CAPÍTULO IV

1

Salí de Old Vic en compañía de mi amiga Hermia Redcliffe, que caminaba a mi lado. Habíamos asistido a una representación de Macbeth. Llovía mucho. Al cruzar la calle a toda prisa, en dirección al punto en que dejara aparcado el coche. Hermia observó injustamente que siempre que visitábamos aquel lugar acababa lloviendo.

No compartía su punto de vista. Le contesté que, a diferencia de lo que les ocurría a los relojes de sol, para ella sólo contaban las horas de lluvia.

—En Glyndebourne —continuó diciendo Hermia—, he sido siempre afortunada. Allí todo es perfección: la música, los espléndidos macizos de flores, especialmente, entre estas, las blancas…

Discutimos sobre Glyndebourne y su música durante unos minutos. Luego, Hermia observó:

—¿A Dover? ¡Qué idea tan extraordinaria! Había pensado que nos dirigiéramos al Fantasie. Después de ese lúgubre y sangriento alarde de Macbeth uno desea realmente situarse frente a una mesa bien provista de comida y bebida. Shakespeare tiene la virtud de despertarme siempre el apetito.

»Sí. Lo mismo ocurre con Wagner. Los bocadillos de salmón ahumado de los entreactos del Covent Garden no bastan nunca para calmar las punzadas del estómago. Y lo de Dover lo he dicho porque estás conduciendo en esa dirección.

—No hay más remedio que dar un rodeo —le expliqué.

—Pues creo que te has extendido un poco. Estamos bastante lejos de Kent Road.

Eché un vistazo a mi alrededor, tras lo cual hube de reconocer que, como de costumbre, Hermia estaba en lo cierto.

—Siempre me hago un lío al llegar aquí —murmuré en tono de excusa.

—No es extraño —convino Hermia—. Hay que dar vueltas y más vueltas a la estación de Waterloo.

Habiendo logrado por fin llegar al puente de Westminster reanudamos nuestra conversación, centrándola en la representación de Macbeth que acabábamos de presenciar. Hermia Redcliffe, mi amiga, era una mujer hermosa, de unos veintiocho años de edad. Tenía un perfil griego, perfecto, y una masa de oscuros cabellos recogidos airosamente sobre la nuca. Mi hermana se refería siempre a ella con la frase «la amiga de Mark», dando a la misma una entonación especial que, inevitablemente, me enojaba.

El Fantasie nos dispensó una gran acogida. Conseguimos una pequeña mesa junto a una de las paredes, forradas de terciopelo carmesí. El Fantasie se ha hecho popular merecidamente. Dentro de él la mesas se encuentran muy cerca unas de otras. Al sentarnos, nuestros vecinos de la inmediata nos saludaron alegremente. David Ardingly era profesor de Historia en Oxford. Nos presentó a su acompañante, una muchacha muy linda, que lucía un peinado muy de moda. En su cabeza no se veían más que puntas y mechones, sobresaliendo en improbables ángulos al estilo de una corona. Por extraño que parezca diré que le sentaba bien. Sus ojos, azules, eran enormes. Tenía en todo momento la boca entreabierta. Era, como todas las chicas que acompañaban a David, algo tonta. David, un joven notablemente inteligente, sólo encontraba el verdadero descanso al lado de chicas de poco seso.

—Poppy es mi amiga predilecta —explicó añadiendo—: Te presento a Mark y a Hermia, Poppy. Dos personas muy serias. Has de procurar ponerte a tono con ellas. Acabamos de ver una obra estupenda, titulada: Hágalo a patadas. ¡Estupenda, amigos! Apuesto lo que sea a que habéis ido a ver una obra de Shakespeare o una reposición de Ibsen.

—Hemos estado en Old Vic, presenciando una representación de Macbeth —dijo Hermia.

—¿Y qué opinas de la producción de Batterson?

—Me ha agradado la labor del productor —explicó mi amiga—. Los efectos luminotécnicos han sido bien concebidos. Y jamás he visto tan magníficamente desarrollada la escena del banquete.

—¿Y qué me dices de las brujas?

—Siempre resultan terribles, imponentes…

David asintió.

