CAPÍTULO XVIII

1

Relato de Mark Easterbrook


—Bueno… ¿Qué ha ocurrido? —me preguntó ansiosamente Rhoda ante la mesa en que nos acababan de servir el desayuno.

—¡Oh! Los mismos trucos de siempre —respondí con un gesto de indiferencia.

Me sentí molesto al advertir la mirada de Despard. Indudablemente, era un hombre muy sensible.

—¿Signos cabalísticos dibujados en el suelo?

—A puñados.

—Y gallos blancos también, ¿no?

—Naturalmente. Eso forma parte de la actuación de Bella.

—Y trances y demás cosas por el estilo, ¿no?

—Tú lo has dicho: trances y demás cosas por el estilo.

Rhoda parecía desilusionada.

—Das la impresión de haberlo encontrado todo muy aburrido —comentó.

—Simplemente: he satisfecho mi curiosidad —le contesté.

En cuanto mi prima se marchó a la cocina, Despard me habló:

—¿No es más cierto reconocer que eso te ha sorprendido extraordinariamente? —inquirió.

—Pues…

Hubiera querido dejar aquel asunto a un lado, pero a Despard no se le podía engañar fácilmente.

—En determinado aspecto fue… fue algo bestial.

El marido de mi prima asintió.

—En realidad uno no cree en ello —dijo—. Sobre todo cuando se razona… Ahora bien, esas cosas producen su efecto. En África Oriental he tenido no pocas ocasiones de apreciarlo. Los brujos o hechiceros de las tribus ejercen una terrorífica influencia en la gente. Hay que reconocer que suceden hechos extraños que no pueden ser explicados con un sencillo razonamiento.

—¿Ciertas muertes, por ejemplo?

—Sí. Cuando un hombre se sabe marcado, destinado definitivamente a morir, muere…

—El poder de la sugestión, supongo.

—Es probable.

—Pero esa explicación no te satisface.

—No, no del todo. Existen casos difíciles de explicar echando mano de las teorías científicas occidentales. El maleficio no influye habitualmente en los europeos, aunque yo he conocido excepciones. La verdad es que si la creencia penetra a uno, ¡el individuo afectado muere!

Declaré pensativamente:

—Convengo en que no hay posibilidad de pronunciarse radicalmente en un sentido u otro. Hasta en nuestro país ocurren cosas extrañas. Un día me encontraba yo en un hospital de Londres. Trajeron una chica… Una neurótica. Se quejaba de unos terribles dolores que decía sufrir en los brazos, en las articulaciones. No había manera de quitárselos. Los doctores sospecharon que era víctima de su histeria. Uno de ellos le dijo a la chica que solamente podría curarse pasando a lo largo de su brazo una vara de hierro puesta al rojo vivo. La muchacha accedió a que le aplicaran aquel tratamiento.

»Miró hacia otro lado, cerrando los ojos. El doctor sumergió una varilla de cristal en agua fría, que a continuación deslizó por su antebrazo. La joven lanzó un angustioso grito. “Ahora no tardarás en curar” —dijo el médico—. “Así lo espero. Pero eso fue horroroso. ¡Cómo quemaba!” —respondió la paciente—. Lo raro del caso para mí no era que ella hubiera confundido dos sensaciones totalmente opuestas sino que su piel aparecía quemada, en efecto. La zona que había estado en contacto con la varilla se veía cubierta de ampollas.

—¿Curó por fin? —preguntó Despard muy interesado.

—Sí. Su neuritis, o lo que fuese, no volvió a presentarse. Hubieron de curarle el brazo quemado, no obstante.

—Extraordinario —juzgó Despard.

—El doctor estaba asombrado.

—Muy lógico…

Despard me miró atentamente.

—¿Por qué tenías tanto interés en asistir a esa séance de anoche?

—Esas tres mujeres consiguieron intrigarme. Deseaba ver qué espectáculo eran capaces de montar para mí.

Despard no dijo nada más. No me creía, seguramente. Como ya he dicho, era un hombre muy sensible.

Luego me fui a casa del pastor. La puerta de esta se encontraba abierta, pero en su interior no parecía haber nadie.

Me fui derecho a la pequeña habitación en que se hallaba el teléfono y llamé a Ginger.

Se me antojó que transcurría una eternidad antes de oír su voz.

—¡Diga!

—¡Ginger!

—¡Ah, eres tú! ¿Qué ha ocurrido?

—¿Te encuentras bien?

