1
La máquina del tren expreso, a mis espaldas, silbaba como una serpiente enfurecida. El ruido tenía en sí sugerencias no diré diabólicas, no quiero llegar a tanto, pero sí siniestras. Tal vez ocurra lo mismo, pensé, con todos los ruidos de nuestra época. El intimidante e irritado zumbido de los aviones de propulsión a chorro, cruzando a vertiginosa velocidad el firmamento, el lento y amenazador murmullo del tren acercándose a la estación a lo largo de un túnel, el pesado camión de transporte que conmueve hasta los cimientos de nuestra casa… Hasta los menores ruidos domésticos de hoy, por muy beneficiosos que sean, parecen transportar una especie de aviso. Las máquinas, los frigoríficos, los exprimidores, las lavadoras… «Ten cuidado», dan la impresión de querer decirnos. «Soy un genio puesto a tu servicio, pero si pierdes el control de mí»…
Un mundo peligroso, eso es, un mundo peligroso.
Agité la espumeante taza que tenía frente a mí. Olía agradablemente.
—¿Deseaba usted algo más? ¿Unos plátanos? ¿Un bocadillo de jamón, quizá?
Se me antojó esto una rara mezcla. Relacioné mentalmente los plátanos con mi niñez… Ocasionalmente, flambés con azúcar y ron. El jamón lo asociaba con los huevos. Sin embargo… Donde fueres haz lo que vieres. Hallándome en Chelsea, lo más indicado era que comiera como la gente de allí. Asentí, por lo tanto, a ambas sugerencias.
Aunque vivía en Chelsea (es decir, disponía aquí desde hacía tres meses de un piso amueblado), yo era en todos los demás aspectos, un extraño. Estaba escribiendo entonces un libro relacionado con ciertos motivos de la arquitectura mogol. Con tal fin hubiera podido vivir lo mismo en Hampstead, Bloomsbury o Streatham, sin el menor inconveniente. Yo me olvidaba del mundo circundante excepto en lo referente a los medios materiales que precisaba para realizar mi cometido. A mis vecinos les era absolutamente indiferente. Vivía, en una palabra, dentro del mundo que yo me había creado.
Esta noche, no obstante, había sido víctima de algo que todos los escritores conocen perfectamente: una repentina desgana.
La arquitectura mogol, los emperadores mogoles, las normas que regían la existencia de ese pueblo y todos los fascinantes problemas que tales cosas planteaban no representaron nada para mí de pronto. ¿Importan a alguien en realidad? ¿Por qué escribir sobre ellas?
Pasé varias páginas, releyéndolas. Todo lo que llevaba escrito me pareció uniformemente malo… Juzgué mi estilo poco lúcido y el tema singularmente desprovisto de interés. «La Historia no es más que “música celestial”». ¿Quién había dicho eso ¿Henry Ford? Tenía que reconocer que era verdad.
Aparté con un gesto de asco mi manuscrito y después de levantarme consulté mi reloj. Eran casi las once de la noche. Intenté recordar si había cenado… Estimé que no, guiándome de mis sensaciones. La comida de mediodía sí la había hecho. En el «Ateneaum». Habían transcurrido muchas horas desde aquel momento.
Miré dentro, del frigorífico. Quedaba en este un trozo de lengua reseca. Permanecí unos segundos examinándolo. No me apetecía lo más mínimo. Por causa de esto estuve vagando un poco por King’s Road, acabando por entrar en un bar que tenía en la puerta un rótulo rojo de gas neón: «Luigi». Contemplaba ahora mi bocadillo de jamón mientras pensaba en las siniestras sugerencias de los ruidos de nuestro tiempo y en sus efectos atmosféricos.
Me pareció que todos ellos poseían algo en común con mis más remotos recuerdos de carácter pantomímico. ¡David Jones saliendo de su cajón entre nubes de humo! Puertas trampas, ventanas que exudaban todos los infernales poderes del mal, desafiando al Hada Buena o a cualquier personaje de nombre semejante, quien, a su vez, enarbolaba una varita mágica y recitaba esperanzadas pláticas sobre el triunfo definitivo del bien con suave voz, profetizando así la inevitable «canción del momento», lo cual nada tenía que ver con el argumento de aquella especial pantomima.