—El elemento pantomímico parece insinuarse en todo momento —dijo—. Todas ellas van de un lado para otro haciendo continuas jugarretas, comportándose como un auténtico Rey de los Demonios. Uno espera ver aparecer en el momento menos pensado un Hada Buena, vestida con blancos ropajes colmados de lentejuelas, recitando con suave voz:

—«El mal no debe triunfar. Al fin será Macbeth quien doble el recodo».

Todos nos echamos a reír. David era un hombre al que no se le escapaba nada. Me miró unos momentos atentamente.

—¿Qué te pasa? —me preguntó.

—Nada. Es que el otro día, precisamente, estuve reflexionando sobre el papel del Mal y el Demonio en la pantomima. Sí… Y también pensé en las Hadas Buenas.

—A propósito de ¿qué?

—¡Oh! De Chelsea y uno de sus bares…

—¡Qué refinado y moderno te estás volviendo, Mark! Conque Chelsea, ¿eh? Un lugar donde las ricas herederas se casan con tipos callejeros, de esos que habitan en las esquinas y buscan obtener del matrimonio un beneficio positivo. Allí es donde Poppy debiera estar, ¿verdad, querida?

Poppy abrió aún más sus grandes ojos.

—Odio Chelsea —protestó—. ¡Me gusta mucho más el Fantasie! ¡Es más bonito! ¡Se come tan bien aquí!

—Bien por ti, Poppy. De todos modos no eres suficientemente rica para Chelsea. Cuéntanos algo más acerca de Macbeth, Mark. Háblanos asimismo de sus brujas. Yo sé muy bien cómo pondría estas en escena de correr a mi cargo el montaje de una obra.

David había sido miembro destacado de una organización profesional en otro tiempo.

—¿Qué harías?

—Las presentaría con un aspecto muy corriente. Mis brujas se reducirían al papel de unas viejas silenciosas. Como las de las aldeas.

—Pero, ¿es que todavía existen? —inquirió Poppy mirando fijamente a su amigo.

—Tú preguntas eso porque eres una chica londinense. Cada villa de la zona rural, dentro de nuestro país, cuenta con su correspondiente bruja. Ahí tienes a la anciana señora Black. A los niños se les ordena que no la molesten y de cuando en cuando le regalan huevos y pasteles caseros, a modo de presentes. ¿Por qué? —David levantó un dedo índice en actitud doctrinal—. Pues porque si se enfada con uno, las vacas de este dejarán de dar leche, su cosecha de patatas se perderá o bien su hijo, el pequeño Johnnie, se torcerá un tobillo. Hay que mantenerse en buenas relaciones con la señora Black. Nadie lo dice claramente pero, ¡todos lo saben!

—Estás bromeando —dijo Poppy con un gesto de desagrado.

—No, nada de eso. ¿Verdad que tengo razón, Mark?

—Lo más seguro es que la educación haya acabado con tales supersticiones —señaló Hermia, escéptica.

—En las zonas rurales, no. ¿Tú que opinas, Mark?

—Pienso que quizá estés en lo cierto —repuse lentamente—, si bien no me hallo bastante documentado sobre el particular. No he vivido nunca mucho tiempo seguido en el campo.

—No comprendo cómo ibas a poder presentar tus brujas tal cual has dicho: igual que sencillas viejas, de ordinario aspecto —dijo Hermia insistiendo sobre la anterior declaración de David—. Debería rodeárselas, seguramente, de una atmósfera sobrenatural…

—¡Oh! Piensa, piensa detenidamente en esto que voy a decir. Pongamos por ejemplo la locura. Si tú ves a alguien que delira o que anda de un lado para otro adornándose los cabellos con pajuelas y tiene toda la apariencia de un loco, no resulta nunca atemorizador, en absoluto. En cambio, si te pasa alguna vez lo que a mí… En cierta ocasión fui a ver a un médico a una casa de salud. Me hicieron pasar a un cuarto, con el fin de que le esperara allí. Dentro se encontraba una anciana de agradable aspecto, que bebía tranquilamente un vaso de leche. Formuló varias observaciones convencionales acerca del tiempo y luego, bruscamente, se inclinó hacía delante para decirme en voz baja:

»¿Es su pobre hijo el que está sepultado ahí, detrás de la chimenea?»

