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Redefinición del investigador privado

Con frecuencia, Arlette no sabía por qué hacía las cosas. Seguía instintos profundamente arraigados, y más tarde lo analizaba. Había estado muy segura —decidida por completo al respecto— de que no volvería a casarse. Ahora había cambiado de opinión.

Ah, bueno, la lógica… Arthur era lógico, con ésa clara manera de pensar a lo Barbara-Celarent-Darii. Ella no sería socióloga.

Una decide de repente volver a casarse, del martes en quince. Eso está muy lejos, no llegará prácticamente nunca. Pero una lógica ineludible, incluso para ella, es que de repente es mañana. En este momento le habría gustado huir. Todo esto era muy pesado. Pero no se huye en lugar de hacer frente a las consecuencias de las decisiones frívolas y tomadas probablemente estando bebido.

Existió la esposa del policía van der Valk, un largo aprendizaje. Le costó trabajo, como de costumbre. Exasperándose, declarando que Francia es y siempre ha sido el más amargo y más obstinado enemigo de la tolerancia, la libertad y el progreso: ¿quién rechazó el Edicto de Nantes, eh? ¿Y dónde había ido Descartes, y todos los Hugonotes? A Holanda, por supuesto. Se había enamorado perdidamente de Holanda, mucho más que de Piet. Esto era el comienzo de la revolución, cuando estar vivo era una gloria.

Se desvaneció pronto, claro. Amsterdam sólo es otra ciudad provinciana de mentalidad estrecha. Algunas tonterías que ella dijo y algunas que hizo provocaron comentarios maliciosos, y perjudicaron, dijo Piet con pesar, a su carrera. Hubo el episodio con la Policía Política, a la que ella había calificado de Gestapo; nunca se había podido olvidar. Holanda es como una familia, dijo la Policía Política, reprendiéndola, y usted es una extraña.

Piet fue un hombre bueno y justo durante veinte años, y ¿qué hiciste tú? Tuviste hijos y los educaste, pero ¿qué hiciste?

Después tuvimos a Arlette la Viuda. Que llevaba una vida burguesa; bueno, relativamente. Sin duda penetró en una rutina bien engrasada: un cuerpo y una muerte que seguían la misma ruta. Cultivando egoístamente la relación más deliciosa de todas, tan reconfortante, tan consoladora, una amitié amoureuse. Con Arthur Davidson, una persona amable y considerada cuyas suaves excentricidades eran un antídoto divertido contra el aburrimiento.

Y ahora, el martes en quince casi había llegado, y el pobre Arthur no sabía dónde se metía.

Tonterías: lo sabía muy bien. Y ella también. Lo habían discutido.

—¿La ventana del dormitorio —preguntó Arthur— se deja cerrada o abierta por la noche?

—Abierta. Porque ya no soy francesa.

—Sí, el principal problema con los franceses siempre ha sido que encuentran que todos los sitios, fuera del querido Hexágono, son un aburrimiento. Canadá, por ejemplo, o la India: enormes lugares aburridos sin sentido, que no merecen la pena. Napoleón vapuleó Luisiana, por una suma trivial, simplemente porque era demasiado aburrida.

—Tienes razón. Pero también Francia se ha vuelto un aburrimiento.

—De acuerdo —dijo Arthur—. Nada podría ser más aburrido, o más muerto, o más una amenaza que la Nación-Estado, y los llamados franceses no pueden ser más pesados que los llamados británicos.

Llegó el martes en quince. Ella había conseguido perder una buena cantidad de peso, pero lo echó todo a perder bebiendo demasiado champán.

—¿Todavía te sientes un poco francesa? —preguntó Arthur.

—¿Todavía te sientes un poco inglés?

—Hay un proverbio turco muy bueno a este respecto, y dice que la madre patria está donde está el alimento.

—Mi querido muchacho…

Los pintores se retrasaron mucho en el nuevo piso, como siempre hacen. Arlette pasó mucho tiempo sudando sobre una escalera de mano. El cuarto de estar y la habitación de trabajo de Arthur eran un horrible burdel. Ella quería una habitación de trabajo para sí: la Agencia de Detectives de Arthur, a pesar de ser una lata, de hecho estaba ocupando su mente. Fueron a Venecia a pasar la luna de miel tardía. Arthur preguntó un par de veces por la Agencia de Detectives, y ella le dijo que se lo estaba pensando.

