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Realidades

La voz baja que se guarda para las malas noticias: «Parece que las pruebas muestran un cáncer bastante extendido». Arlette se sobresaltó.

—¿De veras? ¿Lo han dicho abiertamente como una amenaza? —Lo había oído; hubo un caso notorio unos años atrás. Secuestro Arbitrario, lo llama el código penal. Pero si se producía en la familia, con cuidado y legalmente, no era fácil de combatir. Tendría que consultar la jurisprudencia; había un notable vacío en los procedimientos legales para una declaración de demencia. ¿O esta chica estaba tratando de hacerse la interesante?

—¿Abiertamente a mí? Sí. No lo oí escuchando detrás de la puerta.

—Bueno… pides ayuda, tendrás ayuda. Todavía no sé qué, ni cómo. Necesito tiempo para pensar. Una intervención hecha con torpeza empeoraría las cosas. ¿Es muy urgente, inmediato, todo esto? —La muchacha la miró con una sonrisa amarga, como si fuera capaz de ver cierto humor ácido en todo esto.

—No es inmediato. La amenaza se supone que es suficiente. Es una amenaza bastante fuerte. Suficiente para mí. Me tiene asustada —con tristeza.

—Sí.

Ya no se desheredaba a los hijos desobedientes: te decían que te metieras la herencia donde te cupiera.

—¿Alguien más conoce esta amenaza?

—¿Se refiere a Michel? No se lo he dicho… cometería alguna locura. Eso no le ayudaría, llevar la carga de pensar que era culpa suya. ¿A quién más se lo iba a decir… a los médicos? —con desdén—. ¿Quizás a un sacerdote? —Miró a Arlette—. Usted no me cree.

—No seas tonta. No se trata de eso. Parece un problema legal. Como alegar una violación: has de saber que es notoriamente difícil alegar violación. ¿Quién estaba allí? ¿Quién va a decir que no eras la compañera complaciente que ellos presentan?

Se estaban abriendo perspectivas, y sucedía demasiado rápido. Si una opinión médica decía que una persona era neurótica y que necesitaba cuidados psiquiátricos… para contradecir eso, ¿había que apelar a un tribunal para conseguir un experto independiente?

«Igual que si te violan vas a un abogado especialista, que conoce las escapatorias.

—Seguro que no conseguiría ningún abogado que tocara este tema. De todos modos, ¿quién lo pagaría? Ni siquiera sé cómo voy a pagarle a usted. Tengo mucho dinero en la cuenta de ahorros, pero no puedo tocarlo.

—Todavía no tienes que preocuparte por eso. Tienes… tenemos que ganar un poco de tiempo. Debes ser dócil durante unos días. Puedes venir a verme aquí. Pero yo he de tener algún sitio donde pueda encontrarte, o para dejar alguna nota o un mensaje.

Mauricette; el pub que está en el Boulevard de la Victoire: vamos por allí. En el sobre sólo ponga Marie-Line.

—Eso servirá.

—Hace demasiado rato que estoy aquí —mirando su reloj. Un buen reloj, de oro de verdad. Regalo de Primera Comunión de una familia burguesa. Si apruebas tendrás una moto.

—Todo lo que me digas aquí es confidencial; puedes confiar. ¿Me das permiso para pedirle consejo a mi esposo?

—Es ese profesor de sociología, ¿verdad?, cuyo nombre está en la puerta. ¡Sociólogos!, que aceptan sobornos del gobierno para decir que sí, que es un buen sitio para una autopista. —Tenía que recordar esa definición adolescente; ¡a Arthur le gustaría!

—Sólo tienes mi palabra de que él no lo hace. Pero acepto la tuya.

—Está bien —con una sonrisa repentina, inesperadamente dulce.

Mmm, pensó Arlette. No era cuestión de ponerse sentimental con las jovencitas y sus problemas.

