1
—¡Oh, estáis ahí! Nos preguntábamos adónde habrías ido, Mark. —Rhoda cruzó la abierta puerta. Los demás la seguían. Inmediatamente echó un vistazo a su alrededor—. ¿Es aquí donde celebráis vuestras séances?
—Está usted bien informada —Thyrza Grey rio, levemente—. En las poblaciones pequeñas ocurre siempre eso: la gente conoce los asuntos del prójimo, mejor que los propios interesados. Me consta que nos hemos hecho de una especial reputación. Cien años atrás hubiéramos sido ahogadas por la plebe o ido a parar a la hoguera. Una de mis más remotas ascendientes murió en Irlanda así, por bruja. ¡Qué tiempos aquellos!
—Yo creí que era usted escocesa de origen.
—Y así es, por la rama paterna. Mi madre era irlandesa. Sybil, nuestra pitonisa, es de extracción griega. Bella representa a la vieja Inglaterra.
—Un macabro cóctel humano —observó el coronel Despard.
—Lo que ustedes quieran.
—¡Qué chocante! —exclamó Ginger.
Thyrza la miró brevemente.
—Sí, lo es en cierto aspecto —se volvió hacia la señora Oliver—. Usted debería escribir un libro en torno al tema del asesinato por medio de la magia negra. Puedo facilitarle toda la documentación que precise.
—Los crímenes que yo traigo a colación en mis novelas son de tipo ordinario —dijo con acento de excusa.
El tono correspondía a la siguiente frase: «A mí sólo me gusta la cocina sencilla».
—La cosa se limita —añadió la escritora— a una persona que desea quitar de en medio a otra y procura actuar inteligentemente para no dejar rastro.
—Demasiado inteligente para mí —manifestó el coronel Despard.
El marido de mi prima consultó su reloj, agregando:
—Rhoda, yo creo que…
—Tenemos que irnos, por supuesto. Es mucho más tarde de lo que imaginaba.
Intercambiamos los saludos de rigor. No cruzamos por la casa sino que dimos un rodeo, en dirección a una puerta de servicio.
—Tienen ustedes muchos pollos —observó Despard con la vista fija en un espacio cercado con tela metálica.
—Odio las gallinas —declaró Ginger—. Su cloqueo tiene la virtud de irritarme.
—En su mayor parte son gallos.
Era Bella quien había hablado. Acababa de salir por una de las puertas posteriores de la vivienda.
—Gallos blancos —observé.
—Destinados a la cocina, ¿verdad? —inquirió Despard.
—Nos son útiles —respondió Bella.
Su boca habíase abierto, formando una larga línea curva que se extendía de un extremo a otro de su tosca faz. En sus ojos había una mirada de astucia.
—Esos son los dominios de Bella —explicó Thyrza Grey.
Sybil Stamfordis apareció en la puerta principal para despedir a los visitantes.
—No me gusta nada esa mujer, nada en absoluto —dijo la señora Oliver ya dentro del coche, cuando nos alejábamos de allí.
—No debe usted tomar a Thyrza demasiado en serio —le aconsejó Despard—. La señorita Grey disfruta hablando de lo que habla siempre y observando el efecto que produce en los demás.
—No me refería a ella. Es un ser sin escrúpulos, con la atención concentrada en lo que le interesa principalmente. Pero no es peligrosa como la otra mujer.
—¿Bella? Admito, que es un tanto misteriosa.
—Tampoco pensaba en Bella. Me refería a Sybil. No parece estar en su juicio. ¿A qué vienen todas esas cuentas y trapos que luce? ¿Qué pretendía al hablarnos de aquellas fantásticas reencarnaciones? (¿Por qué jamás reencarna una vulgar cocinera o una fea aldeana? ¿Es que eso se reserva exclusivamente para las princesas egipcias y las bellas esclavas babilónicas? Inverosímil). Sin embargo, aunque es una estúpida, yo experimenté la impresión de que era capaz de hacer algo, de influir para provocar hechos raros. Siempre veo las cosas por el lado malo, pero estimo que esa mujer podría ser utilizada en un sentido, precisamente a causa de su necedad. No creo que nadie haya entendido lo que quiero decir —terminó al señora Oliver patéticamente.
