1
—Realmente, señor Lejeune, ¡no sé qué más puedo decirle! Ya se lo conté todo antes al sargento. Ignoro quién era la señora Davis; tampoco sé de dónde procedía. Estuvo en mi casa unos seis meses. Pagaba su alquiler con regularidad. Parecía una persona tranquila y respetable. ¿Qué quiere que le diga más?
La señora Coppins hizo una pausa para tomar aliento, mirando a Lejeune con cierta expresión de desagrado. Él le correspondió con la suave y melancólica sonrisa que utilizaba en estos casos, la cual no dejaba de producir su efecto, según sabía por experiencia.
—De poder, les ayudaría de buena gana —dijo la mujer enmendándose.
—Gracias. Eso es lo que nosotros necesitamos: ayuda. Las mujeres siempre resultan útiles en estas situaciones… Poseen un instinto especial. Por eso saben muchas veces más cosas que los hombres.
Era una excelente treta. Y dio el resultado apetecido.
—¡Ah! —exclamó la mujer—. ¡Cuánto me gustaría que Coppin le pudiese oír! Mi marido era tan brusco como soberbio… «¡Dices que sabes tal cosa y no tienes nada en qué basarte!», comentaba a menudo dando un resoplido. ¿Y qué pasaba luego? Pues que de cada diez veces, nueve tenía yo razón.
—A eso se debe el que yo tenga interés por conocer sus ideas acerca de la señora Davis. ¿Usted cree… que era una mujer desgraciada?
—Yo no me atrevería a decir tanto. Metódica es lo que me pareció siempre. Como si su vida se desenvolviera de acuerdo con un plan trazado de antemano. Tengo entendido que se hallaba empleada en una firma de esas que se dedican a hacer investigaciones entre el público consumidor. Iba de un lado para otro preguntando a la gente qué jabón usaban o qué harina preferían, qué gastaban en su presupuesto semanal y cómo repartían los ingresos. Desde luego, siempre me han sorprendido esas cosas… ¿Para qué quiere el Gobierno o quien sea, averiguar esos detalles? Al final llegan a conclusiones que todo el mundo conoce… Pero hoy, hoy es una locura: a todo el mundo le ha dado por eso. Y por si desea usted tenerlo en cuenta añadiré que la pobre señora Davis debía cumplir con su quehacer diario a la perfección. Sus modales eran agradables; nada ruidosa, sino ordenada, positiva…
—¿No conoce usted el nombre de la razón social en que se encontraba empleada?
—No. Me temo que no…
—¿Mencionó alguna vez a sus parientes?
—No. A mí me parece que era viuda y que había perdido a su esposo hacía muchos años. El hombre había estado inválido algún tiempo. Ahora bien, la señora Davis le mencionó pocas veces.
—¿Nunca dijo nada acerca de su procedencia, ni se refirió especialmente a determinada parte del país?
—No creo que fuese de Londres. Yo diría que procedía del norte.
—¿Nunca le pareció una persona… una persona algo misteriosa?
Lejeune vaciló al expresarse así. Si su interlocutora era una mujer sugestionable… Pero la señora Coppins no aprovechó la oportunidad que le acababa de ofrecer.
—No sé qué contestarle. Sus palabras no me produjeron nunca extrañeza. La única cosa suya que me sorprendió fue su maleta de buena calidad aunque no nueva. Las iniciales en la misma estampadas no habían sido originalmente J. D., correspondientes a Jessie Davis. Antes había ocupado el lugar de aquella una J. y otra letra más. La H, quizá. Pero también pudo haber sido una A. Sin embargo, en el momento más indicado no pensé en eso. Siempre hay ocasión de hacerse de buenas maletas de segunda mano y es lógico que a raíz de su adquisición una proceda a cambiar las iniciales del nombre del anterior poseedor, sustituyéndolas por las propias. No disponía de muchos efectos… Los contenidos en su única maleta solamente.
Lejeune conocía tal dato. La muerta, cosa curiosa, poseía bien pocos objetos. Ni cartas, ni fotografías… Al parecer no tenía ningún seguro, ni cuenta corriente, ni por lo tanto, libro de cheques. Sus ropas eran de buena calidad, sin dejar de ajustarse a lo corriente y práctico. Estaban todas casi nuevas.
—¿No le parecía la señora Davis una mujer completamente feliz?
—Supongo que lo era.
Lejeune advirtió el leve acento de duda que había en sus palabras.
—¿Lo supone solamente?
—Yo aseguraría más bien que no lo pasaba mal. Tenía un buen empleo y estaba satisfecha por el género de vida que llevaba. No abrigaba muchas ilusiones y… Pero, desde luego, cuando cayó enferma…
—Cuando cayó enferma, ¿qué?