»Después, con un movimiento afirmativo de cabeza, agregó:

»Son las 12,10 exactamente. Siempre a la misma hora todos los días. Haga usted como si no viera la sangre».

Fue la forma natural con que se expresó lo que hizo aquello aterrador.

—¿Había alguien realmente enterrado en la chimenea? —quiso saber Poppy.

Sin hacerle el menor caso, David continuó diciendo:

—Hablemos ahora de las médiums, con sus trances, sus habitaciones a oscuras, y los golpecitos cortos y secos… Tras la sesión, la médium se sienta, arregla sus cabellos y se marcha a casa, donde le espera una comida a base de pescado y patatas fritas, exactamente igual que podría ocurrirle a cualquier otra mujer.

—Así pues —manifesté—, tu idea de las brujas se centra en tres arrugadas viejas escocesas de las que merecen una segunda mirada de atención, las cuales practican sus diabólicas artes en secreto, musitando sus conjuros en torno a un caldero, invocando a los espíritus, todo ello sin cambiar de aspecto… Sí. Seguro que resultaría impresionante.

—De serle posible hacerse con los intérpretes de semejantes papeles —observó Hermia secamente—. ¿No te parece, Mark?

—Has dado en el clavo —admitió David—. La más leve insinuación de locura en el texto de la obra y el actor sale a escena decidido a todo. Igual ocurre con las muertes repentinas. No hay un solo actor que quede paralizado bruscamente y caiga muerto al suelo. Tiene forzosamente que gemir, vacilar, poner los ojos en blanco, abrir la boca con gesto de profunda angustia, llevarse la mano al corazón o cogerse con ambas la cabeza… En fin, se inclina en todo caso a convertir la escena en algo terrible y complicado. Hablando de representaciones… ¿Qué os parece el Macbeth de Fielding? Hay una gran división de opiniones entre los críticos.

—Yo creo que fue aterrador —replicó Hermia—. La escena con el doctor, tras el paseo en sueños… «Vos no podéis atender a una mente enferma»… Esto me reveló algo en lo que yo no había pensado nunca con anterioridad: que él estaba ordenando realmente al médico que la matara. Y sin embargo él amaba a su esposa. Acababa de emerger de su lucha entre el miedo y el amor. No he conocido nunca más hiriente que aquella frase: «Tú debieras haber muerto entonces».

—Si Shakespeare resucitase se llevaría algunas sorpresas al ver la forma en que algunos actores interpretan sus personajes —declaré secamente.

—Sospecho que Bubage y compañía han matado en parte su espíritu —dijo David.

—Se trata de la eterna sorpresa del autor al ver lo que ha hecho con su obra el director.

—¿No se ha dicho que fue Bacon quien escribió realmente las obras de Shakespeare? —preguntó Poppy.

—Esa teoría ha quedado descartada —contestó David amablemente—. ¿Y qué sabes tú de Bacon?

—Fue el que inventó la pólvora —repuso Poppy triunfalmente.

David nos miró.

—¿Os dais cuenta de por qué me agrada esta chica? Tiene salidas inesperadas. Francis, no Roger, querida.

—Juzgué interesante que Fielding representara el papel de Tercer Criminal. ¿Existe algún precedente en tal aspecto?

—Creo que sí —declaró David—. Qué conveniente debió haber sido en aquellos tiempos tener a mano un asesino al que encomendar las tareas propias que se presentaran de cuando en cuando. Resultaría divertido que en nuestros días se pudiese hacer otro tanto.

—Ya ocurre —contestó Hermia—. Tenemos pistoleros de todos los estilos. Ahí está el caso de Chicago.

—No me refería a los pistoleros, ni a los chantajistas, ni siquiera a los crímenes de rigor en la crónica negra de cualquier moderna ciudad. Pensaba en la gente ordinaria ansiosa de desembarazarse de alguien. Ese rival que tenemos en el campo de las actividades profesionales. Esa tía Emily, tan rica, tan llena de salud también; ese esposo torpe que constituye más bien un engorro. Lo más conveniente sería poder llamar a los almacenes Harrods para decir: «Por favor, envíenme un par de buenos asesinos».