Se me ocurrió de pronto pensar que el mal era, quizá, más impresionante que el bien. Y esto siempre y necesariamente. ¡Tenía forzosamente que convertirse en espectáculo! ¡Tenía que sobresaltar, adoptar una actitud de reto! Era la inestabilidad atacando a lo estable. Al final acabaría ganando todo lo que se hallara informado por esta última cualidad. Lo estable se impone por encima de la trivial Hada Buena… Por muy débiles que parecieran sus armas, prevalecería. La pantomima terminaría en la forma de siempre: una escalera por la que descenderían por orden de categoría los distintos personajes. El Hada Buena, practicando la cristiana virtud de la humildad, no figuraría en primer lugar, ni tampoco en el último, sino que se colocaría en medio de los demás, al lado de su adversario, que en tal instante habría dejado de ser el Demonio gruñón de momentos antes, con sus vaharadas de fuego y azufre, para dejarse ver como un hombre vestido con traje de malla roja.
La máquina del tren expreso silbó de nuevo en mi oído. Hice una seña para que me trajeran otra taza de café y miré a mi alrededor. Una de mis hermanas me ha acusado siempre de ser poco o nada observador. Dice que nunca advierto lo que sucede a mi lado. «Vives aislado en tu mundo personal», suele manifestar al reprocharme. Ahora, con una sensación de virtud consciente tomé nota de lo que ocurría en torno a mí. Apenas pasaba un día sin que los periódicos trajeran alguna noticia relacionada con los bares de Chelsea y sus clientes. Ahora se me presentaba la oportunidad de estudiar directamente la vida contemporánea.
La sala no se encontraba muy iluminada, por lo que no podía ver muy bien. Casi todos los clientes eran gente joven. Supuse, vagamente, que representaban a la generación de la postguerra. Las chicas me parecieron lo que me parecen en la actualidad: un tanto desaseadas. Daban también la impresión de llevar demasiada ropa encima. La muchacha que se hallaba más cerca de mí, tendría unos veinte años. Dentro del establecimiento hacía calor, pero ella vestía un jersey amarillo de lana, igual que sus negras medias, y una falda oscura. Un sudor abundante cubría su faz. Olía a lana empapada de aquel y a cabellos sin lavar. A mis amigos, de acuerdo con sus cánones de belleza, se les habría antojado muy atractiva. ¡No pensaba yo de la misma manera! Mi única reacción ante su presencia era un ansia irreprimible de arrojarla a una bañera llena de agua caliente para, a continuación entregarle una pastilla de jabón y obligarle a hacer uso de este. Lo cual, me imagino, ponía bien de relieve lo mal encajado que estaba yo en mi tiempo. Recordé con placer a las mujeres indias, con sus negros cabellos cuidadosamente recogidos sobre la nuca, sus saris de puros y brillantes colores, cayendo a lo largo de su cuerpo en graciosos pliegues, su rítmico balanceo al andar…
Un repentino incremento del ruido me hizo abandonar tan gratos pensamientos. Las dos chicas que se encontraban en la mesa de al lado, habían iniciado una disputa. Los dos jóvenes que les acompañaban intentaban poner paz entre las dos sin conseguirlo.
Súbitamente comenzaron a gritarse mutuamente. Una de ellas abofeteó a la otra y esta respondió a la agresión tirando de su oponente, hasta hacerla abandonar la silla que ocupaba. Forcejearon sin dejar de insultarse, histéricamente, como un par de verduleras. Una tenía los cabellos rojizos y enmarañados; la otra era una rubia de pelo lacio.
No acerté a adivinar el motivo de la reyerta. De las otras mesas salieron airadas voces y estridentes gritos de rechifla.
—¡Ánimo, muchacha! ¡Dale fuerte, Lou!
El propietario, un hombre delgado de pobladas patillas, con todo el aspecto de un italiano, a quien yo había identificado como Luigi, salió de detrás del mostrador para intervenir. Hablaba con un puro cockney londinense.
—Vamos, vamos… Eso ha de acabarse… Vais a llamar la atención de todos los que pasan por aquí. Y de la policía, que no tardará en llegar. ¡Basta, he dicho!
Pero la rubia había conseguido coger a la otra de los cabellos, tirando de estos furiosamente, al mismo tiempo que gritaba:
—¡Perra! ¡No eres más que eso: una perra que se dedica a quitar a las demás sus novios!
—¡Eso lo serás tú!
