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Un invitado ligeramente no deseado

Hubo un tremendo estrépito en el timbre de la puerta de la calle, sobresaltando la atmósfera de meditación ermitaña. Sólo podía ser el repartidor de telegramas o el hombre que venía a mirar el contador del gas. Un innecesario doble timbrazo en la puerta de su piso lo confirmó: oprimió el botón que abría la puerta y se preparó para mostrarse pausada y reprobadora. Al abrir se encontró frente a frente con Marie-Line.

—Dios mío.

—¿Qué pasa?

—Nada. Pareces salida de una tormenta. Entra; no hay nadie.

—Gracias, no. Lamento haberla molestado.

—No seas absurda.

—Sé cuándo no soy bien recibida.

—Mi querida muchacha, pensaba que eras el hombre del gas, armando tanto alboroto, por eso he puesto cara de sargento. No tenía ni idea de que eras tú; ¿no te dieron mi nota?

—Sí, Françoise me la trajo. Por eso he venido. Si hubiera estado fuera habría ido a esperarla a Chez Mauricette.

—Siéntate, pues. Pero ¿es buena idea? Creía que no podías salir de casa.

—Todo el mundo me dice que me quede en casa. Hasta que puedan pincharme en el brazo y meterme en el coche sin protestar. Vienen por mí esta tarde. He pensado en Alemania y he pensado en Suiza, pero hay tantos policías buscando terroristas, que me pedirían la documentación enseguida, y estoy segura de que si fuera a París lo notificaría a la policía antes de que yo llegara. Y hacer auto-stop sola…

—Ninguna de estas cosas habría servido para nada. Me alegro de que hayas acudido a mí. Aunque… —Arlette se dio cuenta de que todavía estaba en pie. Esto no iría bien: la atmósfera de «oficina» estaba mal—. Entra en el piso. —Consultó su reloj; casi las cinco y media—. Tenía que venir un hombre, pero ha llamado para aplazar la visita.

—Arlette, ¿puedo quedarme con usted?

—Te iría bien un trago, me parece. Sí que puedes. —Era claramente un «Soy una chica mayor, pero te prometo que no ocuparé mucho sitio en la cama». Pero ¿qué otra cosa se le podía responder?—. Siéntate y relájate.

—Sólo quiero coger… —Salió al rellano y volvió con una bolsa de cuero.

—Entiendo —dijo Arlette un poco seca—. Me estaba preguntando si mis pijamas te irían bien.

—No tengo donde ir —a modo de disculpa—, Michel o cualquiera de los chicos… eso sería buscar problemas. Françoise o cualquiera de las otras chicas que conozco, sus padres estarían al teléfono en un abrir y cerrar de ojos.

—Tonterías. Para eso estoy yo aquí —reflexionando tristemente que sí, así era, y preguntándose al mismo tiempo si había suficiente jamón. Arthur tendría que pasar sin una segunda ración; todos debemos aprender a hacer sacrificios. Sé susceptible, si puedes, a que te piden que cocines otra vez. Pero no había tiempo que perder. Ella necesitaba un trago; mientras preparaba las bebidas estuvo pensando.

—¿A qué hora está tu padre en casa? ¿Y Cathy?

—Cathy a cualquier hora, a no ser que haya salido. Papá no llega hasta las seis y media, contando la hora punta. Ya veo lo que quiere decir.

—La gente no llama a la policía con tanta rapidez. Pero a él se le debe una explicación y hay que dársela. Sobre todo no debemos empeorar las cosas. No te preocupes, mi marido estará aquí.

En ese momento, a través de la puerta abierta del cuarto de estar se oyó un resonar de llaves y una voz inglesa que se alzaba melodiosa.

—Soy yo, que vengo de allende el mar. Dijo Bollocky Bill el Marinero, oh, lo siento.

—Arthur, ésta es Marie-Line Siegel; mi esposo, el doctor Davidson. Te mencioné su nombre, supongo que lo recuerdas. Tiene problemas en casa y se quedará a cenar y a pasar la noche, ¿de acuerdo?

—Totalmente de acuerdo —no demasiado ofensivamente coqueto—. ¿Juegas al ajedrez? Espléndido. ¿Hay que dar a alguien más estas explicaciones?

—Bueno, sí; tengo que ir a ver a los padres de Marie-Line. Estaré de vuelta para la cena, si eres tan amable de encargarte tú.