Todos nos echamos a reír.

—Bueno, pero eso se puede hacer hoy, ¿no? —dijo Poppy.

Todos nos volvimos hacia ella.

—¿De qué hablas? —le preguntó David.

—Bueno… Quiero decir que la gente puede hacerlo si así lo desea… Personas normales, como nosotros. Pero creo que es carísimo.

Los ojos de Poppy se veían grandes, ingenuos… Como siempre, tenía la boca ligeramente entreabierta.

—Explícate, querida —le pidió David con un gesto de curiosidad.

Poppy parecía ahora confusa.

—¡Oh!… Espero… Creo que me he confundido. Me refería a «Pale Horse» y a todo eso…

—¿Un caballo bayo? ¿Qué clase de caballo?

Poppy se ruborizó intensamente, bajando los ojos.

—Estoy portándome como una estúpida. Me refiero a una cosa que alguien mencionó… Sin duda no comprendí bien…

—Deleitémonos saboreando la Coupe Nesselrode —propuso David gentilmente.

2

Es una de las cosas más raras de la vida pero a todos nos sucede. Ocurre, sencillamente, que en ocasiones nos sale al encuentro la noticia o el comentario que oímos casualmente o de pasada, en las últimas veinticuatro horas. A la mañana siguiente viví uno de esos momentos.

Sonó el teléfono y me apresuré a atender la llamada.

Flaxman 73841.

Oí una voz jadeante al otro extremo de la línea.

—He pensado en ello, ¡y voy a ir!

Rebusqué alocadamente en mi memoria.

—Espléndido —contesté para ganar tiempo—. Ejem… Eso es…

—Después de todo —siguió diciendo la voz—, el rayo nunca cae dos veces en el mismo sitio.

—¿Está usted segura de haber logrado comunicar con el número que quería?

—Desde luego. Tú eres Mark Easterbrook, ¿no es así?

—¡Oh! Estoy hablando con Ariadne Oliver.

—Pero, ¿es que no te habías dado cuenta? —inquirió ella sorprendida—. Ni siquiera se me había ocurrido que tuvieses esa duda. Te hablaba de la fiesta organizada por Rhoda. Iré y firmaré mis libros, si ella quiere…

—Eres muy amable. Se sentirán encantados.

—Supongo que no tendremos ninguna reunión después, ¿verdad? —preguntó la señora Oliver, un tanto aprensiva a juzgar por el tono de su voz—. Ya sabes lo que pasa: beben un vaso de cerveza o de jugo de tomate, para preguntarme qué estoy escribiendo. Luego me comunica este o aquel que le agradan extraordinariamente mis libros, una cosa agradable pero a la que no sé contestar nunca. Si dices: «Me alegro mucho» es como si respondieras fríamente: «Encantado de conocerle». Son frases hechas, auténticos tópicos… Bueno, ¿y no crees que Rhoda y los suyos me llevarán también a «Pink Horse», a beber algo?

—¿«Pink Horse»?

—«Pale Horse», he querido decir. A las tabernas o posadas de por allí. Me desenvuelvo mal en esos sitios. En un aprieto soy capaz de apurar un tanque de cerveza, pero luego comienzo a hipar y…

—¿Qué quiere decir al aludir a «Pale Horse»?

—¿No hay en el paraje en que se celebra la fiesta, una taberna llamada así? O tal vez sea «Pink Horse»… U otro nombre cualquiera por el estilo. Quizá lo haya imaginado… ¡Tengo que inventar tantas cosas fantásticas ordinariamente!

—¿Cómo marcha el asunto de la cacatúa?

—¿La cacatúa?

La señora Oliver parecía un tanto desorientada.

—¿Y lo de la pelota de cricket?

—Verdaderamente —repuso la señora Oliver con severidad—, creo que te has vuelto loco o que sufres aún los efectos de una noche un poco agitada. ¿A qué viene toda esa confusa historia de «Pink Horse», cacatúas y pelotas de cricket?

Inmediatamente colgó.

