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Hautepierre con acento de Manchester

Hautepierre es, en la jerga de los burócratas, una ZUP. Una Zona de Urbanización Prioritaria.

La carretera empezó a serpentear. Unos carteles que no servían para nada decían «Maille Cathérine», «Maille Karine», y «Recinto Comercial Peatonal» sin indicar dónde estaba cada cosa. Las «mailles» o anillos eran hexágonos de bloques de viviendas, unidos para formar una enmarañada cadena por calles de una sola dirección. Penetra aquí, y a menos que seas nativo no saldrás jamás.

Arlette aparcó el coche. Ella quería ir a «Maille Eléonore», pero no estaba indicado en ningún sitio. Tal vez tuviera que andar mucho. Caminaría; le gustaba caminar.

Arlette avanzaba a grandes pasos; nada que observar en ella. No se había molestado en abrocharse el impermeable. El bolso le colgaba del hombro, y llevaba el brazo a través de la correa y las manos en los bolsillos. No sólo aquí, en cualquier parte, en Estrasburgo, podían arrebatarte el bolso. La técnica usual es dos chicos, o pueden ser también dos chicas, en una motocicleta. Uno conduce muy cerca de la acera, y el otro combina un tirón y un empujón mientras el primero acelera y desaparece tras la esquina. Ella no creía que la incidencia de los pequeños delitos fuera más elevada que aquí. Probablemente no era un lugar para pasear sola por la noche. Ningún sitio lo es.

El cielo estaba hermoso; imponente, con grupos compactos de nubes en todas las tonalidades de gris hasta el horizonte, donde se hacía negro azulado. La lluvia no perdía el tiempo, pero tardaría otra media hora.

El lugar parecía agradable; alegre, incluso acogedor. Nada de esos terribles bloques rectangulares esparcidos al azar en un subsuelo rasado sin nada entre medio más que corrientes de aire: los «anillos» estaban diseñados para ser un pueblo en sí mismo, distribuidos de un modo irregular, unidos por calles de acceso. El esfuerzo había sido considerable. Las calzadas estaban flanqueadas por márgenes de césped y árboles. Muchos habían sido destrozados, pero todavía quedaban en pie bastantes. No eran muy grandes; los árboles van más despacio que el cemento.

Arlette pudo dar nombre al primer anillo porque había un gran letrero sobre una arcada que decía «Centro Comercial Maille Cathérine». Los bloques de viviendas no estaban mal, eran alegremente irregulares, de no más de seis o siete pisos; muchos de los pequeños balcones estaban adornados con geranios. El interior del hexágono estaba ajardinado también con montecillos de tierra, pequeños senderos serpenteantes, grandes masas de piedra, una zona de juegos para los pequeños con una estructura de madera para subirse y un arenal. Un grupo de casitas más bien de baja calidad eran, sin lugar a dudas, el jardín de infancia y parte de la escuela primaria.

No había mucha gente por allí. Los hombres estarían todos en el trabajo, por supuesto, pero había esperado ver más mujeres realizando sus compras.

—¿Por dónde está Eléonore?

—Ni idea —dijo un hombre con prisa, escueto.

—Lo siento —dijo una mujer—. Esto es Cathérine; es lo único que sé. —Una mujer más pausada, con una cesta sobre ruedas.

—En esa dirección. No, espere, eso es Jacqueline, ¿o no? No estoy segura. —Arlette siguió caminando; tenía mucho tiempo.

—Por allí —dijo un hombre de edad que iba con un perro—. Siga recto.

Los edificios tenían un carácter diferente. En Francia, se juzga no tanto por los exteriores como por las entradas. Unas cuantas plantas verdes agrupadas en torno a un arreglo artístico de grandes guijarros colocados de manera tosca: «categoría». Esto último sustituido por una pequeña fuente en un estanque con peces: «gran categoría». Los buzones también son muy reveladores. Algunos bloques tenían una sorprendente categoría, otros ninguna: trampas horrendas de ladrillos amarillentos con el pie de la escalera de incendios que sobresalía, como rellanos de una prisión. Arlette comprendió: para no crear ghettos, los planificadores municipales habían mezclado «VRL», ese modesto acrónimo de Viviendas de Renta Limitada, con bloques del sector privado que pueden comprarse y venderse, y poseerse.