—Yo sí —repuso Ginger—. No me extrañaría nada que estuviese usted en lo cierto.
—Debiéramos asistir a una de esas séances —dijo Rhoda—. Tal vez resultara divertido.
—No, no lo harás —declaró Despard con firmeza—. No quiero que te mezcles en asuntos de ese tipo.
El matrimonio comenzó una alegre discusión. Presté atención a la señora Oliver, al oírle hablar de los trenes de la mañana siguiente.
—Puedes venirte conmigo, en mi coche —le propuse.
La señora Oliver vacilaba.
—Pensé que sería mejor el tren…
—Vamos, vamos. Tú has viajado conmigo en otras ocasiones. Puedes confiar en mí como conductor. Lo sabes.
—No es eso, Mark. Es que tengo que ir a unos funerales mañana. No me es posible retrasar la llegada a la ciudad —Suspiró—. No me gustan nada los funerales… De poder ser, no asistiría a ninguno.
—¿Has de ir forzosamente a este?
—Eso entiendo yo, Mark. Delafontaine era una antigua amiga… A ella le agradaría mi gesto, pienso, de poder apreciarlo. Ya sabes cómo son algunas personas.
—Desde luego… Delafontaine, por supuesto.
Los otros fijaron sus miradas en mí, sorprendidos.
—Lo siento —murmuré—. Bien… Me preguntaba dónde había oído el apellido Delafontaine últimamente. Fuiste tú, ¿verdad? —Miré a la señora Oliver—. Tú hablaste de que ibas a visitarla… Se encontraba en una clínica.
—¿Yo? Pues… sí. Es muy probable.
—¿De qué murió?
La frente de la señora Oliver se cubrió de arrugas.
—Polineuritis tóxica… o algo parecido.
Ginger me observaba con curiosidad. Su mirada era viva y penetrante.
En un instante en que todos abandonábamos el coche dije bruscamente:
—Voy a dar un paseo. Me encuentro pesado. Quizá sea por haber comido demasiado. Al banquete con que nos obsequió el señor Venables sólo le faltaba el té que ha venido después. La digestión ha sido laboriosa.
Me alejé apresuradamente, antes de que nadie pensara en acompañarme. Quería recuperarme íntimamente, ordenar mis ideas, bastante embrolladas en aquellos instantes.
¿Qué significaba ese asunto? Todo había comenzado con aquella casual, pero impresionante observación de Poppy, quien declaraba que cuando uno quería desembarazarse de alguien no tenía más que recurrir a «Pale Horse».
Por orden… Luego había tenido lugar mi encuentro con Jim Corrigan, quien me diera a conocer la lista de nombres, que consideraba relacionada con la muerte del padre Gorman. En aquella figuraba el apellido Hesketh_Dubois y el de Tuckerton también, lo que me hizo recordar el episodio del café de Luigi. Más adelante había surgido el nombre de aquel Delafontaine, vagamente familiar. Había sido la señora Oliver quien lo mencionara, aludiendo a una amiga enferma. Y esta acababa de morir…
Después yo, por una razón que no acertaba a explicarme, había ido en busca de Poppy, al establecimiento en que trabajaba. Y la chica había negado calurosamente que tuviese noticias de una institución denominada «Pale Horse». Y lo que era aún más significativo: «Poppy se había mostrado asustada».
Hoy… Había tropezado con Thyrza Grey.
Pero, seguramente, «Pale Horse» con sus ocupantes era una cosa y otra muy distinta aquella relación de apellidos, sin conexión posible con la primera. ¿Por qué diablos me obstinaba en unirlas?
La señora Delafontaine había estado viviendo hasta el momento de enfermar, en Londres, probablemente. El domicilio de Thomasina Tuckerton radicaba en Surrey. Ninguna de las personas de la lista tenía nada que ver con la pequeña población de Much Deeping. A menos que…
Me estaba acercando de frente a King’s Arms. King’s Arms era una taberna clásica, pero con pretensiones. En ella se veían airosos rótulos anunciando los menús que integraban sus comidas, cenas y tés.
