12
Las confidencias de café de Monsieur Dupont

Arlette se quedó fuera de la iglesia de Saint Maurice, en conversación silenciosa con una mala estatua de Juana de Arco a caballo. No era una mala santa patrona para las mujeres liberadas. Era hora punta: la Avenue de la Forêt Noire estaba llena de ruido y de mal olor. Aunque estés embarazada de siete meses y lleves un impermeable naranja y empujes un gran cochecito de niño llamativo color rosa, no intentes cruzar la calle. De hecho, especialmente no en ese caso, y especialmente no en el paso de peatones. Ni siquiera bajo la protección particular de Juana de Arco. Un estrasburgués en coche es un huno: muy aficionado a la carne cruda bajo su silla de montar.

Justo en ese momento una mujer con un cochecito cruzó la calle, con la cabeza alta, indiferente a los automóviles que, parados, exhalaban gases y a un coro de bocinas. Incluso hizo retroceder a un Mercedes. Ah, bueno, ella era joven y bonita. Ni siquiera un gesto de agradecimiento al conductor, quien le sonreía, hombre galante, a través de la ventanilla de su prisión. Arlette, distraída, no vio llegar a M. Dupont.

—¿Madame, o Mademoiselle?

Madame, si eso tiene alguna importancia. —Había hecho esfuerzos para pronunciar bien en francés. Pequeño sombrero de terciopelo; él advirtió que ella lo miraba y lo levantó.

—Eh… tengo mi coche aparcado. ¿Quiere acompañarme a tomar algo? —Había un bar tolerablemente lúgubre en la siguiente calle. Aux Merlets de Lorraine.

—¿Qué quiere tomar? Camarero, una botella de Perrier y… tomaré un whisky. —No era hombre de cerveza ni de pastís. El hombre pequeño-burgués bebe whisky aunque odie su sabor: es una bebida correcta.

—¿Fuma usted? —Paquete de Camel, otra afectación. Buena complexión. Hombros un poco redondos, cuando se quitó el abrigo. Más bien alto, una buena cabeza, pelo castaño, bonitos ojos azules cuando decidió sacarse las gafas de sol. Rebuscó en los bolsillos de un traje de ejecutivo hasta encontrar un encendedor. Aspecto completamente normal. Un pequeño tic le hacía fruncir el puente de la nariz y el entrecejo, lo que le daba una momentánea mirada perpleja cada pocos segundos, pero no era molesto.

—¿Le importa decirme su nombre verdadero?

—Demazis, Albert Demazis, no me importa. Tenga, le daré una tarjeta; confío en usted, pero no haga caso de estas direcciones y números, ¿quiere? También preferiría que no se pusiera en contacto conmigo en casa. —Tenía que recuperar la superioridad masculina—. Esto debe permanecer confidencial.

—Tiene usted mi palabra. Si ésta no fuera buena, no estaría metida en este trabajo.

—¿Y cuánto hace que está metida en éste… trabajo?

—Fui esposa de un oficial de la policía, Monsieur Demazis, durante veinte años.

—Ah. Mmm… ¿ya no lo es?

—Murió. Yo me establecí aquí. Volví a casarme. Él tiene una profesión liberal. —Hazles saber siempre que tienes a un hombre, como había recomendado Corinne. Y como había dicho Arthur con sequedad, di siempre que tiene una profesión liberal, no hay nada que los franceses respeten más. El último peldaño de los ingresos. Si dices que es profesor, y nada menos que de sociología, empiezan a buscarte los agujeros en los calcetines.

—Entiendo. Disculpe. —Parecía haberse establecido su buena fe, aunque Monsieur Demazis, si bien se había tranquilizado, no se sentía cómodo. Fumaba con avidez, dejando el cigarrillo en el centro de una boca carnosa y aspirando con fuerza, sacando el máximo de cada chupada, y jugueteaba con su vaso. Y los ojos no paraban de moverse. ¿A qué venía este estúpido juego del Dupont? ¿Qué daño podía hacer decir tu nombre?

El café estaba tranquilo. Un par de grupos de estudiantes riéndose a carcajadas en torno a unas tazas de café frío; dos o tres ancianos disfrutando como un ritual de lo de siempre; un trabajador o dos tomando una copa rápida en la barra y prolongándola con algunos chismes. La patrona frotaba lánguidamente el cromo de la máquina de café, y el chico, probablemente su hijo, miraba con aire ausente. Todos los presentes parecían inocentes: si había algún hombre de la KGB, estaba bien disfrazado.