Me encontraba aún considerando esta segunda mención de «Pale Horse» cuando el timbre del teléfono sonó de nuevo.

Esta vez era el señor Soames White, un conocido abogado, quien me llamaba para recordarme que de acuerdo con el testamento de mi madrina, lady Hesketh_Dubois, estaba autorizado para elegir tres de sus cuadros.

—Por supuesto, no se trata nada de valor —me notificó White con su melancólico tono habitual—. Ahora bien, tengo entendido que hace algún tiempo elogió algunos de los cuadros que poseía la difunta.

—Había entre ellos varias acuarelas con escenas de la India verdaderamente encantadoras. Creo que usted ya me escribió en relación con este asunto. Indudablemente, me olvidé del mismo.

—Eso es. Pero ocurre que en la actualidad, los albaceas estamos preparando la subasta de determinados efectos. Si usted pudiera darse una vuelta por la Plaza Ellesmere…

—Iré ahora —contesté.

Tampoco aquella mañana me encontraba en muy buena disposición para trabajar.

3

Llevando bajo el brazo tres acuarelas escogidas por mí, salí del número 49 de la Plaza Ellesmere en el preciso instante en que otra persona subía, tropezando con esta. Murmuré unas palabras de excusa, recibí otras por el estilo y me hallaba ya a punto de hacer una seña a un taxi que pasaba cuando de pronto recordé algo y volviéndome bruscamente dije:

—Pero…, ¿no eres tú Corrigan?

—¿Eh…? Sí… Y tú eres Mark Easterbrook.

Jim Corrigan y yo habíamos sido amigos en nuestros días de estudiantes en Oxford… Habrían transcurrido unos quince años desde nuestro último encuentro.

—Me imaginé en seguida que te conocía pero no acertaba a encajarte en mi recuerdo —dijo Corrigan—. Leo artículos tuyos de cuando en cuando. Y además me agradan.

—¿Qué ha sido de ti? ¿Estás dedicado a la investigación, como te propusiste en otro tiempo?

Corrigan suspiró.

—Casi no hago nada. Es una tarea cara si uno desea actuar por su propia cuenta. A menos que te agarres a un millonario aburrido o a una firma comercial ansiosa de novedades…

—Jugos hepáticos, ¿no?

—¡Qué memoria la tuya! No. Eso quedó atrás. Mi interés se concentra hoy en las propiedades especiales que poseen las secreciones de ciertas glándulas. No habrás oído hablar nunca de ellas, por lo cual me abstengo de nombrártelas. Se hallan relacionadas con el funcionamiento del bazo y aparentemente no sirven para ningún fin.

Corrigan se expresaba con el entusiasmo de un científico.

—¿Cuál es tu idea? —inquirí.

—Estoy convencido de que tales secreciones influyen en nuestra conducta. Traducido en palabras más llanas: actúan como el líquido de frenos de un coche. No hay líquido… aquellos fallan. En los seres humanos una deficiencia en esas secreciones podría —sólo diré podría—, hacer de una persona normal un asesino.

Dejé oír un silbido de admiración.

—¿Y qué sucede con el Pecado original?

—Sí, ¿qué sucede? —repitió Corrigan vacilante—. A los sacerdotes no les agradará esto, ¿verdad? Desgraciadamente no he conseguido que nadie se interese por mi teoría aún. Por tal motivo soy cirujano afecto a los servicios policíacos del noroeste. Un trabajo muy interesante. Le permite a uno ver infinidad de tipos criminales. Pero no quiero entretenerte… A menos que desees que comamos juntos.

—Es una idea que me agrada. Sin embargo, tú te disponías a entrar en esa casa —aduje señalando la que quedaba a espaldas de Corrigan.

—Es cierto, en parte. Me disponía a colarme de rondón en ella, sin que nadie me viera.

—Sólo hay un portero.

—Es lo que me imaginaba. Pretendía averiguar lo que pudiese en relación con la difunta lady Hesketh_Dubois.

—Me atrevo a segurar que yo podría informarte mejor que cualquier otra persona. Era mi madrina.

—¿De veras? Eso se llama tener suerte. ¿Dónde podemos vernos para comer? En la Plaza de Londres hay un establecimiento… No es muy grande. Hacen unas sopas de pescado riquísimas.

