1
—¡Qué descanso! —exclamó suspirando la señora Oliver—. ¡Pensar que todo ha terminado sin que sucediera nada anormal!
Era aquel un momento de descanso. La fiesta de Rhoda se había deslizado como todas las fiestas. El tiempo suscitó cierta ansiedad. A primera hora de la mañana había sido muy variable. Esto dio lugar a infinidad de discusiones sobre la conveniencia de abrir algunos puestos en zona despejada, sin protección, o bien aprovechar el largo pajar y la marquesina. Rhoda zanjó con tacto las diferencias de criterio. Hubo también periódicas huidas de los deliciosos aunque indisciplinados perros de la organizadora, pues aquellos, no teniendo su dueña seguridad sobre su comportamiento, habían quedado encerrados en la casa. ¡Las dudas de Rhoda quedaron plenamente justificadas! Abrió la fiesta una grata figura local, cuya actuación resultó encantadora, añadiendo a las palabras de rigor en tales casos unas consideraciones sobre los refugiados que dejaron perplejos a sus oyentes, ya que la fiesta había sido planeada para recaudar fondos que serían destinados a la reconstrucción de la torre de la iglesia. El puesto de bebidas tuvo un éxito enorme. Se produjeron las dificultades de siempre con el cambio. El embrollo fue grande a la hora del té. Todos pretendían invadir la marquesina y tomarlo al mismo tiempo.
Finalmente: la bendita llegada de la noche. En el pajar aún continuaban las exhibiciones de bailes locales. Figuraba dentro del programa un castillo de fuegos artificiales y una gran hoguera. Rhoda, fatigada, se retiró a la casa en compañía de otras personas. Hallábanse en el comedor, tomando unos bocadillos, entretenidos con una de esas deshilvanadas conversaciones en el transcurso de las cuales uno está atento a sus propios pensamientos y apenas presta atención a lo que dicen los demás. Todos se encontraban a gusto allí. Los perros andaban por debajo de la mesa, mordisqueando unos huesos.
—Vamos a sacar más que el año pasado, cuando hicimos la fiesta a beneficio de los niños de los suburbios —manifestó Rhoda muy complacida.
—Me pareció extraordinario —declaró la señorita Macalister, una institutriz escocesa— que Michael Brent encontrara el tesoro enterrado por tercera vez en tres años consecutivos. Me pregunto si alguien sería capaz de anticiparle alguna información.
—Lady Brookbank ganó el otro concurso. No creo que ella lo hubiera querido. Parecía terriblemente desconcertada —señaló Rhoda.
En el grupo, además de mi prima Rhoda y su esposo, el coronel Despard, entraban: la señorita Macalister, una joven de rojos cabellos, atinadamente llamada Ginger[3], la señora Oliver y el pastor, el reverendo Caleb Dane Calthrop y su esposa. El pastor era un hombre agradable, un estudioso, que gustaba de traer a colación citas de clásicos siempre que le era posible. No recurría nunca a su sonoro latín. Se sentía satisfecho con el hallazgo de aquellas, sin más complicaciones.
—Como dice Horacio… —observó paseando la mirada alrededor de la mesa.
—Yo creo que la señora Horsefall incurrió en alguna pequeña ilegalidad con la botella, de champaña —opinó Ginger con el gesto de la persona que está pensando en voz alta—. Le tocó a su sobrino…
La señora Dane Calthrop, una mujer desconcertante, de bonitos ojos, se entretenía estudiando a la señora Oliver. De pronto preguntó a esta:
—¿Qué esperaba usted que ocurriera en esta fiesta?
—Pues… Un crimen o algo semejante.
La señora Dane Calthrop parecía interesada.
—Pero, ¿por qué?
—No existe ninguna razón para pensar así, en absoluto. Era también lo más improbable, lo reconozco. Pero es que en la última fiesta en que estuve hubo uno…
—Y eso la impresionó, ¿verdad?
—Muchísimo.
El pastor abandonó el latín para pasar al griego.
Tras una pausa, la señorita Macalister expuso sus dudas sobre la seriedad con que todos decían que se había llevado a cabo la rifa del pato.
