Ella pensó que había ganado esta discusión, hasta que fue avasallada por el Comisario de Policía, un tipo al que reconoció. No parecía un policía, y ella conocía a suficientes policías para saber que muy pocos se parecen a los de las películas. La característica general es que no lo parecen.
Hablaba con voz tan baja, que tuvo que aguzar los oídos. Tenía una bonita alfombra en el suelo de un despacho completamente distinto al de un policía normal: en las ventanas (limpias) había unas alegres cortinas; atractivos cuadros en las paredes: en realidad, lo único que evocaba a un policía era la cara de sacerdote viejo, que es consecuencia de escuchar muchas confesiones. Podía haber sido el despacho de un banquero privado de Ginebra: las paredes habían oído la misma cantidad de vilezas secretas. Cuando sonreía, lo cual no sucedía con frecuencia, era como si el sol mirara a través de sus gafas de montura de oro. Llevaba un traje gris de corte ajustado a su cuerpo enjuto, con chaleco, y era casi imposible imaginarle portando un arma.
—Aquí está su autorización —dándole un pedazo de papel—. El profesor Davidson y yo tuvimos una larga conversación. Tengo que saber qué agencias operan en mi ciudad. Hay numerosos charlatanes a quienes nuestras nociones de libertad, y la legislación actual, permiten florecer. Bueno, usted conoce sus derechos, libertades y limitaciones. Mmm, las responsabilidades también tienen sus límites.
»Muy bien —examinándola, aparentemente con aprobación: si con placer o no, era imposible de decir—. Encantado de conocerla. Podemos reunimos de vez en cuando, dentro o fuera de las definiciones de mi competencia profesional.
»También hay… tenga… una especie de tarjeta de crédito. Creada por el profesor Davidson y yo. Da cierto profesionalismo, no totalmente espurio, a su categoría amateur. Está usted en el borde de la categoría profesional. No hay nada oficial en esto. Sin embargo lleva mi sello y mi firma. Una responsabilidad que yo acepto. No está usted bajo juramento; y es una ciudadana puramente particular. Me gustaría que llevara esta tarjeta. Notifíqueme si la pierde o se la roban. Igual que un banco, sí.
»Esto ayudará a demostrar su buena fe con algunas personas. También es posible que de vez en cuando se vea importunada por algún oficial escrupuloso. Con frecuencia, de uniforme.
»Tenga también un permiso de armas. Conozco sus escrúpulos. Eso la honra. —Y eso fue todo; un tono que conseguía ser tan insulso y perfectamente educado que no admitía discusión. Ella había abierto la boca, pero… bueno, querida, procura que no se te quede abierta.
»Usted no desea ser una especie de mujer policía. Muy bien. Tengo algunas chicas en mis servicios. No son suficientes. Sí. Entre otras cosas hacen simple gimnasia. Venga y ellas le enseñarán. Va bien para la figura. Y le enseñarán a utilizar el arma; quiero decir, a no hacerlo. La secretaria se ocupará de ello. Es absolutamente discreta. Por cierto, ¿qué frase ha adoptado como eslogan publicitario?
—Arlette van der Valk. —Ahora le sonaba extraño—. Asesoría y ayuda: problemas personales y familiares. —El Comisario pareció aprobarlo.
—No es demasiado. Estas cosas se propagan de boca en boca. Bueno, puedo confiar en que conozca usted el trabajo policial cuando lo vea. —Escribió algo en una tarjeta de visita—. Éste es el teléfono de mi casa. Confío en su discreción y buen criterio. Como con el arma. La idea no es que sea un tribunal supremo. —Y la peligrosa sonrisita. Se levantó, para indicar con educación que la conversación había terminado. La acompañó cortésmente hasta el final del pasillo.
En casa, había un sobre en la mesa de la cocina, con una cinta y una nota de Arthur. «Esto está muy bien ahora, creo».
La voz de Arlette, contralto suave, surgió por los altavoces de alta fidelidad de Arthur, sonando mejor de lo que sonaría al teléfono. Ella lo había escuchado innumerables veces antes de que la dicción, el tono y tiempo fueran correctos y él llevara la cinta a cortar y empalmar. Había estado tan concentrada en las exigencias técnicas, que las palabras habían perdido su sentido.
«Esto es una grabación de Arlette van der Valk. Al final, la línea quedará abierta para grabar su mensaje, que será confidencial. Por favor, indique su nombre, un número de teléfono donde localizarle y la hora más conveniente. Es necesario para concertar una cita y no hacerle esperar. Ahora puede hablar».
Le flaqueaban las rodillas. Parecía serio, no como un juego. Ayer todo había sido académico: demasiado largo o demasiado corto; demasiado serio o no lo suficiente. Frío e impersonal, y ahora ninguna de las dos cosas. Ésta era ella, poniendo el dedo entre las ruedas dentadas. ¿Dónde se estaba metiendo?
Un día o dos atrás había muerto un niño. Como Isadora Duncan. Llevaba una bufanda larga, cuya punta se había enredado con la rueda trasera de su bicicleta. El chico murió asfixiado lentamente. Había testigos, pero ninguno llevaba un cuchillo. Al fin apareció un policía; cortó la gruesa tela de lana e intentó resucitarle, pero no lo consiguió. La ambulancia llegó demasiado tarde.