Nos acomodamos en el pequeño restaurante. Una mujer de pálida faz nos puso delante una humeante sopera. Aquella vestía unos extraños pantalones de marinero francés.

—Deliciosa —dije probando la sopa—. Bueno. Corrigan. ¿Qué era lo que querías saber? Incidentalmente, he de preguntar también: ¿por qué?

—Es una larga historia —repuso mi amigo—. Antes de nada, dime: ¿qué clase de mujer era?

Reflexioné un momento.

—Era una mujer anticuada —manifesté—. Podríamos situarla en la época victoriana. Viuda de un ex gobernador de una isla poco conocida. Poseía bastante dinero y vivía bien. En invierno visitaba Estoril y otros sitios semejantes. Tenía una casa espantosa, llena de muebles de su tiempo. Lo peor y lo más complicado ciñéndonos a lo que entonces imperaba. No tuvo hijos pero poseía un par de perros de lanas regularmente criados, a los que amaba tiernamente. Era porfiada. Fiel conservadora. Amable, pero dominante. Muy apegada a sus convicciones. ¿Qué quieres saber más?

—¿Podrías decirme si alguna vez fue objeto de cualquier chantaje?

—¿Chantaje, dices? —inquirí atónito—. Nada más improbable, a mi juicio. ¿A qué viene todo esto?

Fue entonces cuando me enteré de las circunstancias que habían rodeado el asesinato del padre Gorman.

Soltando la cuchara que tenía en la mano pregunté:

—¿Llevas encima esa lista de nombres?

—La original, no. Pero hice una copia. Mírala.

Sacando de uno de sus bolsillos un papel me lo tendió.

—¿Parkinson? Conozco dos Parkinson: Arthur, que ingresó en la Armada, y Henry, funcionario de un Ministerio. Osmerod… Recuerdo al mayor Osmerod… ¿Sadmonsworth? No… Tuckerton… —Hice una pausa—. Tuckerton… No se tratará de Thomasina Tuckerton, ¿verdad?

Corrigan me miró con curiosidad.

—Podría ser… ¿Qué es ella y a qué se dedica?

—Ahora a nada. Hace una semana, por una esquela del periódico, me enteré de que había muerto.

—Poca ayuda nos supone eso entonces.

Proseguí la lectura de la breve relación.

—Shaw… Conozco un dentista llamado así. Y hay un tal Jerome Shaw, del Colegio de la Reina… Delafontaine… He oído últimamente ese nombre pero no acierto a recordar dónde. Corrigan. ¿Se refiere a ti, por casualidad?

—Confío en que no. Tengo la impresión de que no resulta nada favorable figurar en esa lista.

—Quizá. ¿Qué es lo que te ha hecho pensar en el chantaje al estudiarla?

—Creo recordar que fue una sugerencia del inspector Lejeune. Parece una posibilidad muy razonable… Pero aquí tienen cabida otras muchas hipótesis. Tal vez se trate de una lista de personas complicadas en un asunto de contrabando de drogas, o de adictos a las mismas, o de agentes secretos… Una cosa es segura: era importante. La prueba es que el agresor no vaciló en llegar al crimen con el fin de apoderarse de ella.

Inquirí impulsado por la curiosidad:

—¿Siempre te tomas tanto interés por el aspecto policíaco de tu trabajo?

Corrigan denegó con un movimiento de cabeza.

—No siempre en realidad. En lo que yo me fijo de un modo especial es en el del personaje criminal. Procuro llegar al conocimiento de su medio ambiente, su evolución, su salud…

—¿A qué atribuyes entonces tu interés por esta lista de nombres?

—No lo sé —declaró Corrigan hablando lentamente—. Quizá haya sido porque vi mi nombre en ella. ¡Vivan los Corrigan! Un Corrigan acude presuroso en socorro de otro individuo del mismo apellido.

—¿En socorro? Por lo que veo consideras definitivamente esto como una relación de víctimas, no de malhechores. ¿Y no crees que podría ser indistintamente una u otra cosa?