Luigi y los dos avergonzados acompañantes de las chicas lograron separar por fin a estas. En los dedos de la rubia quedaron unos mechones de rojizos cabellos. La muchacha levantó la mano con aire triunfal, mostrándolos, antes de arrojarlos despreciativamente al suelo.
Se abrió la puerta de la calle. En el umbral se plantó un guardia vestido con un uniforme azul. Este hizo la pregunta de rigor en tales casos dando a sus palabras una majestuosa entonación:
—¿Qué pasa aquí?
Inmediatamente se formó un frente colectivo contra el enemigo común.
—Un rato de broma —arguyó uno de los jóvenes.
—Eso es —corroboró Luigi—. Un rato de broma entre amigos.
Mientras, con el pie, diestramente, empujó los mechones de pelo que había sobre el pavimento debajo de la mesa. Las dos contrincantes intercambiaron falsas sonrisas.
El guardia contempló a las dos chicas con un gesto de desconfianza.
—Precisamente nos íbamos ya —dijo la rubia dulcemente—. Vamos, Doug.
Una coincidencia: varias de las personas presentes se disponían a imitarles. El guardia les dirigió una severa mirada. Con su actitud les daba a entender que por esta vez pasaba aquello por alto y que en lo sucesivo habrían de andarse con cuidado. Avanzando lentamente hacia la puerta se retiró por fin.
El acompañante de la pelirroja pagó la cuenta.
—¿Te encuentras bien, muchacha? —preguntó Luigi a la chica, que se estaba ajustando un pañuelo de cabeza—. Lou debe haberte hecho daño al tirarte de los cabellos de esa manera…
—Nada de particular —respondió la joven indiferentemente. Después sonrió—. Siento lo ocurrido, Luigi.
La pareja se marchó. El bar se hallaba ahora vacío, prácticamente. Me tenté el bolsillo, en busca de dinero.
—Muy maja esa chica —comentó Luigi mirando con un gesto de aprobación hacia la puerta, en el momento de cerrarse la misma.
Cogiendo una escoba barrió los mechones de rojos pelos, ocultándolos debajo del mostrador.
—Tiene que haberle hecho daño —dije.
—Si eso me lo hacen a mí se oyen los gritos en el otro extremo de la población. Pero es que, de verdad, Tommy es una gran muchacha.
—La conoce usted bien, por lo visto.
—¡Oh, sí! ¡Viene por aquí casi todas las noches! Tuckerton. Ese es su apellido. Thomasina Tuckerton. Pero todo el mundo la conoce por el de Tommy Tucker. Es muy rica. Su padre le dejó al morir una fortuna. Y, ¿dónde cree usted que se le ocurrió ir entonces? Pues sencillamente, viene a Chelsea para vivir en una habitación de los barrios bajos, cerca del puente de Wansworth, corriendo por ahí en compañía de otros tipos semejantes a ella. Lo que más me sorprende es que casi todos disponen de dinero. Podrían tener cuanto se les antojase y vivir en el Ritz si gustaran de ello. Pero parecen hallar más placer en ese género de existencia que llevan. Sí… Me extraña mucho.
—¿No habría usted procedido igual que ellos, de tener que elegir?
—¡Ah! ¡Yo no carezco de sentido común! —exclamó Luigi—. Ganar dinero es lo que importa.
Me levanté con la idea de marcharme ya, y entonces le pregunté si conocía el motivo de la pelea.
—¡Oh! Tommy le ha quitado el novio a la otra. No vale la pena reñir por eso, créame.
—La chica en cuestión no pensaba así —observé.
—Bueno. Es que Lou es muy romántica —repuso Luigi indulgentemente.
No era aquella la idea que yo tenía acerca del romanticismo, pero opté por callar.
2
Debió de ser una semana más tarde, aproximadamente, cuando en las columnas de la sección necrológica del Times leí la siguiente esquela:
TUCKERTON. El 2 de octubre, en el hospital de Fallowfleld, Aniberley, ha fallecido Thomasina Ann, de veinte años de edad, hija única de Thomas Tuckerton de Carrington Park Amberley, Surrey. Funerales privados. Se ruega no envíen flores.
