6
Inventario

Llegó a casa y encontró a Arthur yendo de un lado a otro con una extraña ropa interior, inglesa y deformada.

—Realmente es una lástima. Una marca que conocía y que llevaba cuando era niño, comprada en Jermyn Street, muy cara, en realidad, y mira.

—Aquí ocurre lo mismo —dijo comprensiva Arlette, que cruzaba la frontera para comprarse la ropa interior.

—Algodón de primera calidad… —excitándose—, la Cara de mi Führer. Han afeitado a un gran luchador negro…

—¿Cómo lo han hecho blanco? —preguntó mi mujer de mente literal.

Él se detuvo y puso cara de fiscal.

—Tú lo has estado lavando. Con detergentes. —Ella no toleraba nada de esto.

—Me la deja floja, mi general.

—¿Quién te ha enseñado esa expresión tan vulgar?

—Norma.

—¿Cómo está la querida Norma?

—Muy bien. Está de acuerdo en que no ganará nada quedándose. Se largará cuando el viejo Robert no la vea. Sólo lamenta cambiar Estrasburgo por Salford.

—¿Hay mucha diferencia realmente?

—Según ella, Hautepierre es la isla de Tahití, en comparación.

—Es evidente —dijo Arthur en plan sociológico— que ninguna de las dos ha estado en Tahití.

—¿Y tú? ¿Qué hay allí?

—Una Prefectura, más o menos la de Les Deux Sèvres, y la colada de la Armada Francesa colgada en cuerdas interminables. Y ni una teta desnuda a la vista. ¡Dónde están mis pantalones! Tengo que ir a una recepción para unos belgas. —Ella se puso el delantal y fue a la cocina, que era casi lo mismo.

Arlette, que tenía ganas de tomar consomé, metió huesos de buey en el horno para que se asaran y puso cebollas a dorar; para hacer caldo. También tenía que hacer inventario de la situación. No parecía que estuviera ganando mucho dinero con su trabajo. Norma no tenía un duro. Albert Demazis, que lo tenía, parecía maldispuesto. Los padres de Marie-Line, a quienes sencillamente les sobraba, no iban a mostrarse generosos. No debías haberte casado con Arthur. ¡Así tendrías todavía tu pensión de viuda!

El Empleo había surgido el día después de Illhausern. Un sábado. Tiempo malo, con lluvia y viento, luego en calma y brillante otra vez después de un inicio de niebla. Habían hecho juntos las compras del fin de semana, y regresado al pequeño piso de Krutenau; ella preparó café.

—No lo entiendo —dijo—. Soy una persona corriente que procede de un medio insulso y limitado. Nunca he hecho nada interesante. Ahora estoy tolerablemente marchita. ¿Qué puedo perseguir?

—Cuantificar las cosas es aburrido —dijo Arthur—. Los sociólogos están siempre recogiendo datos sobre los rusos a los que les huele mal el aliento y sacando conclusiones acerca de la pasta de dientes en la Unión Soviética. Engañoso y aburrido. Ahora bien, ¿fue Lutero quien dijo que si el mundo fuera a acabarse mañana él saldría a plantar un manzano?

—Qué bien.

—Sí, exactamente. Las personas de tu especie están intensamente cansadas y las necesitamos. Ahora, lo que quiero explicar… mantienes el tipo todos estos años y luego, de repente te derrumbas.

—Parecías tan vulnerable y patético con tu pipa.

—Dos niñitas en el bosque, Dios mío. ¿Por qué sigues en este sitio tan pequeño?…no eres pobre.

—Soy bestialmente rica. Tengo mi pensión de viuda en encantadores guldens holandeses que valen tanto al cambio en francos. Y tengo un rimbombante diploma en Terapia del Movimiento, y el hospital me paga. ¿No es agradable ser rico?

—Sí, a mí me pagan en exceso. Ahora dime: ¿qué opinas del piso de la Rue de l’Observatoire?

—Está bien. Hay un bonito sentido del compromiso, entre la Esplanade y Saint-Maurice. Hay que quitar aquel espantoso papel de las paredes. Pero está bien. Mmm, yo tengo algunos muebles holandeses antiguos muy bonitos. Y un paisaje nevado de Breitner.