Arlette encontró una suma agradablemente grande en su cuenta bancaria: aquel adorable florín holandés no paraba de subir. También halló una hermosa tabla gruesa de madera, y a un carpintero de pueblo que le puso patas. Consiguió un teléfono extra, y después de pensarlo un poco un magnetofón. No sabía muy bien lo que quería, salvo que no fueran muchos trastos femeninos como tablas de planchar y máquinas de coser.

Arthur prestaba poca atención a lo que ella hacía, pues estaba muy ocupado con su propia habitación de trabajo. Había demasiados libros: siempre los había. Tampoco se le permitía entrar en la «habitación de ella». Esto lo encontraba muy normal: ella tenía que tener algún lugar totalmente privado. Pero llegó un momento en que ella tuvo que hacerle una confidencia.

—Ven a mi habitación… No seas tonto; claro que puedes fumar en pipa. Siéntate… Oye, he decidido que me gusta lo de la Agencia de Detectives, pero no tengo la menor idea de cómo hacerlo, y tienes que ayudarme.

—Aconsejar y consentir.

—No es eso exactamente, pero algo parecido. —Arthur todavía no había penetrado en su pensamiento elíptico—. Una pequeña nota en el periódico —explicó ella—. No un anuncio. Una especie de frase lapidaria, que se entienda al instante. Como «Nuestro negocio es nuestro negocio», queriendo decir que no se piensen que estamos en esto por otra cosa que por dinero.

—Ahora entiendo —solemne, burlándose de ella—. Consejo y consuelo. Té y simpatía.

—Basta. Asesoría suena a cosa fiscal y financiera, cosas que yo sin duda no soy.

—Ayuda.

—Ropas vieja y leche en lata para las víctimas de los terremotos.

—Problemas personales y familiares.

—Y muchas personas tienen miedo del gasto. Hay que decir que la consulta no cuesta nada. Pero no hay que decir esa palabra… suena a pitonisas.

—Déjame pensarlo.

—Y cuándo haces entrar a la gente (de paso, ¿cómo la haces entrar?), ¿dónde la pones? Y si uno utiliza la casa para consultas profesionales, ¿no hay algún impuesto especial, y no nos aumentarán el alquiler?

—Estos problemas déjamelos a mí; son técnicos. Las definiciones vagas apropiadas son el pan de cada día para mí. Mi estimado colega Monsieur de Montlibert, que es Catedrático en la Facultad, no hace el mismo trabajo que yo, pero a ambos se nos llama sociólogos. Ahora bien, puedo conseguirte un lugar para tus actividades. En cuanto a la casa… ¿me dejarás que te ayude, en este tipo de cosas?

—Claro, yo sola no podría.

—Bien, he hablado con la dueña. Está de acuerdo con que venga gente aquí. Yo proporciono un cierto aire profesional. No importan las «ologías», pero mi trabajo es de naturaleza criminológica y penal y generalmente sociopatológica. Desde el punto de vista oficial, tú eres una especie de radiólogo: examinas a la gente por una pantalla. Elaboras un archivo; es una valiosa herramienta de investigación.

—Pero ¿esto no es muy inmoral? ¿Tentar la confianza de la gente y luego utilizar la información?

—Me encanta oírte esto —dijo Arthur con sequedad—. La mejor garantía posible. Tus fichas serán confidenciales, por supuesto. Todas las fichas son inmorales cuando se utilizan para amenazar a la intimidad individual. El Consejo de Europa hace poco ha exhortado a sus miembros dos veces, para que adopten la legislación normalizada contra el abuso de la información informatizada. Mis colegas, que tienen mente estadística, a quienes les encanta la información informatizada, llevan una gran carga de responsabilidad. No, tú eres un perro guardián. Para decirlo con una asquerosa frase de la jerga, tú lavas y planchas las fichas. Te enseñaré cómo; la técnica es sencilla. No aparecen los datos de identidad.