Nada de flores para la pobre Tommy Tucker… La extravagante vida que llevara en Chelsea había llegado a su fin. Sentí de improviso una gran compasión por las infinitas Tommy Tucker de nuestro tiempo. Sin embargo, ¿cómo sabía yo que mi punto de vista era el más acertado? ¿Quién era yo para juzgar aquella una vida inútil? Tal vez ese calificativo conviniera más a mi existencia, sedentaria, existencia de un estudioso, inmerso en los libros, aislado del mundo. Una vida de segunda categoría, en verdad. Tenía que preguntarme con franqueza: ¿había algo de extraordinario en aquella? Era esta una idea nada familiar para mí. Lo cierto era que no gustaba de la misma. Pero… ¿no debería, quizá lanzarme a la búsqueda de lo sorprendente, de lo impensado? Una idea nada familiar, ciertamente, que yo tampoco acogía con agrado.
Desterrando a Tommy Tucker de mis reflexiones volví a concentrar la atención en mi correspondencia.
La carta más destacada procedía de mi prima Rhoda Despard, la cual solicitaba de mí un favor. Me agarré a esta petición, ya que no me encontraba bien dispuesto para el trabajo aquella mañana. Suponía además una excelente excusa para aplazar el cotidiano quehacer.
Fui a King’s Road, donde paré un taxi que me llevó a la residencia de una señora, Ariadne Oliver, buena amiga mía.
Ariadne Oliver era una escritora de novelas policíacas muy conocida. Milly, su criada, podía ser considerada un dragón eficiente, pues sabía defender a su señora de los ataques del mundo exterior.
Levanté las cejas inquisitivamente, en una muda pregunta. Milly asintió con vehemencia.
—Vale más que suba usted a verla, señor Mark —me dijo—. Hoy está fuera de sí… Tal vez consiga que cambie su humor.
Subí las escaleras, di unos golpecitos en una puerta y entré antes de que me contestara nadie. El cuarto de trabajo de la señora Oliver era de grandes dimensiones. En el papel que cubría las paredes se veían exóticos pájaros anidando en un follaje tropical. La señora Oliver, en un estado aparentemente rayano en la locura, iba de un lado a otro de la habitación, hablando incesantemente en voz baja. Me miró brevemente, sin el menor interés, y continuó paseando. Sus ojos se posaron sucesivamente en las cuatro paredes y también en el paisaje que se divisaba por la ventana, cerrándose al tiempo que en su rostro se dibujaba una angustiosa expresión.
—Pero, ¿por qué? —inquirió la señora Oliver dirigiéndose a un ente desconocido para mí—. ¿Por qué no dice el idiota en seguida que él vio la cacatúa? ¿Y por qué no había de verla? ¡Si era algo inevitable! Ahora bien, si menciona tal detalle lo echa a perder todo. Tiene que existir una salida… Sí, tiene que haberla…
Mientras hablaba la señora Oliver lanzaba breves gemidos y se pasaba los dedos por sus grises cabellos, más bien cortos, oprimiéndolos frenéticamente. De súbito, mirándome, dijo:
—Hola, Mark. Me voy a volver loca.
Inmediatamente reanudó su soliloquio.
—Y luego ahí está Mónica. Cuando más amable quiero hacerla, más irritante se me vuelve… ¡Qué muchacha más estúpida! ¡Y presumida! Mónica… ¿Mónica? Creo que este nombre es un error. ¿Nancy? ¿No le iría mejor este? ¿Joan? Cualquier chica se llama así. Con Anne ocurre lo mismo. ¿Susan? Ya tengo una Susan. ¿Lucía? ¿Lucía? Me parece estar viéndola: pelirroja, blusa de polo… ¿Malla negra? Medias negras, de todos modos.
Este momentáneo destello de alegría fue eclipsado por el recuerdo del problema de la cacatúa. La señora Oliver volvió a sus alocados paseos, cogiendo al paso cosas de las mesas sin darse cuenta de lo que hacía, para depositarlas luego en otro sitio del cuarto. Después de colocar con extrema delicadeza la funda de sus gafas en una caja lacada que ya contenía un abanico chino me miró detenidamente, tras lo cual dijo:
—Me alegro que seas tú…
—Eres muy amable.