—Encantado, siempre que no tenga que picar perejil, lo cual admito que me aburre.

—Yo puedo picar el perejil —dijo Marie-Line con una vivacidad un poco excesiva. En realidad, pensó Arlette, él sólo está llevando a cabo una pequeña venganza y esperando a ver si me indigno y hago alguna observación maliciosa referente a tocar el piano a cuatro manos.

—Hay macarrones, y ese jamón italiano tan bueno, y podéis poner cualquier clase de salsa que os guste salvo tomate. Quizás esmitana, y hay endivias preparadas. También hay sopa, pero no estará a punto hasta mañana; dejadla cocer despacio.

—Lo haremos —dijo Arthur sirviéndose unos cubitos de hielo.

Ella fue al dormitorio a cambiarse. Al pasar por el pasillo oyó:

—Siento el mayor desagrado posible por desprenderme del más infeliz de los peones, pero al menos me dejará un poquito menos estreñido. —Muy feliz, compañero: oblígala a concentrarse.

A pesar de ser hora punta, Arlette estuvo en el Meinau antes de las seis y media. O el Jaguar todavía no estaba en casa, o ya estaba guardado en el garaje. Ni rastro del pequeño Fiat. No iba a esperar.

La verja se abrió al llamar al timbre; la luz del porche se encendió. Arlette tuvo la sensación de que la examinaban ante la puerta antes de que ésta se abriera y una mujer de edad, con un delantal blanco, dijera:

—¿Qué quiere? —con brusquedad y un fuerte acento alsaciano.

—El doctor Siegel, si está en casa. El asunto es personal, que digamos; es referente a su hija.

—Por aquí. —El vestíbulo daba la impresión de sólida caoba y relojes del abuelo. La hicieron pasar a una habitación fría con la calefacción apagada, paredes forradas de librerías llenas de volúmenes repelentes y la atmósfera sofocante de la habitación que aquel día no había sido ventilada. Había el tipo de escritorio en el que un hombre firma cheques para el seguro, y viejas cortinas color verde oscuro con muchas cuerdas y borlas. No hubo tiempo para más; una leve tos y Arlette se volvió. El doctor Siegel, con un traje marrón y un aire de ira contenida. Para demostrar cuán controlado estaba, cerró la puerta sin hacer ruido y avanzó hasta la alfombrilla de la chimenea, donde se puso las manos a la espalda, hizo una leve inclinación de cabeza y dijo:

—Me han dicho que tiene usted información respecto al paradero de mi hija. No creo tener el gusto de conocerla.

—No. Madame van der Valk. Marie-Line está bien. Ha acudido a mí en tal estado de nervios, que le he pedido que se quede a cenar. La he dejado jugando al ajedrez con mi esposo, lo cual debería tener un efecto calmante —sonriendo—. Me ha parecido correcto venir a verle en lugar de telefonearle… menos explicaciones inútiles.

El doctor Siegel hizo otra leve y tensa inclinación de cabeza pero no sonrió.

—Ha sido muy amable de su parte… y de su esposo. Me temo que no comprendo del todo: ¿mi hija es amiga suya?

—Confió en mí. Las chicas de esa edad, que tienen muchas cosas dentro, quieren hablar con alguien, no necesariamente de la familia. —A Arlette le pareció enseguida que podía haberlo expresado mejor.

—Todavía no he comprendido —su tono era muy educado— cómo llegó usted a… conocer a mi hija. —Sin duda no servía de nada disfrazarlo. Sólo el golpecito suave de la inexperiencia que obstaculizaba, aunque muy lentamente, la expresión bien elaborada de las ideas.

—Llevo una oficina de consejos. Cualquier miembro del público es libre de consultarme. Lo que se me dice es confidencial.

—Una oficina de consejos —utilizando esas palabras con delicadeza, con las pequeñas tenazas de dentista. Pero algo pútridas, de modo que si uno se acercaba más notaría que no olían muy bien—. Entiendo —dejándolas sobre una mesa de cristal a la que aludiremos en un minuto. La sonda: vamos a asegurarnos de que no hay infección—. Entonces puedo suponer que una vez calmado este espasmo incontrolado, le aconsejará que regrese enseguida a casa.

—¿Le parece sensato, tan pronto? Creo que se le debería dar un día o dos para superar el trastorno. Sólo es algo emocional, pero…

—Me permitirá usted, tal vez, que sea yo quien lo juzgue.