—Bueno, qué hay de los honorarios —con aire práctico. Una parte de la conversación que no había practicado todavía.

—Aún no me ha dicho lo que quiere. Dejé bien claro, creo, que esto no le cuesta a usted nada. Después, la misma tarifa que cualquier consulta a un especialista. No hago nada de tipo financiero, así que no hay ningún porcentaje. Si hay algo que necesite ser investigado, podemos ponernos de acuerdo en alguna tarifa diaria. Los gastos normales, viajes o lo que sea.

—Me parece… razonable —apagando el cigarrillo y cogiendo enseguida otro—. Camarero, lo mismo. Esto es… difícil, muy delicado. Atañe también a mi esposa…

—¿Sabe usted que no soy abogado? Si quiere usted detener un divorcio tal vez podría ayudarle. Si está usted buscando uno, le sugiero que vaya a la oficina de información de siempre.

—No, no; no se trata de nada de eso.

—Debe usted darme algo para empezar. —El camarero trajo la bebida de él y miró a Arlette, quien hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Me están amenazando —dijo él bruscamente—. Tengo razones para creer que mi vida está en peligro. —Oh, querida. Uno de ésos. Arlette se sintió traicionada; le pareció que perdía el tiempo, allí. Aun así, hay que jugar limpio.

—¿Por qué?

—He recibido mensajes —de mala gana—. No mensajes escritos que dejarían un rastro. Llamadas telefónicas peculiares.

—¿Alguna persona conocida?

—Perfectos extraños. No me gusta nada.

—Ha mencionado a su esposa; ¿qué tiene que ver con ella?

—Ha estado actuando de un modo extraño… diciendo cosas curiosas.

—¿Está usted en tratamiento de alguna enfermedad?

—¿Qué? ¿Se refiere a píldoras o algo así?

—Algunos medicamentos provocan reacciones extrañas.

—¿Quiere decir que tengo alucinaciones? Es ridículo. No me servirá de ayuda si no me cree.

—Hay que eliminar lo evidente. ¿Ningún problema de salud?

—Como todo el mundo. Tengo una garganta sensible, susceptible de sufrir infecciones. —Se le ocurrió lo que sugería esto—. ¿No estará usted insinuando si tengo algún problema psiquiátrico? —nada complacido.

—¿Cómo voy a saberlo? Podría ser una cosa corriente. Síntoma de depresión; demasiado trabajo, exceso de fatiga.

—Estoy perfectamente bien. Acudiría a un médico si fuera lo que usted sugiere. —Irritado—, No seamos absurdos.

—Eliminado esto, ¿cuánto hace que tiene esta sensación?

—Una o dos semanas, tres. Al principio no me lo tomé en serio: alguien que se las daba de gracioso. O con envidia, y neurótico por eso. Empleado descontento.

—Pero ¿no puede atribuirlo a nada definido?

—Explíquese.

—Si cada vez se irrita, Monsieur Demazis, no podemos progresar. Estoy en la oscuridad; veo luz donde puedo encontrarla. ¿No tiene usted nada sobre su conciencia? ¿No sabe alguna cosa o incluso está implicado en algo que sería mejor que mantuviera usted oculto? Sólo para poner un ejemplo, que sería mejor que no llevara a la policía.

—Claro que no. ¿De qué serviría la policía? Sólo se reirían. De todos modos, ¿quién confía en ellos? Irrumpen en la oficina, preguntando cuándo revisaron mis libros por última vez. No tienen discreción. ¿Por qué cree que acudo a usted? Después, debo decirlo, de mucho dudar. Usted es un agente de investigación, ¿verdad?

—No en el sentido ordinario. ¿Eso sería más útil?

—No. Son unos extorsionistas; buscan todos los pretextos para pedir más dinero. Como los abogados; te arrancan mil francos y luego no se ocupan de ti. También son unos entrometidos. Situación financiera… toda clase de maniobras secretas.

—¿No le piden dinero?

—No —chasqueando los dedos.

—Un poco de curiosidad es inevitable —dijo con suavidad—. Tengo suficiente experiencia en el trabajo policial —audazmente embustera—, y sea quien sea a quien usted pida ayuda, tiene que hacer algunas preguntas personales. ¿Seré yo?

—Tengo que confiar en alguien —mirando su vaso y recordándolo, bebiéndolo y deseando un tercero, pero decidiendo que podría hacerle soltar la lengua aparte de no parecer bien—. No puedo verlo claro. Me está preocupando; está trastornando toda mi vida. Incluso mi esposa…

—¿No confía en ella?