—Sentíase inquieta, al principio. Estoy hablando de cuando se sintió indispuesta, con la gripe. Dijo que se vería obligada a alterar todos sus planes, a faltar a ciertas citas… Ahora, ya sabe usted lo que es la gripe y cuando esta se presenta puede más que nosotros. La señora Davis se acostó después de tomarse una aspirina y hacerse un poco de té que ella misma se preparaba, en un hornillo de gas. Le hablé de llamar a un médico y no consintió en ello. La gripe, a su juicio, sólo exigía del paciente la permanencia en el lecho, un poco de calor. Añadió que lo mejor era que no me acercase a ella, para evitar el contagio. Al encontrarse más restablecida le preparé a veces algo de comer: sopa caliente, una tostada… De cuando en cuando un buen budín de arroz. Aquel ataque griposo perdió intensidad en la forma de costumbre. Posteriormente es cuando llega la depresión. A ella le ocurrió lo que a todos. Sentada junto al hornillo de gas recuerdo que me dijo en cierta ocasión: «Me agradaría no disponer de tanto tiempo para pensar. No, no me gusta. Me aburre soberanamente. Me produce un gran desaliento».
Lejeune no perdía de vista a la señora Coppins, que había abordado decididamente el tema por él propuesto tan hábilmente.
—Me pidió que le prestara algunas revistas. Pero no parecía ser capaz de concentrar su atención en la lectura. Recuerdo que una vez me dijo: «Si las cosas no son como debieran. ¿a qué preocuparse por ellas? ¿No piensa usted igual, señora Coppins?». Le contesté afirmativamente. Luego añadió: «No sé… En realidad no he estado nunca segura». Asentí también. Y nuevamente, la señora Davis manifestó: «Todo lo que he hecho ha sido siempre de una rectitud indudable. Nada tengo que reprocharme». «Por supuesto que no, querida» repuse. Me pregunté si en la empresa a que pertenecía no habría habido algún desfalco o cosa por el estilo, sobre la cual estuviese bien informada, formulándome finalmente la conclusión de que con aquello nada tenía que ver.
—Es posible.
—Sea como sea no tardó en ponerse buena… o casi buena, reintegrándose al trabajo. Le advertí que se estaba precipitando. «Tómese uno o dos días más», le dije. ¡Cuánta razón tenía yo! A la segunda noche observé que regresaba con fiebre alta. Apenas pudo subir las escaleras. Le sugerí que llamara a un médico. No accedió de ningún modo. A lo largo del día siguiente fue empeorando: Vi que tenía los ojos vidriosos y las mejillas ardientes. Respiraba dificultosamente. Al llegar la noche consiguió decirme con mucho trabajo: «Un sacerdote. Necesito un sacerdote. Que venga en seguida… Si no, será demasiado tarde». Pero no era el nuestro el que ella quería. Tenía que ser un sacerdote católico. Hasta entonces no me enteré de que fuese católica. Nunca había visto en su habitación un crucifijo o una imagen.
Sin embargo, en el fondo de la maleta había sido hallado un crucifijo. Lejeune no hizo la menor alusión a él. Se limitó a seguir escuchando a la señora Coppins.
—Vi en la calle al pequeño Mike y le envié a buscar al padre Gorman, de la iglesia de Santo Domingo. Por mi cuenta, sin decirle a ella nada llamé a un médico y al hospital.
—¿Hizo usted entrar al padre Gorman en cuanto llegó?
—Sí. Y los dejé solos.
—¿Les oyó decir algo?
—Pues… No puedo recordar ahora exactamente. Le dije a la señora Davis que allí tenía a su sacerdote, que no tardaría en ponerse buena… Trataba de animarla. Pero… Sí. Me acuerdo de que al cerrar la puerta la oí pronunciar una palabra: iniquidad. Y también hablar algo acerca de un caballo, carreras de caballos, quizá. Me gusta gastarme media corona de cuando en cuando en estas, pero hay mucho «tongo»… Bueno. Eso dice la gente.
—Iniquidad —repitió Lejeune. La palabra le había impresionado.
—Los católicos confiesan sus pecados antes de morir, ¿verdad? Sí. Eso suponía yo.
