Arlette Sauve nació de padres más o menos burgueses cincuenta años atrás, en el sur de Francia. Su padre era librero anticuario de un modo indolente, y poseía cierto interés por las lenguas mediterráneas. Vivían en un piso sobre la tienda. Cerca de Cassis tenían un pequeño cottage, extremadamente primitivo, con unos cuantos árboles frutales y un sembrado de vides bastante mediocres. La tienda, que había desaparecido tiempo atrás, nunca había dado dinero, pero el hermano mayor de Arlette todavía conservaba el cottage. Ahora era algo magnífico; ella prefería sus recuerdos de infancia.
Era alta, rubia, más o menos corriente. No era alta según los cánones holandeses; en Holanda, su aspecto se consideraba llamativo, mientras seguía siendo Esa Vaca Francesa. Algún accidente en su ascendencia le había proporcionado un aspecto fenicio; nariz huesuda de puente alto, grandes ojos brillantes, castaños con un matiz verde, elegante porte erguido y un andar espléndido. Su cabello era de un rubio ceniza. Era lacio y terriblemente fino. Ningún peluquero había sido jamás capaz de hacer nada con él. Si lo dejaba suelto, caía tieso igual que un cadáver. Si se lo recogía arriba, donde quedaba escultural, volvía a caer al instante. Durante algunos años lo había llevado muy corto, a lo chico, con flequillo; tampoco le favorecía.
Toulon en los años treinta era muy aburrido, todo civiles anticlericales y oficiales navales clericales. En los años cuarenta, seguía siendo aburrido, a pesar de la guerra o debido a ella. Se era Darlanista o Pétainista, Gaullista o Giraudista, todos eran bienpensantes y armaban mucho jaleo con ello. Los franceses, los alemanes y los americanos, más o menos en ese orden, eran destructivos. Uno era católico y comunista, según convenía. El ruido llegó a un paroxismo y finalmente todo el mundo fue gaullista. Cuando la novedad se disipó, los pobres volvieron a ser comunistas y los burgueses siguieron siendo católicos. El puerto se llenó otra vez de buques de guerra abandonados.
Habían existido varias Arlettes. En realidad no se habían fundido unas con otras salvo en los bordes. Todavía existían varias, superpuestas. Bien controladas en general. De vez en cuando, alguna de las antiguas asomaba la cabeza y chillaba.
Pero la suma era mayor que las partes que la componían, aunque no sea lógico.
Había existido la buena colegiala, terriblemente bien educada y primera en la clase de catecismo, la blusa siempre limpia y los juguetes siempre ordenados.
Y después, una gran revolución como estudiante; la fase anarquista y de no lavarse mucho, que no había durado demasiado, a Dios gracias. Esto no le hacía sonrojarse; muy normal. Se sonrojaba, y tenía remordimientos que aún perduraban hoy, por portarse tremendamente mal con sus padres.
Una vez que esa sucia estudiante empezó a lavarse de nuevo, siguió fanática y obstinadamente virgen hasta el matrimonio: bueno, casi, hasta la deplorable tarde en que Piet, en interés de la ciencia experimental, la atiborró de Pernod, y fue muy galante con las consecuencias (ella había comido grandes cantidades de langosta, y entre eso, la virginidad y el Pernod, se había encontrado fatal toda la noche). Pero con cuánta calma, con cuánta amabilidad Piet había traído —y vaciado— cubos, toallas empapadas de agua fría, agua de colonia, con cuánta bondad había hecho frente a las lágrimas airadas y a las palabras ásperas. Nadie la había obligado a beber pastís ni a sacarse la ropa. ¿Y se había armado jamás tanto alboroto por hacerlo?
Arlette, católica en sus días de colegiala, se hizo comunista en la universidad, se atrajo el odio de los bienpensantes y se fue a París, donde, cosa aún más impropia, conoció a un policía holandés, se casó con él, peor aún, y lo peor de todo fue que resultó un éxito. Piet van der Valk, demasiado inteligente para ser un buen policía y con demasiado carácter para desempeñar la profesión, fue un buen marido.
Durante más de veinte años vivieron juntos, peleando con furia, pero siendo felices. La mayor parte de ese tiempo lo pasaron en Amsterdam. Piet recibió un disparo de una mujer belga, neurótica y mimada, hacia quien Arlette cogió una gran aversión. Le hizo el daño suficiente para ir cojo, y le enviaron a pacer a una ciudad de provincias, siendo ascendido a cambio de esa pérdida de categoría. Consiguió llamar la atención de una manera espectacular una o dos veces, y al final, para gran sorpresa de todos, fue ascendido de nuevo recibiendo un empleo burocrático en La Haya, algo relacionado con la reforma de la ley criminal. Al llevar una existencia tranquila, al final sintió de nuevo curiosidad. Y le dispararon otra vez, en esta ocasión para siempre: murió allí mismo, en la calle. Stendhal, escritor al que ella admiraba, hizo lo mismo, después de decir que no era ninguna deshonra morir en la calle: sin embargo, no hay que hacerlo a propósito.
Ella le había dado dos hijos, dos chicos. Habían sido unos niños revoltosos. Ahora eran estudiantes; estaban fuera de casa y casi fuera de su alcance. Tenían una hija adoptada, más pequeña, llamada Ruth.
Con el transcurrir de los años, Arlette se había ido haciendo cada vez menos francesa, sin tener siquiera la tentación de convertirse en holandesa. Piet van der Valk se había vuelto mucho menos holandés, mientras que odiaba a los franceses, o eso decía él. Los dos conservaban… digamos que características regionales muy fuertes. Ambos se comportaban de una manera muy xenofóbica cuando se enfadaban.