Esto era serio. Las jovencitas y sus problemas no podían tomarse con frivolidad. No se podía interferir irresponsablemente. Tendría que hablar con los padres —con este padre— y no sería fácil. Él lo consideraría una intromisión de una extraña en un asunto de familia. Y la chica consideraría que había traicionado su confianza. Un paso en falso y…

¿Qué sabía ella, qué cualificaciones tenía? Ninguna, ni legal ni médica. Has sido esposa de un policía, pero ¿qué sabes? La vaguedad fundamental y la ambigüedad fatal de la idea todavía le preocupaban. Ella no era un refugio para viudas maltratadas, a pesar de Norma. Tampoco era una asesoría para ciudadanos. Tampoco, Dios nos libre, una «agencia de detectives»…

—Sabrás lo que eres, por experiencia —había dicho Arthur—, eres todas estas cosas. Algunas veces no lo puedes hacer tan bien como ellos lo harían, y envías a la gente a la autoridad competente. Pero otras veces lo puedes hacer muchísimo mejor. Porque sólo eres una persona, y aportas esfuerzo individual y comprensión, y eso es lo que la gente quiere.

Norma… sí. Sólo podía darle el mismo consejo, y quizás ayudarla a llenar formularios, como la Asistenta Social. Pero podía hablar inglés y ofrecer una taza de té. Y eso era realmente lo que Norma necesitaba.

Pero Marie-Line… Podía consultar los textos legales, pero no tenía experiencia en su interpretación, ni habilidad para preparar un argumento. En cuanto a una opinión médica sobre la neurosis… Seguro que cualquier persona con sentido común podía ver que aquella chiquilla era un problema, que estaba en tensión. A esta edad siempre son un problema. El modelo de familia rota explicaba el resto. A la chica simplemente le faltaba afecto. Llámalo neurosis si quieres. Pero sugerir que una clínica psiquiátrica serviría de algo, por muy expertos y comprensivos que fueran, es un engaño.

Mira, no sabes nada de medicina. Tienes cincuenta años: has criado a tres hijos. De hecho hay pocas cosas que no sepas.

¿Es suficiente? Nunca, por ejemplo, has tenido que enfrentarte con la violencia. Indirectamente sí, mucho. Pero siempre estabas protegida. Seguías las reglas.

Reglas exactamente iguales que en la infancia, como no hablar con extraños o abrir la puerta a personas que no conoces. Reglas de la época de la escuela, de la época de estudiante. ¿Cuál es el resultado? El Metro es un lugar donde te pellizcan el trasero… Los viejos verdes pueden ser de todas las edades: personas muy normales pueden volverse neuróticas con la carne de mujer: oh, bastante… No te emborraches y no te quedes aislada: ten medios de apoyo visibles e invisibles.

La realidad era más dura.

Ella había tenido que apreciar la sabiduría de su comisario de policía. La habían enviado a Corinne, una inspectora de la brigada de patrullas callejeras, una mujer cansada y con demasiado trabajo, pero fuerte, sencilla, tranquila. Se llevaban bien.

—Es patético —dijo Corinne—. Este mes de julio hubo cuatro de nosotras que pasamos como posibles comisarios. Nos pondrán sin duda a cargo de la sección de Perros Extraviados. Con fecha 1 de enero de este año, ¿sabes cuántas había en toda Francia? Quiero decir mujeres con el rango de inspector. Trescientas treinta y dos. Igual que en todo: treinta años de retraso. Mira Dinamarca o Noruega. Aquí esperan que seamos como las chicas que salen en televisión: rubias soberbias con tetas de mármol cuando se te rompe la blusa peleando. La realidad…

»¿El viejo Joe la envía para que aprenda algo de esa mierda de combate sin armas? Ah, bueno… si se ha terminado el café, tenemos un gimnasio aquí al fondo.

Erguida y fuerte en su chándal, Corinne esparció unas colchonetas en una atmósfera masculina de calcetines y sudor rancio.

—Lección número uno, invariablemente, me temo, es que no te violen. Así que empezaré por violarla, ¿de acuerdo? Lo siento; no es divertido para ninguna de las dos.

—Con franqueza, me gustaría conocer al hombre que va a violarme —dijo Arlette como hacía en general: ¿no era todo esto un poco tonto?

