CAPÍTULO XIX

1

Salí a última hora de la tarde. Se había hecho ya la oscuridad, y esto, añadido a que el cielo aparecía nublado, hacía que me moviera con bastante incertidumbre por el serpenteante camino. Miré a mis espaldas, a las iluminadas ventanas de la casa y, de pronto, tropecé con otra persona que avanzaba en dirección contraria.

Era un hombre menudo, aunque fornido. Intercambiamos unas palabras de excusa. El desconocido tenía una voz profunda, de bajo, e imprimía a sus palabras un leve tono pedantesco.

—Crea que lo siento…

—No tiene importancia. Fue culpa mía, de veras…

—Nunca había estado por aquí —le expliqué—. Por eso no sé a ciencia cierta por donde camino. Debiera haberme traído una linterna.

—Permítame.

Mi interlocutor se sacó del bolsillo una linterna, que en seguida me entregó, una vez estuvo encendida. A la luz de esta vi que se trataba de un hombre de mediana edad, de faz redonda e ingenua, en la que campeaba un negro bigote y unos lentes. Se cubría con un impermeable oscuro de buena calidad. Su aspecto era extremadamente digno y respetable. Me pregunté por qué no habría hecho uso de su linterna puesto que la llevaba encima.

—¡Ah! —exclamé—. Ya veo lo que me ha ocurrido… Me salí del camino.

En cuanto me situé en el sendero, alargué la mano tendiéndole su linterna.

—Ahora ya puedo moverme con alguna seguridad.

—No, no… Ya me la devolverá cuando lleguemos a la entrada.

—Pero… ¿no se dirigía usted hacia la casa?

—No, no. Voy en su misma dirección. Ejem… Luego me encaminaré a la parada del autobús, el que me ha de llevar a Bournemouth.

Echamos a andar uno al lado del otro. Mi acompañante parecía un poco confuso. Me preguntó si yo también iba a la parada del autobús. Contesté que me hallaba hospedado en una de las casas de la población.

Se produjo otra pausa. Noté que el desconcierto de mi acompañante crecía por momentos. Pertenecía sin duda a este tipo de hombres que no toleran el verse sorprendidos en una falsa posición.

—¿Ha estado usted visitando al señor Venables? —inquirió aclarándose la garganta.

Le respondí que sí, añadiendo:

—Me pareció que usted iba hacia su casa.

—No. No… En realidad… —hizo una pausa—. Vivo en Bournemouth… Bueno. En sus inmediaciones. Tengo una casita allí, a la que me he trasladado hace muy poco tiempo.

Quise recordar algo… ¿Qué era lo que había oído decir recientemente sobre una casita de Bournemouth? Mientras intentaba acordarme de aquello advertí que mi acompañante se sentía más embarazado que nunca, lo cual le impulsó a explicarse con toda amplitud.

—Tiene que parecerle muy extraño… Admito que, en efecto, lo es… Es difícil justificar la presencia de una persona en los alrededores de una casa, a esta hora, cuyo dueño de aquella no conoce. Mis razones no son fáciles de exponer, pero le aseguro que las tengo. Puedo decirle que aunque vivo en Bournemouth desde hace poco tiempo, soy bien conocido y allí no me costaría mucho trabajo presentarle unos cuantos residentes de la localidad, todos ellos de prestigio, dispuestos a responder por mí. Soy farmacéutico de profesión. No hace mucho vendí el negocio que poseía en Londres, retirándome de la vida activa para refugiarme en esta parte del país, que siempre me ha agradado muchísimo.

De pronto se hizo la luz en mi cerebro. Pensé que ya sabía quién era aquel hombre.

—Me llamo Osborne, Zachariah Osborne. Como ya le he dicho, tengo… tenía un establecimiento muy acreditado en Londres… en la calle Barton, de Paddington Green. El vecindario era excelente en la época de mi padre… Luego, desgraciadamente, cambió. Sí, cambió muchísimo, tornándose menos selecto.

Osborne suspiró, moviendo con un gesto pesaroso la cabeza.

—Esa es la casa del señor Venables, ¿verdad? Supongo… ejem… supongo que es amigo suyo…

Respondí deliberadamente:

—Tanto como eso… Esta es la segunda vez que le visito. En la otra ocasión anterior comí con él, acompañado de unos amigos comunes.

—Sí, sí… Me hago cargo…

Habíamos llegado a la entrada. Salimos al otro lado de la cerca. El señor Osborne se detuvo indeciso. Le devolví su linterna.

—Gracias —dije.