—Sí. Detesto los muebles holandeses; sus curvas están todas equivocadas. Nunca me acostumbré a que la paleta de las cucharillas de té estuviera al otro lado. ¿Y el otro, el del muelle?

—Mucho mejor, a pesar de que el Ill huele mal. Pero es demasiado caro. Más bonito. Más soleado. Más aprovechable. Más fácil de limpiar. Pero no hay ni que pensar en él.

—Se puede hacer una hipoteca.

—No se hace una cosa así. Te casas conmigo porque actúo según mis creencias. Negarme a hacer ricos a los bancos pidiéndoles dinero prestado es una de ellas.

—Bien. Pero ¿pagar un alquiler no es capitalismo entonces?

—La anciana depende del alquiler de esa casa: es su único recurso.

—Mmm —dijo Arthur—. Estoy seguro de que es dueña de una chabola, que explota a los inmigrantes turcos de todo Estrasburgo. Muy bien, estamos de acuerdo. A mí también me gusta el Observatorio. Puedo ir a trabajar en bicicleta.

—Yo también monto en bicicleta. Y no está mucho más lejos que esto. Ahora tenemos que cocinar. —Arthur se encontró con un pelapatatas en la mano. Arlette dijo—: Me gustaría tener un horno a la altura de la vista. Oh, querido, todo esto será muy caro.

Hubo un silencio. La cena estuvo bien: la ensalada, preparada por Arthur, fue sobresaliente, o eso dijo ella. Los dos fregaron los platos.

—Te compraré un lavaplatos.

—No quiero lavaplatos; son un estorbo.

—Entiendo —dijo Arthur, pensando con tristeza que estaba destinado a fregar platos.

—Ha despejado —dijo Arlette regando las plantas—. Podemos salir a dar un paseo. —Casi tan excéntrico en Estrasburgo como en Los Ángeles, pero a Arthur le gustaba pasear.

Se concentró para efectuar un asalto a esta temible mujer.

—Tengo que hablar de algo importante. Puede volverse peripatético más adelante. Se trata de un empleo.

—No voy a dejar mi trabajo en el hospital. Sí, es monótono, repetitivo y muchas veces inútil, pero no voy a estar en la Rue de l’Observatoire puliendo suelos.

—Escucha con atención, queridísima muchacha. Aparte de que no siento entusiasmo por una esposa que vaya de un lado a otro con su delantal blanco y su vocabulario clínico, oliendo a éter, cosa muy desagradable, tengo la ambición de verte compartir mi trabajo.

—Absurdo. No tengo conocimientos ni experiencia. ¿Qué sería? Mecanógrafa.

—Déjame hablar, por favor. No te quiero en la oficina. Quiero que tengas tus propios intereses y responsabilidades. En la oficina tengo a gente. Con los conocimientos y la mentalidad necesarios, y que hablan la jerga lamentablemente ignorante. Pero tengo áreas muy grandes de trabajo que son necesarias pero muy aburridas. Otras que no apruebo en absoluto, pero están impuestas por la presión política. Estamos sometidos, por supuesto, a los grupos de presión. Soy el espíritu de la iniquidad. Para ganar un poco de libertad, para el trabajo que considero valioso, acepto aproximadamente un setenta por ciento de cosas sin valor. Me gustaría ampliar mi libertad en campos que me interesan. Supongamos… no lo he pensado, pero es mi intención ahora… que tuvieras que hacer trabajo freelance como una especie de asesoría. No frunzas el ceño; escúchame hasta el final. Un pequeño laboratorio experimental.

—Un juguete tuyo.

—De ninguna manera. Déjame presentarte los argumentos: he pensado mucho en ello.

»Juguete en ningún sentido. Tú tienes experiencia y yo tengo la mía. ¿Para qué es un matrimonio? Pregunta retórica. ¿Eres un aficionado? Sólo tengo que decir que los profesionales, incluido yo, están limitados, embotados y desecados por su propia profesionalidad.

