar los ojos con fuerza y respirar hondo y desear estar calmada cuando zas, él ya había vuelto de la cocina con una cafetera y un tazón con cubitos de hielo. Zas, en la mano ya tenía un gran vaso de hielo y algo incoloro que resultó ser Cointreau. El tornado se sentó enfrente de ella con un tazón grande de porcelana que llevaba impreso un dibujo de un sátiro y decía: «¿Se lo contarás al Vicario? Yo soy el Vicario», y se quedó quieto.

—Cuente —dijo. Estaba totalmente inmóvil. No interrumpió ni una sola vez. No hizo ninguna pregunta. El olor del café se mezclaba deliciosamente con el del Cointreau. La expresión de su cara no cambió ni siquiera cuando ella se fue por las ramas. Sin que se hubiera movido para nada, apareció un bloc de papel amarillo sobre sus rodillas, un lápiz amarillo y una página de pulcra letra pequeña había cobrado forma.

Tomó un trago de café.

—Bien. No queremos molestarla con un montón de cuestiones legales, así que eso lo elimino. Está siendo acosada e intentaré remediarlo. Le garantizo que no volverá a saber nada de los policías. Este Scheffer es un buen pájaro. Siempre están diciendo lo que es la ley, y ni ellos lo saben. El libro de Estatutos rebosa montañas de textos, interminables enmiendas a esto o aquello, todo tan ambiguo y tan mal redactado que la ley es lo que cualquiera dice que es. Así que recusas un punto. Lo defiendes, lo desenredas, sientas un poco de jurisprudencia apropiada sobre ello.

»Cuestión de psicología. ¿Quién lo defiende? Yo. Le diré por qué. Coja un caso interesante de violación, o incluso, como aquí, un asunto de control paterno sobre una jovencita, y tiene usted razón, eso es violación. La gente piensa, que venga de París una mujer hábil, sexista, feminista, bonita, y hará una defensa furiosa; ustedes, viejos horribles, es a mí a quien están violando.

»El tribunal la ve venir de lejos con las bragas inflamadas. La cuestión es así, asunto de machismo, el hombre tiene que defenderlo. El tribunal es terriblemente malo, piensa usted, sucios viejos verdes, la mitad yids y la otra mitad viejos hugonotes diciendo que sí, sí, apoyo a la disciplina paterna; la jovencita está replicando con impertinencia, enciérrenla en un convento.

»De hecho, están equivocados. El tribunal puede ser sorprendentemente flexible y comprensivo. Todo es cuestión de elegir el momento adecuado, dar en el clavo, pero ¿con cuánta fuerza se da en el clavo? Para tener éxito es muy importante esta cuestión de distribución del tiempo.

»Ahora puedo verla venir. Oh joven incendiario, que sólo desea armar un escándalo, maldito joven ansioso que quiere hacerse famoso. Te arrastran al juzgado entre una multitud de interjecciones y mandatos, réplicas y contrarréplicas. La llamarada de la publicidad, que repercute en la fama de un brillante joven abogado, ¿qué? No en la vida de usted.

»No quiero enfrentarme con este viejo sabueso de dentista. Si tenemos que hacerlo, nada más fácil. Se ruega al tribunal que haga poner en pie a este hombre y demuestre por qué habría que considerarlo adecuado para ejercer el control paterno sobre sus propios calcetines: como primer testigo llamaremos a la doncella a la que se estaba tirando la semana pasada en el armario de las escobas.

»Pero ¿le serviría a usted de algo eso? ¿O a Marie-Line? Ella es la interesada; ¿es una idea espléndida para ella ser la manzana de la discordia? Le encantaría sin duda, pero usted no opina igual y yo tampoco. Dos niñitas mías.

»Tacto y mano ligera. Tiraré de las orejas de ese dentista para que se pare a pensar. Si llega el tribunal puedo ponérselo difícil.

»Detener el acoso es fácil; él ya se ha propasado mucho. El periódico irá con mucho cuidado. Publicar algo que no sea información objetiva es prácticamente publicidad pagada, y pondrán una nota a pie de página con una renuncia legal negando toda responsabilidad. Usted tiene “derecho a réplica” legal si quiere utilizarlo.

