1
Tres días más tarde Ginger me llamó por teléfono.
—Tengo algo para ti —me dijo—. Un nombre y unas señas. Toma nota.
Saqué mi agenda.
—Adelante.
—El nombre es Bradley y las señas Municipal Square Buildings, 75, Birmingham.
—Bueno… ¿Y qué significa esto?
—¡Sólo Dios lo sabe! Porque lo que es yo estoy como tú. Y hasta dudo de que Poppy tenga una noción cierta de lo que me ha dicho.
—¿Poppy? Pero, ¿es que esto..?
—Sí. La he estado trabajando a fondo. Ya te anuncié que si lo intentaba le sacaría algo. En cuanto he conseguido apaciguarla, la cosa ha resultado fácil.
—¿Cómo lo lograste? —inquirí movido por la curiosidad.
—Asunto de mujeres, Mark. No me entenderías… La cuestión se centra en que lo que una chica cuenta a otra no tiene el relieve de una confidencia hecha a una persona del sexo opuesto.
—¡Ah, sí! Una especie de inofensiva masonería…
—Eso podría servir como explicación. Sea lo que sea, el caso es que hemos comido juntas y con tal ocasión yo me he dedicado a divulgar acerca de mi vida amorosa, citando diversos obstáculos… Un hombre casado con una mujer de insoportable carácter, que por el hecho de ser católica se negaba a concederle el divorcio, convirtiendo la vida de aquel en un infierno. Ella era inválida. Sufría constantemente, pero aun así duraría muchos años. En realidad, la muerte para ella era un favor. Me respondió que una solución a ese problema era recurrir a «Pale Horse»… ¿Y qué era eso? Porque si bien había oído hablar de tal institución ignoraba muchos detalles. Quizá resultara extraordinariamente caro… Poppy me dijo que a ella también se le figuraba lo mismo. Había oído un comentario en tal sentido. Bueno. Al menos ya abrigaba algunas esperanzas. Eso declaré. ¿Por qué? Pues porque yo tenía también mi problema personal… Sí. Un tío abuelo… Me disgustaba al pensar en que había de llegar, inevitablemente, el día de su muerte, si bien con su desaparición yo resultaría favorecida. Tal vez me exigieran una cantidad a cuenta… ¿Cuál era el procedimiento para entrar en contacto con la organización? Entonces Poppy me salió al encuentro con ese nombre que te he dicho y las señas correspondientes. Antes de nada hay que ir a ver a ese hombre para concertar las condiciones comerciales de su gestión.
—¡Es fantástico!
—Lo es, ¿verdad?
Los dos guardamos silencio unos segundos.
—¿Y Poppy te dio a conocer eso abiertamente? —pregunté algo incrédulo—. ¿No te pareció… asustada?
Ginger repuso impacientemente:
—No comprendes, Mark. El simple hecho de decirlo carece en cierto modo de importancia. Además, Mark, si lo que imaginamos es verdad, el negocio ha de anunciarse poco o mucho, ¿no te parece? Habrán de ir en busca de «clientes» constantemente.
—Nos conducimos como unos locos al dar crédito a toda esa historia.
—Como quieras. Estamos locos. ¿Piensas ir a Birmingham a ver al señor Bradley?
—Sí —respondí—. Voy a ir a ver al señor Bradley; si es que existe.
Mi convencimiento en este aspecto era absoluto: no lo creía. Pero sí, me equivoqué. El señor Bradley existía.
Los «Municipal Square Buildings» constituían un verdadero enjambre de oficinas. El número 75 se encontraba en un tercer piso. En la puerta, de cristales, había unas letras en negro, cuidadosamente pintadas: C. R. Bradley, Agente Comercial. Debajo leí, en letras más menudas: Haga el favor de entrar.
Entré.
Había una antesala reducida, vacía en aquellos momentos. Al fondo divisé otra puerta. Despacho particular, rezaba en un rótulo sobre la misma. Se encontraba entreabierta.
Una voz llegó a mis oídos.
—Pase, por favor.
Aquel cuarto era más grande. Contaba con una mesa, un par de confortables sillones, un teléfono y una batería de archivadores. El señor Bradley se hallaba acomodado detrás de la mesa.
Era un individuo menudo, moreno, de vivos y oscuros ojos. Vestía un traje de apagado tono, exactamente igual que los que suelen llevar miles de hombres de negocios.