»El piso utiliza otra técnica sencilla. Como no tenemos que pagar ascensor, podemos permitirnos algunos juguetitos electrónicos. Ese corredor ancho de la entrada: lo partimos, con una sólida puerta interior que dé al apartamento. Entre las dos puertas queda un filtro, una cámara de aire: en realidad, una pequeña sala de espera.

»Tu puerta de la calle se abre con un timbre —explicó Arthur, viendo la cara de asombro de ella—. Se dispara un zumbador. Es para las personas que aprietan tu timbre simplemente para tener acceso a la casa. La puerta del rellano, la verdadera puerta del apartamento, podemos hacer que se abra de un empujón, cambiando el tono del zumbador. Supongamos que hay alguien ahora en la cámara de aire, donde la presión de dentro y de fuera es igual. Tienes una puerta interior —haciendo un dibujo.

—Entiendo. Podría ser el chico de la carnicería, o un vendedor de seguros.

—O una amiga. Así que desconectas el zumbador, y miras por la mirilla. Si tienes un cliente, le haces entrar en la oficina.

»Pero tú no eres Información del Ayuntamiento; no quieres que entre cualquiera. Creo que tu anuncio lleva un número de teléfono. Cuando éste suene, podría poner en marcha un mensaje grabado, después del cual graba una voz que llega de fuera, hasta que fulanito cuelga el teléfono.

—¿Por qué no puedo contestar al teléfono? —preguntó la bien entrenada esposa del doctor.

—Mi querida niña, ¿es que eres un lacayo? Estás en el baño, o paseando a tu perro. Es lo normal para todo el que no tiene secretaria a tiempo completo.

—¿No es demasiado sofisticado?

—Estoy de acuerdo en que las oficinas están rodeadas de estos aparatos y es fácil tener demasiados, pero debes tener alguna protección. Borrachos, lunáticos, obscenidades anónimas, esposos posesivos, neuróticos de todas clases. Ahora que lo pienso —dijo Arthur, poniéndose serio de repente—, cuando estés aquí sola, debes tener también alguna protección física. Puede que trabes conocimiento con algunas personas indeseables.

—Oh, caramba —exclamó ella—. Era la esposa de un policía; sé cuidar de mí misma.

Arthur se sirvió una taza de café y lo removió un buen rato.

—Así que puedes. Y de otras personas también: una cosa va con la otra. En algunos aspectos también eres una mujer protegida. Mejor; no estás endurecida por la experiencia. Tienes una inocencia que resulta muy valiosa.

»Pero hay mucha violencia. Más imbéciles que locos, pero con todo… Hablaré con el Comisario de Policía: de todos modos necesitamos su permiso y aprobación. Quiero que vayas al gimnasio de la policía a tomar clases de autodefensa, y es necesario que tengas licencia de armas. —Arlette puso cara de obstinación.

—Me niego a llevar un arma.

—Con toda la razón.

—La violencia sólo engendra violencia.

—Absolutamente. Sin embargo, hay unas cuantas situaciones en las que una pistola es de auténtica utilidad. Tienes que tener una. El comisario, ya lo verás, estará de acuerdo.

—Pero yo no.

—Mi querida muchacha. Piensa en el oro que está en los sótanos del Banco de Francia. Totalmente inútil, dirás. Pero de alguna manera, es necesario para la estabilidad de la moneda.

—Una completa tontería —dijo ella—. La estabilidad de la moneda depende de no gastar más de lo que ganas. Pero diles eso a los gobiernos… no se atreven a admitirlo: todos los economistas se quedarían sin empleo.

—Malditos americanos —dijo Arthur—. Su neurosis por las armas está a la par con otros numerosos inventos idiotas, como la nueva matemática o las tarjetas de crédito: causan un sinfín de problemas. No voy a discutir.

Uno se casaba con esta mujer, pensó Arthur, sabiendo que habría discusiones interminables. Los principios de poder masculino, dar un golpe sobre la mesa y decir «ésta la voy a ganar yo», eran inútiles en las sociedades dominadas por las mujeres, en las que los hombres llevaban armas. Los suizos no tienen complejos respecto a las armas.

¿Estoy en una sociedad dominada por Arlette?, se preguntó Arthur, sonriendo.