»¿Experiencia? Hay pocos dogmas dignos de ser mencionados. Uno es que la única manera de adquirirla es hacer trabajo de campo experimental. Creo que tú estás inusualmente bien cualificada. La otra manera son los libros. Poseemos una amplia biblioteca. La mayoría de libros de texto están en cualquier caso desfasados en cuanto están escritos. Prácticamente todo el material bueno viene a mi mesa.

»¿Existen ya innumerables oficinas de asesoría? De dos clases: las que son gratuitas y las que no lo son. ¿Las públicas? Las asistentas sociales; mujeres admirables, sobrecargadas de trabajo y mal pagadas. Les asfixian las reglamentaciones, ministeriales o municipales. La burocracia les hace perder eficacia. El síndrome del “anula tu propio fin” de todas las instancias gubernamentales.

»¿Las privadas? Tienen sus propios intereses a los que servir, alcohólicos, esposas maltratadas y todo eso. ¿Médicos y curas?…bien hasta donde llegan. Por supuesto, dan consejos valiosos y desinteresados, cuanto encuentran tiempo. Como los policías, son cuerpos de hombres honrados, consagrados a la defensa de los Diez Mandamientos y a preguntarse por qué no funciona. Empezaron con mal pie. Tanto hablar de la Justicia… Son como los bomberos, apagan incendios. Pero tienen tanto tiempo para ayudar a la gente como para pescar a los ladrones de bicicletas.

Se parecía mucho a lo que decía Piet. Arlette cogió un cigarrillo y se quedó callada.

—Los de pago… cualquier cosa desde psiquiatría hasta evasión de impuestos. La mayoría se basan en el medio, la codicia y las trampas legales: porquería. Y demasiado caro. Incluso cuando son buenos están ensombrecidos por la hipocresía, la farsa y el interés propio.

»Veo dificultades, por supuesto. Necesitamos paciencia y un poco de habilidad. ¿Alguien pone un cartel que diga “Experto”? Cualquiera puede hacerlo, y ¿qué significa? ¿Cómo evitar el obstáculo del dinero? Digo yo: el sol ha salido; salgamos nosotros también.

Cruzaron la Rue de Jura y caminaron junto al canal donde se amarran las barcazas. Bajo el puente de Churchill después del parque Citadel. Pasado el Drakkar, que quiere ser un barco vikingo, y donde se vende cerveza. Pasada la barcaza nodriza, llena de cilindros de butano rodeada de chatarra herrumbrosa y vigilada por numerosos perros. Los vapores de recreo de la línea Colonia-Dusseldorf; diez días en el Rin sin nada que hacer más que comer. El Pont d’Anvers y el puerto del carbón, muy hermoso bajo la luz otoñal: los barracones del siglo diecinueve donde aún se podía, si se quería, unirse a la Legión Extranjera, y la hilera de barcazas belgas con nombres encantadores. Pasearon hasta la esquina donde la compuerta une los puertos interior y exterior, discutiendo Arthur tranquilamente y Arlette mostrándose obstinada.

—En realidad no veo —dijo ella— qué podría hacer yo que no esté ya hecho.

Arthur se palpó los bolsillos, donde guardaba recortes de periódico, materia prima de la sociología.

—Esto son muestras cogidas al azar. Los periódicos no dicen nada; buscan a tientas la novedad perpetua. Informes de la Audiencia de lo Criminal…

—El primero es un ingeniero de treinta años, sumamente cualificado. Un día dejó el trabajo; no dijo nada en casa. Siguió fingiendo los ritmos del trabajo, saliendo de casa a la misma hora. Pasaba el día haraganeando, sentado en los cafés, haciendo crucigramas, rumiando. Al cabo de un año, fíjate bien, fue a casa, asesinó a su amante y a su hija, que no era suya. Lavó y vistió con pulcritud los dos cuerpos; eso es bastantes corriente. Después efectuó seis intentos de suicidio diferentes. Cinco días más tarde, entró en la comisaría, discutiblemente justo antes de que le echaran el guante. —Arlette no hizo ningún comentario. Estaba familiarizada con estas cosas; Piet solía «llevárselas de la oficina».