La imaginación de Lejeune seguía obstinadamente fija en aquel vocablo: iniquidad…
Habría de tratarse de algo especialmente perverso, pensó, para dar lugar a que el sacerdote que estaba en el secreto del asunto fuese golpeado sin piedad, hasta causarle la muerte…
2
De los otros tres inquilinos de la casa no pudo sacarse nada. Dos de ellos, un empleado de Banco y un anciano que trabajaba en una zapatería, habitaban allí desde hacía varios años. El tercero era una chica de veintidós años, llegada recientemente, que se hallaba colocada en unos almacenes próximos. Apenas conocían a la señora Davis de vista.
La mujer que había visto al padre Gorman en la calle la noche del suceso no pudo suministrar ninguna información útil. Era católica y feligresa de la parroquia de Santo Domingo, por lo que conocía al sacerdote. Le había visto en el instante de entrar en el café de Tony, a las ocho menos diez. No sabía más.
El señor Osborne, propietario de la farmacia que había en la esquina de la calle Borton, aportó nuevos detalles al asunto.
Era un hombre menudo de mediana edad, con una calva algo empinada, y una faz ingenua, redonda. Usaba lentes.
—Buenas noches, inspector. Venga por aquí, haga el favor.
Levantó al tiempo que hablaba la tapa abatible del mostrador y Lejeune pasó después a un cuarto en el que se encontraba un joven embutido en un blanco guardapolvo, preparando frascos medicinales con la destreza de un prestidigitador profesional. Luego cruzó una arcada y penetró en una habitación que contaba con un par de sillones y una mesa. El señor Osborne corrió la cortina de la entrada con ademanes un tanto misteriosos y se acomodó en uno de los asientos después de señalar a Lejeune expresivamente, el otro. Se inclinó hacia delante al hablar. Los ojos le brillaban a causa de la excitación…
—Da la casualidad de que puedo ayudarles. Aquella noche no fue muy ajetreada para nosotros… Había poco quehacer. El tiempo no era nada bueno. Mi dependienta se encontraba detrás del mostrador. Los jueves no cerramos hasta las ocho. La niebla espesaba y andaba poca gente por los alrededores. Salí a la puerta para echar un vistazo al cielo. No me había equivocado en mi predicción. Estuve allí unos minutos… No tenía nada especial a que atender dentro. Luego vi al padre Gorman avanzar por el lado opuesto de la calle. Le conocía de vista, por supuesto. Sorprende mucho que un hombre tan querido como él haya muerto asesinado. «Ahí está el padre Gorman», me dije. Caminaba en dirección a la calle Oeste, que, como usted sabe, se encuentra en el recodo siguiente, antes de alcanzar la estación de ferrocarril. A pocos pasos de él marchaba un hombre. No me habría llegado a fijar en ello si este último no se hubiera detenido repentinamente, en el preciso instante en que se hallaba a la altura de mi puerta. Me pregunté por qué se habría parado… Entonces advertí que el padre Gorman, un poco más adelante, había acortado sus pasos, aunque sin llegar a detenerse, como si pensara en algo intensamente y se hubiese olvidado de que estaba andando. Luego aceleró el paso de nuevo y el otro hombre reanudó la marcha también, rápidamente ahora. Pensé que tal vez se tratara de alguien que conocía al padre Gorman y deseaba alcanzarle con objeto de hablar con él.
—Pero, en realidad, podía estar siguiéndole, simplemente.
—Ahora es cuando estoy seguro de eso… En aquel momento no pensé en tal cosa. A causa de la niebla les perdí de vista a los dos casi al mismo tiempo, y pronto.
—¿Podría describir a ese hombre?
Lejeune no confiaba en una respuesta afirmativa, según se veía por el tono de su pregunta. Se disponía a escuchar los detalles de costumbre, que casi nunca suelen conducir a nada. Pero el temperamento del señor Osborne no era el de Tony, el propietario del café en que estuviera el padre Gorman unos minutos, poco antes de su muerte.
—Pues… creo que sí —contestó complacido el farmacéutico—. Era un hombre alto.
—¿Alto? ¿Qué estatura le calcula usted?
—Un metro ochenta centímetros, por lo menos. Quizá esta impresión me la produjera el hecho de ser un tipo muy delgado. Tenía los hombros muy caídos y una nuez prominente. Los cabellos, largos, asomaban un poco por debajo de su sombrero. Nariz ganchuda, grande. Un individuo de físico nada corriente. No puedo decirle el color de sus ojos. Le vi de perfil. Unos cincuenta años de edad. Me guío, al hacer tal apreciación, por su manera de andar. Los jóvenes caminan de un modo completamente distinto.