—El viejo Lugg, de King’s Arms, ha estado muy simpático al enviarnos doce docenas de botellas de cerveza para el puesto de las bebidas —manifestó Despard.
—¿Qué es King’s Arms? —inquirí.
—Un establecimiento que solemos frecuentar, querido —me contestó Rhoda.
—¿No hay por aquí otra taberna? ¿«Pale Horse», dijiste —pregunté volviéndome a la señora Oliver.
Había esperado que mis oyentes reaccionaran de alguna manera, pero no noté nada anormal… Los rostros que se habían vuelto hacía mí, ofrecían una expresión vaga y desinteresada.
—«Pale Horse» no es ninguna taberna —explicó Rhoda—. Es decir, ahora.
—Fue hospedería en otro tiempo —declaró Despard—. Su antigüedad se remonta al siglo XVI, me atrevería a asegurar. En la actualidad es una casa más. Creo que los que la habitan debieran haberle cambiado el nombre.
—¡Oh, no! —exclamó Ginger—. Habría sido una torpeza sustituir aquel por el de Wayside o Fairview. A mí me parece mucho más bonito «Pale Horse». Además hay un viejo rótulo verdaderamente encantador. Ahora le han puesto un marco, colgándolo en el vestíbulo.
—¿Quiénes son los dueños?
—La vivienda pertenece a Thyrza Grey —dijo Rhoda—. No sé si habrá llegado a verla hoy. Es una mujer alta, con el pelo canoso, más bien corto.
—Es muy misteriosa —añadió Despard—. Aficionada al espiritismo, a los trances, magia y demás zarandajas. Nada de misas negras, claro, pero siente inclinación por tales cosas.
Ginger soltó inesperadamente la carcajada.
—Lo siento —dijo en tono de excusa—. Estaba pensando en la señorita Grey, identificándola con madame de Montespan, ante un altar cubierto de terciopelo negro.
—¡Ginger! —exclamó Rhoda—. No digas esas cosas en frente del pastor.
—Perdóneme, señor Dane.
—No tiene importancia —contestó el aludido—. Como decían los antiguos… —por unos momentos continuó expresándose en griego.
Tras un respetuoso silencio de aprobación, volví al ataque.
—Me agradaría saber, con todo, quiénes son «ellos»… Está la señorita Grey… ¿Y los demás?
—¡Oh! Hay una amiga que vive con ella: Sybil Stamfordis. Creo que actúa en calidad de médium. Tienes que haberla visto por ahí… Siempre luciendo un sinfín de escarabajos sagrados y abalorios… A veces se echa encima un sari… No sé por qué… No ha estado nunca en la India.
—Hay que citar también a Bella —dijo la señora Calthrop—. Es una bruja. Procede de la aldea de Little Dunning. Con respecto a la brujería logró allí una buena reputación. Forma parte de la familia. Su madre fue una bruja…
Hablaba con la naturalidad de la persona que expone un hecho ordinario, que nadie se atreverá a discutir.
—Se expresa usted, señora Calthrop, igual que si creyera en esas cosas —objeté.
—¡Desde luego! Nada hay de misterioso o secreto en ello. Es una realidad. Se trata de una posesión familiar, de algo que se hereda como cualquier otra. Consecuencias: a los chicos les dirá todo el mundo que no torturen a sus animales domésticos y la gente se apresurará a llevarles de cuando en cuando un queso o una olla de mermelada casera.
Le miré un tanto perplejo. Parecía hablar en serio.
—Sybil nos ayudó hoy diciendo la buenaventura. Estaba en la tienda verde —informó Rhoda—. A mi juicio lo hace muy bien.
—A mí me anunció cosas estupendas —dijo Ginger—. Un guapo y moreno extranjero procedente de Ultramar contraerá nupcias conmigo. Tendría dos esposos y seis hijos. En realidad fue muy generosa.
—Vi cómo la chica de los Curtis reía nerviosamente —manifestó Rhoda—. Luego se mostró muy reservada con el novio de aquella. Le dijo que no pensara en ningún instante que él era el único guijarro que había en la playa.
—¡Pobre Tom! —exclamó su esposo—. ¿No tuvo este alguna de sus buenas salidas?