—De nada. Yo… —hizo una nueva pausa, tras la cual comenzó a hablar rápidamente—. No me agradaría que pensara… Desde luego, yo he entrado ahí subrepticiamente. Pero le aseguro que no he procedido así a impulsos de la curiosidad, una curiosidad irrazonada. Este encuentro conmigo tiene, por fuerza, que haberle sorprendido. La cosa se presta a malas interpretaciones. Me gustaría explicarle… ejem… aclarar mi posición.

Esperé. Esto era lo que me figuraba más indicado. Deseaba satisfacer mi curiosidad.

El señor Osborne guardó silencio unos segundos. Después, resueltamente, continuó hablando:

—Sí. Me gustaría mucho explicárselo todo a usted, señor…

—Easterbrook. Mark Easterbrook.

—Bien. Señor Easterbrook… Le agradecería que me proporcionara una oportunidad para justificar mi comportamiento, que, lógicamente, tiene que haberle parecido un tanto raro. ¿Dispone usted de tiempo..? De aquí a la carretera principal no hay más de cinco minutos andando. En la estación de servicio que se encuentra en las proximidades de la parada del autobús existe un pequeño bar. Todavía faltan veinte minutos para que llegue el coche que he de coger. ¿Me permite que le invite a tomar una taza de café?

Acepté. Durante nuestro paseo, el señor Osborne, más tranquilizado, charló animadamente acerca de las buenas cosas que ofrecía Bournemouth: su excelente clima, sus conciertos, sus habitantes, personas agradables en su mayoría…

Llegamos a la carretera principal. La estación de servicio se encontraba en un recodo y la parada del autobús a espaldas de aquella. Vi, efectivamente, un reducido bar, reluciente de limpio. En su interior no había más que dos personas: una pareja de novios, que ocupaban uno de los rincones. Una vez dentro, el señor Osborne pidió café y galletas para mí y para él.

Luego, inclinándose hacia mí desde el lado opuesto de la mesa, pausadamente comenzó a librarse de su pesada carga.

—Todo esto arranca de un caso cuya reseña debe haber leído usted en la Prensa hace algún tiempo. No fue un caso sensacional, por lo que no llegó a las primeras páginas de los periódicos. Estaba relacionado con el párroco católico del distrito de Londres en que tengo… en que tenía mi farmacia. Este hombre fue asesinado. Una pena… Tales sucesos son demasiado frecuentes en nuestros días. Creo que era una excelente persona… Ahora he de decirle en qué me afectó a mí aquel hecho. La policía anunció que deseaba entrar en contacto con quienes hubieran visto al padre Gorman la noche de su muerte. Casualmente yo me encontraba a la puerta de mi establecimiento a las ocho y vi pasar por delante de este al padre Gorman. Le seguía a corta distancia un hombre de aspecto poco común, que por tal motivo atrajo mi atención. En aquel momento, desde luego, mi interés fue puramente accidental y pasajero. Ahora bien, señor Easterbrook, yo soy muy observador y poseo el hábito de registrar minuciosamente en la memoria los rostros de las personas que veo. Esto constituye un pasatiempo para mí. Algunos de mis clientes no han dejado de exteriorizar su sorpresa cuando, por ejemplo, les he dicho: «¡Ah, sí! Me parece que usted vino en marzo último para que le preparáramos la misma receta». A la gente le agrada que se la recuerde. En el negocio esto me ha sido muy  útil. Bueno… Di a conocer a la policía los rasgos del hombre que yo viera. Me dieron las gracias y en eso quedó la cosa.

»Me acerco a la parte más sorprendente de la historia. Hace diez días, aproximadamente. asistí a la fiesta parroquial que tuvo lugar en el pequeño poblado que se encuentra al otro lado de la carretera que hemos seguido… ¡Cuál no sería mi asombro al descubrir allí al hombre que yo viera avanzar tras el sacerdote asesinado! Debía haber sufrido, eso pensé, un accidente, porque ocupaba una silla de ruedas que él mismo manejaba para trasladarse de un lado a otro. Pregunté por aquel hombre a varias personas, enterándome así de que se llamaba Venables y de que se halla en posesión de una gran fortuna. Después de un día o dos de continuas vacilaciones, escribí al agente de policía que me había tomado declaración con motivo de nuestro primer contacto. Vino a Bournemouth… El inspector Lejeune… Si, ese es su nombre. Se mostró escéptico en cuanto a mi identificación. No creía que aquel pudiera ser el individuo que buscaban. Me comunicó que el señor Venables estaba impedido desde hacía varios años, a consecuencia de un ataque de polio. El policía afirmó que debía haber sufrido una confusión, originada, seguramente, por cierto parecido.