Lejeune hizo, mentalmente, una apreciación de la anchura de la calle. Luego volvió a fijar su atención en el señor Osborne, preguntándose… Se preguntaba muchas cosas, en realidad…
Una descripción como la facilitada por el farmacéutico podía tener diversas interpretaciones. Quizá naciera de una fantasía desbordada. Había dado con algunos ejemplos notables en tal aspecto, principalmente entre mujeres. Solía construir un retrato imaginativo, atribuyendo al modelo todas las características que a su juicio debía presentar el criminal. Esas descripciones contenían a menudo detalles adulterados: unos ojos inquietos, una expresión ceñuda, mandíbulas de gorila, ferocidad manifiesta, en fin, datos que más bien cabía considerar tópicos. La descripción del señor Osborne, en cambio, parecía corresponder a una persona real. En ese caso resultaba posible que se encontrara ante el casual testigo del suceso, ante un hombre que había observado determinadas circunstancias con precisión, fijándose en los pormenores. Un testigo, por otro lado, que se aferraba a lo visto, que se mostraba seguro, nada fácil de abdicar de su posición.
Lejeune volvió a considerar mentalmente la distancia que le separaba en aquellos momentos de la acera opuesta. Con un gesto positivo posó la mirada en el farmacéutico.
—¿Cree usted que podría reconocer a ese hombre si le viese de nuevo? —le preguntó.
—Por supuesto —El señor Osborne hacía gala de una extraordinaria confianza en sí mismo—. Jamás olvido un rostro. Este es uno de mis pasatiempos favoritos. Siempre he dicho que si por casualidad entrase como cliente en mi farmacia uno de esos asesinos de mujeres que andan por ahí, con la idea de adquirir una pequeña cantidad de arsénico, no tendría inconveniente en identificarlo bajo juramento ante un tribunal. A lo largo de mi vida he abrigado constantemente la esperanza de disfrutar de una oportunidad semejante.
—¿No se le ha presentado aún?
El señor Osborne admitió entristecido que no.
—Y lo más probable es que tenga que renunciar definitivamente —añadió—. Voy a vender este negocio. Obtendré una fuerte suma por él y luego me retiraré a Bournemouth.
—Su establecimiento parece hallarse muy acreditado.
—Tiene «clase» —repuso el señor Osborne con un acento de orgullo en la voz—. Cuenta ya casi con cien años de existencia. Me precedieron mi abuelo y mi padre. Una empresa antigua, de tipo familiar. Claro que de niño no pensaba así. Consideraba esto bastante fastidioso. Al igual que muchos chicos, me desagradaba el escenario. Cuando tuve la certeza de poder actuar eficientemente mi padre no intentó detenerme. «A ver de lo que eres capaz, hijo mío», me dijo. «Pero no vayas a creerte que eres un sir Henry Icving». ¡Cuánta razón tenía! Un hombre muy juicioso, mi padre. Después de dieciocho meses de aprendizaje el negocio absorbió por completo mis actividades. Me dediqué por entero a él. Siempre hemos contado con artículos de primera calidad, algo anticuados, pero buenos. Hoy, el farmacéutico de nuestros días se siente un poco desconcertado —agregó moviendo pesarosamente la cabeza—. Me refiero a los artículos de tocador. No hay más remedio que tenerlos. La mitad de nuestros beneficios proceden de ellos: de los polvos para la cara, las cremas, lápices para labios, champús, esponjas, etcétera. Nunca me ocupo de ellos personalmente. Cuento para tal fin con una joven dependienta. No. Esto no es lo que yo pensaba que tenía que ser una farmacia. No obstante, tengo invertida en el negocio una fuerte suma y voy a venderlo muy bien. Ya he efectuado el primer pago en señal, para adquirir una casita de campo en las cercanías de Bournemouth.
»Uno debe retirarse a tiempo, cuando aún se encuentra en condiciones de disfrutar de la vida. He ahí mi lema. Cultivo una gran cantidad de aficiones. Por ejemplo: colecciono mariposas. Me dedico también al estudio de las aves. Y a la jardinería… Dispongo de excelentes libros, con abundantes ideas para crear un jardín. Tengo el recurso de los viajes. Pienso visitar algunos países extranjeros antes de que sea demasiado tarde para gozarla.
Lejeune se puso en pie.
—Le deseo a usted buena suerte —dijo al señor Osborne—. Y si antes de que abandone usted este lugar viera a nuestro hombre…
—Se lo haré saber en seguida, señor Lejeune. Naturalmente, puede usted contar conmigo. Será un placer para mí servirle. Como ya le indiqué, soy un buen fisonomista. Me mantendré atento, a cuanto suceda a mi alrededor, dispuesto a dar en el momento preciso el quién vive, como suele decirse. ¡Oh, sí! Puede usted confiar en mí. Tendré un gran placer en serle útil.