—Pues sí. «Yo, en cambio, no pienso darle a conocer lo que ella me ha prometido», le dijo. «Quizá no le agradara demasiado, mi querida amiga».
—La anciana señora Parker se sentía malhumorada —declaró ahora Ginger—. «Esto es una pura tontería», opinó. «No creemos nada de eso, muchachos», añadió. Pero entonces intervino la señora Cripps para decir: «Tú, Lizzie. sabes tan bien como yo que la señorita Stamfordis ve cosas que otras personas no son capaces de ver y que la señorita Grey sabe con exactitud cuándo va a ocurrir una muerte. ¡Jamás se equivoca! Algunas veces me ha puesto la carne de gallina». La señora Parker opuso: «La muerte… Eso es algo distinto, que constituye una especie de don». El diálogo se cerró con las siguientes palabras de la señora Cripps: «Sea lo que sea, no me gustaría que se incomodara conmigo ninguna de esas tres mujeres. ¡De veras!».
—Esto parece interesante —dijo la señora Oliver—. Me agradaría conocerlas.
—Mañana la llevaremos a su casa —prometió el coronel Despard—. Realmente, vale la pena visitar la vieja hospedería. Se han mostrado muy inteligentes al hacer aquella confortable sin alterar absolutamente sus rasgos originales.
—Mañana por la mañana telefonearé a Thyrza —dijo Rhoda.
Debo admitir que me fui a la cama algo desilusionado.
«Pale Horse», que desde un principio había sido para mí el símbolo de lo desconocido, de lo siniestro incluso, no tenía nada de lo uno ni de lo otro.
A menos que, desde luego, hubiese otro «Pale Horse» enclavado en cualquier parte…
Estuve considerando esta idea hasta el momento en que me quedé dormido.
2
La sensación de descanso al día siguiente, domingo, era general. La impresión clásica posterior a cualquier fiesta. Sobre el prado flameaban dócilmente las lonas de las tiendas a impulsos de la húmeda brisa. A primera hora del lunes aquellas serían levantadas. Entonces haríamos inventario de los daños causados y pondríamos en orden todas las cosas. De momento Rhoda había decidido prudentemente que nos mantuviéramos lo más lejos posible de allí.
Fuimos todos a la iglesia para escuchar respetuosamente el sermón del reverendo Dane Calthorp, basado en un texto de Isaías que más bien parecía estar relacionado con la historia persa que con la religión.
—Vamos a comer con el señor Venables —explicó Rhoda después—. Te agradará conocerlo, Mark. Es un hombre muy interesante. Ha estado en todas partes; no le ha quedado nada por hacer. Conoce todo género de cosas extraordinarias. Compró Prior Courts hace unos tres años. Debe costarle ya una fortuna, teniendo en cuenta las obras que ha llevado a cabo en su finca. Víctima de la poliomielitis, se ve obligado a ir de un lado para otro en una silla de ruedas. Esto es muy triste para él, que siempre ha sido un gran viajero. Por supuesto, tiene mucho dinero y, como ya he dicho, ha introducido maravillosas reformas en la casa, que antes era una completa ruina, a pique de derrumbarse. La ha llenado de cosas estupendas. Creo que hoy vive pendiente exclusivamente de lo que sucede en las salas de subastas.
Prior Courts se encontraba a unas millas de distancia. Fuimos en coche hasta allí y nuestro anfitrión salió a recibirnos al vestíbulo, sentado en su silla de ruedas.
—Han sido ustedes muy amables al venir —dijo en un tono de gran cordialidad—. Tras el día de ayer han de encontrarse cansados, forzosamente. Me consta que la fiesta fue un éxito, Rhoda.
El señor Venables contaría unos cincuenta años de edad. Tenía una faz de gavilán. La nariz encorvada sobresalía de su rostro arrogantemente. El cuello doblado de su camisa prestaba a aquel cierto aire arcaico.
Rhoda hizo las presentaciones.
Venables sonrió al dirigirse a la señora Oliver.