Piet, aunque le faltaba bastante para llegar a los cincuenta, encontraba un fastidio su pierna mala. Y cuanto menos se dijera acerca del noventa por ciento del trabajo de la policía, mejor. Siempre tenía miedo de que le jubilaran prematuramente, probablemente por razones políticas pero utilizando el pretexto médico. Él mismo estaba ansioso por retirarse prematuramente: le parecía que todavía estaba en su apogeo. El cottage había surgido de esto. De niño nunca había vivido en el campo. Procedía de un barrio pobre de Amsterdam; su padre era ebanista. El cottage de la infancia de Arlette tenía una gran importancia en su tradición personal.
Los dos habían recibido sumas de dinero inesperadas; no gran cosa, insuficiente para nada importante. Habían discutido mucho dónde debería estar el cottage. Ella no quería estar en el sur, punto que ganó fácilmente, ya que a Piet le desagradaban los climas húmedos. Pero ella quería estar junto al mar, cosa que a él le enfurecía. Como si uno no viera el mar en Amsterdam. ¿Qué era esta pasión holandesa por las montañas y los bosques? Un lado romántico y bobo que él tenía. ¿Aquitania? No, demasiado calor y lleno de horribles holandeses e ingleses: sería un ghetto. ¿Turena, entonces? A Arlette le gustaba el campo de la región del Loira; a él también. Pero era alarmantemente caro; Holanda en aquella época era muy barata en comparación con Francia, y él sólo disponía de su pensión. Pero la idea siguió tentándole hasta el terrible día en que descubrió que Maigret se había retirado a las orillas del Loira. Si había algo que él odiaba eran los chistes de Maigret. Un pretexto absolutamente frívolo, dijo ella muy irritada.
Él siempre había tenido debilidad por Alsacia; había estado allí una vez y se había enamorado del lugar. Le gustaba el que no fuera ni francesa ni alemana, le encantaba la «línea azul de los Vosgos». Le gustaba el vino blanco local, demasiado según ella. A ella no le entusiasmaba. La gente fronteriza era salvaje, decía con ínfulas mediterráneas. Wotan Mit uns. Hablan una jerga despreciable e incomprensible y estoy segura de que todos se acuestan con su madre. Colaboradores todos sin excepción. Y otras cosas por el estilo.
Él la había vencido. Y ella tuvo que admitir que la casita le había gustado. Un poco demasiado primitiva para los tiempos actuales. La arreglaremos, dijo, y efectuaron la instalación sanitaria y se gastaron hasta el último penique. Habían pasado allí dos felices vacaciones de verano, y unas maravillosas Navidades nevadas. Él empezó a construir muebles, y a hablar con deleite de retirarse.
Ahora estaba enterrado en aquel lugar, lo más parecido a estar en casa. Arlette se quedó allí, enterrada con él. ¿Qué es una viuda más o menos, en un pueblo?
Pero no es sitio para una adolescente, y Ruth estaba creciendo, y las escuelas del campo cada vez resultaban más insuficientes. Ruth la salvó. Pensó en vivir en Estrasburgo sin gran alegría. Pero las escuelas y la universidad están entre las mejores que existen.
Encontraron un pequeño piso de tres habitaciones; Arlette tenía experiencia en pisos, y era barato, cálido y fácil de mantener limpio. En el Krutenau, entre el centro y la universidad. Práctico para todo, y próximo a los Hospicios Civiles, el enorme hospital central que ha ido creciendo desde sus orígenes de hospital medieval hasta nuestros días con una formidable sucesión de remiendos según transcurrían los siglos. Ella trabajó para conseguir un diploma en fisioterapia, y lo consiguió. Esto, junto con su pensión, le permitía un medio de vida razonable, incluso confortable.
Respecto a Estrasburgo tenía diversos sentimientos. Es mucho mejor que una ciudad de provincias; incluso como capital regional posee riquezas y una resonancia inusuales. El puesto fronterizo romano de Argentoratum, la ciudad junto al río de plata, se convirtió en la Ciudad de las Calles, la Ciudad de las encrucijadas que atraía todo lo mejor de Francia y Alemania, famosa durante siete siglos por su brillantez intelectual y su tolerancia religiosa. La catedral es la mezcla más feliz de gótico temprano y tardío, el Renacimiento y edificios del siglo dieciocho bellamente proporcionados. La ópera es buena, la Filarmónica sobresaliente, y Arlette siempre había sido una devota asistente a conciertos.
En la actualidad se ha construido demasiado suburbio, y es demasiado grande, pero el casco antiguo, ceñido por sus fortificaciones, no ha cambiado tanto como sería de temer. La ciudad nueva, construida por los alemanes después de 1870, es notable por la mejor planificación y la arquitectura más fea que jamás se haya visto. Estrasburgo vive en una feliz dicotomía de lo extremadamente hermoso y lo absolutamente feo. La gente tiene los mismos dos extremos de carácter.
Al contrario de la leyenda que tan bien alimentan, se come muy mal. Demasiado cerdo fresco y demasiada salchicha llena de grasa, y demasiado poco de todo lo demás. Suficiente para convertirse al judaísmo ortodoxo, decía Arlette con aspereza.
Ruth creció, se hizo estudiante, atravesó fases terribles. A veces insoportables. Ahora vivía en un estudio, y probablemente también en pecado y entre suciedad. Se había convertido en ella misma; esto era normal, inevitable. Se veía pocas veces con Arlette.
La vida empezó a hacerse muy aburrida para la viuda.