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Puesta a punto

Arthur, con el delantal puesto, estaba cocinando; parecía satisfecho.

—Ah, estás aquí. Mojada y deliciosa; no hay nada como un poco de lluvia para mejorar a una mujer. Puedes hablar pero no interrumpir; nos vamos a chupar los dedos. —Sólo medio pollo que ella había sacado del congelador aquella tarde, esperando que estimularía la imaginación de Arthur.

—Tengo trabajo —dijo Arlette sonriendo—. Tres seguidos.

—¿Y eso? Cuéntamelo todo.

—Qué finas picas las cebollas. —Cuando has conseguido meter a los hombres en la cocina, adúlales con generosidad.

—Es cuestión de tener el cuchillo afilado, lo que las mujeres jamás hacéis. Bueno, no te quedes ahí con las manos en los bolsillos, prepara la ensalada.

—Me ha dicho que se llamaba Monsieur Dupont. Servirá para seguir adelante. No tengo derecho a hablar mucho de él. Como caso marcado con una «X»…

—Zumo de limón, por favor, no vinagre.

—… o sea que o está bastante chiflado o es una trampa elaborada de la que no se puede ver el fondo. Difícilmente para mí; nadie me conoce. Así que ¿para quién? ¿Por qué tanto melodrama? ¿Está listo tu arroz? Estoy muerta de hambre.

—Tu sentido del misterio lo hace bastante elíptico y pesado. Una categoría entera de historias de miedo escritas por mujeres. Temblores y chillidos en la casa con las persianas cerradas. La especie fue descrita por Jacques Barzun como «Todo da bastante miedo».

—¿Qué es esto? Puedo reconocer el tomate y el jerez. Oh, ya veo; piel de naranja rallada, es muy moderno. El que mirara nerviosamente de un lado a otro no significa que estuviera asustado. Quiero decir, es algo corriente. Pero él estaba asustado.

—Un mitómano. Te aconsejaría que lo dejaras.

—¿Qué, mi primer día? No, no quiero más arroz; no he de atiborrarme. ¿Un mito en beneficio de quién? Podría ser asunto de la policía; me he preocupado bastante de advertírselo, pero no ha parpadeado. Le he dicho venga al despacho y desembúchelo todo. Si no lo hace, es que es una farsa. Ahora, esas otras dos chicas, me gustaría tu opinión.

—Norma es el clásico perro cojo y, como te he dicho esta mañana, ayudar a una persona que tiene problemas es una cosa, recoger perros cojos y cargarlos a cuestas es otra. —Pero le gustó Marie-Line.

—Si tienes un médico manso, y por supuesto él tiene muchos, nada es más fácil. No fueron los rusos quienes inventaron el uso de la clínica psiquiátrica como medio de represión. Más bien pienso que se lo debemos a la fértil imaginación de Napoleón.

—¿Se te ocurre algo más perverso? No necesitas un lavado de cerebro. Estás negando el control de una chica joven sobre su propio cuerpo. Es una violación.

—En eso estoy contigo —dijo Arthur irritado—. Manipular a las adolescentes es en verdad perverso.

—Primero haremos el lavado —dijo Arlette con firmeza.

—Exactamente como las fotografías porno: ahora abre las piernas, querida, para que Joe pueda tomar una buena foto de tu coñito. Lo hacen, las muy bobas. Pero es una violación. Se sienten profundamente humilladas y heridas aun cuando se dicen a sí mismas que no tiene importancia. Y algunos psiquiatras sostienen que el porno es bueno para ti.

—Los psiquiatras masculinos —aburrida por esta discusión de lo evidente.

—Pero sólo tienes su palabra respecto a todo esto. Ten cuidado con esas jovencitas; son unas pequeñas actrices temibles.

—Claro. Tengo que ponerme en contacto con los padres. Si voy a Hautepierre mañana, pasaré por allí, espiaré un poco el terreno.

—Ah, sí —dijo Arthur con aire sentimental—. Phil Marlowe, el tan traído y llevado Galahad, sale mañana a visitar al General Sternwood. Esa maravillosa casa con las ventanas de vidrios de color, la dama sin ropa atada al árbol.

—¿En Hautepierre?

—Sí, bueno, ¿quién sabe? Norma, estoy de acuerdo, no se parece mucho al General Sternwood, pero el Meinau es siniestro. Podrías muy bien encontrarte entre los pornógrafos de Laurel Canyon Drive. Siempre que Marie-Line no empiece a comportarse como Sternwood, mordiéndose el pulgar y pareciendo recatada.

—Intensamente divertido —dijo ella, poniéndose de malhumor—, Basta ya.

Estoy en una encrucijada, pensó Arlette soñolienta. Subió la colcha para estar más confortable.

—Estás haciendo aire —murmuró Arthur. Los hombres… dando vueltas, como un perro…

Si puedo entender algo de estas tres personas, entonces podré… ¿qué? No lo sé todavía, no es sólo sociología. Sé justa con Arthur. Él está intentando comprenderlo todo también. La estructura entera de nuestra civilización está agonizando. Las leyes, la ética; frases sin sentido. Los profesionales no hablan de metodología. Inútil, y demasiado estúpido conocerlo. Cada vez más técnicas, complicaciones, herramientas sofisticadas. Simplificar, simplificar…

Se quedó dormida.