»El segundo es un profesor de treinta y cinco años. Buen profesor; esposo modelo de una esposa devota, que era compañera de la infancia. Padre excelente de tres niñas de trece, once y diez años. Infancia feliz en circunstancias confortables. Estranguló a la vendedora de una perfumería que le sorprendió robando en el cajón del dinero. Misterio: ya había robado el mismo cajón dos veces y sabía que no se guardaba dinero en él.

—¿Ninguna pista? —preguntó Arlette alarmada.

—Oh, sí: jugador compulsivo. Intentó dejarlo varias veces; le pusieron en la lista negra de los casinos a petición propia. Como sabes, es uno de los vicios que más cuesta quitarse.

—Pero éstos son casos clásicos para el psiquiatra. El primero es un depresivo neurópata y el segundo es como el alcoholismo; intenta compensar un agujero enorme en algún punto de su personalidad.

—Sociópata, si aceptas la jerga de los débiles mentales. Correcto; sigue.

—A la policía no le preocupan las definiciones, pero reconoce los estados. El juez de instrucción solicita psiquiatras, quienes alegan disminución de la responsabilidad pero no demencia legal. La audiencia de lo criminal lo examina todo, pronuncia, evidentemente, una sentencia aplazada, y estas personas son trasladadas a un psiquiátrico donde esperamos, sinceramente, que… etcétera.

—Más o menos. Algún consejo y un poco de ayuda habrían podido evitar todo, ¿no te parece? Consejo pagado, muchas veces. El primer hombre tenía un buen empleo, y el padre del segundo estaba en unas circunstancias fáciles.

—¿Quieres decir que la amante y la esposa eran muy devotas pero les faltaba algo? ¿Inteligencia o educación, o simplemente fuerza de carácter?

—Estaban demasiado implicadas, lo que en general es una buena razón para no ser capaz de hacer frente a las situaciones. Puede que sólo les faltara despego.

Habían dado la vuelta a la esquina y caminaban junto al canal Rin-Marne, pasado el domicilio del «Conseil des Quinze». Ella no sabía lo que había sido el Consejo de los Quince; sonaba a veneciano y vagamente siniestro, pero el distrito no es ninguna de las dos cosas. Pequeños chalés burgueses demasiado apretados, con rosales y grupos de dalias en los diminutos jardines.

—Muy bien —dijo Arthur—, estamos de acuerdo; un apunte. Gente incapaz de hacer frente a sus responsabilidades, o que se inhiben de hacerlo. Aquí hay otro que es peor, tan asombroso que salió en la primera página. Un caso de haber eludido deliberadamente la responsabilidad, hasta el punto de que a los testigos, que suman una docena, se les acusa de no haber ayudado a una persona que se encontraba en peligro.

»Un barrio minero de Lorena. Un grupo de casitas de obreros de antes de la guerra. Son de poca calidad; este punto es importante. Paredes delgadas: oyes el ruido de los interruptores al encender o apagar la luz. Una anciana conocida de todos (hacía cuarenta años que vivía allí) murió apaleada por unos rufianes, presumiblemente para robarle la caja del dinero. Lo que no es banal es que la paliza duró más de una hora y fue muy ruidosa. La anciana peleó. Hubo chillidos, estrépitos, gritos pidiendo ayuda. Cuando se hizo de noche, y ella había muerto, el fuerte ruido continuó: destrozaron todos los muebles».

—Sin tener en cuenta que es exagerado para ser un relato superficial y confuso, posiblemente recortado y con torpeza por algún subeditor, es demasiado, ¿no te parece?

—No es exagerado, o los mirones no habrían sido acusados de no prestar ayuda.

—Éste es el toque irónico: esta gente está de lo más indignada. Han sido acusados, mientras que la gendarmería local todavía no ha cogido a los autores materiales.

—Espantoso —dijo Arlette—, pero demasiado frecuente. Pasará un centenar de coches a toda velocidad frente a una persona evidentemente herida, cubierta de sangre en una cuneta. Cada uno de ellos dirá: «¿Implicarme yo? ¡Claro que no!».