Arlette, que ya se había extraviado a pesar de su buen sentido de la orientación, salió a un ángulo donde había unos árboles agrupados alrededor de una especie de patio, medio asfaltado y medio con tierra endurecida. Polvoriento con tiempo seco y encharcado después de llover. Le pareció entenderlo. El arquitecto municipal, hombre notable, había hecho lo que había podido. La idea de los pequeños pueblos era correcta en sí misma, pero no tenía un centro. No había ninguna tienda en la esquina, ni siquiera un pub. Ninguna sucia tienda donde vendieran caramelos, periódicos y chismorreos. El gran capital lo había absorbido todo. Se había construido un «anillo» separado de los demás para que los coches aparcaran en torno a un gigantesco supermercado, con una galería cubierta llena de tiendas especializadas alrededor. Aquí estaban el calor y la luz, la animación y el color. Aquí y en ningún otro sitio. Aparte de la pequeña arcada adonde iban las mamás que habían olvidado algo o tenían muchísima prisa, en «Cathérine» no había otra actividad. El enorme recinto peatonal era un cáncer: chupaba la vida de los otros anillos, a través de los finos hilos grises de caminos y pasos inferiores y pequeños puentes peatonales. El interior de los demás hexágonos estaba vacío y lánguido, alegre sólo cuando las voces de los niños en las horas de recreo resonaban estridentes entre los bloques.

Tres niños pequeños jugaban con un balón a fútbol, echándole patadas, atrapándolo y dándole cabezazos sin gran entusiasmo en el oscuro espacio para juegos. ¿Por qué no estaban en la escuela?

—Chico —gritó el que estaba más cerca, un niño alto y delgado con una cabellera rubia revuelta. Se detuvo y se dio la vuelta con educación después de ejecutar un comer. Una sonrisa repentina de inesperada vivacidad.

—No hablo su idioma, señora —dijo el niño en inglés. ¡El hijo de Norma! Bueno, había encontrado el camino. Pero todavía no estaba preparada para hablar en inglés; tenía que concentrarse.

—Estoy buscando a tu madre, pero ¿dónde vive?

—¿Mi madre? —con un acento tan abierto que Arlette tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse. El muchacho se quedó pensando, examinándola con atención. ¡No era un alguacil! Quizás una de aquellas asistentas sociales, o probablemente una maestra—. No estoy muy seguro. Ha salido, seguramente. —Un niño acostumbrado a ayudar a deshacerse de las visitas no deseadas.

—Le dije que vendría esta mañana. Me estará esperando. —El inglés, aun con un acento tan fuerte como el suyo, le tranquilizó.

—Eh, Ian —gritó hacia el otro lado del jardín—. ¿Nuestra madre ha salido? —La respuesta fue incomprensible, pero no para él. Sonrió otra vez.

—Siempre puede intentarlo, señora. El último bloque de allí. La puerta de la izquierda. La tercera de la esquina.

—Muchas gracias —dijo Arlette con educación. Uno de los bloques VRL. Examinó los nombres que había en los timbres. Ni siquiera sabía el apellido de Robert, y sólo era curiosidad «sociológica». Era una red grande, que había recogido toda clase de peces. Apellidos franceses, y los rancios apellidos teutónicos de Alsacia; españoles y portugueses, un par de negros, un par de árabes: pero todos ellos en las proporciones que cabría esperar para una ciudad de esta índole. No era una zona de baja calidad para la mano de obra inmigrante menesterosa.

El vestíbulo olía, la escalera olía, el ascensor olía peor. Olía no tanto a pobreza —esta gente no era sin duda «pobre»— sino a negligencia, a descuido, a mentalidad corta e ignorante, apática, sin energía para poco más que la mera supervivencia. Se notaba en el aire un débil pero seguro olor a orín, col, sudor rancio, falta de aseo general. Pero se habían hecho esfuerzos por borrar los graffiti y mantener barrida la escalera. Había los avisos de costumbre relativos a los incendios y a cómo llamar a la policía o a la ambulancia, una elaborada lista de los turnos para limpiar los rellanos y arreglar el vertedero de basura, y unos cuantos carteles rotulados en color con grandes letras y ciclostil, que anunciaban acerca del club de cine y las patéticas actividades del barrio, así como normas respecto a los perros y a no jugar a la pelota. Arlette llegó arriba deprimida. La depresión aumentó cuando llamó al timbre y se abrió la puerta del otro lado. Ella no se volvió pero pudo notar la mirada curiosa, y en cierto modo maliciosa, como una corriente de aire en la espalda. Al final se abrió la puerta de Norma, después de un fuerte ruido de agua de cisterna, precisamente cuando Arlette iba a darse la vuelta y mirar atrás. La mirada de Norma también fue suspicaz, pero su rostro se despejó enseguida.

