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—Mire, Lejeune, hay un puñado de cosas que me agradaría saber.
Cubiertas las formalidades de rigor había procurado quedarme a solas con el inspector. Nos hallábamos sentados ante dos grandes boks de cerveza.
—Me lo figuro, señor Easterbrook. Ya advertí su sorpresa.
—Ciertamente que no esperaba eso. Yo estaba obsesionado con Venables. Usted nunca me hizo la menor sugerencia en otra dirección.
—No pudo ser de otro modo, señor Easterbrook. Estas cosas se reservan exclusivamente para uno. Resultan engañosas, a menudo. Para llegar a la verdad hay que recorrer siempre un largo camino. Por tal razón montamos esa comedia, con la colaboración de Venables. Tuvimos que llevar a Osborne de la mano, saltando repentinamente sobre él. Y todo salió bien.
—¿Acaso está loco ese hombre? —inquirí.
—Ahora es cuando se halla al borde de la locura. Pero al comienzo de todo, desde luego, estaba en su sano juicio. Examinemos lo que hay tras ese afán insensato de matar… El depravado se siente poderoso y con dominio sobre la vida. Se cree un ser superior cuando en realidad no es más que un desecho. Luego, al ser descubierta la realidad, aquel no puede soportarla. Entonces grita, corre de un lado para otro, alardea incluso proclamando lo que ha sido capaz de llevar a cabo, presume de inteligente… Bueno. Ya lo ha visto usted.
Asentí.
—De manera que Venables se prestó a esa comedia. ¿Le agradó la idea de ayudarle?
—Creo que le divertía esa perspectiva. Además, estimó que era justo devolver golpe por golpe.
—¿Qué hay detrás de sus misteriosas alusiones?
—Pues… Esto, querido amigo, no debiera decírselo, ya que queda parte por completo del caso. Hace unos ocho años hubo una serie de atracos en otros tantos Bancos. La misma técnica cada vez. Y los autores de aquellos consiguieron escapar. Todos fueron inteligentemente planeados… por alguien que no intervenía personalmente. Ese hombre se hizo de una fuerte suma de dinero. Aun en el caso de que nuestras sospechas se hubiesen orientado bien, nada hubiéramos podido probar. El hombre era más inteligente que nosotros… Sobre todo desde el punto de vista financiero. Por otro lado, el individuo en cuestión tuvo el acierto de no seguir tentando la suerte. No pienso decirle más. Se trataba de un pícaro, pero no de un asesino. En el transcurso de esas operaciones ningún ser humano perdió la vida.
Mi atención se concentró de nuevo en Zachariah Osborne.
—¿Sospechó usted siempre de Osborne —preguntó al inspector—. ¿Desde el principio?
—La verdad es que fue obra suya el que yo reparara en él —contestó Lejeune—. Como ya le dije, de haber continuado tranquilamente al frente de su establecimiento, sin hacer nada, nunca hubiéramos llegado a pensar en que Zachariah Osborne, un respetable farmacéutico, tuviese algo que ver con nuestro caso. Pero hay un detalle curioso: esa actitud es precisamente la que jamás adopta el asesino. Estos suelen agitarse en un sentido u otro, parapetados en su seguridad, desde luego, no resignándose al aislamiento. Sinceramente: ignoro el porqué.
—Esa ansia inconsciente de la muerte… —sugerí—. Una variante del tema de Thyrza Grey.
Lejeune me miró con severidad.
—Cuanto antes se olvide usted de Thyrza Grey y de las cosas que le dijo, mejor —Después añadió pensativamente—: No. Yo lo atribuyo todo a la soledad. El individuo se cree un ser extraordinariamente inteligente, pero no puede hablar a nadie de sus portentosas facultades.
—Todavía no me ha dicho cuándo comenzó a sospechar de Osborne.
—Pues… tan pronto empezó a decir mentiras. Rogamos a cuantos hubieran visto al padre Gorman la noche en que fue asesinado, que se pusieran en contacto con nosotros. Así conocimos al señor Osborne. Su declaración constituyó una auténtica mentira. Había visto a un hombre siguiendo al desgraciado sacerdote y describió a aquel. Ahora bien, en una noche de niebla como la del crimen es imposible que distinguiera sus rasgos faciales hallándose el desconocido en la acera opuesta de la calle. Quizá fuera visible una nariz muy prominente, pero no la nuez de ese hombre. Eso era ya pretender mucho. Por supuesto, detrás de tal mentira podía haber tan sólo el ingenuo afán de destacarse, de lograr cierta notoriedad. Hay mucha gente así… Pero el hecho hizo que mi atención se concentrara en Osborne. En realidad era una persona bastante curiosa. En seguida comenzó a hablar de sí mismo. Una imprudencia. Se retrató como un ser deseoso de alcanzar más importancia de la que tenía en el medio ambiente social. No se consideraba satisfecho con haber impulsado el negocio que heredara de su padre. Osborne probó suerte en la industria del espectáculo, sin éxito. ¿Quién se hubiera atrevido a decirle cómo había de representar determinado papel? Probablemente fue sincero al contar que una de sus ambiciones era la de figurar como testigo en un proceso criminal, instruido para desembarazarse de una persona. Ignoramos, naturalmente, en qué momento se le ocurrió a Osborne la idea de que podía llegar a convertirse en un criminal notable, un hombre tan inteligente que jamás se viera sorprendido por la justicia.
