1
Dudo de que llegue a olvidar alguna vez los días posteriores a aquel episodio. Los acontecimientos que viví entonces aparecen en mi mente en confuso tropel, como en un fantástico caleidoscopio. Ginger fue trasladada a una clínica. Me permitían verla sólo a las horas de visita.
Su médico de cabecera continuaba aferrado a su diagnóstico inicial. El hombre no comprendía el porqué de aquel alboroto. Había dicho claramente lo que tenía: un ataque de gripe que había degenerado en pulmonía, complicada con ciertos síntomas poco habituales… Lo había dicho: una cosa corriente, nada típica. A veces las personas afectadas no respondían a la acción de los antibióticos.
Y, desde luego, no se equivocaba en sus afirmaciones. Nada existía de misterioso en la enfermedad de Ginger. Lo único que cabía añadir era que esta tenía bien poco de leve.
Celebré una entrevista con uno de los especialistas de la Jefatura de Policía. Era una especie de petirrojo humano, que se empinaba constantemente sobre las puntas de sus zapatos al hablar y miraba con parpadeantes ojos a través de los gruesos cristales de sus gafas.
Me hizo una infinidad de preguntas, la mitad de las cuales no acerté a explicarme. Pero debía perseguir un objetivo concreto con ellas, ya que a cada contestación mía asentía con un gesto de convenimiento. Evitó cuidadosamente comprometerse con una afirmación u otra, habilidad que me procuró una absoluta certeza en lo tocante a su sapiencia. Todo lo más esbozó ocasionales pronunciamientos en un lenguaje que yo juzgué el argot de la gente de su profesión. Me parece que intentó varias formas de hipnotismo con Ginger. Todo el mundo se había puesto de acuerdo probablemente para que nadie se prestara a dar muchas explicaciones. Tal vez no tuviera nada que decirme en realidad.
Evité deliberadamente a mis amigos y conocidos. No obstante, la soledad en que se desenvolvía mi existencia se me hacía progresivamente más insoportable.
Finalmente, en un momento de auténtica desesperación, telefoneé a Poppy, a la tienda de flores en que esta trabajaba. La invité a cenar. La chica aceptó mi invitación con alegría.
La llevé al Fantasie. Poppy habló incansablemente y su compañía supuso un gran consuelo para mí. Pero yo no la había buscado para esto tan sólo. Habiendo caído en una feliz somnolencia por efecto de la comida y la bebida, verdaderamente deliciosa, intenté cautelosamente una prueba. Tenía la impresión de que sin darse cuenta cabal de lo oído. Poppy había de estar bien informada. Le pregunté si se acordaba de mi amiga Ginger. La muchacha, después de abrir con un esfuerzo sus hermosos ojos azules, me respondió que sí, añadiendo:
—¿Qué es de ella?
—Está muy enferma.
—Pobrecilla.
Poppy daba la impresión de hallarse todo lo afectada que podía sentirse, que no era mucho.
—Se mezcló en un asunto raro. Creo que te pidió a ti consejo sobre ello. Lo de «Pale Horse»… Le cuesta una suma enorme de dinero.
—¡Oh! —exclamó Poppy con los ojos más dilatados todavía—. Entonces. ¡eras tú!
No comprendí de momento. Luego me di cuenta de lo que ocurría. Poppy me identificaba con el hombre cuya esposa, inválida, era el obstáculo que se oponía a la felicidad de Ginger. Tanta agitación le produjo el descubrimiento de nuestra vida amorosa que ni siquiera se alarmó al oír hablar de «Pale Horse».
—¿Dio resultado? —inquirió.
—No sé por qué se torció un poco… Nos salió el tiro por la culata.
—¿Cómo?
—Que… ejem… Parece ser que ha actuado también sobre Ginger. ¿Has oído decir que se diera alguna vez un caso semejante?
—No.
—Desde luego —manifesté con aire indiferente—, todas esas cosas que hacen en «Pale Horse», allá en Much Deeping… ¿Sabes a qué me refiero, no?
—Ignoraba dónde se encontraba eso. En el campo, me habían dicho…
—Por Ginger no he podido averiguar qué es lo que le hicieron.
Aguardé atentamente.
—Se trata de rayos, ¿verdad? —dijo Poppy vagamente—. ¡Una cosa así..! Procedentes del espacio… ¡Como los rusos!
Decididamente, Poppy confiaba en aquellos instantes en su limitada imaginación.
—Algo así —convine—. Pero debe ser muy peligroso. Estoy pensando en Ginger y su enfermedad.
—¿No era tu esposa la que tenía que enfermar y morir?
—Sí —respondí aceptando el papel que Ginger y Poppy me habían asignado—. El experimento, sin embargo, debe haber salido mal… Ha producido efectos distintos.
