CAPÍTULO VI

1

Abandonamos Priors Court después de las cuatro. Tras una deliciosa comida, Venables nos invitó a dar una vuelta por su casa. Realmente había disfrutado lo suyo al enseñarnos los variadísimos objetos de que era propietario… La vivienda era un auténtico tesoro.

—Debe estar nadando en oro —comenté cuando ya habíamos dejado aquella a nuestras espaldas—. Esas joyas, las esculturas africanas… No digamos nada de las obras que posee de Meisses y Bow. Sois afortunados al tener ese vecino.

—La gente que vive aquí es muy agradable, generalmente. Ahora bien, el señor Venables constituye una nota exótica al lado de los otros.

—¿Cómo ha hecho su dinero? —inquirió la señora Oliver—. ¿O quizá lo heredó de sus padres?

Despard observó con algún retintín que nadie en nuestros días podía considerarse extraordinariamente beneficiado a base de la herencia de una sólida fortuna. Los impuestos gubernamentales habrían dado cuenta de semejante fuentes de ingresos.

—No sé quién me ha contado que comenzó sus actividades como estibador, pero esto es bastante improbable. Jamás habla de su niñez, ni de su familia… —se volvió hacia la señora Oliver—. Un hombre misterioso que quizá a usted interesara…

La señora Oliver respondió que la gente le estaba ofreciendo siempre cosas que ella no quería.

«Pale Horse» era una construcción hecha en su mayor parte a base de madera. Nada de imitaciones; una edificación levantada de acuerdo con las normas de su tiempo. Caía un poco a espaldas de la población. Contaba con un jardín de tapias, el cual contribuía a dar a la casa su carácter evocador.

A mí me desilusionó y así lo dije.

—Poco de siniestro hay aquí —comenté—. No se percibe nada especial.

—Espere a que entremos —me respondió Ginger.

Abandonamos el coche para acercarnos a la puerta, que se abrió en aquel instante.

En el umbral se encontraba la señorita Thyrza Grey, una mujer alta, con una figura ligeramente masculina, vestida con chaqueta de lana y falda. Sus canosos cabellos arrancaban de una alta frente. La nariz ganchuda y los penetrantes ojos, levemente azules, constituían los rasgos más destacados de aquel rostro.

—Por fin han llegado ustedes —nos dijo cordialmente con voz varonil—. Creí que se habían extraviado.

Por encima de su hombro me pareció ver un rostro que se asomaba al oscuro vestíbulo. Una faz rara, más bien de facciones indefinidas, como el trozo de arcilla moldeado por un niño que se ha introducido subrepticiamente en el estudio de un escultor. Era aquel el rostro que en ocasiones se ve en ciertas antiquísimas pinturas de origen italiano o flamenco, mezclado entre otros anónimos.

Rhoda nos presentó, explicando que habíamos comido en Priors Court, con el señor Venables.

—¡Ah! —exclamó la señorita Grey—. Eso lo explica todo. Una grata sobremesa, una digestión laboriosa… ¡Vale mucho ese cocinero italiano! No digamos nada de los tesoros que alberga la casa. ¡Pobre hombre..! Ha de entretenerse con algo, a fin de consolarse. Pero, entren… entren. Nosotras nos sentimos muy orgullosas, de nuestra casa también. Data del siglo XV y alguna de las cosas que contiene, del XIV…

En el vestíbulo, de techo bajo, poco luminoso, nacía una serpenteante escalera que conducía a las habitaciones superiores. Contaba con una amplia chimenea y un cuadro enmarcado.

—El viejo rótulo de la hospedería —comentó la señorita Grey al notar mi mirada—. Con esta luz no lo verá muy bien. La imagen difusa de un caballo de pelo claro, amarillento.

—Tengo que limpiarlo algún día —dijo Ginger—. Déjenmelo hacer y quedarán sorprendidas.

—Lo dudo —manifestó Thyrza Grey, añadiendo bruscamente—: Supongamos que lo echara a perder…

—¡Ni hablar de eso! —exclamó Ginger irritada—. Conozco muy bien mi trabajo. Trabajo para las Galerías de Londres —explicó dirigiéndose a mí—. Resulta muy divertido.

