16
Hechos varios

La Prensa era joven y se mordía las uñas. Parecía bastante limpio. Propenso a hacer ruido. Tenía experiencia suficiente para escuchar, pero le gustaba más el sonido de su propia voz. Enseguida se sintió como en casa.

—Está usted cómoda, aquí —echando un vistazo a la «sala de espera». La misma mirada rápida por las paredes blancas del despacho. Llegó el paisaje marino y dijo—: No está mal. La pintura está muy bien puesta. Es curioso cómo está volviendo lo representativo.

—Mi intención no fue seguir la moda. Siéntese. —Ya lo había hecho.

—Madame van der Valk, ese es su nombre, ¿verdad?

—Correcto.

—Habla bien el francés. —Qué bien, que pensara que los cuadros y el acento de uno estaban bien.

—Soy francesa.

—Se casó usted con el doctor Davidson, ¿verdad?

—No utilizo su nombre; él es un profesional. Y ahora sepamos algo de usted.

—¿Qué? Oh —riendo alegremente—, es sólo una entrevista de rutina.

—Vayamos al grano. No tengo ganas de salir en la sección de sucesos varios de su periódico, y ninguna necesidad de un artículo. Supongamos que me dice usted el motivo de su visita.

—Ah; cierto desagrado por la publicidad, ¿no es cierto?

—Ni la busco ni la evito, y, por favor, procure no tergiversar mis palabras.

—No es necesario que se preocupe. Bueno, oficina de ayuda, quizá pueda usted decirme qué es exactamente. —Arlette estaba decidida a conservar la cabeza. Si te muestras ruda con este hombre, él encontrará la manera de ser desagradable.

—En este país nos gusta poner etiquetas a las cosas. Nuestro famoso espíritu cartesiano del sistema. Hay muchas organizaciones de ayuda que se dedican a un propósito concreto; yo no me dirijo a ningún tipo en particular.

—Un penique aquí, un penique allá, por decirlo de alguna manera. ¿Tiene usted algún título en concreto, si no le importa decírmelo?

—Monsieur Bouillon, nos estamos yendo por las ramas. Ha hablado usted de una información que está circulando. ¿Me dirá lo que es?

—Tiene razón; se lo diré enseguida. Me estaba usted diciendo, sus títulos.

—Tengo varios diplomas de temas médicos y sociales, que no cuelgo en las paredes. Por mi amplia experiencia, si veo que alguna persona que me consulta sería mejor servida en otro sitio, la envío allí. Tanto si se trata de un psiquiatra como de una pitonisa.

—O sea que supongamos que yo vengo, Madame, y le pido ayuda ¿qué pasa?

—¿Tiene algún problema con su jefe, su sindicato, su familia, sus deudas o su coche? El mejor consejo que puedo darle sin conocerle mejor es que vaya con mucho cuidado con lo que publique, y en especial con lo que insinúe.

Él sonrió.

—No está mal. Ninguna insinuación, sólo una pregunta directa, así que no es necesario que se ofenda: ¿alguna de sus actividades ha sido objeto de queja, digamos que ante alguna autoridad legal o judicial?

—Si tiene la bondad de ir a la policía, Monsieur Bouillon, y preguntárselo al comisario, me atrevería a decir que él se lo responderá.

—Pero se lo estoy preguntando a usted.

—Que yo sepa no. Si hay alguna queja, estoy aquí para responder. Puesto que éste es el objeto de su visita, me toca a mí preguntar.

—Ni idea, lo siento. Tendrá que preguntárselo a los del despacho. Creo que ha aparecido algún interrogante. A mí sólo me han pedido que me pasara por aquí y cogiera una idea general. Y eso es lo que he hecho. No hay necesidad de que se enfade conmigo. Sólo cumplo con mi trabajo.

—Lo sé —dijo ella. Se puso de pie—. Tengo que preparar la comida. ¿De acuerdo? Tenga cuidado con las sospechas. Sé que lo tendrá con los hechos.

—Una última pregunta respecto a un hecho. Está usted cobijando a una jovencita bajo su techo, aquí, según tengo entendido.

—Es cierto. Acudió a mí ayer en un estado de ansiedad. Es libre de irse cuando guste. No tengo intención de hablar de eso. No sería actuar en interés de ella.

—Pero usted le aconseja que no vaya a casa, ¿verdad?

—Sin comentarios, Monsieur Bouillon, y nada de sugerencias, por favor.

Encontró a Arthur en el cuarto de estar, con una copa en la mano y el ceño fruncido.