—Claro que me encuentro bien. ¿Por qué había de estar mal?

Experimenté un alivio inmenso.

Nada extraño noté en ella. Me hizo mucho bien oír sus características expresiones, ya familiares. ¿Cómo podía haber llegado a pensar que toda aquella comedia se tradujera en un daño positivo, material, para una mujer como Ginger?

—Pensé que, por ejemplo, podías haber sufrido una pesadilla durante el sueño…

—Pues no. Me acosté con esa idea y al despertarme me concentré en mí misma, intentando descubrir si había sentido algo especial. Casi me enfadé al comprobar que no…

Me eché a reír.

—Bien. Continúa explicándome —dijo Ginger—. ¿En qué ha consistido esa célebre sesión?

—No se ha apartado mucho de lo ordinario. Sybil se tiende en un diván, colocándose en trance.

Ginger hizo esfuerzos por contener la risa.

—¿Sí? ¡Estupendo! Habría una cubierta de terciopelo negro y ella no llevaría nada encima, ¿verdad?

—Sybil no es madame de Montespan. Y, además, no se trataba de una misa negra. En realidad, Sybil se cubrió con muchas ropas de varios colores, en las que se veían bordados algunos símbolos.

—Eso resulta muy apropiado para Sybil. ¿Qué hizo Bella?

—Desempeñó el papel más desagradable. Después de matar un gallo blanco empapó en su sangre tu guante.

—¡Oh, qué repugnante..! ¿Algo más?

—Thyrza me fue dando explicaciones. Requirió los servicios de un espíritu… Macandal, creo que se llamaba. Hubo también cánticos y luces de colores. Cierta gente se habría asustado al presenciar esa exhibición…

—¿Tú no?

—Bella me impresionó un poco —respondí—. Tenía en la mano un gran cuchillo y pensé que podía perder la cabeza y lanzarse sobre mí en cualquier momento, convirtiéndome en la segunda víctima de la noche.

Ginger insistió:

—¿De veras que no hubo nada que te infundiera miedo?

—Eso no ha ejercitado ninguna influencia en mí.

—Entonces, ¿por qué te has sentido tan contento al comprobar que me encontraba perfectamente?

—Pues… porque…

Me interrumpí bruscamente.

—Bien. No es preciso que me contestes. Y tampoco es necesario que alteres tu manera de ser para llevar este asunto hasta el fin. Hay algo que te ha impresionado…

—Yo creo que sólo porque ellas… Thyrza, quiero decir… ¡Se muestra tan segura de su poder!

—Esto es, está absolutamente confiada en que cuanto hicieron las tres basta para matar a una persona, ¿no?

El tono de la voz de Ginger denotaba su incredulidad.

—Todo es puro embuste —convine.

—¿No pensaba igual Bella?

Reflexioné un momento.

—Estimo que Bella gozaba de dar muerte al gallo y sumergirse en una íntima orgía de malos deseos. Había que oír su incesante cantinela: «La sangre… la sangre»…

—Me hubiera gustado verla —dijo Ginger, pesarosa.

—Yo también hubiera preferido que estuvieses aquí. Francamente: todo se desarrolló a la manera de una representación teatral.

—¿Te encuentras bien ahora?

—¿Que si me encuentro bien? ¿Qué quieres decir?

—Te veo tranquilo… Lo cual no te ocurría al principio de nuestra conversación.

Ginger no se equivocaba. Su voz, normal, había actuado sobre mí como un sedante. Reservadamente, me descubrí ante Thyrza Grey. La comedia por ella dirigida era de índole completamente fantástica, pero en último término había logrado que la duda y el temor se infiltraran en mí. Eso, sin embargo, carecía de importancia. Ginger seguía igual que antes… Ni siquiera había sufrido una pesadilla.

—¿Qué haremos ahora? —inquirió Ginger—. ¿Tengo que continuar aquí unos días más?

—Sí, sí, es que pretendo sacarle al señor Bradley unos centenares de libras.

—Lo que lograrás cueste lo que cueste… ¿Te has alojado en casa de Rhoda?

—De momento. Después me trasladaré a Bournemouth. Tienes que llamarme por teléfono todos los días… O si no, ya te llamaré. Sí. Es mejor. Ahora te hablo desde la casa del pastor.

—¿Cómo está la señora Calthrop?

—En plena forma. A propósito: la he puesto al corriente de nuestro plan.