—No me ha pedido que me siente —dijo Arlette en tono amistoso.

—Disculpe. Hay una silla detrás de usted.

—Hay algo más de que hablar, ¿no le parece?

—¿Puedo preguntarle qué le ha estado contando mi hija? No me había dado cuenta de que no ha habido ninguna petición para discutir este asunto. No estoy seguro de que lo haga ahora.

—Doctor Siegel, lo único que yo deseaba decir era que, como he sido esposa de un médico durante veinte años, he tenido a muchas personas en el umbral de mi puerta que necesitaban, o creían que necesitaban, atención médica. Tengo cierta experiencia en el asunto.

Él se relajó un poco, como una cortesía entre miembros de la confraternidad, pero no es que eso eliminara las espinas.

—Me disculpará usted. Creía que conocía al menos de nombre…

—No; él ejercía en Holanda.

—Pero usted no está cualificada. Me siento justificado al decir que dentro de la familia los hay que lo están, y muy bien preparados, puedo asegurárselo. Mi pariente, el doctor Frederic Ulrich, es… tal vez usted no lo sabía.

—Marie-Line ha mencionado a su tío. No quiero que piense que soy hostil. Ella cree que está en conflicto con su familia, y tiene terrores reales o imaginarios.

El doctor Siegel pensó en esto diez segundos, examinando a Arlette.

—Madame, debo darle las gracias por sus buenos oficios, pero he de decirle que yo soy el único juez de lo que atañe a mi hija, y también que me desagrada discutir asuntos de familia. Para no causarle más problemas, creo que sería mejor que fuera a su casa a buscarla.

—¿No nos llevará otra vez al punto de partida? Ella acudió a mí y me pidió consejo: ¿no fue sensato? La próxima vez podría hacer algo más bobo y más peligroso.

—Me parece que he hablado con claridad —dijo Siegel con la boca tensa—. Si ha incitado usted a esa chica a adoptar una actitud de desobediencia directa, no puedo felicitarla. Es evidente que no permito ninguna interferencia en mis asuntos por parte de personas bien intencionadas.

—No puedo estar totalmente de acuerdo con usted en eso; lo siento. La chica es vulnerable, y merece consideración. No he venido aquí para pelear, sino para hallar un entendimiento. Su hostilidad está fuera de lugar.

—No es hostilidad. Para hablar abiertamente, no sé lo que es una «oficina de consejos». Cuando el consejo que se da consiste en instigar a una chica alocada a que se rebele contra su padre y custodio legal, estoy en libertad de interpretar eso como un esfuerzo porque esta situación redunde en beneficio suyo.

—No busco dinero, Monsieur Siegel. —Arlette había querido sonreír y decirlo a la ligera, pero estaba demasiado tensa. La mano le temblaba un poco en las asas de su bolso.

—Me alegro de oírlo.

—Marie-Line me dijo que usted la amenazaba con una insinuación que encontré difícil de creer. Pensé que si usted había dicho tal cosa debía de haber sido movido por la ira, y estaba segura de que estaría de acuerdo en que aquella ira había pasado.

—No voy a hablar más de ello. Ahora, ¿tendrá usted la bondad de decirme dónde puedo encontrar a mi hija?

Arlette se levantó, abrió el bolso y encontró una tarjeta. La dejó sobre el escritorio y dijo:

—Ahí es donde yo vivo. —Se dirigió hacia la puerta—. Siegel no se movió pero señaló con un dedo.

—Un momento. ¿Está usted tratando de desafiarme? Responderá de ello.

La obstinación natural la ayudó.

—Esperaba oírle contradecir esa noción asombrosa de negarle la libertad a la chica. Ella me ha pedido refugio y yo se lo doy —Siegel se había recuperado.

—Me parece como un secuestro arbitrario. Un delito.

—No estoy segura de que eso no pueda aplicarse a lo que usted se propone. —No sabía por qué tenía que tener miedo al irse, pero así fue. Nadie la persiguió, pero se sintió mejor cuando llegó a casa.

La partida de ajedrez había terminado; nadie dijo quién había ganado. Arthur estaba tumbado con la pipa y los pies en alto; Marie-Line estaba sentada, erguida y con las rodillas juntas, como chica bien educada, y estaban escuchando a Count Basie.