CAPÍTULO X

1

Glendower Close era un paraje recientemente urbanizado. El terreno aprovechable ondulaba en forma de un semicírculo irregular, en uno de cuyos extremos se veían varios edificios, algunos de ellos todavía en construcción. En el centro, aproximadamente, se veían las puertas de una cerca con un rótulo en el centro que rezaba lacónicamente: «Everest».

Inclinada sobre el terreno, dentro de la zona del jardín, se veía la redonda figura de un nombre que el inspector Lejeune reconoció sin dificultad: tratábase de Zachariah Osborne, entretenido en aquellos momentos en plantar unos bulbos. Abrió la puerta y pasó al interior. El señor Osborne se incorporó para ver quién era el que penetraba en sus dominios. Al identificar a su visitante su faz ya roja de por sí se cubrió de una capa adicional de carmín, reveladora del placer que le producía su llegada. El Osborne campesino presentaba todos los rasgos del otro Osborne propietario de una farmacia en Londres. Calzaba unos rústicos zapatos y llevaba una camisa arremangada, pero también con este atuendo resaltaba su limpieza característica de hombre de la ciudad. Su brillante calva se hallaba cubierta de sudor, que él secó cuidadosamente con un pañuelo antes de salir al encuentro del inspector.

—¡Inspector Lejeune! —exclamó complacido—. Considero esto un honor. De veras, señor. Recibí su carta, correspondiendo a la mía, pero no esperaba verle por estos lugares. Bienvenido a mi modesta morada. Bienvenido a «Everest». ¿Le sorprende a usted el nombre, quizá? Es que los Montes Himalaya me han interesado siempre. En su día seguí paso a paso todos los azares de la expedición al Everest. ¡Qué triunfo para nuestro país! Sir Edmund Hillary. ¡Qué hombre! ¡Qué tesón, qué resistencia la suya! Como todos aquellos que no han tenido que sufrir incomodidades personales aprecio en su justo valor el coraje de los que se obstinan en conquistar montañas jamás holladas por la planta del hombre o navegan entre temibles icebergs para descubrir los secretos del Polo. Pero, entre y acépteme una copa de cualquier cosa.

Guiando a su huésped el señor Osborne hizo entrar a Lejeune en la reducida vivienda, reluciente de limpia aunque escasamente amueblada.

—Todavía no he acabado de instalarme —explicó el farmacéutico—. Asisto a las subastas de por aquí siempre que me es posible. Por tal procedimiento uno se hace de cosas que en las tiendas valdrían tres veces más. ¿Qué podría ofrecerle a usted? ¿Una copa de jerez? ¿Cerveza? ¿Una taza de té? Puedo preparar este en un periquete.

Lejeune contestó que prefería una cerveza.

—Aquí la tiene —dijo Osborne momentos después, regresando de la habitación vecina con dos «tanques» de peltre llenos hasta los bordes del dorado líquido—. Nos acomodaremos un poco para descansar un rato. «Everest». ¡Ah!, el nombre de mi casa tiene un doble significado[5]. Estas pequeñas bromas me gustan.

Dicho esto, el señor Osborne se inclinó hacia delante ansiosamente.

—¿Le ha sido de utilidad mi información —inquirió.

Lejeune suavizó el golpe hasta donde le era posible.

—Me temo que no tanto como esperábamos.

—¡Ah! Confieso que estoy desconcertado. Aunque, en realidad, no hay razones para suponer que un hombre que avanzaba en la misma dirección que el padre Gorman asesinó a este. Quizá hayamos dado excesiva importancia al hecho. Además, el señor Venables es un individuo acomodado, respetado en la localidad, dentro de cuyos círculos más selectos, se mueve.

—La cuestión es que el señor Venables no puede ser el hombre que vio usted aquella noche.

El señor Osborne se irguió bruscamente.

—¡Oh! ¡Ya lo creo que lo es! No tengo la menor duda. Jamás me equivoco cuando veo una cara.

—Pues esta vez ha de reconocer su error —repuso Lejeune suavemente—. El señor Venables es una víctima de la polio. Desde hace más de tres años se encuentra paralizado desde la cintura a los pies y es incapaz de utilizar sus piernas.

—¡Polio! —exclamó Osborne—. ¡Oh, Dios mío..! Eso parece zanjar la cuestión. Y sin embargo… Dispénseme, inspector Lejeune. Espero que no se moleste. ¿Es cierto eso realmente? Quiero decir: ¿posee usted una prueba médica al respecto?

—Sí, señor Osborne. La tenemos. El señor Venables es paciente de sir William Dugdale, de Harley Street, uno de los doctores más eminentes de Londres.

—Desde luego, desde luego… Un miembro del Colegio Real de Médicos. ¡Un hombre célebre! Parece ser que he sufrido una terrible equivocación. ¡Estaba tan seguro! ¡Las molestias que he causado para nada!

—No debe usted tomar las cosas así —le atajó Lejeune rápidamente—. Su informe continúa siendo valioso. Es evidente que el hombre que usted vio se asemeja muchísimo al señor Venables y como este, en cuanto a sus facciones, un tipo masculino poco vulgar; hay que pensar en que no existen muchas personas que se ajusten a su descripción.