—Tuve el placer de conocer a esta dama ayer, atareada con una actividad de tipo profesional. Seis firmas, correspondientes a otros tantos libros suyos. Sus libros son magníficos, señora Oliver. Deberla publicar con más frecuencia. Los lectores somos insaciables cuando damos con un escritor que nos agrada —Volviéndose hacia Ginger añadió—: Faltó poco para que me lanzara encima del plato de la rifa, joven —Finalmente me miró a mí, manifestando—: Me ha agradado mucho su último artículo, publicado en el número de la revista del pasado mes.
—Fue usted muy amable al asistir a nuestra fiesta, señor Venables —dijo Rhoda—. Después de ese generoso cheque que nos envió no me atrevería a esperarle allí…
—¡Oh! Me interesan esas cosas. Forman parte de la vida rural inglesa, ¿no le parece? Regresé a casa portador de una terrible muñeca de Kewpie, ganada en el juego de las anillas, y Sybil me profetizó un espléndido y fantástico porvenir. Vestía un turbante cuajado de lentejuelas y un traje a tono con el tocado. Llevaba, además, colgando del cuello, una tonelada de falsas cuentecillas egipcias.
—Nuestra buena Sybil… —manifestó el coronel Despard—. Esta tarde tomaremos el té con Thyrza. Es una casa muy interesante la suya.
—¿Habla usted de «Pale Horse»? Sí. Hubiera preferido que la dejasen ser lo que fue en otros tiempos: una hospedería. Siempre he pensado que ese lugar debe haber sido testigo de hechos misteriosos, particularmente perversos. No creo que sus antiguos moradores se dedicaran al contrabando. No nos hallamos suficientemente cerca del mar para eso. ¿No serviría de refugio a los bandoleros de la época? Quizá pasaran la noche allí viajeros ricos, de los que nunca se volvió a tener noticia… De todas maneras estimo poco afortunada la idea de transformar esa típica hostería en la vivienda de tres solteronas.
—¡A mí no me han parecido nunca eso! —exclamó mi prima—. Sybil Stamfordis, quizá… Con sus saris y sus escarabajos sagrados, viendo constantemente aureolas en torno a las cabezas de los demás, podría ser considerada un tipo de mujer ridículo, más bien. Pero, ¿no cree que en Thyrza hay algo que inspira miedo? Se siente la impresión de sus poderes ocultos, pero todo el mundo asegura que los tiene.
—Y Bella está lejos de ser una vieja solterona, pues ha enterrado dos esposos —añadió el coronel Despard.
—Le ruego que me perdonen —dijo Venables riendo.
—La vecindad ha interpretado de un modo siniestro ciertas muertes —siguió diciendo Despard—. Algunas personas afirman que tales fallecimientos se produjeron por el solo hecho de haber puesto Bella sus ojos en los difuntos. Una mirada de nuestra amiga y la víctima de turno comenzaba a desfallecer, a sentirse enferma, hasta que sobrevenía el ineludible fin.
—Me olvidaba de eso… ¿No es la bruja local?
—Tal dice la señora de Calthrop.
—La brujería… ¡Qué interesante cuanto con ella se relaciona! —comentó Venables en actitud pensativa—. Se la encuentra por todo el mundo, bajo las formas más diversas… Recuerdo que hallándome en el este de África…
Se expresaba con fluidez, tratando amenamente el tema. Hizo alusión a los hechiceros de las tribus africanas, a los cultos poco conocidos de Borneo. Nos prometió que, después de comer, nos enseñaría algunas de las máscaras utilizadas por los magos de ciertas regiones de la zona occidental de África.
—En esta casa hay de todo —observó riendo Rhoda.
Venables se encogió de hombros.
—Ya que no puedo ir a la montaña haré lo posible por que esta venga a mí… He ahí una máxima invertida que todos ustedes conocerán, indudablemente, en su exacta interpretación. Expresada tal como he dicho refleja fielmente mi caso.
Por un fugaz instante advertí un gesto de amargura en sus palabras. Venables echó un rápido vistazo a sus inmóviles piernas.
—El mundo está repleto de una infinidad de cosas —citó—. Creo que eso ha sido mi ruina. He querido conocerlas todas…, ¡verlas! Bueno, en mi tiempo no lo pasé mal. Incluso ahora… La vida siempre ofrece consuelos…
—¿Por qué se refugió aquí? —inquirió la señora Oliver de pronto.