—Podía haber venido otra persona: alguna necia que está empeñada en que abra una tienda o el hombre que desea hacer a Milly un seguro, a lo cual ella se niega rotundamente, o el fontanero… Aunque esto último habría significado ya una suerte. Incluyo entre los posibles visitantes alguien en demanda de una entrevista, para hacerme las embarazosas preguntas de siempre. ¿Qué es lo que le llevó a usted a escribir? ¿Cuántos libros lleva escritos? ¿Cuánto dinero ha ganado? Etcétera, etcétera. Jamás sé qué responder y esto me hace aparecer como una tonta. Claro que ninguna de esas cosas tiene importancia. Lo que a mí me vuelve loca es ese endiablado asunto de la cacatúa.
—¿Algo que no llega a cuadrar del todo? —le pregunté con afecto—. Tal vez fuera mejor que me marchara.
—No. De todas formas tú supones para mí una distracción, desde luego.
Acepté el dudoso cumplido.
—¿Quieres un cigarrillo? —inquirió la señora Oliver con un vago gesto de hospitalidad—. Por ahí hay un paquete. Mira en la mesita de la máquina de escribir.
—Llevo ya encima, gracias. Toma uno. ¡Oh, no! Tú no fumas.
—Ni bebo tampoco. Me gustaría hacerlo. Como esos detectives americanos que siempre tienen a mano unas botellas de whisky. Este parece resolver todos los problemas. ¿Sabes, Mark? En realidad no comprendo cómo alguien dentro de la vida real puede llevar en la conciencia un crimen… Yo creo que desde el momento en que el autor realiza esa irreparable acción todo le señala como tal.
—Ni hablar. Tú los has cometido a docenas.
—Cincuenta y cinco por lo menos —manifestó la señora Oliver—. La cuestión del asesinato es fácil y bien sencilla. Lo referente al camuflaje es lo difícil. Quiero decir: ¿por qué ha de ser el autor otra persona y no tú? ¡Qué trabajo me cuesta siempre dar con eso! Aunque tú no compartes mi opinión, he de decirte que no es normal que en el instante de ser asesinado B, ni que todas tengan un motivo para desear su muerte… A menos que B sea una Persona sumamente desagradable, en cuyo caso a nadie le importará que haya muerto o no violentamente, ni existirá el menor interés por conocer la identidad del autor del crimen.
—Me hago cargo de tu problema. No obstante, si te has enfrentado triunfalmente con aquel cincuenta y cinco veces, ¿por qué has de fracasar ahora?
—Eso es lo que me repito continuamente. Sin embargo, en ocasiones no tengo fe en mis facultades, con lo cual se apodera de mí una tremenda depresión.
Se pasó las manos por los cabellos, tirándose de estos violentamente.
—No hagas eso —le dije—. Te lo vas a arrancar de raíz.
—Tonterías —me contestó ella—. Mis cabellos son fuertes. Aunque cuando pasé el sarampión, a los catorce años, estuvieron cayéndoseme por efecto de la fiebre… Algo espantoso. Pero antes de los seis meses ya habían vuelto a crecer aquellos. Es una cosa terrible para las chicas, quienes dan siempre a este asunto una importancia enorme. Se me ocurrió pensar en él ayer, con ocasión de mi visita al hospital en que se encuentra Mary Delafontaine. A sus cabellos les había ocurrido lo que a los míos de niña. Creo que es a los sesenta años cuando dejan de crecer.
—La otra noche vi cómo una muchacha le tiraba a otra de los cabellos, hasta arrancárselos —dije con un leve acento de orgullo en la voz, como el de una persona acostumbrada al espectáculo de la vida.
—¿Qué lugares extraordinarios has estado visitando últimamente, Mark?
—Eso sucedió en un bar de Chelsea.
—¡Ah! ¡Chelsea! Yo creo que allí todo es posible… El escenario adecuado de la generación de postguerra. No he escrito sobre esa gente porque no quiero que se me produzcan malas interpretaciones. Es más seguro aferrarse a lo que una ya conoce.
—¿Por ejemplo?
—Individuos que realizan viajes de placer, sucesos que tienen por marco hospitales, consejos parroquiales, salas de subastas, festivales musicales, tiendas, comités femeninos, muchachos y muchachas que gustan de recorrer el mundo con un interés científico, dependientes de ciertos establecimientos…
La señora Oliver hizo una pausa para respirar normalmente.
—Eso, por ser tan amplio, te permitirá continuar escribiendo indefinidamente —opiné.
—Sin embargo, debieras llevarme alguna vez a cualquier bar de Chelsea, sólo para hacer más dilatada mi experiencia personal.