—Me temo que podría —dijo Corinne sin sonreír—. Yo dije lo mismo. Una mujer saludable, fuerte y decidida le da una patada en la entrepierna, le mete los dedos en los ojos. Oh, sí. Mire —sacando un horrible aparato metálico para ponerse en los nudillos—, ahora esto es un puño de hombre. Lo siento, pero si le doy de lleno en la cara con esto, perderá el sentido. Ellos no se detienen a preocuparse por el aspecto suyo. Disculpe, pero les interesa sólo esto —dándose unas palmadas en la pelvis—, mientras usted está semiconsciente con una mandíbula y mejilla aplastadas. Mire, voy a empezar por lo peor. Hubo una mujer policía inglesa, que le aseguro no era ninguna blandengue, que salió como cebo para un tipo violento, y le pasó lo mismo que a las demás. Él la golpeó, la estranguló, la jodió: una, dos, tres veces. Si no le gusta esto, ahora es el momento de decirlo.

—Le han dicho, ¿no?, que me demuestre que sólo soy una simple aficionada —dijo Arlette en voz baja.

—¿Quién? ¿El viejo Joe? No. Él me dijo que usted era lo suficiente sensata como para no meterse en problemas, pero que le mostrara lo que podía ocurrirle si lo hacía.

—Me puede golpear un borracho en un coche, aunque yo vaya por mi carril a treinta por hora.

—Así es; eso es lo profesional. Tomar primero las precauciones evidentes y razonables. No llevar cabello largo, collares, colgantes con cadenas, pendientes. Pero la mejor protección, francamente, es tener un hombre. Sí. Lo sé, lo sé. Pero es inevitable. Mire, en un país latino, y eso es París o incluso Estrasburgo, una mujer sin un hombre es propiedad pública. Es una prostituta o es violable. Una vez sola, en la calle o el café o el tren, se la contempla como perteneciente a cualquiera que se encapriche con ella. Esta actitud es una de las más primitivas que existen. Apenas hemos rascado en la superficie. La mujer es carne para el carnicero. He conseguido educar a los hombres de esta oficina.

—Ahora me asombra usted.

—Créame, lo digo de verdad. Las mujeres son infelices. ¿Cuántas violaciones hay en realidad? No lo sabemos. Suponemos que una de cada diez es denunciada.

—Adelante —dijo Arlette con brusquedad—. No tengo intención de ser esa una ni las otras nueve.

—Eso es. Está bien, tendemos a decir que nueve de ellas sólo son mujeres atractivas asustadas. Cierto, pero hay un núcleo falso. Y puede que todas ellas sean fuertes. Usted es alta, y tiene músculos, pero debe aprender esto: no tiene la fuerza necesaria.

»Ya lo sabe, el único lugar donde el gigante es vulnerable son los huevos. Así que intente aprenderlo: no pelee. A toda costa evite que él la golpee, que le rompa algo. Así que, con franqueza, intente parecer que lo está deseando. Porque eso es lo que ellos quieren creer, de modo que usted debe darles esa ilusión. No importa lo que diga el psiquiatra de lo muy tímidos que en realidad son; eso no le ayuda a una cuando está con las bragas bajadas.

»Apriete los dientes. Ahora: mis manos están ocupadas con usted; dónde están sus manos… haga como que quiere ayudarme, bájeme los pantalones. No se preocupe; soy hetero de verdad. Hable, haga ruidos, jadee y gima como si hiciera una película porno, querido, me encanta.

»Lo siento, Arlette. Sé que esto es horrible. Pero lo auténtico es peor. En dos años he hablado con unas treinta mujeres que han pasado por esta experiencia.

»Mejor… Ahora haremos un descanso de un minuto. ¿Quiere un cigarrillo? Hemos hecho lo peor. Si tiene una pistola y las manos no se le quedan clavadas, estupendo, claro; pero si la ha tirado, olvídela, no puede llegar a ella… ¿de acuerdo? ¿Preparada, otra vez? Ahora, si la cogen por detrás.

Realidades. El mundo era muy malo.

Monsieur Dupont no había parecido un violador, al teléfono. Pero, dijo Corinne:

—Usted es una mujer. No dé nada por supuesto, en ningún sitio. —En el mundo hay emociones violentas. La gente hace cosas violentas, por razones violentas ocultas. No lo entiendes hasta que sales y aprendes las actitudes profesionales.