—Hace quince días habría dicho que sí. Ésa es la cuestión.

—¿Juega usted? —Él sonrió con falsedad. Con todo, era una sonrisa.

—¿Con los fondos de mis jefes, quiere usted decir? No. Un boleto de la loto de vez en cuando sólo como diversión.

—¿Líos extramatrimoniales?

—No —sonrojándose.

—Olvídese de que soy una mujer. ¿Actividades políticas? Miembro de un grupo quizá con alguna motivación política.

—No.

—Bueno… fácilmente, por ahora. ¿Posee usted alguna información confidencial, por ejemplo en el trabajo? ¿Algo que pudiera interesar a un rival comercial?

—Soy contable. Las cifras son confidenciales, por supuesto. Pero no hay nada que pudiera justificar ninguna amenaza de ningún tipo.

—Sí. Quiero saber más acerca de las amenazas y su naturaleza. Pero no aquí. Bueno, pues, Monsieur Demazis, hemos llegado hasta aquí, ¿quiere que prosiga? Tendré que preguntarle muchas cosas, ¿le inspiro confianza?

—He llegado hasta aquí… Me parece que no puedo elegir mucho en este asunto.

—Le daré todos los consejos que pueda. Y le diré francamente si veo alguna posibilidad de ayuda.

—Sí. Eso es justo, me parece. Supongo que soy una persona reservada, por educación e inclinación, y esto no me resulta fácil.

—¿Le gustaría ir a mi despacho? ¿Ahora, incluso? ¿O preferiría pensarse las cosas?

Frunció el ceño y consultó su reloj.

—Ya me lo he pensado. Pero no, ahora es imposible. Eh… no quiero suscitar curiosidad acerca de mis movimientos. Mañana podría ser. Digamos a las cinco y media, o un poco más tarde. Sé dónde vive usted. ¿Le parece bien?

—Me gustaría pedirle que me firmara una sencilla hoja de acuerdo, indicando que estoy trabajando para usted. Me pagaría una suma; no miles. Trescientos, digamos, por unas horas de trabajo. Recibiría una nota detallada de mis actividades: mi pacto es que yo respeto enteramente sus confidencias, sin divulgar nada a nadie sin el permiso expreso de usted, salvo que descubra que tengo la obligación moral de hacerlo.

—¿Qué significa eso? —con gesto enojado, perplejo.

—Mire, si veo a alguien con apendicitis podría recomendar más o menos urgentemente que le miraran el estómago. Pero si adquiero conocimiento de un acto criminal, por ejemplo, no puedo ocultarlo sin participar en la culpa. Supongamos que usted tuviera conocimiento de algo así, quizás algo que no ha tenido lugar pero que podría suceder. No estoy sugiriendo eso. Pero o bien tendría usted que ocultármelo, o bien aceptar que yo lo usara más adelante.

—Quiero pensármelo —dijo Demazis—. Pero está bien; quiero decir lo del dinero y lo del pacto.

—He de tener una autorización —dijo ella, preguntándose si estaba siendo melodramática. Pero Arthur le había dicho que fuera con cuidado—. Fuera de la policía, no existe ningún código formal para las investigaciones. Cualquiera puede llamarse a sí mismo detective. Y no. Los que lo hacen, ya lo descubrirá usted, piden toda clase de garantías.

—Lo supongo. No tengo experiencia auténtica de la situación.

—Yo sí —con firmeza—. ¿Hasta mañana, entonces?

—De acuerdo —dijo Demazis decidiéndose, levantándose pesadamente y calándose su pequeño y vistoso sombrero—. Lo arreglaré. Hasta mañana. Buenas noches.

—Buenas noches.

Arlette se quedó un momento. A nadie le interesaban ella y sus actividades. Habían hablado en voz baja, y la música de fondo de una máquina tragaperras había tapado sus voces: los estudiantes se reían con estrépito. Sacó su cuaderno de notas.

«Monsieur Demazis se halla en un estado de gran tensión, y sin duda parece incómodo o asustado por algo de lo que le gustaría desprenderse; necesidad de confiar en alguien. ¿No está muy seguro, quizá, de si esto es algo criminal o no? No confía en su esposa: ¿se siente obligado a dar razón de ella por esta vez? ¿Qué está tratando de confiarme?».

Se fue a casa. Había empezado a llover, pero no tenía que ir lejos.