Arlette vivía en la Rue de l’Observatoire, sol matinal en la parte posterior y por la tarde en la delantera; nada de aspecto sureño, pero valía la pena por los árboles del Jardín Botánico. Y el pequeño Observatorio, agradable como todas las cosas con cúpulas. ¿Qué demonios observaba, en medio de la vieja Estrasburgo llena de humos? Nada, sospechaba ella. Medía las ondas de los temblores de tierra o algo así. El Director, tenía uno de esos empleos ideales. Pasaba mucho tiempo con sus zanahorias y apios; el jardín del Observatorio no es estrictamente Botánico, pero pedía prestados sus jardineros.
Si se quería ser fantasioso, lo cual Arthur era de vez en cuando, éste era el observatorio de ella.
Encontró a Arthur ante la mesa de la cocina, rodeado de migas, comiendo un bocadillo holandés. Pan de centeno, tocino previamente cocido en sopa de guisantes, apio ligeramente cocido igual, mucha salsa de Alsacia (que es suave). Estaba leyendo Newsweek, dejando, Dios mío, huellas grasientas en todas partes, lo cual era repugnante; Arthur tenía los hábitos de suciedad de los ingleses. La pipa, y todo el lío que acompañaba a la pipa, también estaba sobre la mesa. Igual que un canario, Arthur no podía vivir sin un círculo de trastos en un radio alrededor de un metro. Él levantó la vista, saludó alegremente con la mano, masculló algo mientras masticaba: parecía una hospitalaria invitación a unirse a la suciedad.
Hacía sólo un mes que estaban casados —apenas— pero había estado rechazando a Arthur durante dos años.
—¿Casarme?, nunca. Piénsalo. Mrs. Davidson, Madame luz y sonido. Frau Davidson; soy lo bastante judía en realidad por el mero hecho de negarme a comer cerdo todo el día… horrible.
—No puedo entender —accedió Arthur plácidamente— qué están haciendo todos estos Davidson en Escocia. Incluso hay una clase de mostaza… picante, singularmente horrible.
—¿Quiénes fueron los antepasados?
—Generales, miles de ellos, en cosas misteriosas como los Ingenieros Reales. No creo que ni uno de ellos oyera jamás un tiro disparado por ira, pero dejémoslo. —Ella no recordaba dónde había conocido a Arthur. Para ser alguien que se suponía se acordaba de todo, esto era malo. Pero igualmente típico de Arthur…
Él tomó un poco de leche, se puso la pipa en la boca y se marchó.
—Lo siento, tengo mucho trabajo. ¿Puedes encargarte de la cena, esta noche? Ah, bien. No estoy de humor para cocinar. —Ella tampoco, pero no importaba. Le vio por la ventana alejarse en bicicleta. Pipa, pantalones cogidos en la pernera con elásticos, sin prisa. La Universidad estaba a dos minutos. Él no formaba parte del claustro de profesores; estaba prestado de una manera misteriosa, nombrado por el Consejo de Europa para realizar estudios sociológicos, financiado por ellos, o la Fundación Cultural Europea o alguien: él se mostraba vago respecto a este tema.
La bicicleta se lo hizo recordar todo. Arthur se había caído de ella, causándose una distensión de ligamentos en la rodilla, y había acudido a Arlette para hacer fisioterapia.
—¿Cómo se lo ha hecho? —como observación de cortesía.
—No llevaba elásticos y me he pillado los pantalones con la cadena. Es típico, si se piensa; como pillarse una teta en el escurridor de ropa. —Ella se había reído por el francés educado y correcto, el acento inglés y el repentino coloquialismo. La vida era aburrida.
Hacía cuatro años que estaba en el Krutenau. Un pequeño piso de tres habitaciones en una casa tranquila y sólida del período del Art Déco, con flores estilizadas y lianas. Cinco pisos de altura, lo que significaba sol y aire. La instalación de cañerías era de 1900, pero funcionaba. Jardineras en las ventanas. La Rue de Zürich era ancha en este punto, y tenía plátanos falsos. Era ruidosa y triste, y nada pintoresca. El Krutenau era pintoresco; se trata de uno de los barrios más antiguos de Estrasburgo, en su mayor parte edificios medievales viejos y destartalados, aptos para ser demolidos. Arlette no era romántica, y no suspiraba por la calle de la Zorra Predicadora ni el Puente de los Gatos. Prefería las habitaciones que se podían limpiar y los sistemas de cañerías que funcionaban.
Cuatro años, importunados por esa pesada menopausia, con tendencia a sufrir repentinos calores y encontrar que estaba demasiado gorda para sus faldas.
Ahora todo había terminado. Ruth se había hecho mayor. Cincuenta años. La viuda había adelgazado y otra vez estaba guapa. Grandes mechas en el pelo color aleonado; profundos surcos en torno de los ojos grandes y bonitos, pero el porte erguido y los rasgos fenicios no se habían alterado. No se había ido a la cama con nadie. No tenía a ningún hombre. Le divirtió la aparición de Arthur en el papel de galán, e incluso de pretendiente. La cruda frase de Ruth: «Mamá tiene un pretendiente».
—¿Qué clase de sociólogo? De la conducta, lo sabía. Muy íntimo. —Era un hombre divertido, pensaba Arlette, pero falso. Se sentía conmovida y agradecida, pero emocionalmente hundida. Un hombre que aparece en el umbral de la puerta, te invita a salir, hace cumplidos exagerados, te trae flores… Habían ido a la vuelta de la esquina, al Preaching Fox. La comida en Estrasburgo es muy mala, pero el vino blanco es seco y bueno. Fue agradable descubrir que tenían los mismos gustos. Ella bebió mucho, suficiente para decir innecesariamente que no tenía intención de irse a la cama con él.