—Bastante bien —Arthur había dicho cuando le contó lo de Corinne—. Ninguna actitud sentimental hacia ti; estoy totalmente de acuerdo con Corinne. De hecho —con su voz más seca—, citando textualmente las interesantes memorias de Albert Pierrepoint, el Verdugo del Home Office, nunca supe lo que eran celos hasta que me hice Verdugo. Incluso en ese trabajo te hacen sabotaje los colegas profesionales.

—Recordaré eso —había dicho Arlette.

Aquella noche estuvo silenciosa, y la música que eligió para escuchar, una larga y, para Arthur, ligeramente pesada pieza de Mahler. Él no hizo ningún comentario. Tal vez fuera una especie de réquiem por Mr. van der Valk, a quien él no había conocido, pero comprendía, pensaba él, y bastante bien. Para quien sentía respeto: un policía; no siempre una personalidad pulida, pero ni zoquete ni rufián. Sospechaba que era más un réquiem por la viuda van der Valk, y tuvo buen cuidado de no molestar.

Ella estaba recordando el campo de los Vosgos, y el Citroën blanco que parecía de juguete, y a Ruth cuando era adolescente. El piso de La Haya, más bien oscuro, y de reducidas dimensiones. Y la carretera a Sceveningen, donde Piet había muerto en el pavimento. Su propia «rareza»: todos los que la conocían estaban de acuerdo en que se había mostrado bastante psicótica durante todo el desdichado episodio. «Arlette se ha vuelto loca», como dijo Ruth, profundamente asustada, a una amiga. Cierto: ella recordaba poco de lo que había sucedido. Hay unos mecanismos de misericordia que borran estas cosas de la memoria.

Una persona peculiarmente desagradable, a quien ella no podía ver, nunca había visto como una persona. No podía recordar su cara, ni nada humano en él: había surgido en ella una intensa violencia incontrolable. Había hecho cosas que no sabía que estaban en ella. Y había sido una criatura infeliz, de mentalidad mezquina y sádica, devorada por la vanidad, incapaz de hacer nada por sí mismo, que había manipulado a un muchacho indefenso e inmaduro.

Se había visto impulsada por lo que había visto como la apatía y el cinismo de la policía. Se precipitó a Amsterdam, hizo todas aquellas cosas que no podía recordar, que no deseaba recordar. La violencia…

Arlette la Vengadora; la Detective… no, y no: nunca volvería a arriesgarse a viajar por aquella carretera.

Miró al otro lado de la habitación; su bolso, con una pistola dentro. Lo había aceptado. Un símbolo de que ya no era la Viuda; había roto de una vez por todas con la vida pasada; no sólo en justicia hacia Arthur, quien merecía algo mejor. Ella había elegido un nuevo camino, había puesto el pie en él; no tenía intención de retirarse. La pistola era una herramienta, como la sala de espera, como el dispositivo de grabación del teléfono. Pero nada de violencia; dejaba eso a las mujeres policías. Y ninguno de los chistes de Arthur, referentes a Marlowe o a la Esposa del Hombre Delgado, sería despreciado.

La agencia existía, y con un propósito. Existe en primer lugar, pensó de repente, para deshacerme de la Viuda. Una mujer con la que he vivido ya suficiente tiempo. Estoy modelada, informada, curtida por mi pasado, pero éste no se me va a montar encima. Las piernas de Piet, musculosas, demasiado peludas, se enrollaron en torno a mi cuello estrangulándome… gracias.

Se oyó un ronquido que podría haber sido una risa ahogada, que hizo que Arthur levantara la vista un segundo: la mujer tenía una sonrisa en el rostro que parecía tener poco que ver con Mahler.

Esta mujer… cuyo cuerpo está siendo utilizado de nuevo. Muy agradable también. Era desagradable que le hubieran recordado cuántos hombres no percibían más que un objeto sexual para satisfacer sus instintos. Será doloroso, sin duda. La Viuda se volvió rigurosa con el Sexo del Papel Matamoscas, y se estaba quitando siempre la pegajosidad de las manos. No era justo para Arthur, que es tan poco egoísta. La mujer Corinne le había recordado de un modo brutal que este cuerpo, estúpida zanahoria bifurcada, era una cosa con la que la gente se obsesionaba: era mejor recordarlo.

El lento movimiento llegó a un brusco fin; Arlette se levantó de un salto para dar la vuelta al disco.