—Es preciso un proceso de adaptación por nuestra parte a las modernas técnicas de la restauración de pinturas —dijo Thyrza—. Cada vez que visito la «National Gallery» me quedo con la boca abierta. Muchos de los cuadros dan la impresión de haber sido sometidos a un baño a base del detergente de moda.

—No creo que prefiera usted ver esos mismos cuadros borrosos y del color de la mostaza —protestó Ginger, examinando atentamente el que tenía delante—. Algo más, mucho más obtendríamos. Ese caballo ha tenido quizá, en otra época, un jinete.

Me uní a ella en el examen de la pintura. Nada tenía esta de particular. El mérito radicaba en su antigüedad, en la pátina especial que le habían dado los años. La figura de un semental se destacaba sobre un fondo oscuro e indeterminado.

—¡Eh, Sybil! —gritó Thyrza—. Los visitantes están criticando nuestro caballo. ¡Condena su impertinencia!

Sybil Stamfordis salió por una puerta, uniéndose a nosotros.

Era una mujer alta, esbelta, de morenos y grasientos cabellos, con una expresión boba y la boca de un pez.

Vestía un sari de un brillante verde esmeralda, que no realzaba en absoluto su figura. Hablaba con voz débil y quebrada.

—Nuestro muy querido caballo —dijo—. Nos enamoramos de esa antigua y clásica muestra de hospedería tan pronto la vimos. Incluso estimo que influyó en nuestra decisión de adquirir la casa, ¿no es cierto, Thyrza? Pero… Entren, entren.

Nos hizo pasar a una habitación de forma cuadrada, más bien pequeña, que en otro tiempo debía haber sido la taberna. Estaba adornada ahora con quimón y muebles Chippendale, convertida en el cuarto de estar de una dama, de estilo rústico. Se veían allí también unos jarrones de crisantemos.

Después nos llevaron a ver el jardín. Juzgué que en la época estival este ofrecía un aspecto encantador. Luego volvimos a la casa, para encontrarnos con que el té había sido servido ya. Hubo bocadillos y pastelillos caseros. En el instante de sentarnos acudió la mujer que yo viera unos momentos en la oscuridad del vestíbulo, portadora de una tetera de plata. Llevaba un vestido verde oscuro, carente por completo de adornos. La impresión inicial subsistía ahora que se me presentaba la oportunidad de contemplarla más de cerca. Se trataba de un rostro de facciones primitivas. No sé por qué había llegado a juzgarlo siniestro.

Repentinamente, me sentí enfadado conmigo mismo. ¡Cuántas tonterías había forjado mi mente en torno a la transformada hostería y las tres mujeres que la habitaban en la actualidad!

—Gracias, Bella —dijo Thyrza.

—¿Necesitas algo más?

Las palabras salieron de sus labios como en un murmullo.

—No, gracias.

Bella se retiró en dirección a la puerta. No había mirado a nadie, pero en el preciso instante de salir levantó la vista, observándome fugazmente. Había algo en sus ojos que me sobresaltó, aunque no sabría decir por qué. Me pareció advertir un leve indicio maligno, una curiosidad refrenada. Experimenté la impresión de que sin querer, tal vez, ella acababa de descubrir lo que yo estaba pensando.

Thyrza Grey notó mi reacción.

—Bella es desconcertante, ¿verdad, señor Easterbrook? —me preguntó—. Me he dado cuenta de cómo la ha mirado.

—Procede de esta región, ¿verdad?

Hice un esfuerzo para aparentar que sólo me inspiraba un cortés interés.

—Sí. Me atrevería a asegurar que alguien le ha dicho que es la bruja de esta población.

Sybil Stamfordis hizo tintinear sus cuentas.

—He de confesarle, señor, señor…

—Easterbrook.

—Estoy convencida, señor Easterbrook, de que sabrá usted que nosotras practicamos el arte de la brujería. Confiese que sí. Tenemos una auténtica reputación en tal sentido.

—Nada inmerecido, quizá —añadió Thyrza, quien parecía sentirse divertida—. Sybil reúne grandes aptitudes y se halla en posesión de preciados dones.

Sybil suspiró complacida.