—¿Tiene la bondad de cerrar la puerta? —inquirió con un cortés gesto—. Tome asiento. En ese sillón se sentirá a gusto. ¿Un cigarrillo? ¿No? Bien. ¿En qué puedo servirle?
Le miré. No sabía cómo empezar. ¿Qué le diría? No tenía la menor idea. Yo creo que fue la desesperación lo que me indujo a pronunciar la palabra con que, se inició nuestra conversación. O tal vez sus brillantes ojos provocaron aquel arranque…
—¿Cuánto? —inquirí lacónicamente.
Noté que se sobresaltó un poco, lo cual me alegró. Pero su gesto no fue el que a mí me hubiera gustado apreciar. No adoptó la pose, como yo habría hecho en su lugar, de creer que, alguien que no se encontraba bien de la cabeza acababa de penetrar en su despacho.
Sus cejas se elevaron unos milímetros.
—Bien, bien, bien… —dijo—. No quiere usted perder el tiempo, ¿eh?
Yo me aferré a mi pregunta.
—¿Qué responde usted?
Movió la cabeza suavemente, como si me reprochara con delicadeza aquella salida.
—Esta no es la manera correcta de abordar las cosas. Hemos de proceder debidamente…
Me encogí de hombros.
—Como usted lo crea oportuno. ¿Qué es lo correcto entonces?
—Aún no hemos sido presentados, ¿verdad? No sé cómo se llama usted.
—De momento no creo que me sienta inclinado a decírselo.
—Precavido.
—Precavido.
—Una casualidad admirable…, que no siempre puede utilizarse en la vida cotidiana. Dígame: ¿quién le envió a mí? ¿Quién es nuestro mutuo amigo?
—Tampoco puedo decírselo. Un amigo mío tiene amistad con un individuo que a su vez tiene relación con usted.
El señor Bradley asintió.
—Así es como suelo ponerme en contacto con la mayoría de mis clientes —manifestó—. Algunos de los problemas que exponen son de carácter más bien… delicado. Supongo que conoce mi profesión, ¿no?
No abrigaba ninguna intención de aguardar mi réplica. Se apresuró a darme la contestación.
—Agente de apuestas del hipódromo —declaró—. ¿Le interesan a usted, quizá, los caballos?
Entre las dos últimas palabras hubo una levísima pausa.
—No soy hombre aficionado a las carreras de caballos —repuse evasivo.
—Este noble animal ofrece diversos aspectos. Existen las carreras de caza, el simple paseo… a mí me agrada en su aspecto deportivo. Y las apuestas —Bradley se detuvo para preguntar con aire indiferente, demasiado indiferente—: ¿Piensa en algún caballo especial?
Me encogí de hombros antes de decidir quemar mis naves.
—Un bayo.
—¡Ah! Muy bien, excelente. ¡Oh! No tiene por qué ponerse nervioso. No hay motivo para dejarse dominar por los nervios.
—Eso ya lo ha dicho usted antes —declaré con rudeza.
Los modales del señor Bradley se tornaron aún más blandos y calmosos.
—Comprendo sus sentimientos. Pero le puedo asegurar que no tiene por qué preocupase. Soy abogado… Desde luego, excluido del foro —añadió Bradley graciosamente—. De lo contrario no me encontraría aquí. Conozco la ley. Todo es cuestión de una apuesta. Un hombre puede apostar sobre lo que quiera, sobre si lloverá mañana, si los rusos lograrán poner un hombre en la Luna o si su esposa va a tener gemelos. Usted puede apostar lo que quiera a que el señor B. morirá antes de Navidad o a que el señor C. vivirá cien años más. Usted respalda con una decisión como esa su buen juicio o sus presentimientos, lo que parezca que puede llamársele… El mecanismo, como verá, es bien sencillo.
Experimenté la impresión de hallarme ante un cirujano, tranquilizando a su cliente al tratar de los probables resultados de una operación. En el despacho del señor Bradley se respiraba una atmósfera de consulta médica.
Le respondí hablando lentamente:
—En realidad no comprendo bien todo este asunto de «Pale Horse».
—¿Y eso le preocupa? Sí. Hay mucha gente que reacciona igual. Hay más cosas en el cielo que en la tierra… Horacio, etc. Con franqueza: tampoco yo lo comprendo. Pero da resultados positivos. Funciona de una manera maravillosa.
