1
A la mañana siguiente llamé por teléfono a Ginger. Le dije que veinticuatro horas después pensaba trasladarme a Bournemouth.
—He dado con un hotel tranquilo y pequeño llamado sabe Dios por qué, Dear Park[7]. Cuenta con un par de salidas fáciles de alcanzar. Podría hacer una escapada a Londres sin que nadie lo advirtiera.
—Supongo que es mejor que no intentes tal cosa. Aunque he de reconocer que caerías aquí como llovido del cielo. ¡Qué aburrimiento, Mark! ¡No tienes idea! Si tropezaras con dificultades para venir, yo podría abandonar el piso, citándome contigo en cualquier parte.
Repentinamente me sentí sobresaltado.
—¡Ginger! Tu voz… Noto en ella un timbre diferente…
—¡Ah! No hay novedad. No te preocupes.
—Pero… ¿por qué, por qué esa voz?
—Me duele un poco la garganta, eso es todo.
—¡Ginger!
—¡Mark, por Dios, eso nos puede pasar a todos! Simplemente: estoy en los comienzos de un resfriado, si es que no he cogido la gripe.
—¿La gripe? Mira, Ginger, no eludas el tema… ¿Te encuentras bien o no?
—No te amontones. Me encuentro perfectamente.
—Dime exactamente los síntomas… ¿Notas lo mismo que cuando nos sentimos griposos?
—Pues… Quizá me duele algo todo el cuerpo. Ya sabes tú…
—¿Tienes fiebre?
—Tal vez…
Me senté. Me asaltaba un terrible presentimiento. Estaba asustado. Y a ella, sin duda, le ocurría igual por más que se empeñara en negarlo.
Percibí de nuevo su ronca voz.
—Mark… No tengas miedo. Estás asustado… En realidad no hay nada que temer.
—Quizá tengas razón. Pero hemos de observar todas las precauciones posibles. Telefonea a tu médico. Dile que vaya a verte. Enseguida.
—Bien, bien… Sin embargo… El hombre pensará que me he alarmado innecesariamente.
—¿Qué más da? ¡Hazlo! Luego, cuando se haya ido, llámame.
Después de colgar el teléfono me quedé con la vista obsesionadamente fija en él. El pánico… No debía dejarme llevar del pánico… En esta época del año la gripe era bastante corriente… Las palabras del médico me tranquilizarían… Quizá se tratara tan solamente de un leve resfriado…
Evoqué involuntariamente la figura de Sybil ataviada con su polícromo vestido, cubierto de signos, auténticos símbolos del mal. Oí la voz de Thyrza, imperiosa… Sobre el suelo, saturado de misteriosos dibujos, canturreaba oscuras fórmulas, sosteniendo un gallo blanco que se agitaba desesperadamente…
Tonterías, nada más que tonterías… Desde luego, sólo se trataba de disparatadas supersticiones…
La caja… No, no era tan fácil desentenderse de ella… Esta representaba no la humana superstición, sino un ingenio científico, de algunas posibilidades… Pero no… No podía ser que…
La señora Calthrop me encontró en aquel cuarto, sentado; sin apartar la vista del teléfono.
—¿Qué ha sucedido? —me preguntó en seguida.
—Ginger no se encuentra bien… —respondí.
Esperaba que ella me dijera que aquello no tenía razón de ser. Ansiaba unas palabras tranquilizadoras. Pero no ocurrió así.
—Mala cosa —comentó—. Sí, creo que eso es un mal indicio.
—No es posible… ¡No es posible que esa gente sea capaz de hacer lo que dicen!
—¿No?
—Usted no cree… Usted no puede creer…
—Mi estimado Mark: tanto usted como Ginger han admitido la posibilidad de que ocurra una cosa tan rara como esta. De lo contrario no harían ninguno de los dos lo que están haciendo.
—Nuestra credulidad lo empeora todo, ¡lo torna aún más probable!
—No vaya tan lejos… Usted dijo que mediante una prueba quizá llegara a creer.
—¿Una prueba? ¿Qué prueba?
—Ginger se hallaba indispuesta. Eso constituye una prueba, ¿no? —inquirió la señora Calthrop.
En aquel momento la odiaba. Levanté la voz enojado.
—¿Por qué ha de mostrarse usted tan pesimista? No es más que un simple resfriado o algo parecido. ¿Por qué insiste en creer lo peor?
—Porque si, efectivamente, es lo peor, hemos de hacerle cara. A nada conduce la táctica de esconder la cabeza debajo del ala como si fuéramos avestruces. Luego podría ser demasiado tarde.
