Sin que se notara, el anuncio fue insertado en el periódico local, entre las pitonisas, las agencias matrimoniales, el hombre que tenía acuarios, terrarios, vivarios. No ocurrió nada; Arlette se dijo que esto era lo que en secreto había esperado. Nunca ocurriría nada. Sucedieron cosas, pero de la clase que Arthur había profetizado. Zoquetes, gente del lumpen. De la que llama por teléfono a los bomberos la víspera de Año Nuevo para desearles un feliz año y se ríen del chiste. Borrachos, gente frustrada. Una persona que parecía estar demasiado bien para ser cierto que dijo: «Oh, bien; realmente, sabe, querida, tonterías, más bien», y colgó. Muchos con entusiasmo y vocabulario limitado que decían que esto no era trabajo para una mujer. Grosería, gazmoñería, ignorancia, violencia e hipocresía abundaban en la ciudad de Estrasburgo, pero eso ya lo sabía. Era extraño, sin embargo, la cantidad de gente que no tiene nada mejor que hacer. La cinta ya estaba llena de basura, y la puso con paciencia para borrarla, y pensó que Arthur había malgastado mucho dinero. Él no parecía perturbado.
¿Lluvia? Diluviaba; tres mensajes juntos en la cinta. Arlette no se sentía nerviosa, aunque no tenía experiencia. Aquí estaba…
En el silencio, la cinta, al no oír nada, saltó hacia adelante. Clics; a alguien le costaba digerir toda aquella basura grabada y comenzaba de nuevo. Luego, una voz tranquila y razonable dijo en inglés:
«Lo siento, no podía entender muy bien todo eso, lo siento… me temo que sólo puedo hablar inglés. Me arriesgo a que usted lo entienda. —Risitas, dándose cuenta de que estaba siendo ridícula—. No sé qué decir, en realidad… Oh, bueno, he conseguido la dirección. Me parece que iré igualmente. ¿Qué puedo perder? Ni siquiera sé si alguien me oye en este artefacto —Risitas—. Mire, tomaré un autobús… No sé cuánto rato tardaré, —por la experiencia sobre el transporte público de Estrasburgo, una empresa de débil mental—. Ni siquiera sé dónde está exactamente. No importa: haré todo lo que pueda, ¿de acuerdo? Lo siento: adiós».
Arlette apretó Stop y se preguntó qué tenía que hacer para ser profesional. Cogió el diario, o la agenda, o como se llamara, y escribió la hora. ¿Para qué servía eso?, no sabía a qué hora tenía que venir aquella extraña persona, y el servicio de autobuses… Un acento curioso, del norte de Inglaterra. «Arthur, hablo inglés, y un poco de alemán, y, por supuesto, holandés… ¿lo pongo en el anuncio?». Puso en marcha la cinta otra vez.
Voz de hombre, muy escueto y práctico: «Llame a este número, pida por Dupont». «Agresividad masculina, ¿ocultaba a alguien vulnerable?, No teorices más allá de tus datos, muchacha, llámale y averígualo». Eso hizo.
—¿Monsieur Dupont? Soy Arlette van der Valk.
—¿Quién? Ah, sí —como si lo hubiera olvidado. Truco de autoafirmación, tan corriente que no valía la pena fijarse en él. Voz de ejecutivo en jefe—. No tengo intención de discutir mis asuntos con nadie antes de saber más cosas de la persona con quien estoy hablando, ¿de acuerdo?
—Puede venir aquí y verme. Haga entonces todas las preguntas que quiera. —Se sentía muy verde, pero ¿cómo se conseguía experiencia? ¿Se telefoneaba a la gente para practicar? ¿Se les decía lo siento, pero es usted el primer cliente que tengo?
—No, no quiero hacer eso.
—¿Llama desde su oficina?
—No, eso tampoco serviría. Es un asunto particular. Espere, usted vive cerca del Observatorio, ¿verdad? Reúnase conmigo en la calle, ¿de acuerdo? Esta tarde a las seis, o un poco después, junto a la estatua de Juana de Arco, ¿de acuerdo?
—Muy bien, si eso es lo que quiere —preguntándose si eso estaba bien pero no queriendo perder la oportunidad.
—¿Cuánto cobra por hacer eso? —rudo aún.
—Nada, hasta que sepa lo que puedo hacer.
—Es justo. Esto… abrigo azul marino y sombrero marrón.
La tercera voz de la cinta era la de una chica joven. Segura de sí misma, pero evidentemente en tensión.