Los otros se habían sentido un momento inquietos, como cuando se presiente la cercanía de la tragedia. Sólo la señora Oliver había permanecido inalterable. Formuló su pregunta porque deseaba verla contestada. Su sincera curiosidad volvió a despejar del todo la cargada atmósfera.
Venables posó su mirada inquisitiva en ella.
—He querido decir: ¿por qué decidió apartarse del mundo? ¿Fue porque tenía amistades aquí? —insistió la novelista.
—No. Puesto que está usted interesada en saber por qué vine a parar a esta parte del país le responderé que fue precisamente porque aquí carecía de amigos.
Sus labios se distendieron en una débil e irónica sonrisa.
¿Hasta qué punto le habría afectado su desgracia?, me pregunté. La pérdida de la preciosa facultad de andar, de la libertad de movimientos, que le impidiera continuar explorando el mundo, ¿habría calado profundamente en su alma, amargando su existencia? ¿O bien se había adaptado a la nueva situación resignadamente, con una auténtica grandeza de espíritu?
Como si hubiera adivinado mis pensamientos, Venables dijo:
—En su artículo abordó usted el tema del significado del término «grandeza»… Comparaba las distintas interpretaciones. ¿Y qué queremos dar a entender aquí, en Inglaterra; cuando usamos la frase «un gran hombre»?
—Nos referimos a sus facultades intelectuales, ciertamente —repliqué—. Quizá, también, a sus condiciones morales.
Los ojos de mi interlocutor brillaban.
—¿No puede aplicarse asimismo el calificativo de «grande» a un hombre perverso? —preguntó.
—Por supuesto que sí —afirmó Rhoda—. Napoleón, Hitler y otros personajes semejantes, en gran número, lo fueron…
—Por el efecto que produjeron —opinó Despard—. Pero, de haberles conocido uno personalmente… Me pregunto si en tal terreno habrían conseguido siquiera impresionarnos.
Ginger se inclinó hacia delante, pasándose los dedos por entre su rojiza melena.
—He ahí una idea interesante —declaró—. ¿No se trataría en realidad de figuras humanas patéticas, de talla inferior a la que pretendían demostrar? Sus aspavientos, sus poses, ¿no significarían que estaban decididos a ser alguien, aunque para ello tuviesen necesidad de cubrir el mundo de ruinas?
—¡Oh, no! —sostuvo Rhoda con vehemencia—. No podían haber dado lugar a ciertas cosas de no ser auténticamente «grandes».
—¿Qué quiere que le diga? —La señora Oliver echaba su cuarto a espadas—. Después de todo, el más estúpido de los chiquillos es capaz de pegarle fuego a una casa.
—Vamos, vamos —dijo Venables—. No hay por qué subestimar el Mal. El Mal es poderoso. En ocasiones más poderoso que el Bien. Se encuentra ahí… En todas partes. Hay que identificarlo… Y combatirlo. De otro modo… —el hombre abrió los brazos en un elocuente ademán—, nos hundiremos en las tinieblas.
—Naturalmente, yo fui educada a base de la creencia en el diablo —manifestó la señora Oliver—. Pero a mí aquel me ha parecido siempre ridículo. No podía apartar de mi mente sus pezuñas, su cola y todo lo demás. Le veía correr de un lado para otro como un actor detestable, muy a menudo, por supuesto, figura en mis libros un criminal de grandes facultades… A la gente le agrada eso. Pero es un personaje al que me cuesta siempre un ímprobo trabajo dar vida. Mientras permanece sin identificar resulta impresionante. En cambio, cuando todo se descubre, se me antoja un elemento totalmente inadecuado. Crea una especie de anticlímax. Una se desenvuelve mucho mejor cuando el asunto gira en torno a un banquero que ha robado a la empresa a que pertenece, un marido que desea desembarazarse de su mujer con objeto de contraer matrimonio con la institutriz. Es más natural… ¿Me comprenden?
Todos nos echamos a reír y la señora Oliver insistió en tono de excusa:
—Sé que no me he explicado bien, pero, ¿verdad que han entendido mi idea?
La tranquilizamos diciéndole que sabíamos exactamente lo que quería decir.