»La presencia de Marie-Line en su casa es un inconveniente y un obstáculo. Debemos sacarla de debajo de su techo. Envíenosla aquí; a Claire le gustará. A mí no me importa. Tengo mi vaca doméstica, dos terneras en casa, ¿qué es una vaquilla más o menos?

Arlette iba a pronunciar una leve protesta ante esta clasificación rumiante de todas las mujeres, cuando llegó la «vaca doméstica», llevándose a los niños a sus habitaciones para que hicieran sus deberes y entrando luego; de complexión delicada pero aspecto duradero: delgada, callada, muy bonita.

—¿De qué está hablando ahora, que nos llama vacas otra vez? Oh, lo sé, es simplemente espantoso, como si el sujetador estuviera siempre húmedo de leche. Cuando los niños eran pequeños, me abrazaba tiernamente y decía: «Déjame chupar también».

Puesto así en su lugar, maître Friedmann sonrió y dijo:

—¿Tenemos sitio para una espléndida rubia de dieciocho años? Arlette tiene una de la que necesita desembarazarse.

—Creo que sí —dijo Claire tranquilamente.

Fuera estaba oscureciendo con rapidez, y era negra noche cuando Arlette llegó a casa. Aparcó en la acera, al otro lado de la calle, bajo los árboles del jardín del Observatorio, apagó las luces, puso el freno de mano y empezó a recoger atributos femeninos, como un zapato de tacón alto que no podía llevar mientras conducía y que se había metido debajo del asiento: estaba doblada en una postura incómoda cuando se oyó un fuerte ruido.

Un ruido complejo, que ella no pudo comprender. Le pareció que había un fuerte golpe seco y otro más apagado. Se había producido un impacto, el coche se estremeció sobre su suspensión. Arlette se irguió, perpleja. El parabrisas estaba escarchado.

—Oh, maldita sea —exclamó Arlette irritada. Su querido coche nuevo… ¿alguien le había dado un golpe? No… ¿una piedra catapultada por un camión que pasaba? Golpeó con furia el respaldo del asiento de su lado y apartó la mano como si se hubiera quemado. La tapicería estaba rota. Volvió a poner la mano con cuidado, sin el guante. Palpando en el relleno destripado encontró un pequeño objeto duro. Era una bala medio aplastada y repugnante, arrugada y doblada; Arlette se estremeció como si todavía quemara, la dejó caer y se limpió la mano temblorosa en la falda. Habían disparado al coche. Se sentía como si le hubieran disparado a ella.

No debía quedarse allí para que le metieran en el morral como un conejo paralizado. Salió y cerró la portezuela con un golpe, furiosa, sin sentir miedo, demasiado colérica para preguntarse por qué. Miró a su alrededor. No pudo deducir nada. La Rue de l’Observatoire por la noche, débiles reflejos en ventanas y balcones; paisaje de cielo y tejados iluminado por el resplandor naranja de la ciudad por la noche; las sombras más oscuras de los árboles, cuyas hojas empezaban a caer. Todo en silencio y tranquilo hasta el tráfico que pasaba por el Boulevard de la Victoire. La mano no le temblaba cuando cerró con llave el coche y se encaminó a pasos agigantados a la puerta principal.

Arthur, encogido y muy inglés con chaleco, la espalda recta, sostenía un abanico de cartas y enseñaba a Marie-Line a jugar al juego de los cientos. La miraron alarmados.

—Mi querida muchacha.

—Me han disparado. Aquí. Ahora mismo. En la calle.

—Llama a la policía.

—No. Es una tontería. Dame un trago. La policía judicial, en todo caso. No. Eso tampoco. Lo siento, me estoy portando como una tonta. No me mires con esos ojos —a Marie-Line, malhumorada—. Lo siento. Por el amor de Dios, no hagamos un drama. No puedo llevarte en el coche, eso es todo. El parabrisas se ha roto.

—Déjame echar un vistazo.

—Arthur… por el amor de Dios, ¿qué verás? ¿Eres Scotland Yard o qué? Llama a Paul Friedmann, pide disculpas, pídele que venga. Perdona, Marie-Line, te lo explicaré enseguida: se trata de un amigo que muy amablemente te pide que vayas a su casa y te quedes allí uno o dos días; es muy agradable. Que alguien me dé un cigarrillo.