«Soy Marie-Line Siegel. Vivo en el Meinau… no, no creo que sirva de nada darle la dirección, al menos de momento. Desearía saber… Tengo que esperar que pueda sugerir algo; se monta un alboroto tremendo cada vez por la cuestión de qué he hecho y dónde he estado. Oiga, necesito ir a verla, pero no sé exactamente cuándo podré hacerlo. Esta tarde… lo siento, no puedo arriesgarme a que me telefonee a casa; estoy en una cabina. Mi padre… mierda, espero poder verla. No, es inútil hablar: oiga, hacia las dos me va bien, y le pido que me disculpe si llego tarde».
Colgó con brusquedad.
Siegel, en el Meinau. Arlette cogió la guía de teléfonos y se encogió de hombros; era un apellido muy corriente. La chica se había mostrado apresurada y confusa, y no particularmente coherente. La voz clara y educada de los que han recibido una buena crianza, pero tenía algún problema en casa, al parecer. Lo único que podía esperar era que perseverara y lo llevara hasta el final: por el momento no podía hacer nada.
El día estaba lleno, de una manera cansada. Esta mujer inglesa, en cualquier momento a partir de ahora, quizás. Una chica que podría o no aparecer a primera hora de la tarde. Y este Dupont, o como se llamara, a las seis junto a la iglesia de Saint Maurice. Sólo a dos minutos a pie en la misma calle; no cogería el coche. Todos ellos eran ambiguos y torpes: nada definitivo.
¿Qué pauta seguirían las cosas? Se encogió de hombros. El primer día de trabajo. Y ella lo había querido tener convenido de antemano como un dentista…
Empieza en la cocina, donde comienzan todas las mujeres.
La mujer de la limpieza, una pequeña alma portuguesa perniabierta, se estaba tomando una taza de café; trabajaba bien y duro, siempre que pudiera tomarse uno fuerte con intervalos de un cuarto de hora. Todos tenemos nuestras pequeñas manías, ¿no? Arlette tenía una también, y se colocó su delantal.
Arthur tendría que preparar la cena. Si este Dupont quería hablar, como parecía probable, era posible que no estuviera en casa durante un buen rato. Sacaría algo del congelador. Lo siento, pero la comida es importante. Todos aquellos años en Holanda, Arlette no había comprendido nunca a aquellas mujeres que tiraban veinte pares de zapatos nuevos y buenos, mientras que su idea de una comida era un pollo congelado mejorado con trocitos de piña de lata. Arthur, gracias a Dios, se tomaba la comida en serio.
Y algo más bien rápido para ahora. Lo sentía si era un poco tarde. Mmm, ese Dupont. Sonaba al tipo de hombre que entra y enciende la televisión directamente, porque ha tenido un día muy duro en la oficina, y que el cielo ayude a la esposa si no tiene preparada una comida fuerte, a punto. Ella estaba a medias cuando sonó el timbre. Se quitó el delantal con una mano y se alisó el pelo con la otra. La mirilla le mostró a una mujer joven vestida de negro, mirando con sorpresa en torno a la «sala de espera».
Arlette estaba satisfecha con la sala de espera. La partición de un corredor grande, aunque sea ancho, da como resultado una caja, por mucho que pretendas que no lo es. Había decidido admitir la caja. Estaba revestida de madera de pino clara, con bonitos y sencillos dibujos de flores en las paredes, y focos y ventilación en el falso techo. No tenía claustrofobia: acogedora como un claustro materno, decía Arthur con admiración. Salió deprisa a la oficina y abrió la puerta con ganas de decir «El siguiente». Pero era el primero; ¡el primero!
Una cara pálida que habría sido bonita pero que era regordeta y ojerosa, aunque conseguía ser mejor que fea.
—Digo, espero que hable inglés. No logro aprender francés, lo siento.
—Quítese el abrigo y póngase cómoda. —Querida Escuela Berlitz. Rough, cough, bough, dough, pronunciado «raf, kef, bau, dou». Y la gente dice que el ruso es difícil.
La mujer no había tenido con quien hablar durante siglos, y vomitarlo todo era lo que realmente quería. Un oyente. Si la comprendía, mucho mejor. Si tenía alguna sugerencia inteligente que hacer, mejor aún. No es que Arlette pudiera pensar en muchas. Estás en un lío, mi querida amiga. Te metiste en él por estupidez llena de bondad, y la mejor manera de salir de él, en realidad la única salida que veo, honesta, es largarse enseguida.