—¿Crees que este Calvados será auténtico, o sólo le llaman así?
Arthur tenía la sensatez, o la sensibilidad, o sólo la suficiente experiencia sociológica para dejarla en paz.
—¿Para qué preocuparse? —gratamente—. El escenario local es bueno: ¿para qué dedicarse al folklore?
—No quiero irme a la cama contigo —dijo él la próxima vez que se vieron—. Lo deseo, claro está, muchísimo, pero primero quiero casarme contigo. —Esto prosiguió durante bastante tiempo.
Él dijo que esta broma de Harriet Vane era muy cansada. Ella le preguntó quién era, y a vuelta de correo recibió los libros de Lord Peter Wimsey. Respondió con suavidad que a ella no la habían salvado de la horca y no tenía miedo de que la considerasen agradecida.
—Si no pensara que tienes mejores argumentos que éstos… como amante potencial, eres alrededor del cien por cien frustración. No obstante, Harriet tiene argumentos excelentes y es muy agradable.
—Mmm —dijo Arlette—. Las mujeres intelectuales de los años treinta… marisabidillas. Pelo suelto, faldas sin forma. Te las llevabas a la cama y al instante empezaban a preocuparse por la Guerra Civil Española. Harriet con hijos… Por cierto, soy demasiado mayor para tener hijos.
—Él no piensa en sí mismo, ni desea que piensen en él en ese aspecto agrícola.
—Ya he tenido suficientes hijos. Y enseñar a nadar a parapléjicos… Muchos de ellos son adolescentes: las motocicletas…
—Desgarrador.
—Un profesional no lo ve así. Yo estaba en traje de baño y un chico, con gran insolencia, me cogió una teta. Muy estimulante… en ambos sentidos.
—¿Y tú qué hiciste? —preguntó Arthur un poco agriamente.
—Oh, le tuve un rato bajo el agua.
Estos dos años fueron ridículos, diría Arthur más adelante. Y horribles. El trabajo había sido difícil también; rebuscando, mucha política para que le renovaran la beca y le publicaran. Había intentado arreglar las cosas con una esposa alejada, que se había casado otra vez y divorciado de nuevo. Mujer diabólica.
—Debías de estar desquiciado. ¿Y eso fue culpa mía? —preguntó Arlette.
—Totalmente cosa mía, en lo que a ti se refiere. Responsabilidad.
—A eso se reduce todo, ¿no? A aceptar las responsabilidades de uno.
—La sociología trata en gran parte de la gente que no lo hace.
La mujer al final se suicidó. Arthur se lo dijo por fin, escupiendo sangre y mascullando, como si le acabaran de arrancar las cuatro muelas del juicio.
—No es responsabilidad tuya —dijo Arlette con mucha firmeza.
Estaban en el pueblo de Illhausern, a treinta kilómetros de Estrasburgo, pero la comida era de tres estrellas.
—Debes de ser muy rico —dijo Arlette—. ¿O es algo especial?
—Estrasburgo es una buena ciudad, ¿verdad? Ahora la conoces ya bastante bien.
—He pensado algunas veces en mudarme. La comida es espantosa, y tienen poco sentido del humor, pobre gente. Pero ¿dónde se está mejor?
—Me han ofrecido un trabajo bien pagado aquí. No sé qué hacer.
—¿Qué te impide aceptarlo?
—Tú, imbécil.
—Si eso es todo, yo lo aceptaría. ¿O el aliciente es el empleo bien pagado?
—Basta ya. ¿Estarás de acuerdo?
—Estaré de acuerdo.
—Camarero, traiga la lista de vinos, por favor.
—Comete locuras por todos los medios posibles —dijo Arlette—. Nos quedan muy pocas.
—Qué agradable verles tan felices —dijo el propietario cortésmente, trayendo una fantástica botella y un camarero para abrirla.
—Cuéntamelo —dijo ella, probando el vino.
—Oh, los caminos del Consejo son misteriosos, ya sabes, y algunos son sociológicos. Gran cantidad de tonterías relacionadas con la jerarquía. Los burócratas son horriblemente quisquillosos en lo que se refiere a su categoría. La mía —dijo Arthur con alegría— será bastante elevada. Demasiado elevada, sin duda, para el Krutenau.
—Mi querido muchacho, no habría espacio. ¿Y habrá espacio en alguna parte para estar tú y yo juntos, con toda esa categoría?
—He pensado en ese problema —dijo Arthur—. Tú no quieres ir a cócteles.
—Ni jugar al bridge con sombrero. Ni vivir en un piso del Consejo de Europa.
—Déjate de tonterías. Tendremos nuestro propio piso. Lo elegirás tú. Estás acostumbrada a hacer las cosas a tu manera, ¿eh? Tauro, por supuesto.
—Sí que lo soy. ¿Y tú qué eres?
—Piscis.
—Oh, querido —dijo Arlette—. La combinación es espantosa. La peor que existe.
—Deja de ser supersticiosa y de comportarte como una francesa.
—Déjate de tonterías, deja de ser francesa, ¿habrá mucho más de este color? Bájate los pantalones, mujer, y tápate la cabeza con una almohada.
—Estoy hablando en serio. Una pareja debe ser una pareja real.
—Seguro. El axioma de la nueva sociología. Nada de esto ahora: Esposa, sírvenos el aperitivo y corre a tus cacerolas.
—Absolutamente. Puedo cocinar y lavar platos con cualquiera. Has de tener, de veras, una área profesional de intimidad y actividad —dijo Arthur.
—Yo tengo un empleo.
—No estás satisfecha con él y yo tampoco. Tendríamos que encontrar algo mejor.
—Estoy de acuerdo —dócilmente—. Me parece que me gustaría tomar un poco de queso.
—Solicito que ese pensamiento sea consumido —dijo Arthur con austeridad.