1
—¿Hemos llegado a tiempo? ¿Se salvará?
Yo no cesaba de ir de un lado para otro. No podía permanecer un momento quieto.
Lejeune, sentado, me observaba, mostrándose paciente y cortés.
—Tenga la seguridad de que se está recurriendo a todos los medios de que dispone la ciencia.
La clásica respuesta en tales situaciones. No me proporcionaba el más mínimo consuelo.
—¿Ya saben cómo han de proceder para tratar un envenenamiento de esa naturaleza?
—Casos como este no son frecuentes. Será probado cuando augure un buen resultado. Yo creo que esa señorita se salvará.
Le miré atentamente. ¿Cómo podía saber yo si era sincero en sus manifestaciones? ¿Intentaba tan sólo tranquilizarme?
—Han comprobado que se trata de talio, ¿verdad?
—Sí.
—Consecuentemente, esa es la sencilla verdad que se ocultaba tras «Pale Horse»: veneno. Nada de brujería, ni hipnotismo, ni rayos… Y esa mujer me lo pasó todo por delante de las narices. Supongo que no dejaría de reírse un momento de mí.
—¿De quién está usted hablando?
—De Thyrza Grey. Me refiero a la primera tarde que pasé en su casa, adonde fui a tomar el té. Me habló de los Borgia y de cuanto se ha tratado en relación con los «venenos extraños que no dejan rastro alguno»; de los guantes envenenados y otras cosas similares. «Arsénico corriente y nada más», añadió. Esto era lo mismo de simple. ¡Y qué comedia! Recuerdo perfectamente el trance de Sybil, el gallo blanco, el brasero, los signos cabalísticos, el crucifijo invertido… Todas ellas, fórmulas procedentes de viejas supersticiones. Y la famosa «caja» era otra superchería más, destinada a las mentes actuales. Hoy no creemos en los fantasmas ni tampoco en las brujas, pero en cambio, cuando nos hablan de «rayos» y «ondas» estamos dispuestos a devorar cuanto nos echen. Apuesto lo que sea a que esa caja no contiene más que una caprichosa red eléctrica con válvulas y bombillas de colores. Como vivimos en continuo temor de lluvia radiactiva, de estroncio 90, y tantas novedades que encogen el ánimo, nos sentimos cautivados cuando se pretende explicar cualquier hecho por el lado científico… ¡Todo lo de «Pale Horse» era falso! Lo que se hacía allí era un disfraz, un pretexto, una máscara encubridora. La atención del interesado había de ser concentrada en aquel punto, de manera que nadie advirtiera lo que se acercaba procedente de otro. Lo mejor de todo era que los protagonistas se hallaban a salvo. Thyrza Grey podía alardear, hablar de sus ocultos poderes. ¡En este terreno jamás podría ser procesada por asesinato! De haber examinado su caja unos peritos electricistas habría quedado demostrado que era inofensiva. Cualquier tribunal habría juzgado su empeño un disparate, un imposible. Efectivamente, lo era.
—¿Cree usted que las tres mujeres están dentro del asunto?
—A mi parecer, no. Yo diría que Bella no fingía, que cree de veras en la brujería. Está segura de sus poderes personales y se enorgullece de ellos. Lo mismo le pasa a Sybil. Es una auténtica médium. Una vez en trance ya no se da cuenta de lo que sucede a su alrededor. Y obedece ciegamente a Thyrza.
—Esta, pues, es el espíritu que rige a las otras dos, ¿verdad?
—Con referencia a «Pale Horse», sí. Pero Thyrza no es el cerebro de la organización. Este, que continúa en la oscuridad, es el que planea y dirige. Todo va muy bien ensamblado. Cada miembro tiene su trabajo, su misión peculiar, moviéndose dentro de los dominios propios estrictamente. A cargo de Bradley corren los cuidados de carácter financiero y legalista. Aparte de eso él ignora lo que ocurre más allá de su despacho. Está espléndidamente pagado, ni que decir tiene, al igual que Thyrza Grey.
—Usted parece haber hallado una explicación satisfactoria a todo ese enigma —comentó Lejeune secamente.
—No. Aún no. Pero conocemos el hecho básico y necesario: el mismo utilizado durante siglos, el veneno, la misteriosa poción que causa la muerte, clásica ya en la historia…
—¿Por qué pensó usted en el talio?
—Coincidieron varias cosas. En el bar de Chelsea asistí al comienzo de este asunto. Una chica arrancó un puñado de cabello a otra, mientras reñían. La víctima dijo: «No, en realidad no me ha dolido», cuando le hicieron observar aquello. No era valentía; como yo pensé, sino un simple hecho. No le había dolido.