—Siempre me han atraído las ciencias ocultas —murmuró—. Ya de niña llegué al convencimiento de que disponía de extraños poderes. De un modo completamente natural llegué a la escritura automática. ¡Y ni siquiera sabía qué era aquello! Me sentaba con un lápiz en la mano, sin tener la más mínima idea de lo que estaba ocurriendo. Por supuesto, siempre he sido ultrasensible. En cierta ocasión, tomando el té con una amiga, en su casa, me desmayé… Algo espantoso había sucedido en aquella habitación en que nos encontrábamos… ¡Yo lo sabía! Dimos con la explicación más tarde. En aquel cuarto había sido asesinada una persona… ¡Habían pasado veinticinco años desde entonces!

Con un gesto de asentimiento miró a su alrededor, evidentemente satisfecha.

—Muy curioso —dijo el coronel Despard con una mueca de disimulado disgusto.

—En esta casa han ocurrido cosas terribles —declaró Sybil—. Pero nosotras hemos tomado las medidas necesarias… Los espíritus sujetos al lugar han sido libertados.

—Sí, vamos, una especie de limpieza inmaterial-sugerí.

Sybil me miró con un gesto de duda.

—Ese sari que lleva tiene un color precioso —manifestó Rhoda.

La faz de Sybil se iluminó.

—Sí. Lo compré cuando estuve en la India. Mi estancia allí resultó interesantísima. Estudié el yoga y todo lo demás. Sin embargo, no puedo desprenderme de la impresión de que había muchas cosas falseadas, bastante alejadas ya de lo natural, de lo antiguo… Yo, creo que es conveniente volver a lo de atrás, a los principios, a los poderes primitivos. Soy una de las pocas mujeres que han visitado Haití. Allí es donde una realmente entra en contacto con las fuentes iniciales de lo oculto. Disimuladas, desde luego, bajo una capa de corrupción, desfiguradas. Ahora bien, la raíz subsiste.

»Aprendí mucho, especialmente cuando mis amigos se enteraron de que yo tenía dos hermanas gemelas, mayores que yo. Me dijeron que la persona nacida con posterioridad a dos criaturas gemelas, de la misma madre, naturalmente, posee determinados poderes. Muy interesante, ¿verdad? Las danzas de la muerte nativas son maravillosas. En el transcurso de estas salen a relucir cráneos humanos, huesos cruzados y las herramientas clásicas del excavador de tumbas: la pala, el pico, el azadón… En tales ocasiones se visten con el atuendo de los funerarios: sombreros de copa, ropas negras…

»El Gran Maestro es el barón Samedi, quien invoca al dios Legba, el dios que “quita la barrera”. La muerte es enviada aquí o allí… para matar. Una extraña idea, ¿no les parece?

»Miren esto ahora… —Sybil se levantó, cogiendo un objeto del antepecho de la ventana—. Esto es mi Asson: una calabaza seca que contiene una serie de cuentas… ¿Ven estos trozos? Son vértebras de serpiente disecadas también.

Atendíamos a sus palabras por cortesía, sin ningún entusiasmo.

Sybil acarició su horripilante juguete afectuosamente.

—Muy interesante —comentó Despard.

—Aún podría decirles más.

En este punto mi atención se desvió de ella. Las palabras de Sybil llegaban a mis oídos confusamente. Esta mujer se había empeñado en airear sus conocimientos sobre brujería… Hablaba de maître Carrefour, de la Coa, de la familia Guidé…

Volví la cabeza, observando que Thyrza me contemplaba con un gesto burlón.

—No cree usted nada de eso, ¿verdad? —murmuró—. Pues sepa que se equivoca. Usted no conseguirá jamás hallar una explicación para la superstición, el temor o el fanatismo religioso. Se trata de realidades y de potencias elementales. Siempre ha sido así. Y ninguna variación experimentarán en el futuro.

—No me creo capaz de discutírselo —contesté.

—Ya veo que es usted un hombre prudente. Venga conmigo. Le enseñaré mi biblioteca.

La seguí hasta el jardín y luego a lo largo de la casa.

—La instalamos en el sitio ocupado en otro tiempo por los establos —me explicó.

Las cuadras y demás construcciones independientes habían sido convertidas en una gran nave. Había toda una pared cubierta de libros. Comencé a examinar los lomos de estos y no tardé en proferir un grito de sorpresa.

—Tiene usted aquí obras verdaderamente raras, señorita Grey. ¿Es esto un Malleus Maleficarum original? Palabra: es usted dueña de varios auténticos tesoros.

—Eso mismo creo yo.

—Ese Grimoire… Un ejemplar muy raro, de veras.