—Si usted me pudiese ampliar la información que poseo…
Yo estaba encajado en tales momentos en mi papel… Íntimamente me encontraba asustado. El señor Bradley, no obstante, habría tenido que enfrentarse muchas veces con muchísimas personas en una disposición de ánimo similar.
—¿Conoce usted el sitio?
Tomé una rápida determinación. Sería una imprudencia mentir.
—Yo… Bueno… Sí… Estuve allí con varios amigos. Me llevaron…
—Es encantadora la vieja hostería. Repleta de interés histórico. Además, las restauraciones han sido presididas por un inteligente criterio. Así, pues, la conoce… A mi amiga, a la señorita Grey…
—Sí… sí, por supuesto. Es una mujer extraordinaria.
—¿Verdad? ¿Verdad? Ha dado usted en el clavo. Una mujer extraordinaria. Y en posesión de extraordinarios poderes.
—¡Hay que ver las cosas que dice! Seguramente… imposible.
—Exactamente. Eso es. Las cosas que ella dice conocer y las otras de que es capaz, constituyen un imposible. Cualquiera lo afirmaría así. Ante un tribunal, por ejemplo…
Los negros y brillantes ojos de Bradley me miraron escrutadores. Mi interlocutor repetía las palabras con estudiado énfasis.
—Ante un tribunal por ejemplo… todo eso parecería ridículo. Si esa mujer se levantara para confesar un crimen, un crimen a distancia, por «influjo de la voluntad», su declaración no sería válida. Aun cuando esta fuera cierta (cosa que los hombres sensatos como usted y como yo no creemos ni por un momento), no podría ser admitido ligeramente. El crimen «a control remoto» no es un crimen a los ojos de la Ley, que considera aquel una insensatez. Ahí está lo bonito del asunto… Usted se dará cuenta de ello en cuanto reflexione un momento sobre el citado extremo.
Me di cuenta de que por el momento lo que pretendía era tranquilizarme. Un crimen cometido valiéndose de ocultos poderes no era tal crimen en ningún tribunal de justicia inglés. Si yo contrataba los servicios de un pistolero con objeto de que asesinara a alguien, golpeando a la víctima con una porra o asestándole un navajazo, yo quedaba comprometido, como el autor material del hecho, al que quedaba unido en calidad de cómplice. En efecto, me había puesto de acuerdo con él… Pero si yo utilizaba a Thyrza Grey, esto es, sus mágicas artes, estas no constituirían nunca una pieza de convicción. Sí, puesto de acuerdo con el señor Bradley tenía que reconocer que allí estaba lo bonito del asunto…
Salió a relucir mi natural escepticismo, para protestar. Mi estallido fue apasionado.
—¡Es demasiado fantástico! —exclamé—. No creo. Es imposible.
—Conforme, conforme. Yo pienso igual. Thyrza Grey es una mujer extraordinaria, en posesión, ciertamente, de excepcionales poderes, pero uno no puede creer todo lo que dice ser capaz de hacer. Como decía usted: es demasiado fantástico. En esta época uno no se resigna a creer que una persona pueda enviar ondas mentales a lo que sea eso por sí misma o a través de un médium, instalada en un lugar de la campiña inglesa, para causar la muerte de otra persona (a base de una enfermedad normal) situada, digamos, en Capri.
—Pero, ¿qué es lo que ella hace, en realidad? ¿No es eso precisamente?
—Sí, claro. Desde luego, posee poderes… Thyrza Grey es escocesa. Una peculiaridad de esta raza es la «doble visión». A lo que yo doy un crédito absoluto es a esto —Bradley se inclinó hacia delante, levantando el dedo índice de su mano derecha en un gesto impresionante—: Thyrza Grey sabe… con anticipación… cuándo va a morir alguien. Es un don. Y ella lo posee.
Se recostó en su asiento, estudiándome sin pestañear. Y esperó.
—Supongamos un caso. A cierta persona, a usted o a cualquier otra, le agradaría muchísimo saber cuándo va a morir tía Eliza, por ejemplo. Convendrá conmigo en que es casi siempre singularmente útil conocer tal dato. No hay nada de perverso en ello, nada de carácter malvado… Pura conveniencia, de tipo comercial. ¿Qué planes forjaremos? ¿Vamos a recibir el próximo mes de noviembre una buena suma de dinero? De saber esto, quizá dependa una importante decisión. La muerte es una cosa muy azarosa. Usted, por supuesto, adora a la anciana, pero… ¡cuán útil le sería averiguar aquello!