—¿Alguna vez? ¿Te parece bien esta noche?
—No, esta noche no. Me encuentro demasiado ocupada escribiendo. O excesivamente preocupada porque no me es posible escribir. Es lo más fatigoso de este oficio… Aunque todo se me antoja igualmente cansado, en realidad. Existe una excepción no obstante: cuando una se da cuenta de que lo que ha pensado es una idea maravillosa. Entonces surge una impaciencia terrible, por ponerse cuanto antes a trabajar. Dime, Mark, ¿tú crees que es posible matar a alguien por «control remoto»?
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Te refieres al acto de apretar un botón y enviar seguidamente un rayo mortal radiactivo?
—No, no. Nada de fantasías científicas. Supongo —la señora Oliver se detuvo, vacilando— que aludía realmente a la magia negra.
—¿Figuras de cera que uno va pinchando con alfileres y demás?
—¡Oh! Esa cuestión queda eliminada. Pero hay que reconocer que en África y en la India ocurren cosas extrañas. Lo asegura todo el mundo… Los nativos de determinadas regiones mueren a veces de un modo inexplicable. Es el vudú o ju_ju… Sabes lo que quiero decir, ¿verdad?
Repliqué que muchas de esas cosas atribuíanse en nuestros días al poder de la sugestión. La víctima se entera, porque así se lo han comunicado, que el brujo de la tribu ha decretado su muerte… El resto corre a cargo de su subconsciente.
La señora Oliver dio un resoplido.
—Si alguien me sugiriera que yo había sido condenada a tenderme en un lecho sin otro fin que el de esperar la muerte me daría el gustazo de echar por tierra las esperanzas del que fuese.
Solté una carcajada.
—Por tus venas corre sangre oriental, escéptica y excelente, con muchos siglos de antigüedad. No existe predisposición.
—Pero, entonces, ¿crees que puede darse el caso?
—No conozco suficientemente bien la materia para juzgar. ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? ¿Es que en tu nueva obra presentas un crimen cometido por sugestión?
—De veras que no. Me arreglo muy bien con el anticuado veneno para ratas o el arsénico. O el seguro instrumento contundente. Nada de armas de fuego, siempre que puedo. Resultan de delicado manejo. Bien. No creo que hayas venido aquí sólo para hablar de mis libros.
—Francamente, no. La verdad es que mi prima Rhoda Despard ha organizado una fiesta parroquial y…
—¡Nunca! ¡Nunca más! —exclamó la señora Oliver—. ¿Sabes lo que pasó la última vez? Organicé una reunión con elementos aficionados a las novelas de misterio y con lo primero que tropezamos fue con un cadáver auténtico. ¡Jamás me volveré a ver en otro!
—Eso es distinto. Todo lo que tendrás que hacer es sentarte en el interior de una tienda y firmar tus libros… a seis chelines por rúbrica.
—Bueno… Quizá resulte bien la cosa entonces. ¿No tendré que pronunciar el discurso de apertura? ¿No me obligarás a prodigar tonterías? ¿Ni a ponerme el sombrero?
Le aseguré que nadie la forzaría a hacer eso.
—Y además no te retendrán más de una o dos horas —añadí para acabar de convencerla—: Al fin habrá un partido de cricket… No. Supongo que no lo organizarán en esta época del año. Un baile infantil, quizá. O un concurso de vestidos de fantasía…
La señora Oliver me interrumpió profiriendo un salvaje grito de alegría.
—¡Eso es! —exclamó—. ¡Una pelota de cricket! ¡Desde luego! Él la ve desde la ventana… La ve elevándose en el aire… y eso le distrae… ¡Por tal motivo no llega a mencionar la cacatúa! Has tenido una idea magnífica al visitarme, Mark. Te has portado maravillosamente.
—Perdona, pero no comprendo en absoluto…
—Tú tal vez no, pero yo sí. Todo es un tanto complicado y no quiero perder el tiempo dándote explicaciones. Me he alegrado mucho de verte, pero ahora lo que deseo es que te marches. Cuanto antes.
—De acuerdo, de acuerdo. Y lo de la fiesta…
—Ya pensaré en eso. Ahora no me busques complicaciones. ¿Dónde demonios puse mis gafas? Verdaderamente, desaparecen las cosas de una manera que…