Empujé la puerta y entré en aquel local. Por allí no había nadie en aquel momento. No obstante, noté la atmósfera viciada, cargada de humo. Junto a la escalera observé otro rótulo: «Despacho». Aquí había un ventanal herméticamente cerrado. Leí en una pequeña tarjeta: «Pulse el botón». El establecimiento, que también era hospedería, ofrecía la soledad característica de tales lugares a aquella hora del día. En un estante situado al lado de la ventana había un maltratado libro, el registro de los visitantes. Abrí aquel, pasando varias páginas. La casa era poco frecuentada. En el espacio de una semana había cinco o seis anotaciones. Casi todas las estancias habían durado una noche… Seguí viendo otras páginas, fijándome especialmente en los apellidos.
No permanecí mucho tiempo allí. Continuaba solo en el local. En realidad no entraba entre mis proyectos el de dirigir algunas preguntas a los que se hallaban al frente del negocio. Salí a la calle, bañada en el húmedo ambiente de la tarde.
¿Sería una simple coincidencia que alguien llamado Sandford y otra persona de apellido Parkinson se hubiesen hospedado en King’s Arms en determinadas fechas del pasado año? Ambos nombres se encontraban en la lista de Corrigan. Pero, además, yo había visto otro: el de Martin Digby. De ser el Martin Digby que yo conocía se trataba del sobrino de la mujer a quien yo había llamado siempre tía Min, es decir, lady Hesketh_Dubois.
Apreté el paso sin ver siquiera adónde me encaminaba. Ardía en deseos de hablar con alguien. Con Jim Corrigan, por ejemplo, o con David Ardingly o con Hermia, tan juiciosa en todo momento. Me encontraba a solas con mis caóticos pensamientos y deseaba romper mi aislamiento. Francamente: quería enfrentarme con alguien y discutir las ideas que me asaltaban.
Aún pasé media hora vagando por diversas encenagadas callejas antes de dirigirme a la casa del pastor. Abrí la puerta de la cerca para deslizarme a lo largo de un camino interior singularmente mal conservado, oprimiendo segundos después el botón de un mohoso timbre que se encontraba a un lado de la entrada.
2
—No funciona —dijo la señora Calthrop apareciendo en el marco de la puerta como un genio, cuando menos lo esperaba.
Había sospechado aquello desde el primer instante.
—El timbre fue reparado dos veces —explicó ella—. Pero al final hemos tenido que dejarlo por imposible. Consecuentemente, tengo que mantenerme alerta, por si surge algo importante. Lo suyo lo es, ¿verdad?
—Pues… sí. Bueno, para mí, quiero decir.
—Sí, claro. Eso había pensado yo… —La esposa del pastor me contempló pensativamente—. Desde luego, me doy cuenta de que es algo malo… ¿A quién quiere ver? ¿Al pastor?
—No… No estoy seguro…
Había pensado entrevistarme con aquel, pero ahora, inesperadamente, dudaba. ¿Por qué? No lo sabía. La señora Calthorp replicó en el acto:
—Mi marido es un hombre buenísimo. No aludo a él ahora como pastor. Eso hace que en ocasiones surjan dificultades. La gente buena no comprende realmente el mal —Hizo una pausa, añadiendo con viveza—: Creo que sera mejor que hable usted conmigo.
Sonreí débilmente.
—¿Es esta la sección de que se ocupa usted? —inquirí.
—Sí, lo es. En una parroquia es importante conocerlo todo acerca de los diversos… bueno… los diversos pecados en que incurren los fieles.
—¿Y todo lo relativo al pecado no es de la incumbencia de su esposo? ¿No se centra ahí su misión oficial, por decirlo así?
—El perdón de los pecados —me corrigió ella—. Él puede dar la absolución. Yo no. Pero yo —declaró la señora Calthrop, con una expresión de complacencia—, soy capaz de ordenar aquellos y de tenérselos clasificados. En tales condiciones se está en disposición de conseguir que otra gente evite sus efectos. A veces no se puede ayudar al prójimo… Mejor dicho: yo no puedo. Sólo Dios llama al arrepentimiento, como usted sabe… O quizá no lo sepa. Son muchas las personas que ignoran esto en nuestros días.
—No me es posible colocarme a su altura y discutir esos temas —declaré—. En cambio me agrada evitar un daño al prójimo.
—Siendo así lo mejor es que entre. De esta manera podremos charlar cómodamente.