Se llamaba Norma, y era de Salford. Su esposo podía decirse que la había abandonado. No técnicamente quizá; no en tal fecha. Era marinero; lo veía con intervalos, que cada vez fueron más y más largos, hasta que un día se dio cuenta, sólo con una ligera sensación de sorpresa, que Jackie se había ido para siempre. La dejó con tres hijos: había hecho todo ese trabajo en casa. ¿Divorcio?
—No. Tengo mi orgullo, sabe.
—¿Hizo esfuerzos por encontrar a Jackie?
—En realidad no. ¿Para qué?
—Bueno, para recordarle sus responsabilidades.
—Sí, no tiene ninguna. Oh, él estaba bien. Era amable; en realidad, no era un mal padre. Sólo negligente. —Ella se las había apañado. Ninguna queja auténtica.
Se podía ver la cuestión; nadie estaba en peores circunstancias que el propio Jackie. Amable hedonista. Arlette tomó nota conscientemente: Danés, debía de haber un consulado danés en alguna parte, en Estrasburgo, que pudiera coger a Master Jackie, aunque le habían dejado en paz mucho tiempo, demasiado, sospechaba ella, para que un tribunal se excitara con los derechos conyugales. ¿Y de qué servía que alguien un poco negligente por naturaleza fuera traído por la fuerza? Volvería a estar fuera al cabo de cinco minutos, como dijo Norma con gran sensatez.
Algunas mujeres nacían víctimas, pero a Arlette le gustó Norma, quien poseía cierta gallardía. A eso se le llamaba dignidad, y generosidad, y otras cosas bastante pasadas de moda.
El problema con las mujeres, Arlette lo sabía bien, es que insistirán en engañarse a sí mismas con el mismo tipo de hombre.
Robert hacía un par de años que rondaba por ahí, con un empleo en la zona de Manchester. Un buen empleo. Hablaba bien el inglés, para ser francés. Un buen tipo; tranquilo, domesticado, le gustaban los niños, se llevaba bien con todos. Un tipo sólido, vaya.
Lo suponía. Los hombres eran infernalmente plausibles. De todos modos, a él no le había preocupado meterse en la cama con Norma.
Bueno, el empleo en Manchester terminó. Robert, para entonces acostumbrado a las comodidades domésticas, le propuso ir con él a Estrasburgo. Bueno, ¿qué la retenía a ella? Su hermana había estado en contra: ¿qué?, ¿allí, entre los gabachos? Su hermana siempre había sido una aguafiestas. ¿Qué tiene de diferente Francia? También hay escuelas, ¿no? Vas a donde está tu hombre.
¿Y cómo había salido? Era evidente que mal, pero aparte de conseguir los detalles necesarios, había que darle a Norma la oportunidad de vaciar todo lo que llevaba dentro.
Empezó bien. Estrasburgo era encantador. Robert tenía un bonito piso pequeño, tranquilo, con espacios verdes alrededor y árboles. Hautepierre está bien. A los niños también les gustaba. No hablaba francés, como ella, pero a los pequeños no les preocupa. Hicieron amigos en todas partes; hay montones de niños en ese barrio. Habían ido a la escuela; la mujer había sido muy amable, los colocó con otros muchos niños vietnamitas que tampoco hablaban francés. ¿Eso había funcionado? No demasiado bien; quiero decir, los niños aprendieron mucho chino, pero poco francés… Aun así, se las arreglaban bastante bien. Como ella; se las apañaba para comprar. Diablos, ella sabía cómo tirar adelante. No como si fuéramos negros, paquistaníes o algo así, que comen comida especial y llevan turbante. ¿Los niños se veían diferentes de los franceses? ¿Y ella? Aprendes unos cuantos nombres, fromage, y estás en casa. Sinceramente me encanta estar aquí. No es broma; deberías ver Salford, querida.
Arlette simpatizó con Norma. Ella había pasado por lo mismo en Amsterdam y le pareció difícil. Los holandeses llamaban al queso Kahss, lo ponían sobre el pan con margarina y lo cortaban con cuchillo y tenedor: extraño, y aprendías a llamar a la vinagreta slahsowse.