—Creo que has hecho bien. Bueno, Mark. Adiós. La próxima semana me va a resultar muy aburrida. Me he traído trabajo… Y todos los libros que una va guardando confiada en que llegará algún día en que pueda leerlos.

—¿Qué pensarán tus compañeros, los del estudio de pintura en que trabajas?

—Que estoy realizando una excursión turística.

—¿No te agradaría que eso fuese una realidad?

—La verdad: no me importa mucho —contestó Ginger.

Advertí un acento raro en sus palabras.

—¿No ha ido a verte nadie? A ver: un tipo capaz de infundirte sospechas…

—Me han visitado tan sólo las personas que yo podía esperar: el lechero, el empleado de la fábrica de gas, para tomar lectura del contador, una mujer que me preguntó qué medicinas y cosméticos usaba, un hombre que me pidió que le firmara una petición para pedir al Gobierno la abolición de las armas nucleares, una señora con una suscripción de ayuda a los ciegos… ¡Ah! Y los porteros del inmueble, por supuesto. Una gente muy servicial. Uno de ellos me arregló la llave de una de las luces.

—Personas inofensivas todas ellas, me figuro —comenté.

—¿Pues qué esperabas?

—No lo sé, realmente.

Hubiera deseado poder asirme a algo concreto, tal vez.

Pero las víctimas de «Pale Horse» morían voluntariamente… No. Esta última palabra no cuadraba. Su debilidad física era desarrollada mediante un proceso incomprensible para mí.

Ginger rechazó una vaga sugerencia mía acerca de un empleado ficticio de la compañía suministradora del gas.

—Llevaba sus papeles en orden. Se los pedí. Estos hombres llevan a cabo un trabajo muy simple. Se suben a una escalera, dentro del cuarto de baño, y leen las cifras indicadas en el contador, de las cuales toman nota en una libreta. Puedo asegurarte que mi visitante no ha realizado ninguna manipulación con la idea de que se produzca un escape de gas en mi dormitorio.

No. «Pale Horse» no se valía nunca de semejantes tretas… ¡Demasiado concreto!

—¡Ah! Tuve otra visita —dijo Ginger—. Vino a verme tu amigo, el cirujano de la policía, el doctor Corrigan. Es muy atento.

—Supongo que le enviaría Lejeune.

—Quizá pensara que era su obligación velar por la tranquilidad de una persona que lleva su mismo apellido. ¡Arriba los Corrigan!

Colgué el teléfono, más sereno ya.

Al regresar a la casa de mi prima me encontré a esta muy atareada. Se Hallaba en el jardín, aplicando un ungüento a uno de sus perros.

—Acaba de irse el veterinario —me explicó—. Es una erupción cutánea. Creo que se trata de una cosa muy pesada. No quisiera que se contagiaran los chiquillos… ni tampoco los demás perros.

—También podría ser víctima de ella un adulto —le sugerí.

—Habitualmente se presenta en los pequeños. Menos mal que han pasado todo el día en la escuela… Quieta, «Sheila». No te muevas —A continuación, Rhoda añadió—: Esta infección les hace perder mucho pelo. Deja algunas calvas pero luego aquel vuelve a crecer.

Le ofrecí mi colaboración, que rechazó, lo cual le agradecí infinito. Tras esto me alejé.

Lo malo de aquella región es que cuando uno decide dar un paseo no puede elegir más que entre tres caminos. Desde Much Deeping se sigue la carretera a Garsington, la que lleva a Long Cotenham o el atajo de Shadhanger Lane, que conduce a la autopista de Londres_Bournemouth, a dos millas de distancia.

Al día siguiente, a la hora de la comida, yo tenía exploradas las dos primeras carreteras. No me quedaba otra alternativa que aventurarme por Shadhanger Lane.

Eché a andar y ya por el camino me asaltó una idea. La entrada de Priors Court daba a aquel camino. ¿Por qué no hacerle una visita al señor Venables?

Cuanto más repasaba este repentino propósito más me gustaba. Mi conducta no suscitaría sospecha alguna. Había ido allí la primera vez acompañado de Rhoda. Para justificar mi presencia tenía una buena excusa. Le preguntaría si podía enseñarme alguno de los curiosos objetos que no había tenido tiempo de examinar en aquella ocasión.