El cuarto de estar era grande y sus muebles tenían el aspecto de las cosas viejas. Parte de aquel quedaba oculto por una serie de enormes plantas, en sus correspondientes macetas. Nadie se había preocupado de las mismas, podando sus frondosas ramas, por ejemplo. Pero por alguna causa que yo desconocía la oscuridad no resultaba lúgubre. Por el contrario, inducía al descanso, las grandes y descuidadas sillas, de andrajoso tapizado, conservaban las huellas de los innumerables cuerpos que se habían acomodado en ellas al correr de los años. En la repisa de la chimenea un reloj, también de dimensiones desusadas, producía un sonoro tic_tac, con confortable regularidad. Allí dentro tendríamos tiempo para hablar… Así podría por fin exteriorizar cuanto pensaba, desentenderme por unos instantes de cuanto alentaba al otro lado de aquellos muros, a la deslumbrante luz del día.
Aquellas paredes debían haber sido mudos testigos de las confidencias de muchas chicas jóvenes, enfrentadas con el problema de una maternidad inesperada, que habían ido en busca de la señora Calthrop en demanda de consuelo y consejo. Allí dentro algunos seres habrían dejado la pesada carga de los resentimientos familiares y muchas madres habrían justificado a sus hijos sosteniendo que no existía maldad en ellos sino una viveza de temperamento excesiva, por lo que su envío en calidad de internos a una escuela oficial era una medida absurda; allí, en fin, innumerables matrimonios habrían zanjado sus diferencias…
Y allí mismo me encontraba yo, Mark Easterbrook, erudito escritor, hombre de mundo, enfrentado con una mujer de canosos cabellos y penetrantes ojos, dispuesta a recoger mis inquietudes en su regazo. ¿Por qué? Lo ignoraba. Sólo tenía una extraña seguridad: aquella era la persona adecuada para tal momento.
—Esta tarde hemos tomado el té con Thyrza Grey —comencé a decir.
Con la señora Calthorp el diálogo no resultaba nunca difícil.
Aquella tenía siempre por costumbre salir al encuentro de su interlocutor.
—¡Ah, vamos! Eso le ha trastornado, ¿verdad? Convengo en que esas tres mujeres componen en conjunto un equipo impresionante. Muchas veces me he preguntado… ¿qué persiguen con sus alardes? Sé por experiencia que las gentes de su corte disimulan más bien. Estas guardan silencio sobre todo lo que se refiere a sus propuestas iniquidades. Cuando los pecados de una persona no son tan graves ni cuantiosos como se pretende, entonces surge el deseo de comentar los mismos. Se experimenta la necesidad de darles realce, de prestarles importancia. Las populares brujas de las aldeas son, por regla general, viejas de mal carácter que gustan de atemorizar a los demás, con objeto de obtener un beneficio a cambio de nada. Es una cosa tremendamente fácil de hacer…
»Bella Webb puede ser sólo una bruja de ese estilo. Y también algo más… Algo que ha quedado y procede de los más remotos tiempos, que se da en este o aquel lugar de la campiña. Asusta cuando se presenta porque encierra auténtica malevolencia y no solamente el afán de impresionar. Sybil Stamfordis es una de las mujeres más necias que he conocido… Es una médium, en realidad, signifique lo que signifique esta palabra. Thyrza… No sé… ¿Qué le contó? Supongo que han sido sus manifestaciones las que le han dejado a usted desconcertado.
—Posee usted una gran experiencia, señora Calthorp. Juzgando por todo lo que conoce o ha oído afirmar, ¿cree en la posibilidad de que un ser humano pueda quedar aniquilado por otro no mediando entre los dos contacto visible alguno?
Los ojos de la señora Calthorp se dilataron un poco.
—Al decir aniquilado, ¿qué quiere dar a entender? Asesinado, ¿no? Se trata de matar a una persona, ¿verdad? Esto es, de un hecho físico, material.
—En efecto.
—Yo juzgaría eso un disparate —declaró la esposa del pastor resueltamente.
—Ya, ya… —respondí, aliviado.