—Es usted. Magnifico. Entre. —Cerró la puerta de golpe, sacó la lengua a la vecina, hizo un guiño a Arlette y le dio una palmada amistosa en el brazo—. Qué amable haber venido. No se fije en la cocina, ¿quiere? Ese viejo cuarto de estar está hecho un caos otra vez. ¡Niños! No hay que preocuparse… estará arreglado antes de que Robert pueda empezar a gruñir. Haré un poco de té, ¿eh? No como el suyo, me temo. ¡Bolsitas de Lipton!

—No me importa en absoluto. —La depresión se había desvanecido instantáneamente. ¿Qué derecho tenía ella a sentir lástima de sí misma? Norma podía muy bien romper a llorar con violencia, como había hecho ayer, pero pasaría, igual que la lluvia, que ahora estaba sobre sus cabezas y a punto de caer en cualquier momento, y sería de nuevo la buena y alegre Norma. Y puede que el lugar estuviera en desorden, pero no olía. Probablemente dejaba los calcetines de los niños en remojo en el bidet, pero ella iba aseada y el piso también lo estaba.

—Han bajado a mear —dijo Norma, dejando la tetera con un golpe y mirando por la ventana—. Los chicos muy bien, pero la pequeña ha ido a hacer la compra.

—¿Hasta el supermercado?

—No… voy pocas veces allí. Sólo para comprar unas cuantas cosas que son más baratas, pero es una trampa. Karen ha ido al Suma, en Cathérine. El grande está demasiado lejos, de todos modos. Si tomas una cerveza o una taza de café, has perdido todo lo que has ahorrado. No importa. Déjeme calentar el agua. En realidad, paso la mayor parte del tiempo aquí. —Norma se esforzaba algunas veces por hablar con acento menos abierto, pero era evidente que le costaba. ¿De qué servía hablar con elegancia? Arlette hablaba así, ya que le habían explicado que significaba una buena crianza, una concepción inglesa de la estructura de clases que ella encontraba típicamente sutil. ¿Se podía hablar con elegancia y con acento francés al mismo tiempo?

Llamaron a la puerta.

—Ésa es Karen. —La pequeña, con una cesta grande patéticamente cargada de pescado y puré de patata instantáneo. Menuda y morena como la madre, con flequillo y ojos brillantes.

—Hola —dijo la niña en tono amistoso—. Soy Karen.

—Y yo soy Arlette.

—Es un nombre bonito —con aprobación.

Arlette sabía que había hecho bien en venir. Eso inspiraba confianza. Podía hacer muy poca cosa por Norma. Técnicamente, nada. Pero la media hora de ayer, y hoy otra vez, de apoyo moral… era suficiente. Rompía el aislamiento. Norma ni siquiera quería que la ayudaran. Su grito de angustia era producto de estar sola; pero su dureza y el asombroso respeto por sí misma la llevarían lejos. Siempre tendría problemas, se pasaría la vida cayendo por las escaleras, pero siempre se levantaría por sí sola.

—Conseguiré un billete de tren de ese Consulado —dijo con aire reflexivo, retirándose del labio una hoja de té—. Y si no puedo, siempre queda hacer auto-stop. No será la primera vez, ¿verdad cariño?

—No —dijo la niña con firmeza, sin saber muy bien de qué estaba hablando, pero apoyando a mamá instintivamente. De repente la lluvia comenzó a golpear en las ventanas y todas miraron hacia allí. El hijo pequeño, con el balón de fútbol, venía corriendo por el espacio ajardinado. El mayor se acercaba caminando despacio, indiferente, con las manos en los bolsillos. ¿Qué importa un poco de lluvia? Los dos entraron con aquel andar duro de los delincuentes, más o menos de lado, los ojos bajos. Los dos dijeron lo mismo.