—¿Te ha estado molestando? —preguntó él—. Admito que me ha resultado bastante difícil controlarme. Una tendencia a escuchar detrás de las puertas…

—No ha sido muy fácil. No estoy acostumbrada a ellos. He intentado comportarme como si se tratara de cualquier otro. Pero altivo, bastante ofensivo y, por supuesto, provinciano. Son incapaces de comprender nada que no lleve una etiqueta escrita claramente y que no entre dentro de su experiencia. Me ha dicho que hablaba bien francés. Supongo que pensaba que era holandesa.

Arthur se encogió de hombros.

—Si fuera necesario, iría a su oficina y le pondría en su sitio. Tendrá cuidado con lo que publiquen. Está claro que ese Siegel les está azuzando.

—No, prefiero pelear yo mi propia batalla… si tiene que haber batalla. Se me ocurre que lo que podrían hacer es rechazar mi anuncio.

—Mi querida muchacha, no me meteré para nada, pero si hay algún hostigamiento, les dejaré bien claro que no estás sola. Consiguen mucha cooperación de varias fuentes que consideran valiosas.

—Entiendo. Eso parece reconfortante. Me hace pensar… quiero decir, suponiendo que no tuviera ningún amigo influyente, o cierta categoría social.

—Entonces te intimidarían. Es un hecho universal. Por cierto —cambiando de tema—, se me ha ocurrido… pero todavía no sé cómo te ha ido esta mañana.

—Esa mujer, Pelletier, ha estado bien, un poco distante. Llámalo egoísmo, si quieres, pero era de esperar. Es neutral. Se niega a intervenir en ninguna dirección.

—Se actúa según la dirección que interesa, especialmente cuando hay mucho interés. Sí, bueno, la mayoría de la gente es así: actuar por interés es la principal ocupación del mundo. Teniendo eso presente, ¿qué te parece si pedimos la opinión de un psiquiatra respecto a Marie-Line, sólo por si le hacen una jugarreta cuando regrese a casa? Ahora, mientras está libre de presión emocional. Tenemos que hacer que vuelva a casa; no podemos tenerla rondando por aquí.

—Sí, pero ¿no es un poco drástico? ¿No podría imaginar cosas y empezar a hacer una de sus comedias? Está sana como un roble, y es absolutamente normal, pero si coge la idea de que pensamos que necesita la opinión de un experto, la creo capaz de actuar en consonancia.

—No; aparte de que cualquier experto lo reconocería, esta mañana le he dicho, con cierta brusquedad, que no sea tonta. Ha tragado saliva, y ha dicho que sería buena. Ssst, aquí está.

A tiempo, realmente. Arlette estaba un poco indignada con Arthur.

Tacto con Marie-Line, a la hora del almuerzo.

—He tenido una pequeña charla con Cathy. Te comprende bastante. Sabes… no quiere ser la madrastra que interfiere. Y realmente te tiene bastante miedo. Tiene la impresión de que tú tienes una opinión ligeramente mala de ella.

—Eso es mentira. Nunca le he guardado rencor, pero es una excusa para ella. Se hace la independiente y la ejecutiva intelectual, pero está dominada por los hombres, tanto en casa como en el trabajo, y a ella le gusta. Fingir que yo la desapruebo le permite estar de acuerdo con ellos, mientras hace ver que es neutral. —Arthur se rio, y Arlette tuvo que sonreír.

—No andas muy desencaminada, me parece. Un poco crudo, pero no vamos a psicoanalizar a Cathy. Ni a ti, ya que hablamos de eso, pero Arthur ha sugerido una cosa y podría ser interesante, y es pedir a un psiquiatra que te haga un reconocimiento rápido; el resultado de ello sería, por supuesto, que estás perfectamente bien equilibrada. Esto anularía cualquier sugerencia posterior de que no lo estabas en algún momento. Como anoche. Un poco excitada emocionalmente, pero lejos de ser neurótica. No es obligatorio que lo hagas, claro.

—No me importa en absoluto. ¿Vendrá usted conmigo?

—No, preferiría que lo hicieras tú sola; sólo es una formalidad, y si la idea es tuya tiene más peso. No quiero que se diga que te sugiero cosas al oído. Puedo telefonear por ti.

—¿Por qué molestarte? —dijo Arthur—. En el piso de abajo hay un vecino perfectamente bueno.

—No, me gustaría dejar al viejo Rauschenberg como vecino nada más. Es mejor una evaluación completamente independiente.

Arlette entró en la oficina y probó tres o cuatro teléfonos de psiquiatras. Todos fueron de lo más educado, pero lo tenían completo ese día. Lo sentían muchísimo. Señor, señor, no sabía que hubiera tantos estrasburgueses con neurosis. Hay una clínica, claro, en el hospital, sí, sí. Hay que esperar toda la mañana, y para entonces cualquiera estaría neurótico.

