INCISO 5

NECESITO un minuto.

Parece que estoy quieto, pero mi cabeza va a toda leche.

¡Zum! ¡Uau! ¡Fusssh…!

Qué asquerosa la adolescencia.

Tienes diez, once, doce años, y nadie te dice: «cuidado, ahí viene ese tren de mercancías llamado La Vida Real, que no se detiene por nada y te arrollará». Lo pensé cuando hablaba con el abogado. Me vino la imagen a la cabeza. El tren de mercancías, y millones de niños y niñas indefensos. El tren de mercancías, y de pronto la maldita a-do-les-cen-cia. Todos perdidos. A los chicos les entran ganas de matar y no saben por qué. A las chicas les salen tetas, y les viene la regla, y su madre lo único que les dice es «ahora cuidado con los chicos», y les entran ganas de llorar. Y así un año, y otro, y otro más, porque la adolescencia aparece, se instala y no se acaba nunca. Nunca. El desconcierto aumenta cuando el cuerpo empieza a picar y no sabes por donde rascarte. Se disparan cosas raras de nombres estúpidos, la testosterona, las feromonas, la esto y aquello. Entonces aparece el primer cáncer devorador: el amor. Todos caen. El primer amor te sacude, te vuelve del revés, te machaca, no te deja vivir pero te impide morir, sudas, tiemblas, se acaba el mundo, no hay nada, es el dolor invisible. Elena se enamora de Juan, pero Juan pasa de ella porque se ha enamorado de Luisa, que pasa de él porque está loca por Jaime, que pasa de ella porque a su vez se ha fijado en Queta, que no le hace ni caso porque lo suyo es soñar con Isidoro, el cual suspira ciegamente por Elena. Es el momento de los diarios, los traumas y la inseguridad presidida por la falta de autoestima: «Él no me quiere porque YO soy fea», «ella no se fija en mí porque YO soy feo». El odio hacia uno mismo es el alimento de la adolescencia. Y aparece la guerra, unas contra la báscula, otras contra los padres, otros contra el mundo en general, protestas a través de la ropa, la actitud, el comportamiento, las modas, las tribus, la empatía, todo a través de una larga, muy larga travesía del desierto que conduce a los dieciséis, diecisiete, dieciocho años, a los que llegas marcado, marcada, con heridas en el alma, el corazón y la piel. Fin de la a-do-les-cen-cia, ya eres un joven. Prepárate. ¿Crees que todo será mejor? ¡Ja! Igual, pero ya tendrás eso que se llama «experiencia».

Alguien dijo «la experiencia es la suma de nuestros errores». O sea que hay que cagarla para crecer.

Cuantas más cagadas, mejor.

Y así nos va.

El muy experto está lleno de cicatrices. El muy inexperto va a ser carne de cañón inmediata y futura.

Qué asquerosa la adolescencia.

Vas al psicólogo y la quinta pregunta del test para gilipollas resulta que es aún más estúpida que la cuarta, pero mucho menos que la sexta.