Para la valiente burguesía de la ciudad, Hautepierre existe de oídas: a nadie se le ocurriría jamás poner los pies allí. Si no es en realidad un desierto habitado por dragones, sí es terra incógnita: uno ni siquiera está seguro de cómo llegar hasta allí, suponiendo que lo quisiera intentar. Existe: es suficiente. El Meinau es un asunto diferente. La gente «que conocemos» vive allí. Con un poco de desasosiego, ahora disculpándose un poco pero no hay ningún barrio es Estrasburgo, en estos momentos, como los había antes. Hoy en día apenas hay ningún sitio que valga lo que cuesta. En todas partes se está asediado.
Si fueras estudiante de sociología o de psicología urbana, o de arquitectura, o simplemente estudiaras la moral de las ciudades provinciales, y Arlette era todas estas cosas, valdría la pena estudiar el Meinau: un suburbio residencial en el sur de Estrasburgo, clásico en estar ruinoso y hecho trizas.
Antes de la guerra —ah, los buenos tiempos pasados— la tierra era barata y los permisos de construcción se conseguían con un pequeño soborno. No había ningún control; el socialismo era para los pobres y se llamaba la Sección Francesa de la Internacional de los Obreros. De risa. Un capitalista emprendedor podía hacer maravillas, llenarse los bolsillos generosamente. Compraban una granja, la dividían en parcelas, proyectaban una red de calles, instalaban electricidad, y ya estaban metidos en una cómoda senda de negocios. El equipamiento de aceras y cloacas era superficial, mucho, pero eso nunca había preocupado a nadie. En el Meinau, una parte rural del mundo junto a la carretera principal a Colmar, había un precedente excelente. Schulmeister, un aventurero napoleónico, que había prosperado desmesuradamente vendiendo información dudosa a los gobiernos y botas de cartón al ejército, había construido allí una finca enorme, palacio y parque.
Casas de un mal gusto presuntuoso se alzaban y se rodeaban con pequeños árboles y arbustos floridos. Todo muy bien. Estabas cerca de la ciudad y del trabajo, y sin embargo tranquilo y libre del bullicio: los viejos barrios urbanos en la Avenue des Vosges se estaban volviendo alarmantemente sucios y ruidosos. Incluso en los años cincuenta el volumen del tráfico motorizado se estaba haciendo imposible: todo el mundo lo decía. El Meinau, flanqueado por pequeños canales serpenteantes y rústicos huertos, era ideal: las calles no conducían a ninguna parte, y los valores seguían subiendo: encantador.
Fue en los años sesenta cuando empezaron las cosas alarmantes. Había un campo de fútbol en un terreno baldío al otro lado de la línea del ferrocarril a Alemania: los estadios son de poca categoría. Mucho peor, la municipalidad puso las manos en la finca Schulmeister y construyó bloques de renta limitada para los pobres en todo el parque y la laguna «Canardière»: en una palabra, de poca categoría. La carretera de Colmar se convirtió en un vulgar jaleo de tráfico congestionado, llena de estaciones de servicio en todo el recorrido hasta Illkirch: aterrador. Y lo peor, para aliviar el tráfico pesado, que buscaba una salida de Alemania por el oeste evitando el saturado centro de la ciudad, los espantosos proyectistas están abriendo nuevas carreteras periféricas. Los pesados «trenes callejeros» articulados vienen galopando a través de los rústicos huertos, apestando y chillando frente a la puerta de uno.
Todavía quedan una docena de calles plácidas, aparentemente intactas, de residencias deseables en el Meinau. Pero les están apretando el nudo: están luchando contra la asfixia.
Uno vendería, pero los valores han bajado. Y es lo mismo en todas partes; tienes un lugar bonito, y los pobres aparecen a tu lado. ¿De dónde vienen todos los pobres? ¿Por qué la municipalidad, donde mandan todos nuestros amigos, no puede conseguir que se vayan a lugares horribles como Hautepierre, con los españoles y los árabes? Se cuentan historias horribles de estos bloques, de ascensores manchados de orina, de gangsters de diez años y de mujeres violadas en garajes subterráneos. Pensionistas inválidos que se vuelven locos y disparan desde la ventana de su prisión con rifles del 22. El enjambre de grasientos moscardones unisex en sus motocicletas.
Arlette estaba planchando las camisas de Arthur, un silogismo complicado. Planchar es una esclavitud de la mujer, ¿verdad? Pero ningún hombre civilizado lleva camisas sintéticas, y las camisas de algodón hay que plancharlas. Puedes enviarlas a la lavandería, pero no es rentable. Los hombres planchan con torpeza e incompetencia, si es que planchan.
Conclusión lamentable: si no quieren que los hombres sean un hazmerreír, las mujeres deben plancharles las camisas. Un error.
