CAPÍTULO XXIII

1

Tres semanas más tarde se detenía un coche frente a la puerta principal de Priors Court.

De aquel se apearon cuatro hombres. Yo era uno de ellos. Se encontraban presentes el inspector Lejeune y el sargento Lee también. El cuarto hombre era el señor Osborne, quien al ser designado como miembro del grupo apenas había podido contener su alegría.

—No vaya usted a decir nada —le previno Lejeune—. Manténgase callado, ¿eh?

—Descuide, inspector. Puede contar conmigo. No diré una palabra.

—Recuérdelo.

—Esto para mí supone una atención, una gran atención, aunque no comprendo del todo.

Como es natural, en aquellos momentos nadie se iba a extender dándole explicaciones.

Lejeune oprimió el botón del timbre y preguntó por el señor Venables.

Penetramos los cuatro en la casa. Parecíamos una comisión encargada de realizar algún servicio especial.

Si Venables se vio sorprendido por nuestra visita, debió disimularlo muy bien, pues no dio muestras de ello. En el momento de hacer retroceder su silla de ruedas, como para contemplarnos mejor, me dije que, en efecto, su aspecto no tenía nada de corriente. La nuez, muy prominente, se movía hacia arriba y hacia abajo, entre las breves aletas del cuello de la camisa, de modelo anticuado. Estudié su perfil, con la nariz curvada, semejante al de un ave de presa.

—Me alegro de verle, Easterbrook. En la actualidad parece ser que pasa mucho tiempo en este rincón del mundo.

Advertí un leve tono malicioso en su voz. El hombre añadió:

—¡Ah!… El inspector Lejeune, ¿eh? He de admitir que su presencia en mi casa despierta mi curiosidad. Estos poblados son pacíficos. Se hallan muy alejados del mundo del crimen. La visita de un inspector de la policía causa siempre impresión. ¿En qué puedo servirle?

Lejeune habló con entera serenidad.

—Hay una cosa en la que su colaboración, señor Venables, puede sernos de gran utilidad. Eso hemos pensado.

—Veamos.

—El día siete de octubre un sacerdote, el padre Gorman, fue asesinado en West Street, Paddington. Se me ha informado de que usted se encontraba por allí entre las ocho menos cuarto y las ocho y cuarto de la noche. ¿No podría haber visto algo que tuviera relación con aquel suceso?

—¿Estaba yo en realidad en aquel sitio a la hora que dice? Sepa que lo dudo. Por lo que yo recuerdo no he estado jamás en ese distrito de Londres. Le hablo de memoria, pero creo que ni siquiera visité la capital aquel día. Voy a Londres tan sólo cuando se me presenta la oportunidad de participar en una subasta interesante o con el fin de ver a mi médico, lo cual llevo a cabo con cierta regularidad…

—Su médico… sir William Dudgale, de la calle Harley, ¿verdad?

El señor Venables miró fríamente a su interlocutor.

—Está usted bien informado, inspector —declaró.

—No tanto, sin embargo, como a mí me agradaría. Me disgusta que no pueda ayudarme en la forma que yo espero. Me creo en el deber de referirle los hechos que guardan relación con el asesinato del padre Gorman.

—Perfectamente. Nunca había oído ese nombre antes de ahora.

—El padre Gorman había sido guiado aquella noche de niebla hasta el lecho de una moribunda. Esta formó parte de una organización criminal, al principio ignorándolo, pero luego se dio cuenta de la gravedad del asunto. La entidad se había especializado en la eliminación de personas no gratas… a cambio de unos honorarios cuantiosos, naturalmente.

—La idea no es nueva —murmuró Venables—. En América…

—No obstante, la organización de que hablo presentaba ciertos rasgos peculiares. Las eliminaciones se producían por medio de determinados artificios psicológicos. El «deseo de la muerte», existente, según afirmaban los regidores de la misteriosa sociedad, en todo ser humano, era estimulado.

—¿De manera que la persona afectada iba a parar indefectiblemente en el suicidio? Permítame que me exprese así: eso suena demasiado bien para ser verdad.

—Nada de suicidio, señor Venables. La persona en cuestión muere de muerte natural.

—Vamos, vamos. ¿Cree usted realmente en eso? ¡Qué poco se acomoda su actitud, a la clásica de nuestros policías, casi siempre tercos, obstinados y fieles seguidores de la rutina!

—De creer ciertas afirmaciones la organización mencionada tenía su sede en una finca denominada «Pale Horse».

