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En Much Deeping todo había ido volviendo paulatinamente a la normalidad.
Rhoda andaba ocupada, curando a sus perros.
Levantó la vista al acercarme yo, preguntándome si quería ayudarle. Me negué discretamente.
—¿Dónde está Ginger? —inquirí.
—Ha ido a «Pale Horse».
—¿Eh?
—Dijo que tenía un poco de trabajo allí.
—Pero… ¡si la casa está vacía!
—Ya lo sé.
—Lo único que conseguirá es fatigarse. Aún no se encuentra repuesta…
—No te preocupes, Mark. Ginger se siente ya muy bien. ¿Has visto el nuevo libro de la señora Oliver? Se titula La Cacatúa Blanca. Lo tienes ahí dentro, encima de la mesa.
—Dios bendiga a la señora Oliver. Y a Edith Binns también.
—¿Quién es Edith Binns?
—La mujer que identificó a cierto hombre que figuraba en una fotografía. Y, asimismo, la fiel servidora de mi difunta madrina.
—Nada de lo que dices parece tener sentido. ¿Qué te pasa?
No le contesté. Decidí encaminarme a «Pale Horse».
Poco antes de llegar allí me encontré con la señora Calthrop.
Me saludó cordialmente.
—Me comporté como una estúpida en todo momento —dijo la esposa del pastor—, dejándome llevar de las apariencias.
La señora Calthrop extendió el brazo en dirección a la antigua hospedería, ahora pacífica, silenciosa, reposando bajo los rayos del sol de aquel maravilloso día de otoño.
—La iniquidad no tuvo jamás su morada allí… en el sentido que nosotros suponíamos. Nada de tráficos con el diablo, nada de negros, de malignos esplendores. Sólo trucos de salón hechos a cambio de dinero, con absoluto desprecio de la vida humana. Ahí es donde reside la auténtica iniquidad, lo verdaderamente maligno… Nada de grande o trascendente… Sólo cosas insignificantes, mezquinas, despreciables.
—Parece ser que usted y el inspector están de acuerdo en muchos extremos.
—Me agrada ese hombre. Bueno, Easterbrook. Acérquese a «Pale Horse» si desea ver a Ginger.
—¿Qué hace allí?
—Limpiando algo…
Cruzamos la baja entrada. Había dentro un fuerte olor a trementina. Ginger estaba atareada, manejando paños, moviéndose entre un puñado de botellas. Al entrar nosotros levantó la vista. Se encontraba aún muy delgada. Se la Veía pálida también. Llevaba un corro, el cual le cubría aquella parte de la cabeza en la que el cabello no había vuelto a crecer todavía. Sólo recordaba vagamente a la Ginger que yo conociera pocas semanas atrás.
—Está muy recuperada —dijo la señora Calthrop, adivinando mis pensamientos, como de costumbre.
—¡Miren! —exclamó Ginger triunfalmente.
Señaló el viejo rótulo de la antigua hospedería, en el que había estado trabajando hasta aquel momento.
Suprimida la capa de suciedad, depositada sobre la superficie de aquel al correr de los años, veíase claramente la figura del jinete, montando en su caballo, de pelo blanco amarillento: un esqueleto de brillantes huesos…
Sonó a mis espaldas, profunda, sonora, la voz de la señora Calthrop:
—Revelación, capítulo sexto, versículo octavo: Y miré y vi un caballo de pelo blanco: y la Muerte era el jinete que lo cabalgaba…
Guardamos silencio unos instantes.
—Así, pues, eso era lo que había ahí —dijo finalmente la esposa del pastor adoptando el tono de una persona que se dispusiera a arrojar algo al cesto de los papeles; a continuación añadió—: Tengo que irme. Me espera la reunión de madres de familia.
Al llegar a la puerta se detuvo, volviendo la cabeza en dirección a Ginger, diciendo inesperadamente:
—Serás una de las buenas cuando tengas tu puesto entre ellas.
El rostro de la chica se cubrió de carmín.
—¿Sí, Ginger? ¿Querrás? —le pregunté.
—¿Qué? ¿Ser una buena madre?
—Sabes a lo que me refiero.
—Quizá… Pero prefiero una oferta en firme.
Naturalmente, formulé esta…
—¿Estás seguro de que no quieres casarte con Hermia?
—¡Santo Dios! Me había olvidado por completo de ella.
Le enseñé una carta que llevaba en el bolsillo.
—Llegó hace tres días. Desea saber si quiero acompañarla al Old Vic, donde van a representar Trabajos de Amor Perdidos.
Ginger cogió la carta, rompiéndola en menudos pedazos.
—En adelante, cuando quieras ir al Old Vic —dijo con firmeza—, seré yo quien te acompañe.
FIN