—Cierto, cierto —Osborne se animó un poco—. El hombre del mundo del hampa de aspecto similar al del señor Venables… Verdaderamente, no puede haber muchos. En los archivos de Scotland Yard…

Miró esperanzado al inspector.

—Puede que la cosa no sea tan sencilla como eso —repuso aquel—. Existe la posibilidad de que el sujeto que nos interesa no esté fichado. Y en todo caso, como ya dijo usted antes, no hay razones aún para suponer que el desconocido seguidor del padre Gorman sea su agresor.

El señor Osborne parecía deprimido de nuevo.

—Habrá de perdonarme. Creo que me he dejado arrastrar de mi deseo de ser útil… ¡Me habría agradado tanto figurar como testigo de un proceso criminal! Nadie habría conseguido hacerme ceder terreno, se lo aseguro… ¡Oh, no! ¡Me habría aferrado bien a mis convicciones!

Lejeune guardaba silencio, estudiando a su anfitrión pensativamente.

El señor Osborne respondió a su callado escrutinio.

—¿Deseaba preguntarme algo?

—Sí. ¿Por qué tenía usted que aferrarse así a sus convicciones, señor Osborne?

Este dirigió una atónita mirada al policía.

—Pues porque estoy seguro de mí mismo… ¡Oh..! Sí. Ya comprendo lo que quiere decir. El hombre en cuestión no era el que interesa conocer… Consecuentemente, no tengo por qué sentirme tan seguro… No obstante, yo…

Lejeune se echó hacia delante.

—Tal vez se haya preguntado usted por qué he venido a verle hoy. Sí. ¿Por qué me encuentro aquí en estos instantes habiendo logrado una prueba de carácter médico que demuestra que el hombre visto por usted no era el señor Venables?

—Claro, claro… bien, inspector Lejeune. ¿Por qué ha venido usted?

—He venido porque me impresionó su convencimiento por lo que atañe a la identificación. Quise saber en qué se basaba su certeza. Recuerde que aquella fue una noche brumosa. He estado en su tienda. Desde la puerta de la misma he mirado hacia el lado opuesto. Tengo la impresión de que en una noche de niebla no se podría percibir claramente a esta distancia un rostro humano y menos distinguir con detalle sus facciones.

—Tiene usted razón, hasta cierto punto. La niebla iba extendiéndose en aquellos momentos. Pero llegaba, a ver si usted me comprende, en jirones. Había espacios despejados… En uno de ellos divisé al padre Gorman, avanzando rápidamente por la acera opuesta. Por eso pude verle con tanta claridad, lo mismo que al desconocido, que le seguía de cerca. Además, en el instante preciso en que este último se hallaba a mi altura encendió un mechero, a cuya llama arrimó el cigarrillo que llevaba en los labios… Su perfil se destacó en tal momento con toda claridad: la nariz, la barbilla, la pronunciada nuez… Me sorprendió su rostro entonces. No lo había visto nunca por allí. «De haber entrado alguna vez en mi establecimiento me acordaría», pensé. Así pues…

El señor Osborne se interrumpió bruscamente.

—Le escucho —dijo Lejeune en actitud cavilosa.

—Un hermano —sugirió Osborne animado—. ¿Un hermano gemelo, quizá? Eso supondría la solución del enigma.

—¿El clásico caso de los hermanos gemelos? —Lejeune sonrió, moviendo la cabeza en un elocuente gesto de negación—. Una treta muy socorrida en las obras de pura fantasía. Ahora que, en la vida real, no se da…

—No. Supongo que no. No obstante, es posible que un hermano normal… Un parecido muy acentuado… —El señor Osborne parecía razonar juiciosamente.

—Por las averiguaciones que llevamos hechas hemos sabido que el señor Venables no tiene ningún hermano.

—¿Por las averiguaciones que llevan ustedes hechas?

—Aunque de nacionalidad inglesa, él nació en el extranjero. Sus padres le trajeron a la metrópoli cuando contaba solamente once años.

—Entonces no saben ustedes mucho de ese hombre… A su familia, me refiero.

—No. No es fácil averiguar ciertas cosas acerca del señor Venables. Es decir, si no nos decidimos a preguntárselas a él mismo. Y, ¿en qué nos vamos a fundar para proceder así?

Lejeune hablaba lentamente. Siempre existían medios para enterarse de lo que a la policía le convenía saber sin que esta se viese obligada a recurrir al interesado, pero el inspector no abrigaba la menor intención de poner a Osborne al corriente de eso.

—En consecuencia —añadió el inspector poniéndose en pie—, de no ser por el testimonio médico usted no vacilaría en cuanto a la identificación del desconocido, ¿verdad?