Sentía curiosidad por Marie-Line. Un vástago burgués del Meinau. Las condiciones sociopáticas le parecían a Arlette tan amenazadoras como las de las barracas ruidosas y malolientes de Neuhof o el Elsau. Ella sólo conocía estas casas desde fuera; pero lo suponía.
Un centro sólido de sólidos chalés feos, divididos en dos pisos, quizá tres, ahora que ya no hay criadas. Timbres bruñidos y setos recortados. Armarios de las bebidas ocultos y sofás de cuero auténtico. Cuartos de baño con azulejos italianos y cocinas a juego. Garajes en el sótano resguardando a coches bien lavados y encerados.
Estas personas han llegado. Por Dios que permanecerán. Pelearán con uñas y dientes para asegurarse de que sus hijos no van a perder clase, prestigio, categoría. El cliché marxista es que el capitalismo está agonizando. Pero es una agonía que dura mucho. Las manifestaciones entonando consignas producen sonrisas de labios apretados tras las cortinas de encaje, mientras el dinero huye discretamente a Suiza. Los burgueses están bien parapetados contra los tumultos por la muchedumbre. Lo que más temen es el ataque rastrero por los traidores de dentro. Los anarquistas de hoy en día raramente son huérfanos tuberculosos que viven en húmedos sótanos. La mayoría son adolescentes que han recibido una buena y costosa educación y que gozan de excelente salud. Las Marie-Lines del viejo estilo procedían de chabolas físicas: las nuevas, de chabolas morales.
Eran pasadas las dos. Maldita chiquilla pesada. Arlette planchaba dando golpes malhumorada. Fuera hacía un día espléndido. Mediados de otoño era la mejor época. Cuando se levantan las neblinas —hay demasiados valles fluviales en la zona de Estrasburgo— la luz de color cereza está llena de suave fecundidad. El axioma de Keats es en conjunto demasiado blando y débil para la recolección de uva en Europa Central, para el espléndido cóctel de vigorizantes olores acres. ¿Quién había dentro de casa?
Sonó el timbre.
Marie-Line todavía era una niña; dedos huesudos y delgados; trasero plano como un chico. Las facciones bien formadas, la voz reposada, los movimientos ágiles. Casi adulta.
No había que ser muy hábil para darse cuenta de que se hallaba en un estado de nerviosismo. Se mordía furiosamente los dedos, fumaba con ansiedad, daba golpecitos con los pies. Alta como Arlette y bien alimentada. Pelo rubio como el maíz, rostro pálido que el exceso de maquillaje blanquecino hacía aún más pálido y que destacaba graciosamente junto al jersey negro y una bufanda violeta. Rostro muy bonito. Quizá se le volvería basto o engordaría sorprendentemente pronto, incluso sin cerveza ni patatas fritas. Maravillosa nariz clásica, pensó Arlette, arrugando la suya: eso no era cerveza. La niña le había dado a la botella de whisky.
Al entrar, había mirado a su alrededor con aire de suficiencia para disimular la falta de práctica y la timidez. «Entrevistar» a la gente ante un escritorio requiere don de gentes: Arlette no lo tenía todavía. La chica parecía saberlo. Había sacado un cigarrillo de la caja sin que se lo hubieran pedido, y picoteaba lánguidamente un dedo castigado. Se puede parecer muy asqueada del mundo a los dieciocho años.
—Soy Marie-Line Seigel —dijo al entrar—. Lamento llegar un poco tarde. —Irritada por haberse mostrado incontrolada y vulnerable al teléfono—. ¿Tiene que estar necesariamente conectado? —señalando con un dedo el magnetofón.
—No, si prefieres que esté apagado —dijo Arlette.
—No me importa. Es irritante, eso es todo; eso dando vueltas. Pero ¿de qué sirve haber venido, a menos que esté preparada para confiar en usted? No la conozco. Pero hay que confiar en alguien.
—¿Qué te ha hecho confiar en mí?
—No lo sé. Es una mujer, supongo. No es que… olvídelo. ¿Hay mujeres detectives? Quiero decir si hay muchas.
—No tengo ni idea.
—Entonces qué… oh, bueno, no nos metamos en retórica.
—Vayamos al grano.
—Tiene razón. Bueno, mi padre es el doctor Armand Siegel.
—¿Qué clase de doctor?
—Dentista. Equipo sofisticado. Gran radiografía panorámica. Ayudantes y enfermeras, chicas solteras. Chico, lo aprecias cuando llega la factura, escrita en una hermosa máquina IBM de las grandes. Lo siento; hablo demasiado. Lo siento también, pero estoy un poco molesta con mi padre.
—¿Y tu madre?
—Es, mejor dicho, era, Véronique Ulrich; ésa es otra gran dinastía de médicos. Pero ella fue un deshonor; se fugó. No paraban de decirme qué malvada y desagradecida. No la veo, así que no sé si es muy malvada. Lo normal, supongo. Me deja en paz; eso fue parte del trato.
—¿El trato del divorcio?