Lejeune hizo una pausa y a poco siguió diciendo:
—En mis anteriores palabras hay no pocas suposiciones. Volvamos atrás… La descripción del hombre visto por Osborne era interesante. Correspondía, evidentemente, a una persona real, a quien él había tenido ocasión de ver anteriormente. Sepa usted que describir a un ser humano constituye un ejercicio que no tiene nada de fácil. Hay que fijarse muy bien en los ojos, en la nariz, barbilla, orejas, porte general, etcétera. Pruebe… Inconscientemente se pondrá usted a describir a este o aquel, una persona observada en alguna parte, en un tranvía, en un tren o en un autobús. La descripción de Osborne era la de un hombre de características poco comunes. Yo diría que él vio a Venables sentado en su coche cualquier día, en Bournemouth, y que le sorprendió su aspecto… De haber ocurrido la cosa así, no se habría dado cuenta de que era un impedido.
»Otra de las razones que me llevaron a interesarme por Osborne fue su actividad profesional. Se trataba de un farmacéutico. Pensé que nuestra lista pudiera tener relación con el tráfico de drogas. Luego deseché esa idea, y, por consiguiente, hubiese llegado a olvidarme de Osborne de no haberse empeñado este en continuar en primer plano. Deseaba saber qué andábamos haciendo nosotros. Por lo tanto me escribe con objeto de notificarme que ha visto a su hombre en una fiesta parroquial celebraba en Much Deeping. Aún no sabe que el señor Venables es una víctima de la parálisis. Al averiguarlo no tuvo sentido común suficiente para callarse, retirándose prudentemente. Obraba impulsado por su vanidad. Este es un rasgo típico en el criminal. No estaba dispuesto a admitir, de ningún modo, que se hallaba equivocado. Se aferró a sus convicciones neciamente, desarrollando todo género de absurdas teorías. Visité a Osborne en su casa de Bournemouth. Una visita muy atractiva. El nombre de aquella era aleccionante: “Everest”. Así le llamaba él. Y en el vestíbulo tenía colgada una fotografía de dicho monte. Me dijo que se hallaba muy interesado por la exploración de los Himalayas. Esas eran las bromas de que él gustaba. “Ever Rest”[8]. Tal era su actividad, su profesión. Osborne proporcionaba a la gente el eterno descanso mediante el pago de determinada cantidad. La idea es excelente, hay que admitirlo. Todo se hallaba perfectamente planeado. Bradley encontrábase al frente del despacho de Birmingham; Thyrza Grey se encargaba de las séances celebradas en Much Deeping. ¿Quién iba a sospechar que Osborne estaba relacionado con Thyrza, Bradley o la víctima? La realización del propósito final era un juego de niños para el farmacéutico. Como ya he dicho: si Osborne se hubiese limitado a quedarse quieto en su establecimiento otra suerte hubiera corrido.
—¿Y qué hacía con el dinero? Supongo que este era el móvil principal de sus actos.
—Desde luego. Osborne se había dejado llevar de su fantasía, indudablemente. Quería viajar, divertirse, ser una persona rica, importante. Pero en realidad no era lo que él pensaba. En mi opinión su sentido del poder se vio excitado con el crimen. Este le intoxicó gradualmente. Gozaba enormemente sabiéndose el personaje principal, la figura central, hacia la cual se volvían todos los ojos… sin verla.
—¿A qué destinaba el dinero? —insistí.
—¡Oh! Es muy sencillo —repuso Lejeune—. Lo sospeché al apreciar la forma en que había amueblado su casita de campo. Osborne era un miserable. Amaba el dinero; ansiaba hacerse de él con todas sus fuerzas, pero no para gastarlo. La casa en cuestión contaba con escasos muebles, todos ellos adquiridos con poco dinero, en las subastas. Le gustaba este, sólo por el placer de tenerlo.
—¿Quiere decir que se limitaba a ingresarlo en su cuenta corriente bancaria?
—No, no. Me imagino que acabaremos encontrándonoslo escondido en su casa de campo, enterrado debajo de las losas.
Lejeune y yo permanecimos unos momentos en silencio. Nuestros pensamientos se hallaban concentrados en aquella extraña criatura que era Zachariah Osborne.
—Corrigan —explicó el inspector, un tanto amodorrado—, sostendrá que la conducta del farmacéutico obedece a un defecto de funcionamiento de cualquier glándula o a un exceso de actividad de la misma… No sé. Yo soy un hombre sencillo… Eso sí, siempre me sorprende un detalle: ¿cómo puede un individuo mostrarse tan inteligente y tan necio a la vez?
—Uno se imagina una mentalidad así como la representación siniestra y grande del mal.
Lejeune movió la cabeza denegando.
—Nada de eso —replicó—. El mal no tiene nada de superhumano sino de infrahumano. El criminal quiere siempre ser importante pero no lo conseguirá jamás porque supone en todos los casos ser menos que un hombre.