Ese espantoso comisario de policía. No se había reído ni la había tratado con desprecio. Sólo… se había mostrado práctico.
Dios santo, allí estaba su bolso sobre la mesa de la cocina; en su interior, un arma. Un revólver de cañón corto de acero azul. Como una pistola de alarma de tamaño grande. Con un permiso, para mostrárselo al vendedor cuando comprara munición. Práctico.
Miró a su alrededor, su bonita cocina nueva. ¿Quedarse allí? Podía decir en el hospital que había cambiado de opinión. Achacarlo a un capricho de recién casada.
Arthur la había dejado tranquila para que decidiera. Sólo tenía que decir lo siento, era absurdo.
Había que hacer la compra. Y preparar una comida comestible. Tareas femeninas, para las que ella estaba muy preparada. Arthur lo entendería.
—Así pues, ¿qué te ha hecho volver a cambiar de opinión? —preguntó Arthur con curiosidad profesional.
—Me he dicho a mí misma que contabas conmigo. Y tu compañero, ese horrible comisario… te tomó en serio. Un arma… como si fuera una caja de cerillas. No, todo esto son pretextos. Me parecía… poco profesional, negarme. E idiota tener miedo.
—Idiota no.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Realmente, no tengo elección.
—Ésa es mi chica.
—¿Qué he hecho para merecer esta suerte? He vivido mi vida, que ha sido bastante buena. He criado a tres hijos. Me quedé viuda. Tenía un empleo aquí, un lugar donde vivir. Una pensión, y en florines holandeses. Me podía sentir satisfecha, ¿no? Y entonces viene un hombre corriendo tras de mí, con esta idea fantástica. Consigo este piso y todo lo demás. No lo he ganado. ¿Voy a ser una memsahib? ¿Arreglando las flores, dando una palmada para llamar al mozo? ¿Ofreciendo pequeñas fiestas de vez en cuando, en las que la comida, por supuesto, será excepcional? Cama y la cocina; trabajo de mujer. ¿Para aprenderlo? Ven a sentare al lado de Nellie, hace treinta años que está en la misma máquina de coser, lo aprenderás sólo observando sus movimientos. A la mierda con eso —rompiendo a llorar de rabia—. Mira ahora: mujer inútil se echa a llorar. Cretina. ¿Qué otra cosa podía hacer, pues?
—Cálmate. El hombre también se pregunta qué está haciendo, en esa idiota Torre de Babel. Un experto en ciencias sociales, Dios mío. Y pagado, Dios mío, pagado. Estas burocracias europeas son lujos extremadamente caros. Ese Palacio es tan feo, en realidad, porque parece barato, y no lo fue.
—Pero tú no trabajas allí, ¿verdad?
—No, la Universidad me da cabida. Pero el Consejo me ha nombrado. Con todo —dijo Arthur pensativo—, hago un buen trabajo. Por cierto, la ropa. Si puedo conseguir que estés de acuerdo, deberías estar femenina en la oficina. Y bonita; eso no te costará. Si resulta que tienes que sacar el arma, están estos trajes pantalón, que son vistosos y te sientan bien.
—Las chicas policías me enseñarán. No es asunto tuyo.
—Sólo te estaba apuntando algunas sugerencias —dijo Arthur con humildad—. Y ¡ah!, casi me olvidaba transportado como estaba en el torbellino de tus emociones. Tengo un coche para ti. Fuera, en la calle. Aquí están las llaves. Es lo que conduce el detective privado femenino. Discretamente desaseado; tapicería de tweed. Abrigo la esperanza de que me dejes cogerlo de vez en cuando.
—Santo cielo —exclamó ella mirando por la ventana—. ¿Esa cosa verde almendra? ¿Qué es?
—¿Qué es? —fingiendo asombro—. Un pequeño pero apropiado Lancia. —No era ella mujer de gritos roncos, pero, como vio él con satisfacción, se había quedado con la boca abierta.
—Lo probaría ahora —ansiosa— pero la comida casi está a punto.
—Puedes llevarme a la oficina, esta tarde. —Allí empezó a reír de modo incontrolable durante un rato demasiado largo: su secretaria contempló esta hilaridad y se dio unos golpecitos en la frente.
—Lo siento, Sylvie. ¿Dónde está mi pipa? Maldita sea; me la he dejado en casa.
Estos hombres, pensó Arlette. Ese policía con su arma.
—¿Le importa mostrarme su mano? ¿Y subirse la manga un momento? Gracias, está bien.
Conducía el Lancia con el debido respeto, enfadada con todos los demás conductores que no le dejaban ni el espacio reglamentario de treinta metros. Esta parte tiene sus recompensas. El Consejo de Europa y las Naciones Unidas juntos no podían ser más pródigos. Era como un cumpleaños perpetuo.
Se compró ropa. Vino el carpintero: más extraño aún, trabajó. El mayor milagro: él mismo lo limpió todo cuando terminó, con una escoba y un recogedor. Un día de estos habrá un carpintero liberado, que utilizará el aspirador.
Vino el electricista, instaló cosas, le dio largas explicaciones que a ella le costó seguir. Arlette conducía el coche. Realmente, Arthur era muy listo.