—Como cuando, por ejemplo, una coloca mal una bombilla en el portalámparas y recibe una descarga, ¿verdad? —inquirió Poppy haciendo un terrible esfuerzo mental.
—Exactamente —le confirmé—. ¿Has oído hablar de algo parecido? —pregunté volviendo a la carga.
—Pues… En esa forma, no…
—¿En qué forma, entonces?
—Me refería a lo que sucede después, cuando el interesado se niega a pagar. Ese fue el caso de un hombre que yo conocí —Poppy bajó la voz, atemorizada—. Murió en el «Metro»… Se cayó del andén…
—Pudo ser un accidente.
—No, no —insistió Poppy, sorprendida por aquella idea—. Fueron ellos.
Llené de nuevo de champaña la copa de mi acompañante. Allí, delante de mí, pensé, tenía una persona cuya colaboración resultaría quizá valiosa si conseguía disociar los hechos que flotaban entremezclados en lo que ella hubiera llamado su cerebro. La muchacha había oído referir ciertas cosas, asimilando la mitad… Sólo se trataba de Poppy, se habrían dicho los que conversaban en su presencia, justificando así su despreocupada charla.
Lo peor era que yo no sabía qué preguntarle. Una torpeza por mi parte y ella cerraría la boca alarmada.
—Mi esposa continúa tan inválida como antes. No parece haber degenerado en nada lo suyo —le expliqué.
—Mala cosa para ti —comentó Poppy afectuosamente, bebiendo un sorbo de champaña.
—¿Qué voy a hacer ahora?
Poppy lo ignoraba también, por lo visto.
—Ya ves que ha sido Ginger quien… ¿A quién podría recurrir?
—En Birmingham hay un sitio que… —dijo Poppy dudosa.
—Eso está cerrado ahora. ¿No conoces a nadie que tenga relación directa con esto?
—Tal vez Eileen Brandon sepa algo… Aunque no lo creo.
La mención de aquella inesperada persona me sobresaltó. Le pregunté a Poppy quién era Eileen Brandon.
—Ha sido terrible, en realidad —contestó mi amiga—. Ha cambiado muchísimo. Se ha ondulado el cabello y jamás usa zapatos de tacones altos —En seguida añadió a manera de explicación—: Fuimos condiscípulas. Era muy distinta entonces. Sabía mucha geografía.
—¿Qué tuvo que ver con «Pale Horse»?
—Nada. Fue una sola idea que se le ocurrió… La cual le había de costar el empleo.
—¿Qué empleo? —quise saber.
—El que tenía en la «C. R. C».
—¿Qué es la «C. R. C»?
—Exactamente, no lo sé. La gente menciona siempre las iniciales. Creo que se refiere a las reacciones de los clientes o algo por el estilo. Se trata de una firma de poca importancia.
—¿Y Eileen Brandon trabajo para ella? ¿Cuál era su cometido?
—Ir de un lado para otro, formulaba preguntas, referentes a los objetos usados en cada casa: pastas dentífricas, estufas, esponjas… Un trabajo deprimente, aburrido. ¿A quién puede importarle eso?
—A la «C. R. C.», probablemente.
Sentí que se apoderaba de mí una ligera excitación.
La noche de su muerte, el padre Gorman había visitado a una mujer empleada en una empresa de aquella clase. Y… sí… desde luego, una persona que desarrollaba un trabajo similar había llamado a la puerta del piso de Ginger.
Aquí había un eslabón de la misteriosa cadena de acontecimientos.
—¿Por qué perdió tu amiga su empleo? ¿O quizá se cansó de él?
—No creo. Le pagaban muy bien. Pero se le metió en la cabeza una idea: que aquello no era lo que aparentaba ser.
—¿Pensó que podía estar relacionado de una manera u otra con «Pale Horse»? ¿Es así?
—Pues… no sé. Tal vez… De todos modos, como ella trabaja ahora en un café de la carretera de Tottenham Court…
—Dame detalles de esa mujer.
—Te advierto que no es, ni mucho menos, tu tipo.
—No pretendo conquistarla —respondí bruscamente—. Deseo algunas noticias concretas sobre la «C. R. C.». Tengo el proyecto de comprar un puñado de acciones de esta y otras sociedades análogas.
—Ya, ya —replicó Poppy, totalmente satisfecha con aquella explicación.
Nada más pude conseguir de mi ingenua acompañante, por lo que en cuanto acabamos de bebernos el champaña la llevé a su casa, dándole las gracias por la agradable velada que me había hecho pasar.
2
Intenté comunicar por teléfono con Lejeune a la mañana siguiente, sin conseguirlo. No obstante, tras algunos esfuerzos logré ponerme al habla con Jim Corrigan.