La identificación de Venables por aquel farmacéutico… ¿Cómo se llamaba? ¿Ogdenn… Osborne? El detalle resultaba interesante en extremo. Dando por descontado que, de acuerdo con las manifestaciones de Lejeune, el seguidor del Padre Gorman no podía ser Venables, a causa de su parálisis, se me antojaba curioso que se hubiese producido un error que recaía directamente en un hombre que habitaba en la misma población que aquellas tres extrañas mujeres. Por otro lado, había que admitir que no desentonaba…

Venables era un personaje un tanto misterioso. Me lo había parecido desde un principio. Tenía la seguridad de que era un individuo de inteligencia privilegiada. Y entre sus rasgos personales destacaban… ¿Cómo diría yo? Sí: la astucia, la rapacidad… Un hombre, quizá, excesivamente inteligente para matar por sí mismo… Un hombre, sin embargo, capaz de montar una organización criminal si él se lo proponía.

Sin llevar a cabo un gran esfuerzo yo acertaba a encajar muy bien a Venables en el asunto, considerándole el cerebro recto, que se movía entre bastidores. Y aquel farmacéutico, Osborne, insistía en haberte visto avanzar por una calle de Londres. Como esto era imposible, la identificación carecía de valor. Entonces el hecho de que Venables viviera en las proximidades de «Pale Horse» no significaba nada.

Con todo, pensé en las conveniencia de echarle otro vistazo. Así, pues, en el momento indicado giré en dirección a Priors Court, recorriendo el cuarto de milla de serpenteante camino que me separaba de la casa.

Abrió la puerta el mismo criado de la otra vez, quien me informó que el señor Venables se encontraba dentro. Se excusó por dejarme solo unos segundos en el vestíbulo.

—El señor no siempre se encuentra en condiciones de poder recibir a sus visitantes —me advirtió.

El hombre regresó en seguida, diciéndome que el dueño de la casa tendría mucho gusto en recibirme.

Venables me dispensó una cordial acogida. Haciendo avanzar su silla me saludó como podía saludar a un viejo amigo.

—Ha sido muy amable al venir. Me había enterado de su vuelta y abrigaba el propósito de telefonear a nuestra querida Rhoda para sugerirle que comieran los tres conmigo uno de estos días.

Le rogué que me perdonara por presentarme allí tan inopinadamente, agregando que había obrado movido por un repentino impulso. Había salido a dar un paseo, decidiendo acercarme a su casa al darme cuenta de que pasaba por delante de la puerta de esta.

—En realidad me encantaría volver a examinar sus miniaturas mogoles. Aquel día no dispuse del tiempo preciso para admirarlas con la atención que merecen.

—Así es, en efecto. Me alegro de que las tenga en tanta estima. Supone por su parte un detalle exquisito.

Nuestra charla se centró en aquel tema exclusivamente. Debo reconocer que pasé un rato encantador contemplando varias de las maravillas que poseía.

Al serle servido el té insistió en que yo le acompañara.

El té no constituye precisamente una de mis bebidas predilectas pero hice los debidos honores a aquel, auténticamente chino, servido en preciosas tazas de la más fina porcelana. Hubo tostadas, pasta de anchoas y un pastel de ciruelas de sabor delicioso que me hizo evocar la hora del té en la casa de mi abuela, siendo yo todavía un niño.

—Por lo sabroso —comenté—, tiene que ser de confección casera.

—¡Naturalmente! En esta casa no entran jamás pasteles procedentes de las confiterías.

—Desde luego, dispondrá usted de una cocinera excepcional. ¿No se le hace difícil mantener una servidumbre aquí, en plena campiña, alejado de todo?

Venables se encogió de hombros.

—Procuro siempre rodearme de lo mejor. En esto soy intransigente. Claro está… ¡Hay que pagarlo! Y eso es lo que hago yo: pagar.

Toda la arrogancia natural del hombre quedaba reflejada en aquella frase. Le respondí secamente:

—Eso soluciona muchos problemas cuando se dispone de una fortuna.

—Todo depende de lo que uno desee obtener de la vida. Que las apetencias del ser humano sean suficientemente fuertes… He aquí lo que importa. Hay mucha gente que hace dinero y no posee la menor noción en cuanto a su destino. Consecuencia: se ven liados en lo que podría llamarse la máquina de hacer dinero. Son esclavos. Van a sus despachos a última hora de la noche. Jamás hacen un alto para gozar. ¿Y qué consiguen en definitiva? Largos coches, enormes casas, amantes de renombre o esposas y, permítame decirlo, tremendos dolores de cabeza.