Bradley hizo una pausa.
—Aquí es donde entro yo. Yo soy un hombre aficionado a las apuestas. Me da lo mismo que la apuesta sea sobre esto que sobre aquello. Usted recurre a mí. Naturalmente, usted no va a apostar sobre el fallecimiento de la anciana. Esto repugnaría a sus buenos sentimientos. El trato queda planteado en los siguientes términos entonces: usted expone cierta suma de dinero, sosteniendo que tía Eliza seguirá llena de vigor y de salud a la llegada de las próximas Navidades. Yo le digo que no…
Mientras hablaba, Bradley me observaba con gran atención.
—¿Hay algún reparo en ello? Nada. Todo es muy sencillo. Nosotros hemos discutido este asunto. Yo sostengo que tía Eliza se encamina hacia su fin. Usted mantiene lo contrario. Después extendemos un contrato y lo firmamos. Yo le doy una fecha. Le digo que transcurridos quince días de la misma tendrán lugar los funerales de tía Eliza. Usted dice que no. Si gana usted… yo pago. De no ser así… ¡será usted quien tenga que hacerlo!
Clavé la vista en el rostro de mi interlocutor. Intenté imaginarme las emociones de un hombre que desea quitar de en medio a una rica parienta. Pensé luego en un chantajista… Esto era ya más fácil de fingir. Un hombre había estado sacándome dinero por espacio de años enteros. Ya no podía soportar por más tiempo sus exigencias. Deseaba su muerte. Carecía de valor para matarlo, pero estaba dispuesto a dar lo que fuera, cualquier cosa con tal de que…
Hablé largo rato… Tenía la voz ronca. Representaba aquel papel con bastante aplomo.
—¿Cuáles son sus condiciones?
Los modales del señor Bradley experimentaron un rápido cambio. Le veía ahora francamente alegre, festivo incluso en su manera de entonar las palabras.
—Por aquí fue por donde empezamos, ¿no? Mejor dicho, por donde comenzó usted a su llegada. «¿Cuánto?», me preguntó. Llegó a producirme un sobresalto. Nunca vi a nadie ir tan directamente al grano.
—¿Cuáles son sus condiciones?
—Depende… Depende de varios factores. Generalmente se basa en la cifra que anda en juego. En algunos casos de los fondos de que dispone el cliente. Un esposo molesto, un chantajista o algo de ese tipo dependerá de lo que pueda aquel. Yo…, permítame que me exprese claramente, no apuesto con gente carente de recursos económicos, excepto cuando se presenta una oportunidad como la del ejemplo que he utilizado. Ahí mis honorarios dependerían de la fortuna que poseyera tía Eliza. Las condiciones se fijan de mutuo acuerdo. Los dos pretendemos obtener un provecho con nuestro convenio, ¿no? En términos generales puede señalarse que las apuestas son del orden de quinientos a uno…
—¿Quinientos a uno? Eso sale muy caro.
—Yo me arriesgo mucho al apostar. De no tener duda sobre la muerte de tía Eliza usted lo sabría y no recurriría a mis servicios. Profetizar la muerte de una persona en un plazo de dos semanas no me negará que tiene sus riesgos. Cinco mil libras contra cien no supone nada exagerado.
—Imaginemos que pierde usted.
—Mala suerte. En ese caso pagaría.
—Y yo pago si soy el que pierdo. Supongamos que me niego.
El señor Bradley se recostó en su sillón, entornando un poco los ojos.
—No le aconsejaría que hiciese eso. No, no se lo aconsejaría —repuso espaciando las palabras.
A pesar del blando tono que imprimió a estas sentí un escalofrío. No había formulado ninguna amenaza directa. Pero la misma se percibía de un modo latente en sus frases.
Me puse en pie, diciendo:
—Tengo… tengo que pensar en todo esto.
Bradley se mostró tan agradable y cortés como al principio.
—Naturalmente. No obre nunca con precipitación. Si se decide vuelva a visitarme y nos ocuparemos del asunto detenidamente. Tómese el tiempo que necesite. Las prisas no conducen jamás a nada. Tómese todo el tiempo que quiera.
Al salir resonaban todavía aquellas palabras en mis oídos.
«Tómese todo el tiempo»…