—Tienes toda la razón. Y admito que es raro que yo me sienta tan seguro de mi afirmación. Quizá se trate sólo de un presentimiento. Tal vez eso tengo que ver con el padre Gorman. No me crucé muy a menudo con él pero sé que era un hombre excelente, respetado por todo el mundo y muy querido por sus feligreses. Pertenecía al grupo de los militantes más encariñados con su misión. No me puedo quitar de la cabeza la idea de que él estimara esta lista una cuestión de vida o muerte…

—¿No hace nada la policía?

—¡Oh, sí! Pero aún necesita cierto tiempo… Los agentes se dedican a comprobar este extremo o aquel… También procuran obtener datos sobre la mujer que llamó al padre Gorman aquella noche.

—¿Quién era ella?

—Una persona nada misteriosa, al parecer. Viuda. Pensamos en un principio que su marido pudo tener relación con las carreras de caballos, pero por lo visto no hay nada de eso. Trabajaba en una empresa comercial de poca importancia dedicada a hacer investigaciones entre el público consumidor. Nada hay de raro en esto. La firma en cuestión es de solvencia dentro del grupo de las de su categoría. Los que la rigen no sabían mucho de esa mujer. Procedía del norte de Inglaterra, de Lancashire. Lo extraño es que dispusiera de tan pocos efectos personales.

Me encogí de hombros.

—Yo creo que eso mismo les ocurre a muchas personas, más de las que imaginamos, que viven en la soledad.

—Efectivamente, así es.

—Sea como sea, has decidido echar una mano a tus compañeros.

—He querido husmear un poco a mi alrededor. Hesketh_Dubois es un apellido poco corriente. Creí poder averiguar algo sobre lady… —Corrigan no acabó la frase—. De lo que tú me has dicho deduzco que este camino no nos conducirá a ninguna parte.

—Mi madrina no era ni adicta a las drogas ni contrabandista —le aseguré—. Menos aún un agente secreto. Y como llevó una vida intachable no es posible que fuera objeto de chantaje alguno. No acierto a imaginar por qué motivo sería incluida en una lista como esa. Acostumbraba a guardar sus joyas en el Banco. De pensar en robarla, los ladrones hubieran perdido el tiempo.

—¿No conoces a ninguna otra persona de su apellido? ¿Hijos?

—No. Tenía un sobrino y una sobrina pero no llevan aquel. El esposo de mi madrina fue hijo único.

Corrigan me dijo que la información que acababa de facilitarle le sería de indudable utilidad. Luego consultó su reloj de pulsera, me comunicó despreocupadamente que le esperaban para llevar a cabo una autopsia y sin decir nada más se marchó.

Regresé a casa preocupado. No pude concentrarme en mi tarea y finalmente, en un súbito impulso, decidí telefonear a David Ardingly.

—Soy Mark, David. Estaba pensando en la chica que me presentaste la otra noche: Poppy. ¿Cuál es su apellido?

—Te propones quitármela, ¿eh?

David parecía sentirse muy divertido.

—Tienes tantas amigas que probablemente podrás desprenderte de una.

—Y tú ya tienes a quién acompañar, querido. Yo creí que te proponías formalizar, esas relaciones.

«¿Formalizar nuestras relaciones?» Una frase repulsiva. Y sin embargo, esta era una consecuencia natural de la amistad que me unía con Hermia. ¿Por qué me sentía deprimido? Había pensado muchas veces en que acabaría casándome con ella… Me gustaba más que ninguna de las mujeres que conocía. ¡Teníamos tantas cosas en común!

Sentí fuertes deseos de dejar vagar la imaginación… Veía nuestra existencia futura. Hermia y yo asistiríamos a representaciones teatrales de importancia, de auténtica trascendencia. Y luego discusiones sobre temas artísticos, sobre música. No me cabía duda alguna: Hermia era la compañera perfecta.

Pero de diversión, lo que se dice para diversión, no tanto. Esta burlona sugerencia brotó de mi subconsciente. Me quedé impresionado.

—¿Te has dormido? —me preguntó David.