El señor Osborne se detuvo bruscamente. Agité un poco el brebaje que tenía delante de mí, bebiendo un sorbo cautelosamente. El señor Osborne añadió tres terrones de azúcar a su taza.

—Y con eso, quizá, se cerró el incidente —apunté.

—Sí, sí…

Por el tono de su voz, se advertía su insatisfacción. Se Inclinó de nuevo hacia mí. Su redonda calva brillaba bajo la luz de la lámpara. Sus ojos, detrás de los lentes, se me antojaron los de un fanático.

—He de explicarle algo más. Siendo yo un chiquillo, señor Easterbrook, un amigo de mi padre, otro farmacéutico, fue llamado a declarar para el caso de Jean Paul Marigot. Lo recordará… Envenenó a su mujer con una dosis de arsénico. El amigo de mi padre lo identificó con el nombre que se había inscrito en su libro de registro de drogas tóxicas con nombre y apellidos falsos. Marigot fue declarado culpable, siendo ahorcado. Esto me causó una gran impresión… Contaba yo entonces nueve años… Una edad muy crítica. Desde aquel día concebí la ilusión de figurar en una cause celèbre y de convertirme en el instrumento de la justicia, el único, el decisivo, el que había de demostrar la culpabilidad del criminal. Tal vez fue por aquellas fechas cuando empecé a aplicarme al estudio de la fisonomía humana, intentando retener en la memoria cuantos rostros veía. He de confesarle, señor Easterbrook, aun cuando esto pueda parecerle ridículo, que durante muchos años he vivido pendiente de una posibilidad: la de que entrara en mi farmacia un hombre decidido a matar a su esposa, con la idea de adquirir el preparado necesario para sus fines.

—Supongo que deseaba ser una cosa así como Madeleine Smith —sugerí.

—Exactamente. Pero, ¡ay! —exclamó el señor Osborne con un suspiro—. Eso no ha llegado a ocurrirme. Y sin embargo, casos criminales como el que he citado se dan muy a menudo. La identificación presente, aunque no encajaba perfectamente en lo que yo esperaba, me facilitaba por lo menos la oportunidad de figurar como testigo en un proceso por asesinato.

Su faz denotó un infantil placer.

—Debe usted haberse disgustado —manifesté afectuosamente.

—Sí.

De nuevo percibí en la voz de Osborne la rara nota de insatisfacción que notara antes.

—Soy un hombre obstinado, señor Easterbrook. A medida que los días han ido pasando, me he sentido más y más seguro. Estoy convencido de que yo tenía razón, de que el hombre que vi era Venables. ¡Oh! Ya sé… —Osborne levantó una mano al advertir que yo me disponía a hablar—. La noche era de niebla y yo estaba algo separado de él… Pero la policía no toma en cuenta que yo he hecho un estudio detenido de mi identificación. No se trata solamente de los rasgos más sobresalientes, de la pronunciada nariz, de la marcada nuez, sino también de la inclinación de la cabeza, del ángulo formado por el cuello y los hombros. «Vamos, vamos. Admite tu error, me he estado diciendo a mí mismo». Pero continúo pensando en que no hay tal equivocación. La policía juzgó imposible lo que yo afirmé. ¿Lo es, en realidad? Eso es lo que me he preguntado muchas veces.

—Seguramente, con una enfermedad de esa clase…

Me interrumpió agitando nerviosamente ante mi rostro una de sus manos.

—Sí, sí, pero la experiencia que tengo, adquirida en el Servicio de Sanidad Nacional… Se quedaría, usted sorprendido si viera las cosas que la gente es capaz de hacer… ¡Y que a veces se salen con la suya! No voy a decir que todos los médicos son unos incrédulos… Suelen descubrir las simulaciones en seguida. Existen medios, sin embargo… Medios que un químico o un farmacéutico conoce mejor que el médico por la índole de su profesión… Ciertas drogas y algunos preparados de inofensiva apariencia. La fiebre puede ser provocada, así como irritaciones de la piel, sequedad de la garganta, incremento de secreciones…

—Ese no es el caso de unas extremidades atrofiadas —le respondí.

—Claro… claro, pero, ¿quién ha dicho que las extremidades inferiores del señor Venables se encuentran atrofiadas?

—Supongo que su doctor.