—¡Ah! Comienzo a comprender. Eso es lo que le ha traído hasta nuestra aldea. ¡Mi amiga Thyrza Grey y todas sus disparatadas teorías! Nunca he conseguido averiguar si ella cree verdaderamente lo que dice. A mí me consta que todo eso es pura insensatez. Thyrza dispone de una médium absolutamente necia… La bruja de la localidad confecciona sus comidas.. Hay que ser muy valiente para sentarse a la mesa en aquella casa. Uno pudiera encontrar cualquier sustancia venenosa diluida en la sopa. Las tres mujeres disfrutan aquí de una especial reputación. Muy inquietante todo en apariencia, pero, inspector, ¡no me diga que Scotland Yard o el centro policíaco de donde usted proceda ha tomado la cosa en serio!

—Lo hemos tomado, efectivamente, muy en serio, señor Venables.

—¿Creen ustedes realmente que como consecuencia de las tonterías que recita Thyrza Grey, del trance de Sybil y de la magia negra de Bella se produce la muerte de un ser humano?

—No, señor Venables… La causa de la muerte es más sencilla… —Lejeune hizo una pausa—. La muerte se produce siempre mediante un envenenamiento por talio.

Otro silencio y…

—¿Qué ha dicho usted?

—Sí. Se trata de un simple envenenamiento utilizando cualquiera de las sales del talio. Muy sencillo y expeditivo. Claro, hay que disimularla… ¿Hay algo más apropiado con tal fin que una tramoya seudocientífica y psicológica? Luego basta ya con recurrir a la jerga apropiada, reforzada por viejas supersticiones. Todo ello es calculado para anular la idea del envenenamiento.

—Talio… —El señor Venables frunció el ceñó—. Jamás oí hablar de tal sustancia hasta ahora.

—¿No? Pues se usa mucho en la fabricación de raticidas y también como depilatorio… Es fácil de obtener. Y da la casualidad de que en un rincón del cobertizo en que guarda usted sus macetas se encuentra un paquete de la mencionada sustancia.

—¿En el cobertizo..? No es posible que eso sea cierto.

—Pues allí está. Hemos hecho una prueba. No. No estamos equivocados.

Venables parecía ligeramente excitado.

—Alguien debe haberlo puesto en ese sitio. Yo no sé nada de eso. Nada en absoluto.

—¿De veras? Usted es un hombre bastante rico, ¿no es así, señor Venables?

—¿Qué tiene eso que ver con lo que estábamos hablando?

—La Comisión Nacional de Impuestos ha realizado últimamente alguna indagaciones, según creo, interesándose sobre todo por conocer la fuente de sus ingresos.

—Lo peor de Inglaterra, lo que le amarga a uno la existencia aquí, es indudablemente, nuestro sistema de tasas. Estos meses pasados he meditado muy seriamente sobre mi proyecto de irme a vivir a las Bermudas.

—No creo ya que llegue a convertirse en realidad.

—¿Es eso una amenaza, inspector? Porque de ser así…

—No, no, señor Venables. Se trata tan sólo de una opinión. ¿No le agradaría saber cómo desarrollaba sus actividades la organización de que hablábamos?

—Le veo muy decidido a explicarme este punto.

—Todo había sido muy bien concebido. Los detalles financieros corrían a cargo de un abogado destituido, el señor Bradley. Este tiene un despacho en Birmingham. Los que desean convertirse en pacientes le visitan allí. Surge una apuesta sobre las probabilidades de morir que tiene una persona dentro de cierto período de tiempo… El señor Bradley, que es un fanático de las apuestas, se muestra habitualmente pesimista. El cliente, en cambio, suele presentarse a sus ojos esperanzador. Al ganar el señor Bradley, este último ha de proceder inmediatamente al pago de la suma especificada… si no quiere que le suceda algo desagradable. He ahí todo el trabajo de Bradley: concertar una apuesta. Muy sencillo, ¿no?

»El cliente visita después “Pale Horse”. La señorita Thyrza Grey y sus dos amigas representan una comedia a fin de impresionar a aquel en la forma y medida que a ellas les interesa.

»Examinemos ahora algunos detalles situados tras ese escenario.

»Unas mujeres, empleadas bona fide de una de las muchas firmas dedicadas a efectuar sondeos en el mercado consumidor, se encargan de visitar al vecindario de un distrito señalado con un cuestionario en la mano. ¿Qué pan prefiere usted? ¿Qué artículos de tocador, qué cosméticos le agradan más? Las preguntas se extienden a los laxantes, tónicos, sedantes, medicamentos para facilitar la digestión, etcétera. La gente, en nuestros días, se halla acostumbrada a responder a aquellas. Raras veces se oponen.