—Desde luego que no. Sinceramente: tu amiga Poppy me pareció una chica muy agradable, tranquila, reposada…

—Lo es. Tómala en pequeñas dosis. Su nombre real es Pamela Stirling y trabaja en una de las floristerías de Mayfair. Ya sabes: tres ramitas secas, un tulipán de caídos pétalos y una hojita de laurel con manchas amarillentas. En total: tres guineas.

Me dió la dirección.

—Invítala. ¡Que te diviertas! —me deseó David amablemente—. En compañía de esa chica descansarás… No tiene absolutamente nada dentro de la cabeza. Creerá cuanto le digas. A propósito: se trata de una muchacha virtuosa. Así pues, no abrigues falsas esperanzas.

4

Penetré en Flower Studies Limited. Poseído de cierto miedo. Me salió al encuentro un irresistible olor a gardenias. Me sentí un poco confuso al hallarme frente a varias chicas uniformadas con guardapolvos color verde pálido, todas ellas con el mismo aspecto que Poppy. Finalmente localicé a esta. Estaba escribiendo una dirección con alguna dificultad, deteniéndose vacilante al deletrear silenciosamente Fortecue Crescent. Tan pronto como quedó libre, después de calcular detenidamente el cambio de un billete de cinco libras, cosa que también le costó bastante trabajo, reclamé su atención.

—Nos conocimos la otra noche… Le acompañaba David Ardingly —me apresuré a recordarle.

—¡Ah, sí! —exclamó Poppy cordialmente, posando con un vago gesto sus ojos en mí.

—Quería preguntarle algo —repentinamente sentí ciertos escrúpulos—. Quizá fuera mejor que comprara unas flores, ¿no?

Como un autómata en el instante de apretar el botón debido, Poppy repuso.

—Tenemos unas rosas preciosas, frescas, del día.

—Aquellas amarillas, ¿quizá? —había rosas por todas partes—. ¿Qué valen?

—Muy baratas —contestó Poppy con voz melosa y persuasiva—. Cinco chelines cada una.

Tragué saliva antes de indicarle que me llevaría media docena.

—¿No le parece que le irán bien al ramillete estas hojas extraordinarias?

Miré dudoso las hojas en cuestión, que se me antojaron bastante marchitas. En lugar de las mismas escogí unas ramitas de helechos, elección que seguramente me hizo descender unos grados en la estimación de Poppy.

—Deseaba preguntarle una cosa —insistí mientras Poppy arreglaba el ramo, lo que llevaba a cabo más bien con torpeza—. La otra noche usted mencionó algo así como «Pale Horse»…

Presa de un repentino sobresalto, a Poppy se le fueron de las manos las rosas y los helechos, que quedaron tirados por el suelo.

—¿No podría usted darme más detalles sobre el particular?

Poppy se incorporó. Había estado agachada unos instantes.

—¿Qué dijo usted?

—Le preguntaba por «Pale Horse».

—¿Un caballo bayo?[2]. ¿Qué me quiere dar a entender con eso?

—Es una frase citada por usted la otra noche.

—¡Con toda seguridad que se equivoca! Jamás oí hablar de semejante cosa.

—Alguien le habló de ello. ¿Quién fue?

Poppy hizo una profunda inspiración, hablando después rápidamente.

—¡No le comprendo en absoluto! Y ha de saber que a la dependencia no se nos permite charlar con los clientes cuando se trata de asuntos apartados de nuestra labor… —inmediatamente agregó, tras envolver mi ramillete en papel fino—: Son treinta y cinco chelines. Gracias.

Le entregué dos billetes de una libra. Poppy me puso en la mano seis chelines, volviéndose rápidamente hacia otro cliente.

Las suyas, según advertí, temblaban ligeramente.

Abandoné el establecimiento caminando lentamente. Cuando ya había recorrido cierto trecho comprendí que se había equivocado al hacer la cuenta, devolviéndome más dinero del debido, pues los helechos eran a siete chelines y seis peniques. Sus errores aritméticos habían apuntado anteriormente en otra dirección…

Volví a ver a aquel encantador e inexpresivo rostro, sus grandes ojos azules. Algo indefinible habíase asomado a estos…

«Asustada —me dije—. Está terriblemente asustada… Pero, ¿por qué? ¿Por qué?».