No, lo que impedía que la felicidad fuera completa era este maldito Robert. No era el mismo que en Inglaterra. Nunca lo son, pensó Arlette con pesar; ni siquiera el querido Piet…
Robert se había vuelto realmente curioso. Suspicaz y celoso, Dios mío. Mire, el otro día cogió un rifle, y los alineó a todos contra la pared, y dijo que dispararía si ella miraba alguna vez a otro hombre. No es que ella lo hubiera hecho, pero él no bromeaba, y la asustó, sabe. Otra cosa: se había vuelto tan terriblemente tacaño. Siempre se había negado a entregarle una asignación semanal, y le daba un billete de su bolsillo de vez en cuando.
—Estoy acostumbrada a pasar con poco. Siempre he sido pobre, no me avergüenza ni me asusta. Pero darte un billete de diez francos, esperando que de allí salga la comida del día para cinco personas, eso es de locos. No soy simplemente un amor de prostituta, la verdad. Cuido de su casa, y la tengo limpia, y le pongo la comida en la mesa. Tengo que vestir a los niños, no está bien, ¿eh?
Estaba claro que lo primero que había que hacer era levantarle la moral a Norma. Sirvió una segunda taza de café, encontró un paquete de cigarrillos Virginia, y habló animadamente durante diez minutos. Esto es una tontería, niña. Tienes derecho a la Seguridad Social como cualquier otra. Claro que has de tener dinero propio; están las asignaciones para los niños, y una para ti, y mucho más. Averiguaré exactamente a qué tienes derecho, te ayudaré a llenar los formularios, mucho papeleo. No, si escribes «concubina», todo se irá al diablo. No importa; tampoco importa que seas inglesa. Y te ayudaré a elegir la escuela.
Pero, lo que es más importante, has de valerte por ti misma; tener cierta independencia. Esto es esclavitud, y cuando antes se meta Robert esto en la cabeza… ¿Algún oficio? ¿Camarera? Bueno, puedes ganar un buen dinero con eso, y mejor aún en Alemania. ¿Qué edad tienen los niños? ¿Siete, once, quince? Suficiente para valerse por sí mismos. Trabajo duro y horarios incómodos, pero a ti no te asusta el trabajo.
Claro que no, dijo Norma con firmeza, pero el maldito Robert es tan celoso. ¡Camarera…!
Arlette había previsto este obstáculo, y podía ver más, pero por ahora…
—Oiga, ¿puedo ir a verla? ¿Quizá mañana? Necesito pensar en ello, ver lo que puedo hacer.
—Claro. Siempre estoy allí. Pero… ¿Cómo le pagaré? Los niños vieron su anuncio. No es usted el Ejército de Salvación, ¿verdad? —echando un vistazo al despacho, que parecía bastante costoso, y a Arlette, que también parecía rica. Como Arthur decía, tenía que ser así.
—Me pagará lo que pueda, cuando pueda. Como un agente. El diez por ciento de una mensualidad, si encuentra un empleo. ¿Le parece justo?
—Claro. Me ha hecho usted mucho bien. Pero estoy asustada, por Robert. Es violento…
—Pero yo no lo soy. —No. Porque Robert no me puede hacer nada. Pero podría dar una paliza a esta indefensa mujer, o, peor aún, a uno de los niños. Tendría que ir con cuidado—. No le diga nada todavía.
—No. Gracias por el té. Me ha sentado bien.
—Hasta la vista, pues. También hablaré con mi esposo, si puedo. Tal vez él tenga algún buen consejo. —Y podía adivinar cuál sería.
—Por supuesto.
Es casi la hora del almuerzo. No importa, puedes salir del apuro con la olla a presión. La pobre Norma tenía que ir en autobús hasta Hautepierre. Tres niños retrasando el hambre con pan y mermelada. Pero no ayudarás a esa mujer simplemente sintiendo lástima de ella, lo sabes.
Arthur la escuchó con paciencia.
—Tú no quieres ningún consejo, y no voy a darte ninguno. Es un caso para la asistenta social, pero ella no habla inglés y tú sí. La pobre mujer está indefensa. De modo que, ¿cuál es la realidad del caso? No te limites a ayudarles, no sirve de nada; volverán al día siguiente a por más. Dales en cambio un poco de fuerza para que se ayuden a sí mismas. Tu pregunta tiene que ser, ¿estás dándole un bocado más grande de lo que puede masticar? O le buscarías un montón de problemas.
—Eso es lo que pensaba yo. ¿Quieres un poco de queso?
—¿Compras este Brie? Parece un pedazo de piedra.
—Sí, lo siento; es del supermercado.
Arthur refunfuñó, pero le echó una mano a la hora de fregar los platos. Las cosas van mal, pensó ella.