—¿Qué me dices de esa indagación psicológica que tú te interesaste por llevar a cabo? —le pregunté—. ¿A qué consecuencias se ha llegado con respecto a Ginger?
—Para darte cuenta detalladamente de la misma, habría de citar una retahíla de largas palabras, Mark. Tú sabes que no es raro que alguien pesque una pulmonía. Esta enfermedad no tiene nada de extraordinario, de misterioso…
—Sí. Y hay varias personas, que por cierto figuran en una lista, que murieron de pulmonía, gastroenteritis, parálisis, tumor de cerebro, epilepsia o fiebres tifoideas, amén de otras diversas enfermedades perfectamente identificadas.
—Ya me imagino cómo estarás… ¿Y qué podemos hacer nosotros? Está peor, ¿no?
—Pues… sí. Hay algo que hacer entonces.
—¿Por ejemplo?
—Tengo una o dos ideas. La primera es irnos a Much Deeping, apoderarnos de Thyrza Grey y obligarla a invertir el maleficio o lo que sea, aunque haya que recurrir a la violencia…
—Quizá eso diera resultado.
—O… también podría ir en busca de Venables…
Corrigan replicó con viveza:
—¿Venables? ¡Pero si lo hemos descartado! ¿Cómo va a tener relación con todo esto? Es un impedido.
—Lo dudo. Podría llegarme basta él y arrancarle esa manta con que se cubre las piernas para comprobar si es un verdadero paralítico o no.
—Hemos investigado ya ese extremo…
—Espera. En Much Deeping tropecé con ese menudo farmacéutico llamado Osborne. Me gustaría que repitiese delante de ti lo que me sugirió.
Esbocé la teoría desarrollada por aquel.
—Ese hombre está obsesionado —comentó Corrigan—. Pertenece a esa clase de gente que por la fuerza ha de tener siempre razón.
—Pero, Corrigan, contéstame: ¿no pudo haber pasado todo como él me dijo? Entra dentro de lo posible, ¿verdad?
Tras unos segundos de silencio Corrigan repuso, espaciando las palabras:
—Sí. He dé admitir que eso es posible… No obstante, ese secreto habría de ser compartido por varias personas a las que Venables tendría que pagar espléndidamente para que no se les soltara la lengua.
—¿Y qué más le da? ¿No dispone de dinero en abundancia? ¿Ha averiguado ya Lejeune cómo ganó este?
—No. Exactamente, no… He de reconocerlo así. Hay algo torcido en la vida de nuestro hombre. El dinero ha ido a parar a sus manos por distintos medios, que él ha manipulado inteligentemente. No es posible realizar una investigación a fondo en un plazo de días. Ese trabajo quizá requiera varios años. La policía se ha visto en ocasiones anteriores atareada con una labor semejante, al seguir las huellas de algún tramposo financiero que previamente cubrió con una telaraña de infinita complejidad sus probables rastros. Creo que la Comisión de Impuestos sobre la renta ha andado por algún tiempo detrás de Venables. Pero este es inteligente… ¿Qué ves en él..? ¿El cerebro que gobierna a toda una banda de forajidos?
—Sí. Creo que es el hombre que lo planea todo.
—Quizá. Parece un hombre suficientemente dotado para desempeñar tal papel. Hay que pensar, sin embargo, que no habrá descendido a cometer una acción tan repugnante como la de asesinar al padre Gorman.
—Pudo haberlo hecho en el caso de verse precisado. Había que eliminar al sacerdote antes de que este diera cuenta de lo que le había referido la moribunda acerca de las actividades de «Pale Horse». Además…
Me callé de pronto.
—Oye, Mark… ¿Estás ahí todavía?
—Sí. Estaba reflexionando… Acaba de ocurrírseme una idea.
—¿De qué se trata?
—Espera. Aún no la veo clara. Sólo consiguiendo un camino podré estar seguro de mis convicciones. Aún no he desbrozado aquel… De todos modos, ahora debo irme. Tengo una cita con cierta persona en un bar de…
—No sabía que frecuentabas los de Chelsea.
—No. Mi bar se encuentra exactamente en la carretera de Tottenham Court.
Colgué el teléfono y eché un vistazo al reloj.
Avanzaba hacia la puerta cuando oí sonar el timbre del aparato telefónico.
Vacilé. Diez contra uno a que se trataba otra vez de Corrigan, tratando de averiguar algo más en relación con mi idea.
No tenía el menor deseo de hablar con él ahora.
Continué avanzando hacia la puerta mientras el timbre sonaba insistentemente.
—Claro que podían llamarme desde el hospital… Ginger…
No podía correr un riesgo como aquel. Crucé el cuarto impacientemente, aplicándome con un violento ademán, el receptor al oído.
—¡Diga!