Fui recogiendo volumen tras volumen de los estantes. Thyrza no me perdía de vista… Había un aire de tranquila satisfacción en ella, cuyo origen no acertaba a comprender.

Estaba volviendo a poner en su sitio el Sadducismus Triunmphatus cuando Thyrza dijo:

—Es muy grato dar con alguien capaz de apreciar en su justo valor nuestros objetos más preciados. La mayor parte de la gente se limita a abrir la boca, a causa del asombro, o a bostezar.

—Pocos temas existirán relacionados con el arte de la brujería que usted no conozca. ¿Cómo nació su interés por aquellos?

—Esa es una pregunta difícil de contestar… Hace tanto tiempo… A veces una se pone delante de una cosa casualmente y la misma acaba subyugándote. Es un estudio fascinante. ¡Qué creencias se ha llegado a forjar la gente! ¡Cuántas tonterías han llegado a hacer en ese sentido!

Me eché a reír.

—Eso es alentador. Me alegra que no dé crédito a todo lo que lleva leído.

—No debe usted juzgarme utilizando el patrón de la pobre Sybil. ¡Oh, sí! Aprecié perfectamente su gesto de superioridad. Pero se equivocaba… Es una necia mujer en muchos aspectos. Suele tomar un poco de voduismo, otro de demonología y otro de magia negra, mezclando estas menudas porciones para confeccionar un sugestivo pastel ocultista… No obstante, se halla en posesión del poder.

—¿El poder?

—Ignoro si podría ser llamado de otra manera… Existen personas que pueden convertirse en un puente vivo, tendido entre este mundo y el otro, el de las potencias misteriosas. Sybil es una de ellas. Es una médium de primera categoría. Nunca ha desempeñado su papel como tal a cambio de dinero. El suyo es un don excepcional. Cuando Sybil, Bella y yo…

—¿Bella?

—¡Oh, sí! Bella posee sus poderes personales también. A las tres nos ocurre lo mismo, sólo que en diferentes grados. Como si compusiéramos un equipo o una sociedad…

Thyrza se interrumpió bruscamente.

—¿Brujas, S. L.? —sugerí con una sonrisa.

—Podría quedar expresado con esos términos.

Eché un vistazo al volumen que en aquellos instantes tenía en las manos.

—¿Nostradamus y todo lo demás?

—Nostradamus y todo lo demás, efectivamente, como dice.

—Cree usted en ello, ¿no? —inquirí espaciando las palabras.

—No es que crea. Conozco.

Hablaba con una entonación triunfal… La miré atentamente.

—Pero, ¿cómo? ¿En qué forma? ¿Por qué razón?

Thyrza paseó su mano a lo largo de los estantes repletos de volúmenes.

—¡Todo radica en esos libros! ¡Cuántos disparates! ¡Qué fraseología tan ridícula a veces! Pero apartemos las supersticiones y los prejuicios de todos los tiempos… ¡Entonces encontraremos en el fondo la verdad! Una verdad que siempre ha sido disfrazada para impresionar a la gente.

—No estoy seguro de comprenderla.

—Mi querido amigo: ¿por qué se ha dado en todas las épocas el nigromántico, el hechicero, el curandero? Sólo existen dos razones realmente. Sólo hay dos cosas que se desean siempre con ardor semejante, aunque el interesado arriesgue con ellas su salvación: la poción amorosa y la copa de veneno.

—¡Ah!

—Es sencillo, ¿no? El amor… y la muerte. La poción amorosa para conquistar al hombre amado; la misa negra para conservarlo. Un brebaje que ha de ser tomado en una noche de luna llena, que exige el recitado de todos los nombres de diablos o espíritus, rociar el suelo y las paredes. Todo eso es la tramoya. La verdad radica en el afrodisíaco que contiene el líquido.

—¿Y la muerte? —pregunté.

—¿La muerte? —Thyrza dejó oír una risita extraña que me produjo algún desasosiego—. ¿Le interesa a usted la muerte?

—¿A quién no?

Ella fijó en mí una viva y escrutadora mirada. Me sentí desconcertado.