—Naturalmente, puedo equivocarme. Mi padre consideraba la navegación aérea un desatino y lo más probable es que mi abuelo pensara igual, con respecto a los trenes. Los dos tenían razón. En su tiempo aquellas cosas eran consideradas como imposibles. Hoy no lo son. ¿Qué hace Thyrza? ¿Lanzar una especie de rayo de la muerte o algo parecido? ¿O se dedican las tres a pintar estrellas de cinco puntas y a formular ceremoniosos y complicados votos?
Sonreí.
—Me está usted haciendo ver las cosas claras. Debí permitir que esa mujer me hipnotizara —dije.
—No. Usted no es el tipo idóneo en tal aspecto. Debe haber ocurrido algo… Algo que precedió a todo esto.
—Tiene usted razón.
Entonces lo referí lo más abreviadamente que pude, todo lo concerniente al asesinato del padre Gorman y la casual mención de «Pale Horse» en el club nocturno. Después saqué del bolsillo la lista de nombres que yo copiara, a la vista del papel de Corrigan, mostrándosela.
La señora Calthrop frunció el ceño.
—¿Qué tienen en común las personas que figuran ahí? —me preguntó.
—No estamos seguros. Quizá se trate de un chantaje, de un asunto relacionado con el tráfico de estupefacientes…
—Tonterías. No es eso lo que le preocupa a usted… Lo que en realidad cree es que todas esas personas están muertas.
Suspiré profundamente.
—Sí. Tal es lo que creo. Pero no me es posible asegurarlo tampoco. Tres de ellas han fallecido: Minnie Hesketh_Dubois, Thomasina Tuckerton y Mary Delafontaine. Las tres murieron en sus lechos, por causas naturales. Thyrza Grey sostiene que eso puede suceder…
—¿Quiere decirme que ella afirma haber dado lugar a su desaparición?
—No. no. En su disertación no se refirió a personas existentes. Defendía una hipótesis, estimando una posibilidad científica en ella.
—A primera vista no tiene razón de ser —declaró la señora Calthorp pensativamente.
—Yo opino igual. Y me habría reído de todo eso de no ser por la sorprendente mención de «Pale Horse».
—Sí. «Pale Horse». Muy sugerente.
Se produjo un silencio. Luego ella levantó la cabeza.
—Mal asunto, muy malo, ciertamente —declaró—. Haya lo que haya detrás de él es preciso que cese. No hace falta que yo se lo diga.
—Sí, sí… Pero, ¿qué se puede hacer?
—Tendrá que averiguarlo. Y no hay tiempo que perder.
La señora Calthorp se puso en pie.
—Ha de ocuparse de eso en seguida. ¿No tiene usted ningún amigo que fuese capaz de ayudarle en su empresa?
Me puse a pensar. ¿Jim Corrigan? Era un hombre muy ocupado, que apenas disponía de tiempo. Además, ya estaba haciendo lo que podía sobre el particular. David Ardingly… Pero, ¿creería David una sola palabra de toda aquella historia? ¿Hermia? Sí. Disponía de Hermia… Un cerebro despejado, una lógica admirable. Una fuerza indudable si lograba convencerla para que se convirtiese en mi aliado. Después de todo, ella y yo… No terminé la frase. Salía siempre con Hermia… Mi amiga era la persona más indicada.
—¿Ha pensado ya en alguien? Perfectamente.
La señora Calthorp era extraordinariamente viva.
—Yo vigilaré a las Tres Brujas. Tengo la impresión… No sé a qué atribuirlo, pero creo que la respuesta al enigma no se halla en esas tres mujeres. Se me viene a la imaginación inmediatamente la figura de la Stamfordis, recitando una sarta de idioteces acerca de los misterios egipcios y las profecías contenidas en los textos de la Pirámide. Aunque todo ello exista, sus palabras son puras tonterías. No puedo evitar el pensar que Thyrza Grey ha dado con algo confuso u oído hablar de ello, utilizándolo para darse importancia y sostener que controla ocultos poderes. La gente se enorgullece de sus iniquidades. Es extraño que los buenos no se vanaglorien en igual medida de sus virtudes. Claro, aquí es donde surge la humildad cristiana… Los que son buenos no advierten su real condición de tales.
Guardó silencio un momento, añadiendo después:
—Lo que nosotros necesitamos es un eslabón de una u otra clase. Un eslabón que una esos nombres con «Pale Horse». Algo tangible.