»Hallándome en América leí un articulo en el que se trataba de envenenamiento por talio. En una fábrica murieron muchos trabajadores. Las causas de esas muertes eran asombrosamente diversas. Figuraban entre ellas las fiebres paratíficas, apoplejía, neuritis alcohólica, parálisis, epilepsia, gastroenteritis, etcétera. Luego hubo una mujer que envenenó a siete personas. Los diagnósticos aludían a tumores cerebrales, encefalitis y pulmonía. Los síntomas varían enormemente. Puede empezar el enfermo con diarrea, vómitos, dolor de piernas, acabando la cosa en polineuritis, fiebre reumática o polio… Uno de los pacientes del caso antes mencionado hubo de ser introducido en un pulmón artificial. En ocasiones se presenta también cierta pigmentación en la piel.
—¡Habla usted como un diccionario médico, Easterbrook!
—Naturalmente. He estado repasando todo eso. Pero hay algo que más pronto o más tarde ocurre siempre: el cabello se cae. El talio ha sido utilizado como depilador en otro tiempo… Particularmente en los chiquillos con granos y otras erupciones cutáneas. Después se descubrió que era una sustancia peligrosa. En la clínica moderna, sin embargo, se utiliza en dosis reducidísima, calculadas con arreglo al peso del enfermo. En nuestros días se usa principalmente en los raticidas. Es un producto insípido, soluble en el agua y fácil de adquirir. Basta con que nadie sospeche un envenenamiento para desorientar a todo el mundo, dados sus efectos.
Lejeune asintió.
—Exactamente —manifestó—. De ahí la insistencia por parte de los regentes de «Pale Horse» en el sentido de que el criminal había de permanecer alejado de su víctima. Este proceder elimina determinadas sospechas. ¿Qué es lo que puede provocarlas? Ninguna persona extraña ha tenido acceso a la comida o la bebida de la casa… No se ha efectuado compra alguna de talio u otra sustancia venenosa. Eso es lo mejor: el trabajo lo realiza otro que no tiene la menor relación con la víctima. Ese «otro», creo yo, aparece una vez, una vez solamente.
El inspector hizo una pausa.
—¿Posee alguna idea sobre ese extremo? —me preguntó.
—Una, nada más. Existe un hecho común: siempre surge una mujer de inofensivo aspecto con un cuestionario en la mano, con destino a una firma dedicada a efectuar sondeos en el mercado consumidor.
—¿Cree usted que la mujer es quien introduce en la casa el veneno? ¿Es una muestra, por ejemplo?
—No creo que la cosa sea tan sencilla —repuse—. Me parece que las mujeres que trabajan para esa entidad no son culpables de nada, que se limitan a desarrollar una labor normal… Claro está, de una manera u otra, forman parte del caso. Creo que podremos averiguar algo si llegamos a hablar con una mujer llamada Eileen Brandon, que trabaja en un bar de la carretera de Tottenham Court.
2
Poppy había descrito regularmente a Eileen Brandon, teniendo en cuenta el particular punto de vista de aquella. Eileen llevaba el pelo recogido, que no aparecía todo lo marchito y enmarañado que sugiriera la dependienta de la floristería. Usaba el mínimo de maquillaje y calzaba unos zapatos normales. Nos explicó que su esposo había muerto en un accidente de automóvil, dejándola con dos hijos de corta edad. Antes de colocarse en el café bar, había estado trabajando para una firma llamada «Customers Reaction Classified» durante más de un año. Había abandonado dicha empresa espontáneamente porque no le agradaba la labor que tenía que desarrollar.
—¿Es cierto eso? ¿De dónde arrancaba concretamente su disgusto?
La pregunta había sido formulada por Lejeune. Ella se le quedó mirando.
—Usted es inspector de policía, ¿verdad?
—Sí, señora.
—¿Piensa usted que en esa entidad puede haber algo que no esté bien?
—Es lo que estoy investigando. ¿Sospechó usted algo raro? ¿Fue por eso por lo que se marchó?
—No me es posible especificar. Nada definido podría contarle.
—Naturalmente. Nos hacemos cargo. Esta indagación es confidencial.
—Comprendo… Ahora, puedo decirles bien poco verdaderamente.
—¿Puede decirnos por qué se fue?
—Tenía la impresión de que allí ocurrían cosas cuidadosamente ocultas, de las que yo no llegaba a enterarme.
—¿Quiere decir que pensó que quizá no fuera un negocio auténtico sino algo destinado a encubrir sabe Dios qué cosas?