—La muerte… Esta ha producido siempre más inquietudes que las pociones amorosas. Y sin embargo… ¡qué infantil resulta todo lo del pasado, con ella relacionado! Por ejemplo: los Borgia y sus famosos y secretos venenos. ¿Sabe usted qué era exactamente lo que utilizaban. ¡Arsénico corriente y moliente! Lo mismo que cualquier oscura mujer de los suburbios al pretender librarse de su marido. Pero desde entonces hemos progresado mucho. La ciencia ha alejado las fronteras de lo imposible.

—¿Mediante venenos que no dejan ningún vestigio? —Mi voz traslucía bastante escepticismo.

—¡Venenos! Eso es un vieux jeu. Un recurso al alcance de cualquier niño. Existen nuevos horizontes.

—¿Tales como..?

—La mente. El conocimiento de lo que es la mente, de lo que es capaz de hacer, de cómo se puede manejar…

—Haga el favor de continuar. Esto es muy interesante.

—El principio es bien conocido. Los curanderos lo han empleado en el seno de las comunidades prehistóricas, sirviéndose de él durante muchísimos siglos. Usted no tiene necesidad de matar a su víctima. Todo lo que se precisa es que usted le diga que muera.

—¿Actuar por sugestión? Hay que objetar que eso sólo da resultado cuando la víctima cree en aquella.

—Usted quiere decir que no resulta con los europeos —me corrigió mi interlocutora—. A veces, sí, no obstante. Pero no se trata de eso ahora. Nosotros hemos dejado al hechicero más atrás. Los psicólogos nos han enseñado el camino. ¡El deseo de la muerte! Alienta en todas las personas. ¡Hay que explotarlo! Es preciso insistir en él, desarrollarlo.

—Es una idea interesante. Hay que influir en el sujeto para encaminarlo hacia el suicidio, ¿no es así?

—Aún continúa usted retrasado. ¿Ha oído hablar de las enfermedades traumáticas?

—Por supuesto.

—Ciertas personas, arrastradas por un deseo inconsciente de evitar el regreso al trabajo, desarrollan aquellas de un modo auténtico. Nada de simulaciones… Se trata de indisposiciones reales, con síntomas, con dolores. Durante mucho tiempo los médicos han ido de cabeza…

—Comienzo a sospechar lo que quiere usted decir —señalé.

—Para destruir al sujeto el poder debe concentrarse en su oculto e inconsciente yo. El deseo de la muerte, que existe en todo ser humano, ha de estimularse, hacerlo más profundo y sentido —Thyrza se mostraba cada vez más excitada—. ¿No comprende? Aquel llega a originar una enfermedad real, inducida por el autor del proceso…

Acababa de erguir la cabeza, en un arrogante gesto. Yo noté repentinamente una gran frialdad. Todo aquello era una sarta de disparates, desde luego. Thyrza no debía estar en su juicio. Y sin embargo…

Ella se echó a reír inesperadamente.

—¿Qué? ¿No me cree?

—Es una teoría fascinante, señorita Grey. Acorde además con el pensamiento moderno. Tengo que admitirlo. Pero, ¿cómo se propone estimular ese anhelo que existe en todos nosotros?

—Ese es mi secreto. ¡La forma de actuar! ¡Los medios! Existen comunicaciones sin contactos. No tiene más que pensar en la radio, el radar, la televisión… Los experimentos de percepción extrasensible no han progresado todo lo que el público esperaba a causa de que no se ha dado con el principio básico. Puede llegarse al conocimiento de este por un accidente casual… Ahora bien, en cuanto se sabe cómo actúa, el agente dispondrá del mismo cada vez que se lo proponga.

—¿Se encuentra usted en ese caso?

No me respondió en seguida… Alejándose de mí un poco dijo:

—No debiera usted pedirme, señor Easterbrook, que le revelara todos mis secretos.

La seguí al encaminarse a la puerta que daba al jardín.

—¿Por qué me ha contado todo eso? —inquirí.

—Usted ha estado admirando mis libros. En ocasiones una necesita permitirse alguna expansión, hablar con alguien. Y, además…

—¿Qué?

—Se me ocurrió pensar… A Bella le ha sucedido lo mismo… Hemos pensado que quizá llegara a necesitarnos.

—¿Necesitarles yo a ustedes?

—Bella cree que usted vino aquí con objeto de vernos. Se equivoca raras veces.

—¿Por qué había de querer… verles, como acaba de decir?

—Eso —declaró Thyrza Grey pausadamente—, no lo sé… todavía.