—Es natural. Ahora bien, yo he intentado hacerme de alguna información en lo tocante a eso. El médico del señor Venables vive en Londres, es un profesional de Harley Street… A su llegada a esta población le vio el que prestaba sus servicios en la misma. Digo «prestaba» porque el hombre se retiró y vive en la actualidad en otra ciudad o fuera del país. El que hay ahora no ha asistido jamás al señor Venables. Y nuestro amigo le visita una vez por mes en Harley Street.

Le dirigí una mirada de franca curiosidad.

—Pues eso para mí no representa todavía ningún punto débil, ya que… ejem…

—Usted no sabe las cosas que yo sé —dijo el señor Osborne—. Supongamos —el dedo índice de su mano derecha se movía ahora más nerviosamente que nunca—, que el señor Venables conoce a un paralítico carente de recursos económicos. Le hace una proposición. Digamos que el hombre se le parece, no en detalle, sino en general. El paciente auténtico, dándose a sí mismo el nombre de su protector, visita a un especialista, siendo examinado por el médico, con lo que el historial clínico resulta cierto. Después el señor Venables se instala en la población en que vive. El titular de la localidad se retira pronto. Más visitas del auténtico enfermo a su médico… ¡Ahí le tiene usted! El señor Venables queda perfectamente documentado como víctima de la polio. Nadie duda de que tenga sus piernas atrofiadas. Cuando se deja ver, todo el mundo puede apreciar que se vale de una silla de ruedas, etc.

—Sus servidores estarían enterados, seguramente —objeté—. Su ayuda de cámara…

—Suponiendo que constituyeran una banda, el ayuda de cámara sería, simplemente, un miembro de aquella. Nada más sencillo. Los otros criados podrían encontrarse en las mismas condiciones.

—Pero, ¿por qué?

—¡Ah! —exclamó el señor Osborne—. Esa es otra cuestión, ¿no? No quisiera darle a conocer mi teoría. Tal vez se ría de ella. Bueno… Eso supone una coartada magnífica. Ese hombre podría encontrarse aquí y estar al mismo tiempo en otras muchas partes. ¿Que le habían visto andando en Padington? ¡Imposible! Él es un ser impedido, que vive en el campo, etc. —Osborne hizo una pausa para echar un vistazo a su reloj—. Mi autobús está a punto de llegar. Debo apresurarme. He estado cavilando acerca de todo eso. Me pregunté si podría hacer algo para probar mi hipótesis. Decidí venir aquí… Estos días dispongo de tiempo de sobra, tanto que casi echo de menos el ajetreo de la vida comercial… Decidí venir y… y llevar a cabo una pequeña labor de espionaje. Dirá usted que no está bien y no tengo más remedio que reconocerlo. Pero tratándose de un caso como el presente, de localizar a un criminal… Por ejemplo: quizá sorprendiera al señor Venables dando un paseo por su posesión cuando creía que no lo observaba nadie. Si no se adelantaban al echar las cortinas, cosa que esa gente suele hacer una hora después de oscurecido, tal vez se me deparara la oportunidad de ver al señor Venables de un lado a otro de su biblioteca, sin ocurrírsele un momento la idea de que alguien le estuviera espiando. ¿Y por qué había de pensar tal cosa? Él no sabe de nadie que sospeche de él hasta ahora.

—¿Por qué está usted tan seguro de que el hombre que vio aquella noche era Venables?

Osborne se puso en pie.

—¡Sé muy bien que lo era! Mi autobús no tardará ya mucho en llegar. Me alegro de haberle conocido, señor Easterbrook, y no sabe el peso que me he quitado de encima al tener ocasión de justificar mi presencia en Priors Court. Tal vez todo lo que le he dicho no le parezca otra cosa que un puñado de tonterías.

—No, no, nada de eso —respondí—. Pero aún no me ha explicado… ¿De qué acciones cree usted capaz al señor Venables?

De nuevo vi la confusión reflejada en su semblante. Me daba la impresión de hallarse algo avergonzado.

—Se echaría a reír si se lo dijera. Todo el mundo asegura que es rico pero nadie sabe cómo hizo su dinero. Le diré lo que pienso de él. Creo que es un gran criminal, uno de esos cerebros excepcionalmente dotados para el crimen… Usted habrá oído hablar de algunos tipos semejantes. Son los que planean los golpes y cuentan con una banda que lleva estos a la práctica. Esto puede parecerle una tontería, pero yo…

El autobús acababa de detenerse. El señor Osborne echó a correr para alcanzarlo…

Emprendí el camino de regreso muy pensativo. La teoría esbozada por Osborne tenía un carácter fantástico, pero había que admitir que en ella había puntos posiblemente ciertos.