—Pero, ¿cree usted en realidad que esa ridícula comedia surte su efecto? Me refiero al trance de Sybil, a los maleficios, al sacrificio del gallo blanco y demás zarandajas…
—Algo indeterminado surte efecto, no cabe duda. Hemos de procurar localizarlo… Lo demás, en mi opinión, es pura farsa, tendente a crear un ambiente. Esto es siempre un detalle importante. Entre esas cosas accesorias debe hallarse la que buscamos, la que realmente interesa, la que surte efecto…
—¿Algo como la radiactividad a distancia, por ejemplo?
—Algo por el estilo. Ye sabe usted que los hombres de ciencia no cesan de descubrir cosas nuevas, en su mayor parte, atemorizadoras. Una derivación de esos nuevos conocimientos podría ser aprovechada por personas poco o nada escrupulosas para sus propios fines… Recuerde que el padre de Thyrza fue un físico…
—Pero, ¿qué puede ser eso? ¡La maldita caja! Si consiguiéramos examinarla… Si la policía…
—La policía necesita saber más de lo que nosotros sabemos para extender un permiso autorizando un registro.
—¿Y si penetrara en la casa, procediendo a destrozar ese condenado artefacto?
La señora Calthrop movió la cabeza denegando.
—A juzgar por lo que usted me dijo, el daño, si es que se produjo alguno, fue causado aquella noche.
Dejé caer la cabeza entre mis manos, exhalando un gemido.
—Ojalá no nos hubiéramos ocupado nunca de este maldito enigma.
La señora Calthrop manifestó con firmeza:
—Los móviles de su decisión no pudieron ser más nobles. Parte de la labor ya está hecha. Cuando Ginger llame, después que la haya visitado el doctor, sabremos más. Supongo que le telefoneará a casa de Rhoda…
No se me escapó la sugerencia.
—Será mejor que regrese allí.
—Soy una estúpida —declaró la señora Calthrop en el momento de irme—. Me doy perfecta cuenta. ¡Pura farsa! Estamos obsesionados con ella. Me figuro que pensamos exclusivamente todo lo que ellos se proponían hacernos pensar.
Quizá tuviese razón. Sin embargo, yo no acertaba a dar con otro género de razonamiento.
Ginger me llamó más tarde.
—Ha venido el médico —dijo—. Parecía un poco desconcertado pero cree en un probable ataque de gripe. Hay mucha por ahí… Me ha ordenado guardar cama. Me enviará alguna medicina. Tengo mucha fiebre pero esto es natural en las indisposiciones de este tipo, ¿no?
Bajo su superficial valentía noté una desesperada llamada, una muda solicitud de ayuda.
—Te pondrás bien en seguida. ¿Me oyes? Te pondrás bien… ¿Te sientes muy molesta?
—Pues… Tengo fiebre, como te he dicho… Siento un gran ardor en la piel. No toleraría que alguien me tocara. Además me duelen los pies… Todo. Me encuentro muy caliente.
—Eso es consecuencia de la fiebre, querida. Escucha, Ginger… Voy a verte. Salgo de aquí ahora, en seguida. No, no te opongas.
—Conforme. Me alegro de que vengas, Mark. Yo diría… Sí. Desde luego. No soy tan valiente como en alguna ocasión pensé…
2
Telefoneé a Lejeune.
—La señorita Corrigan está enferma —le dije.
—¿Eh?
—Ya me ha oído: está enferma. Ha llamado a su médico. Este cree que puede ser gripe. Quizá sea eso u otra cosa. No se me ocurre qué podrá hacer usted. La única idea que me ha asaltado ha sido la de procurarme la atención de un especialista.
—¿Qué clase de especialista?
—No sé… Un psiquiatra, un psicoanalista, un psicólogo… Alguien que se denomine profesionalmente mediante la palabra psiquis y una terminación cualquiera. Un hombre que esté al corriente de cuanto se refiera a la sugestión, al hipnotismo, a los lavados de cerebro… ¿No hay gente que se ocupa exclusivamente de eso?
—Los hay, par supuesto. Sí. Hay uno o dos funcionarios médicos en la Jefatura especializados en esas cosas. Creo que está usted en lo cierto. Puede tratarse de una gripe, pero también de una complicación de carácter psíquico acerca de lo cual se sepa poco. ¡Dios mío! Tal vez sea eso lo que hemos estado preparando, Easterbrook.
Colgué el auricular. Quizá aprendiéramos algo nuevo respecto a las delicadas armas psicológicas… Ahora bien, lo que a mí me importaba era Ginger, decidida antes, asustada en aquellos instantes… Nos habíamos mostrado escépticos los dos… No. No habíamos creído, considerándolo todo un juego… Pero el asunto no tenía nada de eso.
«Pale Horse» era en cuanto a sus efectos una terrible realidad.
De nuevo hundía la cabeza en mis manos, ahogando un sollozo.