—¿Podemos comer una galleta, mamá?

—De ninguna manera —dijo Norma—. Arreglaos un poco y saludad a Mrs. Davidson. —Le tendieron la mano de la manera francesa que habían aprendido a copiar: las manos de estos dos niños, inesperadamente cálidas, secas y pequeñas, conmovieron a Arlette. La niña había puesto en marcha un pequeño transistor, y estaba escuchando extasiada a un locutor alemán que daba los niveles de agua del Rin.

Bingen. Zwei. Neun. Siebenundizwan.

—Pongamos un poco de música, coño.

—¡Eh! —dijo Norma, no con asombro, sino restaurando la disciplina. El muchacho sonrió, e hizo un guiño a la cincuentona Arlette de una manera tan cómica, que apenas pudo aguantarse la risa. No exactamente inocente, pues en realidad era a las claras sexual, pero aquella franqueza pueril era muy atractiva. Nunca había visto a unos chiquillos menos tímidos. Se movían en este mundo francés hostil y suspicaz con la facilidad y dignidad de los jóvenes lobos.

—Me voy a marchar —dijo cuando la lluvia disminuyó.

—Muy bien, cariño —dijo Norma—. Me acordaré de usted. —Se puso de puntillas para darle un beso—. No causaré problemas. Me iré sin hacer ruido, cuando Robert esté en el pub.

—Si puede enviar a uno de los niños, vendré a recogerla y la llevaré en coche.

—Muy amable de su parte, pero no tendré tiempo. Tendré que aprovechar la ocasión.

Arlette sabía que no aceptaría dinero.

—Vamos —dijo a Karen—, ven conmigo, enséñame el camino para salir a Cathérine. —Cuando salió vio que la otra puerta del rellano se entreabría.

Fingiendo rebuscar en el bolso las llaves del coche, sacó un billete de cincuenta francos. Pero incluso la pequeña mostró una educación estricta: frunció la boca y negó con la cabeza.

—No seas boba —dijo Arlette—. Tienes derecho. Para un paquete de patatas fritas. —La niña lo miró, se lo pensó, sonrió como Norma y arrugó el billete en su mano sin decir palabra. Ella se agachó para darle un beso, pero la niña ya se había marchado corriendo. Se alejó conduciendo con calma. Tuvo que poner el ventilador un minuto para eliminar el vaho del parabrisas. Aquel pesado de Robert se quedaría farfullando y agitando su escopeta, pero Norma se ocuparía de hacer una salida discreta y callada. Y educaría al bebé igual que a todos los demás. ¿Aborto? De ningún modo.

De todas maneras llegaría tarde a almorzar. Había dejado una nota en la mesa de la cocina, y Arthur se las apañaría. Había un largo trecho hasta el Meinau, y la hora punta del mediodía estaba comenzando. Ahora era más rápido ir por el centro de la ciudad que por los muelles. La fortuna estaba de su parte y pasó todos los semáforos en verde hasta el Hospital Gate, fuera de la ciudad vieja y al otro lado del puente hacia Estrasburgo Sur; la carretera de Colmar hasta Suchard Chocolate y giró a la izquierda después del estadio de fútbol.

El Meinau. Rue du Général Offenstein. Grandes chalés burgueses con árboles en los jardines amurallados, sombríos por las persianas cerradas y las puertas herméticas. No había nada que distinguiera la casa de Siegel, el dentista, de las demás, pero Arlette había buscado el número en la guía telefónica. Nada ostentosa, de categoría… Arlette aparcó en donde pudiera observar. El Lancia no era un coche que llamara la atención, y sin duda no lo hacía en esta zona.

No es que hubiera nada que observar. Sólo las características del lugar. Echar un vistazo, si era posible, a los protagonistas. Todo el mundo iba a casa a almorzar en esta parte del mundo. Las doce y cuarto.