»Así se llega al último peldaño, sencillo, audaz, que no puede conducir más que hasta el éxito. Esta es la única acción realizada personalmente por el hombre que concibió el plan. Puede ser que vista el uniforme de portero o que llame a la puerta de la casa en calidad de empleado de la compañía del gas, de la electricidad, con el exclusivo objeto, aparente, de leer los contadores. Quizá se presente como fontanero, electricista o trabajador de esta o aquella especialidad… Sea lo que sea se personará en la casa con sus documentos, en regla, por si alguien se los pide. Nadie lo hace, sin embargo. Juegue un papel u otro, el objetivo que persigue es bien simple: substituir un producto de los utilizados normalmente en el dormitorio visitado (conocido gracias al cuestionario de la “C. R. C.”) por otro de los que lleva encima. Quizá se entretenga examinando las tuberías, leyendo los contadores o llevando a cabo otra tarea similar, pero eso no será más que un pretexto. Una vez logrado su propósito se va. Ya nadie le volverá a ver por aquellos parajes.

»Pasan unos días. Tal vez no ocurra nada en el transcurso de los mismos. Pero antes o después, la víctima presenta síntomas de hallarse enferma. Llama esta a su médico… ¿Cómo va a sospechar el doctor que se trata de algo fuera de lo normal? Quizá pregunte qué ha comido o bebido su paciente. ¿Quién va a desconfiar del producto usado por este durante años enteros?

»¿Se da cuenta de lo ingenioso del plan, señor Venables? La única persona que sabe en qué consiste la misión del jefe de la condenada entidad es este mismo. Nadie podría denunciarle.

—¿Cómo ha llegado usted a averiguar todas esas cosas? —inquirió serenamente el señor Venables.

—Cuando sospechamos de una persona disponemos siempre de medios para asegurarnos.

—¿Sí? Cítelos.

—No es posible mencionarlos todos. Existen dispositivos ingeniosos: la cámara fotográfica por ejemplo. Y otros que continuamente inventan los hombres. A veces se saca una instantánea a un individuo sin que este lo advierta. De esta manera nos hemos hecho de excelentes fotografías de, pongamos por caso, un portero uniformado, un empleado de la compañía suministradora de gas, etcétera. Existen recursos tales como falsos bigotes, patillas, etcétera, pero nuestro hombre ha sido identificado fácilmente… primero por la señora Easterbrook, alias Katherine Corrigan, y después por una mujer llamada Edith Binns. Las identificaciones son siempre interesantes, señor Venables. He aquí un caso curioso: este caballero, el señor Osborne, está dispuesto a jurar que le vio a usted siguiendo al padre Gorman por la calle Barton el día siete de octubre a las ocho de la noche, aproximadamente.

—Y, efectivamente, ¡le vi! —exclamó Osborne excitado, inclinándose hacia delante—. Le describí a usted… ¡Le describí exactamente!

—Demasiado exactamente tal vez —dijo Lejeune—. Porque la verdad es que usted no vio al señor Venables aquella noche, hallándose a la puerta de su establecimiento. Usted no se encontraba allí, en absoluto. El que estaba al otro lado de la calle era usted mismo… siguiendo al padre Gorman hasta que este giró en dirección a la calle Oeste, momento en que se lanzó sobre él para matarle…

Zachariah Osborne no acertó a decir más que esto:

—¿Qué?

Aquello era ridículo. ¡Ridículo! ¿Pero la caída mandíbula, los ojos, obsesionadamente fijos..?

—Venables: permítame presentarle al señor Zachariah Osborne, farmacéutico hasta hace poco establecido en la calle Barton, de Paddington. Se sentirá usted particularmente interesado por él cuando sepa que el señor Osborne, que ha estado sometido a estrecha vigilancia durante algún tiempo, cometió la imprudencia de depositar un paquete de sales de talio en el cobertizo de su jardín. Ignorando su enfermedad, quiso divertirse asignándole el papel de villano. Luego, mostrándose tan obstinado como estúpido de bulto…

—¿Estúpido? ¿Se atreve usted a llamarme estúpido? Si pudiera… Si poseyera una idea de lo que he hecho, de lo que soy capaz de hacer… Yo…

Osborne, muy agitado, comenzó a expresarse iracundo.

Lejeune fue resumiendo su actuación cuidadosamente. Su actitud me recordó la de un hombre en el instante de hacerse definitivamente con un pez que acabara de morder la carnada de su anzuelo.

—No debió dárselas de listo —le dijo a Osborne en tono de reproche—. Si usted se hubiera limitado a seguir tranquilamente en su establecimiento, guardando silencio, yo no me encontraría aquí ahora, advirtiéndole, como es mi deber, que cualquier cosa que diga será anotada y posteriormente utilizada como argumento.

Osborne se perdió en una oleada de conceptos sin sentido, levantando progresivamente la voz, hablando ya a gritos…