Está bien. Bajó a ver al doctor Joachim Rauschenberg, un anciano caballero que estaba en su salón fumándose el cigarro de después de comer, la saludó cordialmente y le ofreció una taza de café. La señora Rauschenberg saludó y desapareció en la cocina, como siempre hacía; era una de esas mujeres que se desvanecen, que no tienen nada que decir cuando un hombre está presente.

Arlette estaba en buenas relaciones con sus vecinos, lo había estado desde que había bajado, cuando se mudaron, para disculparse por todo el maldito ruido.

—He venido a pedirle un favor: si podría meter a alguien media hora sin desbaratar todas las citas concertadas.

—Oh, probablemente eso no será ningún problema. Muchas veces hay anulaciones y aunque no las haya podría sacar media hora, si no es más que eso. ¿Se trata de usted? —sonriendo.

—Una chica que ha venido con un problema familiar. No querría molestarle, y no tengo intención de sentar precedentes. Quiero que se marche a su casa lo antes posible, pero ella tiene un poco de miedo de hacerlo; los padres están, o eso dice ella, amenazándola con un psiquiatra sólo porque tiene algunos problemas de conducta, y yo he pensado que se quedaría más tranquila si hablara con un experto y le dijera, supongo, que no tiene de qué preocuparse.

—Entiendo. Quiere usted decir algo rápido y superficial, sin ningún test. ¿Un poco de conversación paternal? Eso es fácil. Tal vez quiera que vuelva. ¿Cómo se llama?

—Marie-Line Siegel. No creo que haya ningún problema si tiene que volver, si usted quisiera hacer un examen más completo.

—Siegel. Ah, este nombre me suena. Me pregunto… quizás estoy confundido, ¿es algún colega?

—En efecto. Dentista.

—Ajá, eso es. —El anciano se quedó mirándola, frotándose la barbilla—. Me pone usted en un ligero aprieto, mi querida madame Davidson. Me encantaría hacer lo que me pide, pero ahora no estoy muy seguro. Un colega profesional, sabe; no le conozco socialmente, pero nos sentamos juntos en un comité. Me pregunto si lo que usted sugiere no podría ser un poquito delicado.

—Sí, entiendo —dijo Arlette enseguida, sabiendo que era inútil presionar—. ¿No la ética pero quizá la etiqueta?

—Alguna expresión de protocolo de este tipo. Él es un poco estirado, ya sabe, y anticuado. El padre a quien conocí de joven era extremadamente Victoriano. Podría tomarse a mal.

—Ninguna tensión —dijo Arlette—, y perdone que le haya molestado.

Arthur estaba fregando platos, ayudado por Marie-Line, cuando entró con aire falsamente indiferente, las manos en los bolsillos y el cigarrillo en la boca, con el aspecto, dijo Arthur, «de John Wayne en un momento de desaliento».

—Parece ser, chiquilla, que se nos han anticipado. Todos los psiquiatras de Estrasburgo están muy preocupados. El viejo de abajo estaba subyugado. Casi pienso que ha recibido una llamada telefónica.

—No me sorprendería en lo más mínimo —dijo Marie-Line.

—Una conspiración —entrecerrando los ojos por el humo del cigarrillo y cayéndosele la ceniza al suelo—. Esta mañana la prensa, con claras insinuaciones de que soy una charlatana. Esta tarde viene un policía, que probablemente querrá saber si te tengo encerrada en la buhardilla. Ridículo. No sé qué he hecho para merecer esto.

Arthur había estado secando el escurridero, ordenando meticulosamente todas sus pequeñas bayetas y esponjas.

—Una campaña para desacreditarle —dijo—. Una mujer desafía a su autoridad, socava su fuerza, y es una desconocida. ¿Quién es? Alguna extorsionista, alguna pitonisa. Tonterías, pero posible. Esta ciudad todavía es pequeña en muchos aspectos y estimula las ilusiones de grandeur. Un amigo aquí y allá, en la Prefectura o en el periódico. ¿Cuántos psiquiatras hay en Estrasburgo… veinte? Bueno, si quieres uno, ve a París y consíguelo. —Marie-Line pareció encantada con esta idea.

—No —dijo Arlette—. No quiero correr a París cada vez que no podamos conseguir que aquí se haga algo; es idiota. Nos defenderemos aquí. —Parecía intensamente obstinada.

—Ése es mi John Wayne —dijo Arthur—. Debo admitir que cierta tenacidad natural, horriblemente británica, se apodera de mí, y, con mis disculpas, Marie-Line, tu viejo es una lata.