—¿Eres tú, Mark?
—Sí. ¿con quién hablo?
—Soy yo, desde luego —dijo la voz en tono de reproche—. Escucha… Querría contarte una cosa.
Reconocí la voz; pertenecía a la señora Oliver.
—Mira, Ariadne. Tengo mucha prisa en estos momentos. He de salir… Te telefonearé más tarde.
—Ni hablar —replicó ella con firmeza—. Habrás de escucharme ahora. Es importante.
—Has de ser rápida. Tengo una cita.
—¡Bah! No estarás mal visto si llegas tarde. Todo el mundo hace lo mismo.
—Es que…
—Escucha, Mark: esto es importante. Estoy segura de que lo es. ¡Tiene que serlo!
Reprimí mi impaciencia lo mejor que pude, mirando de soslayo el reloj.
—Tú dirás.
—Mi criada, Milly, tiene amigdalitis. Se encontraba ya mal, por lo que pensé en enviarla al campo, a casa de su hermana…
Rechiné los dientes.
—Lo siento muchísimo, pero…
—Escucha, Mark. Aún no he comenzado. ¿Dónde me había quedado? ¡Ah, sí! Milly tenía que irse al campo y con tal idea telefoneé a la agencia de que suelo valerme siempre… A la «Regency». Qué nombre más tonto, ¿verdad..? Parece el de un cine…
—De verdad, Ariadne, que…
—Me contestaron que sería difícil complacerme en el acto, lo que dicen siempre, pero que harían lo posible…
Jamás me había parecido mi amiga Ariadne Olivar tan enervante.
—Total: que esta mañana vino una mujer a casa… ¿Quién dirás que era?
—No acierto a… Mira…
—Edith Binns… Un nombre cómico, ¿verdad? Y tú conoces a esa mujer.
—No, no la conozco. No he oído nunca ese apellido.
—Pues la conoces, habiéndola visto además hace pocos días. Ha vivido con tu madrina, lady Hesketh_Dubois, por espacio de algunos años.
—¡Ah!
—Te vio con ocasión de haber ido tú a recoger unos cuadros a aquella casa.
—Todo eso está muy bien, Ariadne, y creo que has sido afortunada al dar con ella. Me parece una mujer fiel, digna de confianza… Tía Min hablaba siempre así de Edith Binns. Pero en realidad… ahora…
—¿Quieres esperar? Aún no he llegado a lo que deseaba decirte. Se sentó a charlar un rato conmigo. Hablamos de lady Hesketh_Dubois, de su última enfermedad… Las personas como Edith gustan del tema de las adolescencias… Luego por fin, lo dijo.
—¿Qué es lo que te dijo?
—Aquello que me llamó la atención. Poco más o menos se expresó en estos términos: «¡Pobre señora! Sufrió mucho. Hasta el momento de padecer la enfermedad que había de llevarle al sepulcro (un tumor en el cerebro, declararon los médicos), había gozado de una salud excelente. Daba lástima verla allí, en la clínica… Sus blanquísimos cabellos, bien cuidados, aseados periódicamente, con toda regularidad, se le caían a mechones sobre la almohada». Luego, Mark, me acordé de Mary Delafontaine, aquella amiga mía. También a ella se le cayó el cabello. Recordé asimismo lo que me contaste de la chica que viste en un café de Chelsea, riñendo con otra, en cuyas manos quedaron varios mechones de cabellos pertenecientes a su rival. El pelo no se cae con tanta facilidad, Mark. Tú prueba… Prueba a ver si puedes arrancarte un puñado, ¡y de raíz! Ya verás. Eso no es lo normal, amigo mío. Las personas a que me he referido presentaban un detalle común. Tiene que tratarse de una nueva enfermedad… Eso debe significar algo.
Oprimí nerviosamente el auricular. Me zumbaba la cabeza. Varias cosas, recordaba a medias, se unían ahora para formar un todo armónico. Rhoda y sus perros sobre el césped, un artículo que yo leyera en una revista médica de Nueva York… ¡Claro, claro!
Repentinamente me di cuenta de que la señora Oliver continuaba hablando.
—¡Dios te bendiga! —exclamé entusiasmado—. ¡Eres maravillosa!
Dejé con un fuerte golpe el receptor. Inmediatamente volví a recogerlo. Marqué el número. Esta vez fui afortunado, consiguiendo ponerme rápidamente en comunicación con Lejeune.
—Oiga, inspector, ¿ha observado usted si a Ginger se le cae el cabello de raíz y a puñados?
—Pues… En realidad creo que sí. Efecto de la alta fiebre, supongo.
—¡Nada de eso! Lo que Ginger padece es lo mismo que han sufrido otras personas antes: el envenenamiento por talio. Quiera Dios que lleguemos a tiempo…