Venables se inclinó ligeramente hacia mí antes de continuar:

—Hacer dinero por hacerlo… Ese es el objetivo de muchísimos hombres ricos. Planear empresas día por día más grandes, de mayores riesgos a veces, sólo por el placer ya de amontonar aquel. Y, ¿para qué? ¿Se detienen acaso a formularse esa pregunta? Tampoco sabrían respondérsela.

—Usted no ha obrado así nunca, por lo visto.

—Yo… —Venables sonrió—. Yo sabía lo que quería. Tiempo. Horas y días de ocio para pasarlos contemplando las hermosas cosas naturales y artificiales que nos ofrece el mundo. Como en los últimos años me ha sido negado el placer de ver aquella en escenarios propios me las he traído a casa.

—Pero ha de contarse, antes de que ocurra algo así, con el dinero…

—Sí. Hay que planear en todo momento los golpes… Esto es bastante complicado… Pero en realidad, actualmente, no es necesario seguir ningún sórdido aprendizaje.

—Ni sé si alcanzo a comprenderle.

—El nuestro es un mundo en constante evolución, Easterbrook. Siempre ha sido así… Pero ahora los cambios sobrevienen más rápidamente. El ritmo se ha acelerado… Hay que aprovecharse de ello.

—Un mundo en constante evolución —repetí pensativo.

—Se abren nuevas perspectivas.

—Me temo que está usted hablando con un hombre cuyo rostro se halla vuelto en opuesta dirección: hacia el pasado, no hacia el futuro.

Venables se encogió nuevamente de hombros.

—¿El futuro? ¿Quién es capaz de preverlo? Hablo de hoy, de ahora, ¡del momento inmediato! Lo demás no me interesa. Aquí están las nuevas creaciones de la técnica… Ya disponemos de máquinas capaces de responder a complicadas preguntas en unos segundos. Esas preguntas exigirían al ser humano días enteros de penosa labor.

—¿Calculadoras y cerebros electrónicos?

—Sí.

—¿Ocuparán, incidentalmente, las máquinas el lugar del hombre?

—El lugar de los hombres, sí. Es decir de los seres que representan simples unidades… Del Hombre, nunca. El Hombre ha de ser el Controlador, el Pensador, el que formula la pregunta que han de contestar las máquinas.

Moví la cabeza con un gesto de duda.

—¿La teoría del Superhombre? —Di a mi voz una débil inflexión de burla.

—¿Por qué no, Easterbrook? ¿Por qué no? Acuérdese de que es hora… Bien. De que estamos comenzando a conocer al hombre, al animal humano. La práctica de lo que a veces incorrectamente, es llamado el lavado de cerebro, abre posibilidades enormemente interesantes en esa dirección. No sólo el cuerpo sino también la mente del hombre responde a ciertos estímulos.

—Una doctrina peligrosa —opiné.

—¿Peligrosa?

—Peligrosa para los profesionales…

Venables hizo un gesto de indiferencia.

—La vida no encierra más que peligros. Nos olvidamos de que hemos sido criados y educados en un pequeño rincón. La civilización, Easterbrook, se reduce a una serie de núcleos aislados, a un puñado de hombres reunidos aquí y allí para defenderse mutuamente y que se sienten ahora capaces de controlar y superar a la Naturaleza. Le han ganado la partida a la selva… Pero esa victoria es temporal. En cualquier momento la selva se impondrá de nuevo. Muchas orgullosas ciudades de otros tiempos han quedado reducidas a montones de escombros cubiertos de exuberante vegetación, entre los cuales han vuelto a levantarse las pobres chozas de los supervivientes. La vida está sembrada de peligros… No lo olvide. Al final, no sólo las grandes fuerzas naturales, sino nuestras manos pueden destruirlo todo. Nos hallamos cerca de ese momento…

—Ciertamente que nadie se atrevería a discutírselo. Pero lo que a mí me interesa es su teoría del poder… del poder sobre la mente.

—En cuanto a eso… —Venables me pareció repentinamente confuso—. Probablemente he exagerado.

Encontré su embarazo y su parcial retirada en relación con lo que sostuviera antes, muy interesante. Venables era un hombre que pasaba muchas horas solo… Los seres que se hallan en tales condiciones necesitan hablar con alguien, con cualquiera. Venables me había hablado a mí y, quizá, no juiciosamente.

—El Superhombre… —dijo—. Usted me ha anticipado ya una versión moderna de la idea.

—No encierra ninguna novedad, ciertamente. La fórmula del Superhombre viene de muy atrás. Sobre ella se han levantado varios sistemas filosóficos.