—No, usted no conoce a mi familia; ellos no se divorcian. Demasiado cristianos; hay que perdonar y sufrir. El divorcio es un escándalo. Sería mejor que lo hicieran. Así él podría casarse con su extremadamente respetable amante, Catherine-Rose Pelletier, que está en el gabinete del Prefecto, una mujer de carrera, sabe, pura y de un solo propósito.
—También pareces un poco molesta con ella.
—Cathy está bien. Se las da de culta; Bach y todo eso. Pero no hace ver que es mi nueva mamá. Es bastante fría y desapegada. Me odia, yo diría, pero es demasiado cristiana para permitirlo. Toda esas personas son muy honorables, pero son para cagarse en ellas.
—¿Por qué?
La brusquedad hizo soltar a la muchacha una corta carcajada incómoda, convertida hábilmente en alegre.
—Tiene usted razón, estoy siendo injusta. Y hablo demasiado. ¿Y parece que siento lástima de mí misma?
—Puedes sentir tanta lástima de ti misma como quieras, si la mereces.
—Sólo es que todo esto es muy de la clase alta de Estrasburgo. Muy de derechas. ¿Usted es muy de derechas?
—¿Te refieres a si voto a toda esa gente que se llaman a sí mismos republicanos? No. ¿Quieres que te enseñe credenciales? No. Acéptame tal como me encuentras.
La chica se rio con menos tensión.
—Bien. Lo siento. Así es como una se corrompe. Ellos quieren saber quién eres, para saber dónde encajas, para saber cómo se comportarán ellos. No sería conveniente desfavorecer a alguien que bien podría tener un cuñado en París, conociendo a gente.
—Yo no. Pero ¿tú dónde encajas?
—Me gusta usted —con una risa auténtica. Gran cumplido.
—Estupendo.
—Oh, todavía voy al colegio; estoy en la última clase, terminal A, filosofía y lenguas. Debería estar en C, donde se supone que están las alumnas brillantes, haciendo matemáticas, si me hubiera decidido a hacer medicina. No me habrían despreciado, si me entiende. Biología o algo así; es apropiado para una mujer. No me verían una inútil, y las matemáticas me aburren soberanamente. O podía haber hecho B. Ciencias Económicas, como Cathy. Para serle franca, son los desechos de A y C. De D, por supuesto, no hay ni que hablar; allí están todas las comerciales que ganarán dinero. —Ahora Arlette sabía más cosas de Marie-Line y también del sistema de selección escolar.
—Todos quieren ganar dinero. Es normal dadas las circunstancias.
—Sí, pero éstos sólo piensan en el marketing y el cash flow. La única religión auténtica. Sí, soy cruda; no oigo otra cosa en todo el día. Así que haces los estudios de filosofía en A, y ¿dónde estás?
—Estás en la Facultad de Derecho —dijo Arlette como si esto no fuera retórico—. O en la gran cuadrilla de Arte, aprendiz de maestro de escuela. O haces las carreras falsas como Sociología o Psicología, y lees a Marx, lo que nadie hace, y a Freud, que lo hace todo el mundo.
—Así que sabe de qué va.
—Yo lo hice. Entonces pensabas sobre todo en conseguir un hombre.
—Ha llovido mucho desde entonces —con el desprecio tolerante de los dieciocho por los cincuenta—. Los hombres no pueden permitirse el lujo de casarse, de dejarse mutilar y distraer por algún pasivo almohadón de sofá. Están las putas baratas, y desde luego la pandilla de ninfómanas, pero si tienes seso no te quedas ahí sentada obsesionada por el sexo.
Arlette se estaba preguntando cuál era el asunto y cuándo llegaría a él. Ten paciencia. Te hacían confidencias, te contaban las mayores banalidades, te decían solemnemente cómo habían sido descifrados los Pergaminos del Mar Muerto y no debías bostezar. Llegará allí. Para eso ha venido, al fin y al cabo. Primero tengo que pasar una prueba, que no estoy obsesionada por el sexo.
—Conozco a un chico —dijo Marie-Line bruscamente—, en el lycée. Estudia griego; es un poco extraño pero le interesa la prehistoria. No lo tiene fácil. Procede de una familia pobre, sin ningún tipo de educación, y aunque son agradables, y yo los respeto, son muy palurdos, una especie de nulidad. Así que él depende en gran parte de mí. Y yo dependo de él. No es un camino de rosas estar en estas circunstancias en un vertedero provinciano como Estrasburgo.
»Y somos dependientes económicamente. Me gustaría tener un trabajo, pero no sé hacer nada. ¿Para qué sirve la universidad? De todas maneras, estoy en contra. Hago lo que papaíto quiere, que es que obtenga el honorable título de Bachillerato y sea una buena chica, lo que significa elimina a Michel de tu existencia, o papá y tío Freddy Ulrich tomarán medidas.
—¿Qué clase de medidas?
—Encerrarme en alguna clínica psiquiátrica —con voz baja.