—Estas personas eran vecinos. Se encontraban cerca del bloque. Todos y cada uno de ellos, dice con sarcasmo el periodista, salió corriendo diciendo que tenía que ir a ver qué estaba pasando.

—Tenían miedo de los rufianes.

—¿Qué? ¿Una docena de hombres capaces? ¡Mineros! Una anciana a los que todos conocían, cuyos gritos encienden a todo el barrio.

—Hay algo que no han revelado, que no han dicho —decidió ella—. La anciana era una borracha violenta, que a menudo chillaba y arrojaba cosas. O una usurera, como en Dostoyevski. A quien todo el mundo odiaba y a quien nadie echaría de menos. O quizás era una bruja que hacía mal de ojo. Miraba a una vaca y la vaca moría. Nada es increíble en una aldea centro europea.

—¡Dámelo a mí! Y debes de haber puesto el dedo cerca de la verdad. Pero eso no viene al caso. Estaba ilustrando un fenómeno notorio, por tu propio comentario tan corriente como un borracho disparando a una luz roja. Evasión individual y colectiva de la responsabilidad.

Habían llegado hasta la Orangerie, un bonito parque urbano al estilo romántico de principios del siglo diecinueve. Se sentaron a la orilla del lago. Unos patos de Canadá se paseaban por allí. Un cisne miró perversamente a Arlette. Vete, le dijo ella, bestia odiosa.

—«Había un hombre joven de St. John’s» —dijo Arthur con aire perezoso—. Poeta irlandés en la Universidad de Cambridge. «Que quería entenderse con los cisnes. No, no, dijo el portero, tómese libertades con mi hija, pero los cisnes están reservados para los rectores».

—Así es como yo lo veo. Siempre simpaticé profundamente con Leda.

—Aquí tienes un punto —dijo Arthur.

Hay un bonito pabellón de estilo siglo dieciocho, supuestamente construido para la emperatriz Josefina. A lo largo de la terraza hay naranjos. Detrás, un espléndido césped va a parar a una perspectiva de árboles ahora estropeada por la fea silueta del nuevo edificio del Parlamento Europeo.

—Los coches están absolutamente prohibidos en el parque —dijo Arlette malhumorada—, y ahí van. Una vez le pedí a un guardia que interviniera. Se limitó a sonreír.

—Los burgueses —sentenció Arthur— son constitucionalmente incapaces de bajar de un coche para caminar cien pasos. Eso podría rebajar su autoimportancia. Las responsabilidades son eludidas por la administración, en este caso la Municipalidad de Estrasburgo, una de cuyas características es no hacer cumplir sus propias normas, para la conveniencia de unos cuantos parásitos.

—Ése es el núcleo de la cuestión —enojada—. ¿Cómo puedes acusar a la gente, míseramente preparada y educada para depender de los caprichos de su gobierno para evitar responsabilidades? Hasta en el feo Palacio del llamado Elíseo, ese mismo gobierno espantoso miente, engaña y roba. Igual que hacen todos los demás.

—Por eso nosotros —dijo Arthur tranquilamente— intentamos reconstruir. De una manera humilde, individual, personal. Eso es de lo que hemos estado hablando durante dos horas.

—¿Un número de teléfono? Realmente de muy poco. Alcohólicos Anónimos, SOS, las Viudas Maltratadas, el Ejército de Salvación. Todo más o menos comedores públicos.

—Sí. Anónimos y paternalistas. Anticuados. Borrachos reformados que se han vuelto religiosos. Pero ¿y un nombre, seguido de un pequeño despacho…? ¿Quizás en la Rue de l’Observatoire? ¿Un pequeño anuncio en el periódico local? Hay que pensarlo. ¿Arlette van der Valk, la viuda del policía? Podría ser más atractivo que tu nombre de soltera. Piénsalo.

—Sigue sonando muy anticuado —se lamentó Arlette—, Philip Marlowe, el detective de buen corazón.

—También —muy serio— hay algo en esa noción.