—Así es —repuso Osborne—. Recordar rostros… Precisamente ese es uno de mis pasatiempos favoritos. —Dejó oír una risita—. A muchos de mis clientes les he sorprendido con ello. «¿Cómo va ese asma?», le preguntaba a lo mejor a uno. Su asombro no tenía límites. «Usted estuvo en mi farmacia en el mes de marzo pasado», agregaba entonces. «Trajo una receta del doctor Margreaves». Por tal medio, además, me aseguraba la asiduidad de los compradores. A la gente les agrada que se les recuerde. Sin embargo, ve usted, no tenía tanta memoria para los nombres. Me inicié en esa práctica de muy joven. Si Royalty era capaz de hacer eso, solía decirme, ¿por qué has de ser tú menos, Zachariah Osborne? Al cabo de cierto tiempo se convierte en un acto mecánico. Apenas sí hay que hacer esfuerzo alguno.

Lejeune suspiró.

—Mucho me gustaría poder poner sobre el estrado de los testigos a un hombre como usted, en el momento oportuno —dijo—. La identificación constituye siempre una ardua tarea. La mayor parte de la gente es incapaz de concretar. Corrientemente todos salen con cosas como esta: «Yo creo que era más bien alto. Cabellos rubios… Bueno. No muy rubios. Un tono intermedio. Tenía una cara de facciones corrientes. Ojos azules, o grises… Castaños, quizá. Impermeable gris… O tal vez fuera azul marino».

El señor Osborne rio.

—Eso será para usted un grave inconveniente.

—Francamente: un testigo como usted nos parecía un enviado del cielo.

El farmacéutico, ante esta apreciación, se sentía muy complacido.

—Es un don —manifestó modestamente—. Lo que ocurre es que yo me he dedicado a cultivarlo. Ya conoce usted ese juego a que se entregan los niños en sus reuniones… Colocan un puñado de objetos en una bandeja y es necesario recordarlos después. Yo llegaba siempre al ciento por ciento. Mis amigos se quedaban pasmados al apreciar mi habilidad. Juzgaban esto una maravilla. Ni hablar… Es una costumbre. La práctica lo hace todo… También soy un excelente prestidigitador. Aprendí diversos trucos para divertir a los chicos en las Naciones. Perdone, señor Lejeune. ¿Qué ha guardado usted en el bolsillo interior de la chaqueta?

Se inclinó un poco, extrayendo de aquel un cenicero.

—Vamos, vamos… ¡Y pensar que es usted un miembro destacado del cuerpo policíaco!

Osborne se echó a reír de buena gana y Lejeune le imitó.

El farmacéutico prosiguió hablando:

—Me he instalado en un sitio magnifico. Los vecinos son personas agradables, cordiales. Llevo la vida que he estado soñando durante muchos años, pero he de admitir, señor inspector, que echo de menos las preocupaciones y cuidados de mi negocio. Ya sabe usted: siempre entrando y saliendo… Tipos que uno conoce, gente digna de estudio… Ahora procedo a la instalación de mi jardín y practico una gran cantidad de aficiones: mariposas, pájaros… No creo en realidad que acabe echando muy en falta el elemento humano.

»Tengo el proyecto de viajar un poco por el extranjero, en plan modesto. Me propongo, de momento, pasar un fin de semana en Francia. Una bonita excursión, a mi entender… No obstante, Inglaterra se me antoja lo más adecuado para mí. La perspectiva de la cocina extranjera no me seduce por una razón: por ahí no se tiene la menor idea acerca de la forma de preparar los huevos con jamón.

»Ya ve usted lo que es la humana naturaleza. Creí que mi retiro, tan ansiado, no iba a llegar nunca. Y ahora… Sepa que estoy estudiando la idea de comprar una pequeña participación en una farmacia de Bournemouth. Un motivo, simplemente, para tener en qué pensar. Desde luego, algo que no me ate al establecimiento durante todas las horas del día. No tardaré, pues, en andar metido a medias en mis cosas de siempre. A usted le ocurrirá lo mismo. Y si no al tiempo… Hará sus planes para el futuro, pero cuando llegue la hora añorará la agitación de su existencia actual.

Lejeune sonrió.

—En la vida del policía no se da esa romántica excitación en que usted piensa, señor Osborne. Su punto de vista es el del detective aficionado. La mayor parte de nuestro trabajo es de carácter rutinario y, como tal, monótono, aburrido. No siempre nos encontramos dedicados a la caza de hábiles criminales, ni siguiendo pistas misteriosas. Nuestra labor puede ser tan simple y corriente como cualquier otra.

El señor Osborne no parecía convencido.

—Usted no sabe más que yo de eso —dijo—. Adiós, señor Lejeune. Y siento de veras no haberle podido ayudar. Si surgiera algo, en cualquier momento…

—Le pondré a usted en antecedentes —le prometió el inspector.

—Me consta. Lástima que el testimonio de ese médico sea tan radical. Ahora bien, uno no puede prescindir así como así de un dato tan importante.

—Bueno…

Osborne dejó la palabra en el aire, interrumpiéndose repentinamente.

Lejeune no advirtió aquello. Había acelerado el paso inmediatamente. Osborne permaneció unos instantes junto a la puerta de la cerca, con la vista fija en el policía.

—Una prueba médica —murmuró—. La verdad es que los señores doctores… Si él supiera la mitad de lo que yo sé acerca de ellos… Unos inocentes, eso es lo que son. ¡Vaya garantía!