—La idea era de ese estilo. Me pareció que no era gobernado o dirigido de un modo metódico. Sospeché que pudiese existir otro objetivo distinto al que perseguía exteriormente. Pero no sé qué objetivo podría ser este.
Lejeune formuló varias preguntas más para conocer al detalle la naturaleza del trabajo que le fuera encomendado a aquella mujer dentro de la organización. Normalmente le entregaban una lista de nombres. Su tarea consistía en visitar a estas personas, hacerles varias preguntas y tomar nota de las contestaciones correspondientes.
—¿Y qué es lo que le llamó su atención?
—Las preguntas no parecían seguir un orden lógico, el propio y de sentido común cuando se realiza una encuesta comercial. No guardaban relación unas con otras; diríase que habían sido escritas al azar. Producían la impresión de ser un pretexto, de encubrir algo.
—¿No tiene ninguna idea sobre ese segundo objetivo?
—No. Y fue lo que más me desconcertó…
La mujer hizo una pausa para continuar hablando de un modo vacilante…
—En cierta ocasión pensé si aquello podía haber sido montado para cometer robos o desarrollar una labor de espionaje… Pero deseché la idea. Nunca se me exigió que describiera las habitaciones en que había estado, las cerraduras, etcétera. Ni tampoco me pidieron que me enterara de cuando los ocupantes de los pisos se hallaban ausentes.
—¿A qué artículos se refería en sus informaciones?
—Eran muy variados. A veces se trataba de comestibles. Pero de los cereales y demás sustancias del ramo de la alimentación pasaba a lo mejor a las escamas de jabón y a los detergentes. También me ocupé de los productos de tocador, polvos para la cara, lápices de labios, cremas, etcétera. En algunos casos, de medicinas: tabletas contra el dolor, pastillas para la tos, somníferos, líquidos para gargarismos o para lavar la boca, medicamentos para facilitar la digestión…
—¿No le exigieron que entregara a las personas visitadas muestras de algunos de esos productos? —inquirió Lejeune.
—No. No hice nunca tal cosa.
—Usted se limitaba a formular las preguntas y a tomar nota de las contestaciones, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Cuál era el objeto concreto de las preguntas?
—Eso parecía raro… Nunca se nos dijo exactamente. Suponíamos que el propósito era informar a ciertos fabricantes… Pero allí no había nada sistemático, organizado. Daba la impresión de ser la obra de un novato.
—¿Estima posible que entre las preguntas que le encargaban que hiciera, hubiese una o un grupo que constituyesen el objeto real de la firma, sirviendo las restantes de camuflaje?
Eileen Brandon frunció el ceño, concentrándose en sus reflexiones. Luego hizo un gesto de asentimiento.
—Sí —respondió—. De ahí que me parecieran como redactadas al azar y sin conexión entre ellas… Pero no podría decir qué pregunta o conjunto de preguntas eran las importantes…
Lejeune le miró con viveza.
—Tiene que haber algo más de lo que hasta ahora nos ha dicho.
—Ese es el caso… Percibí algo extraño en el montaje de aquel tinglado. Y más tarde, hablando con una amiga, la señora Davis…
—Hablando con la señora Davis… ¿qué?
La voz de Lejeune no había sufrido la más leve alteración.
—Tampoco ella se encontraba a gusto.
—¿Y por qué razón?
—Había oído decir algo…
—¿Qué?
—Ya le indiqué que no podría concretar mucho. Lo único que me dijo fue que la organización en la cual estábamos empleadas era un tapujo, que no resultaba ser lo que aparentaba. «Claro está —añadió—, que esto no nos importa. El dinero que cobramos es bueno y nadie nos pide que hagamos nada que vaya contra la ley. ¿A qué preocuparnos?».
—¿Eso fue todo?
—Hubo algo más. No sé lo que quiso darme a entender. Mi amiga comentó: «A veces pienso como Typhoid Mary».
Lejeune sacó un papel de uno de sus bolsillos, mostrándoselo a la mujer.
—¿Le es familiar alguno de esos nombres? ¿Recuerda si visitó a alguna de esas personas?
—Es imposible que me acuerde —respondió ella cogiendo la hoja de papel—. ¡Fueron tantas las visitas que hice!
Calló un momento para repasar la lista.
—Ormerod —dijo.
—¿La recuerda?