Arthur le trajo una taza de café a la cama. Vergonzosamente se quedó dormida otra vez, despertó, salió con precipitación, asustada. Arthur se había marchado al trabajo. La agenda-cassette estaba sobre la mesa de la cocina.

—Café —dijo la voz de Arthur—, Y papel de aluminio. Se me ha ocurrido, si vas a Hautepierre, que podrías pararte en la tienda italiana de comestibles. —En el pequeño coche italiano, está bien. Salchicha. Jamón. Cuatrocientos tipos de salchicha en Estrasburgo y ninguno se puede comer. Arthur desempeñaba muy bien el papel de ama de casa. Recuerda a Piet, muy macho y anticuado, por no decir una vieja holandesa remilgada. No sabía freír un huevo, pero le gustaba de vez en cuando «pararse a ver las cuentas de la casa». Esto se traducía en quejas por la gran cantidad de papel higiénico gastado para tareas como secar la sartén. ¿Tengo que pasarlo a máquina todo por triplicado?

Mientras que Arthur enhebraba una aguja y se cosía los botones. Suspirando, tirando del hilo con fuerza, sosteniéndolo en alto a la luz para hacerlo pasar por el maldito agujero. Él se quitaba las gafas para este menester; ella se ponía las suyas. Por lo demás, no había mucha diferencia.

Al lavabo le cuesta vaciar el agua: debe de haber cabellos que lo obstruyen. Si Arthur puede enhebrar una aguja, yo puedo destapar un sifón. Necesito unas tenazas, ¿dónde están las tenazas grandes? No están en el armario de las escobas, donde deberían estar. Las encontró en el armario de la electricidad, y pensó que era una buena detective. Escribió bombillas, de 75 vatios, de rosca y de bayoneta. Dejó algunas instrucciones en la cinta para la mujer de la limpieza. Salió corriendo hacia la tienda italiana.

—¿Quieres decir que dejas las llaves a la mujer de la limpieza? —se maravilló una tonta mujer burguesa—. Te lo robarán todo.

—No hay nada que merezca la pena robar —dijo Arthur tranquilamente. Todos se preocupan tanto por los ladrones. La vida era demasiado corta.

Fue a pie a la tienda italiana. Ni una esperanza de encontrar un sitio donde aparcar allí. Cuantas más calles construyen, más necesitan.

Se podía pensar, mientras se cocinaba. El consomé requiere tiempo. Sacó los huesos del horno, escurrió la grasa, puso la olla en el fuego, encendió el extractor para que se fuera el olor a cebollas ennegrecidas, metió un clavo y un cuarto de hoja de laurel. Cuando hirviera rebajaría el gas, lo dejaría cocer durante diez minutos, añadiría las cebollas y sus pieles, una zanahoria, un poco de apio, unos tallos de perejil. Se tapa y se deja cocer a fuego lento hasta la noche. Al día siguiente estaría frío; entonces se quitaba la grasa, se colaba el caldo y se ponía otra vez al fuego para que se aclarara con carne picada y una clara de huevo. Resultado, al cabo de otra hora, consomé. Ojalá sus otras tareas fueran tan sencillas.

Norma estaba decidida, más o menos. Mientras persistiera en ello, y realmente cometía un disparate. Había tomado su decisión; Arlette no la había tomado por ella.

Ningún problema pues. Albert Demazis… Se amontonaban distintos problemas y ella no tenía ni idea de cuáles ni de cuántos. No tenía intención de dejar que eso la preocupara. Cualquiera que fuera la idea loca que le hubiera pasado por la cabeza cuando la llamó… probablemente nunca más volvería a verle y, si lo hacía, se mostraría más bien fría y seca. Las mistificaciones no son apreciadas y tampoco me interesa el dinero.

Marie-Line. Había llegado a un estado de gran nerviosismo, y era probable que aquella Françoise de ojos saltones, que disfrutaba bastante con todo esto, se aprovechara. Se necesitaba una dosis de agua fría, y quizá también una dosis de aceite de ricino. Iría a ver a los padres. Esta tarde; era mejor no perder más tiempo.

La olla con los huesos, el caparazón del pollo de Arthur y algunas sobras que encontró en la nevera había dejado de hervir, se había calmado igual que ella. La cena iba a ser algo sencillo; había comprado macarrones grandes en la tienda italiana, así como jamón que no llevaba agua para que pesara más…

Fue al despacho, sereno con la luz que empezaba a desaparecer y el gran paisaje marino que la miraba con amabilidad, haciéndose sus humeantes azules más profundos y más humeantes a medida que avanzaba la tarde. En la cinta no había nada.

Dos días de trabajo y parecía que había vuelto otra vez a las tonterías incoherentes que habían estado apareciendo en la cinta durante una semana. Nada que valiera la pena. Ni un penique, tampoco. Pero no, no estaba desanimada. Así era. Te quedabas sentada en la oficina. Si venía gente sería sin importancia, con historias banales. Como Norma. Pero para esto estaba allí.