Un pequeño y brillante Fiat azul oscuro con tapicería de cuero beige pálido. Bonito cochecito. Muy parecido al suyo. ¡No tan bonito! Pero más limpio; muy pulido, en realidad, como si los policías que están todo el día remoloneando junto a la puerta de la Prefectura lo hubieran estado frotando. Porque sin duda se trataba de la madrastra Cathy. Una mujer rubia y menuda, con esa belleza enjuta y dura más bien corriente, con botas y una piel de leopardo que podría ser nylon pero no lo era. Tan pulida como el coche. Lo dejó en la acera, lo cerró con llave, sin mirar a ningún punto, con desdén, abrió la puerta de la verja y la cerró de nuevo tras de sí. Entró de prisa en casa. No para coger el delantal de cocina y ponerse a trabajar; tenía criados, y la comida estaría en la mesa a las doce y media en punto. Una mujer de carrera, Cathy Pelletier: el Prefecto no podía pasar sin ella. Pero aquí trabajamos con un horario apretado: a las doce en punto él tiene un «aperitivo» oficial conocido como vino de honor con alguna cámara de comercio u otra, y Cathy sale, para estar en el seno de su familia durante dos horas exactamente. Las doce y veintidós.

Un Jaguar de seis cilindros se acercaba en silencio por la calle; esbelto, duro, elegante de una manera corriente como Cathy. El buen gusto de Siegel. Color borgoña oscuro como una ciruela madura, muy bonito. Giró con arrogancia, se detuvo sobre la acera frente a las puertas de la verja; no iba a dejar el coche en la calle, ni siquiera para la hora de comer. Su edificio de oficinas, en el río junto al Pont Royal, tiene un patio interior.

Siegel bajó para abrir las puertas; eran muy cuidadosos con sus puertas. No había gran cosa que observar en él: era un hombre regordete con un perfil lleno y una nariz insolente levemente respingona. Esto era lo que le delataba como padre de Marie-Line; aparte de eso no se parecían mucho. Abrigo ajustado oscuro y sombrero a lo Anthony Edén. Abrió las puertas con meticulosidad y entró de nuevo en el Jaguar, el cual tembló un poco, como Cathy cuando él se ponía encima de ella en la cama. Entró, aparcó exactamente enfrente de la puerta en el círculo de grava, regresó para cerrar las puertas de la verja. Entonces le vio bien la cara. No era, sin duda, un hombre a quien tomar a la ligera. Se mantenía erguido: ningún signo de la deformación característica de los dentistas.

Arlette siguió esperando a Marie-Line, ansiosa al principio, hasta que recordó que las clases del lycée terminan a y cuarto. Y el Gymnase Jean Sturm, adonde siguen siendo enviados los retoños de las buenas familias protestantes, está en el centro del casco antiguo.

Las doce y treinta y cuatro. En una motocicleta Peugeot, el rostro de Marie-Line indiferente entre el cabello rubio maíz, despeinado por el viento, y una chaqueta de piloto cruzada color azul marino. Bajó de la moto dando un salto atlético, se palpó los bolsillos en busca de las llaves, cruzó la puerta y dejó la motocicleta apoyada en la pared del otro lado de la puerta. Avanzó despacio por el sendero de grava. En absoluto preocupada por llegar un poquito tarde a comer. ¿La habrían esperado? Cathy tal vez habría tomado una copa. Siegel no parecía un hombre que bebiera, y un dentista no deja que el estómago le haga ruidos. Despliega la servilleta y baja la cabeza enseguida, comiendo despacio y masticando bien: hacer bien la digestión es más importante que esperar cinco minutos a la hija de dieciocho años. Un ligero cabeceo, mmm. De nuevo al editorial de Le Monde… ¡no! Lector de Le Fígaro, más probable. ¡Sólidamente de derechas!

No quedaba nada por ver; Arlette regresó a casa conduciendo tranquilamente, sonriendo, recordando a una de las chicas deshonrosas pero atractivas de su hijo. Buscando piso en París; hay que comprar Le Fígaro para leer la clásica página de «Alquileres». Arrancar la página con indignación; dar el resto al vagabundo de Saint André des Arts… quizá le mantenga los pies calientes; esto es lo único para lo que servía aquella brutalidad. La chica había estado cómica fingiendo mirar a hurtadillas, avergonzada, a su alrededor, aunque todo París sabe por qué una estudiante de izquierdas compra Le Fígaro