—No. Pero la señora Davis lo mencionó una vez. Murió de repente, ¿verdad? Hemorragia cerebral. Mi amiga se alteró al conocer la noticia. «Hace quince días figuraba en mi lista de visitados —manifestó—. Daba la impresión de gozar de una salud perfecta». Después de eso fue cuando formuló su observación acerca de Typhoid Mary. «La gente que visito suele liar el petate no bien me ha echado la vista encima». Se rió de sus propias palabras, explicando que aquello era una coincidencia. Aunque no creo que se quedara satisfecha… No obstante, me comunicó que no pensaba preocuparse.
—¿Algo más?
—Pues…
—Siga, siga.
—Ocurrió más adelante. Hacía algún tiempo que no la veía. Nos encontramos en un restaurante de Soho. Le dije que había abandonado la «C. R. C.», consiguiendo otro empleo. Me preguntó por qué. Le respondí que porque me sentía molesta no sabiendo lo que había detrás de todo aquello. Repuso: «Quizá hayas obrado prudentemente. Claro que el empleo está bien remunerado y ocupa pocas horas. Además, todos estamos en la obligación de aprovechar las oportunidades que la vida nos depara. Yo he llevado una existencia muy ajetreada. ¿Por qué voy ahora a preocuparme de lo que le sucede al prójimo?». Objeté: «Ignoro de qué me estás hablando. Exactamente: ¿qué es lo que hay de equívoco en esa empresa?». A tales palabras ella contestó: «No tengo seguridad, pero he de decirte que el otro día reconocí a una persona. Salía de una casa, llevando un saco de herramientas. Nada justificaba su presencia allí. Me gustaría saber para qué necesitaba esos utensilios». Mi amiga me preguntó si había tropezado alguna vez con una mujer que poseía una hostería denominada «Pale Horse». Yo deseé saber entonces qué tenía que ver eso con aquella historia.
—¿Y cuál fue su respuesta?
Se echó a reír, diciéndome: «Lee tu Biblia».
La señora Brandon añadió:
—Ignoraba a qué aludía. Esto sucedió en nuestro último encuentro. No sé qué ha sido de la señora Davis, si sigue en la «C. R. C.» o ha dejado la firma…
—La señora Davis murió —dijo Lejeune.
Eileen Brandon pareció sobresaltarse.
—¡Ha muerto! Pero… ¿de qué?
—De pulmonía, hace dos meses.
—¡Oh! Lo siento.
—¿Puede decirnos algo más, señora Brandon?
—Me temo que no. En alguna ocasión he oído citar esas dos palabras: «Pale Horse»… Ahora bien, la gente se calla si se atreve usted a hacer una pregunta tan sólo sobre el particular. Dan la impresión de hallarse asustados.
La señora Brandon parecía inquieta, como deseosa de dejar aquella conversación.
—Yo… yo no quisiera andar mezclada en un asunto peligroso, inspector Lejeune. Tengo dos pequeños… Sinceramente: no sé más que lo que he dicho.
Él la miró atentamente… Después asintió, dejándola marcharse.
—Esto nos lleva un poco más lejos —dijo Lejeune en cuanto Eileen Brandon se hubo ido—. La señora Davis llegó a saber demasiado. Intentó cerrar los ojos a lo que era evidente, pero en sus sospechas debió aproximarse mucho a la realidad. De pronto cayó enferma y al ver que no tardaría en morir se apresuró a pedir un sacerdote, poniendo a este al corriente de todo. Mi pregunta es: ¿qué abarcó su conocimiento? Esa lista diría yo que está integrada por personas a las que ella visitó en el curso de sus actividades, las cuales murieron posteriormente. De ahí la observación sobre Typhoid Mary. El enigma quizá radique en esto: ¿a quién reconoció en el instante de salir de una casa? ¿Quién era el individuo que pretendía hacerse pasar por un trabajador y qué hacía en aquel lugar? Tal incidente debió convertirla en un elemento peligroso para la organización. Si ella le reconoció, al otro debió pasarle lo mismo… Si semejante dato había llegado a conocimiento del padre Gorman lo lógico es que este fuera eliminado antes de que el secreto dejara de serlo.
El inspector Lejeune me miró.
—Está usted de acuerdo conmigo, ¿no? En esta forma se deslizaron sin duda los acontecimientos.
—Sí. sí.
—¿Tiene usted alguna idea respecto a la identidad de ese hombre?
—La tengo, pero…
—Lo sé. No poseemos ni la más leve prueba.
Lejeune guardó silencio unos segundos. Luego se puso en pie.
—Pese a todo nos haremos con él. No incurriremos en ningún error. En cuanto sepamos con certeza quién es surgirán los medios… ¡Y no dejaremos de probar ni uno tan sólo!