—Me consta. Pero a mí me parece que su Superhombre presenta un rasgo distintivo… Se trata de un ser que puede hacer uso del poder sin que nadie lo sepa, de un hombre que sentado en una silla maneja los hilos de sus marionetas.

No aparté los ojos de él un momento al pronunciar las anteriores palabras. Venables sonrió.

—¿Me asigna usted ese papel, Easterbrook? Me gustaría que tal cosa fuese verdad. Uno necesita recibir algo, para compensarme ¡de esto!

Su mano cayó con fuerza sobre la manta que cubría sus piernas. Advertía claramente el dejo de amargura que había en su voz.

—Yo no voy a ofrecerle a usted mi compasión, un sentimiento que significa bien poca cosa para un hombre espléndidamente situado. Pero permítame decirle que de imaginar semejante carácter (un individuo capaz de convertir el desastre en triunfo), usted sería exactamente, en mi opinión, el tipo de hombre requerido.

Venables se echó a reír.

—Me halaga usted.

Vi que, efectivamente, se sentía complacido.

—No se trata de una lisonja. He conocido ya demasiada gente en mi vida para no descubrir el hombre que se aparta de lo vulgar, al hombre en posesión de extraordinarias dotes.

Temía haber ido demasiado lejos. ¿Y cómo podía ocurrirme esto moviéndome sobre el terreno de la adulación? ¡Un pensamiento deprimente! Pensaba que era preciso mostrarse valiente y al mismo tiempo evitar la trampa.

—¿Por qué me dice usted esto? —inquirió mi interlocutor pensativamente—. ¿Por qué todo eso?

En un vago ademán señalé la habitación en que nos encontrábamos.

—«Esto» constituye una prueba de que es usted un hombre rico, que sabe comprar y tiene gusto. Pero me parece notar que existe algo más que el simple placer de la posesión… Ha adquirido cosas bellas e interesantes, cierto, sugiriendo prácticamente que no fueron conseguidas por medio de una asidua dedicación al trabajo.

—Tiene usted razón, Easterbrook, toda la razón. Como ya dije antes, sólo el necio trabaja. No tiene que pensar, planear su campaña personal con todo detalle. El secreto del éxito es siempre muy simple. ¡Pero hay que pensar en él! Se medita, se pone todo en marcha, ¡y ahí tiene usted el resultado!

Le miré fijamente. Algo simple… ¿Simple como la eliminación de determinadas personas? Llenaba una necesidad. Era una acción planeada por el señor Venables, sentado en su silla de ruedas, con su ganchuda nariz, semejante al pico de un ave de presa, con su prominente nuez, que subía y bajaba continuamente… Ejecutada por… ¿Por quién? ¿Por Thyrza Grey?

—Esta charla nuestra acerca del control remoto me recuerda algo que oí decir a la señora Grey, esa extraña mujer.

—¡Ah! ¡Nuestra querida Thyrza! —Venables había adoptado un tono indulgente. (¿No acababa de notar un leve parpadeo también?)—. ¡Cuántas tonterías dicen esas dos mujeres! Y se las creen. ¿Ha presenciado ya (estoy seguro de que insistirán para que las visite con ese fin), una de sus ridículas séances?

Vacilé unos instantes ante de decidir rápidamente cuál debía ser mi actitud aquí.

—Sí —respondí—. Estuve en su casa con tal fin.

—¿Y no le pareció todo un solemne disparate? ¿O se dejó impresionar?

Evité su mirada, disimulando cuanto pude mi confusión.

—¡Yo..! ¡Oh, bien..! Desde luego, no creo en nada de eso. Parece sincera pero… —consulté mi reloj—. Ignoraba que fuera tan tarde. Debo regresar en seguida a casa. Mi prima se preguntará qué ando haciendo por ahí.

—Dígale que se ha dedicado a distraer a un inválido, en el transcurso de una tarde que se presentaba aburrida para él. Recuerdos para Rhoda. Hemos de ponernos de acuerdo para comer juntos otra vez. Mañana me voy a Londres. En Southeby hay una interesante subasta. Marfiles del medioevo francés. ¡Son exquisitos! Disfrutará usted viéndolos si logro hacerme con ellos.

Tras una amistosa indicación nos separamos. Sus ojos, ¿no habían parpadeado divertida, maliciosamente al oír mis torpes manifestaciones en relación con la séance? Yo estaba seguro de que sí, pero… Me di cuenta entonces de que, decididamente, por unos momentos, había estado imaginando cosas fantásticas.