CAPÍTULO 9

JULIÁN, vas a ayudarme a escapar.

Julián se ríe.

Vaya, dice, hoy te has levantado de buen humor.

Es mejor que seas tú.

¿Ah, sí?

No te haré daño. A otro puede que le pinchase.

¿Y con qué vas a pincharme?

Con esto.

Le muestra la navaja.

¿De dónde… has sacado… eso?

Se la pone en la garganta, justo en la nuez, que sube y baja como si allí dentro hubiera un pequeño ascensor. Los ojos bailan en sus órbitas. El resto del cuerpo está rígido.

Quiero irme de aquí, Julián.

Estás loco.

Tal vez.

No compliques las cosas.

Ya lo están.

Dices que no vas a pincharme, por lo tanto puedo resistirme.

No lo hagas.

¿Por qué no?

Julián se encuentra con sus ojos. Hay en ellos un algo de tristeza, un algo de rebeldía, un algo de resistencia, un algo de desesperación.

Y un todo de rabia.

Vamos.

No, chico, no.

Vamos.

Ahí afuera estarás solo.

Vamos, le empuja.

Te matarán. Te perseguirán como perros. No acabes así.

¿Y cómo quieres que acabe?

Podrías…

Podría es un futuro imperfecto y muy lejano.

¿A dónde irás?

He de ver a alguien.

No…

Vamos.

CAMINAN despacio, como dos amigos, pero uno lleva el cuchillo y el otro el miedo. Los dos combinan bien. Lo segundo no existiría sin lo primero.

Aquí nadie te va a disparar, suplica Julián. Esto no es una cárcel.

Cállate.

Si sales por esa puerta les darás licencia. Si no te matan te atraparán igual, volverás aquí o…

Ya lo he intentado, Julián.

Adaptarse cuesta un poco, luego…

Siempre habláis de luego, musita él, y se os llena la boca. Luego, luego, luego, o más tarde, o mañana, o algún día, o tal vez, o quizá. Siempre confiáis en ese futuro que nunca llega. Sois asnos atados al palo de la zanahoria. Queréis comérosla, y dais un paso, y otro, y otro más, y aunque nunca atrapáis la zanahoria seguís caminando, suspira.

¿A quién has de ir a ver?

No te pares.

¿Quién es?

Sigue.

¿Así que hay alguien, no estás solo?

Olvidé una cosa, nada más.

Uno nunca olvida nada cuando va a matar a un hombre. En un arrebato sí, se olvida todo, pero tú fuiste a por él. ¿Qué pudiste olvidar? ¿Qué?

Julián, eres un plasta.

Soy tu…

Ni lo digas, le aprieta el brazo, le hunde un poco más el cuchillo en la carne.

Estoy seguro de que no lo harías, se jacta Julián.

¡Quieres callarte de una vez!

¡Ay!

¿Vale?

Vale.

La puerta, los últimos pasos, la llave, el celador, el momento decisivo antes de echar a correr.

Echar a correr.

Oh, sí, Bruce, todos nacimos para correr.

ANTES no era un delincuente, ahora sí.

Está marcado.

Haga lo que haga, lo estará para siempre.

El hombre aparca el coche y apaga el motor y desciende ajeno a su presencia y cuando siente el cuchillo en la garganta se orina en los pantalones.

El hombre le mira y ve sus ojos de hielo y se asusta y le tiende las llaves sin decir nada.

El hombre.

Se lo devolverán cuando lo encuentren, dice él. No voy a rompérselo. Solo lo necesito.

El hombre está mojado y baja la cabeza y no grita y no habla y se aparta para que suba al coche.

El hombre le ve arrancar y suda y mira arriba y abajo de la calle y no ve a nadie y se rinde.

El hombre.

¿El ladrón le ha dado las gracias antes de irse?

¿Es posible?

APRENDIÓ a conducir a los doce años, cuando ni siquiera llegaba a los pedales. Ahora es un experto. Puede hacer virguerías con un volante. Nunca se ha subido a una moto. Es raro. Pero lo sabe todo de los coches. No corre. Conduce con cuidado. No tiene prisa. Respira el aire de la libertad y siente su impacto en el alma, allá donde no llega ni el sol. De la misma forma que hay muchos silencios, el de un bosque, el de un bebé dormido, el de un matrimonio cargado de años, el de unos novios besándose, el de un solitario en su casa, también hay muchas formas de respirar, a pleno pulmón, despacio, rápido, en paz, asustado, entrecortadamente, con furia, con miedo.

Buen coche.

Corta las calles igual que un cuchillo afilado. Las separa y abre. Dos aceras a ambos lados, casas, semáforos, personas, mundos. Las casas se miran, los semáforos guiñan sus luces, las personas quieren ir al otro lado de donde están, los mundos se oprimen. El coche es un símbolo.

Cuando llega al barrio se detiene.

Lo aparca.

Deja las llaves dentro, en la guantera.

Antes, el barrio era oscuro, lúgubre, hecho de casas viejas, casas que ya eran viejas cuando las construyeron, casas sin solución ni remedio que esperan una muerte digna que no llega. Las paredes tienen pintadas, las ventanas barrotes, las puertas miedo. Es un barrio hecho de lenguas distintas, de pieles distintas, de olores distintos. Hay prendas en las ventanas. Bragas, sostenes, calcetines y camisetas. Cualquiera puede saber qué lleva bajo la ropa la chica del tercero o la mujer del quinto. Hay bragas grandes y pequeñas, sujetadores grandes y pequeños. Y colores. Las ventanas ondean la ropa como los mástiles sus banderas. Colores de países imaginarios.

Antes el barrio era oscuro, pero ahora se le antoja luminoso, diferente.

Antes lo veía con los ojos de la indiferencia.

Ahora en cambio vuelve a él.

Y el barrio siempre es el barrio, no importa su aspecto, es tuyo, te pertenece, lo odias hasta que descubres que también lo amas.

Todas las calles tienen un nombre.

Todas las calles tienen un nombre, U2.

No se deja ver.

Espera.

Pasan las horas, monótonas, y aparece el hambre.

¿Por qué no le quitó también la cartera al hombre del coche?

ELLA aparece.

Finalmente.

Está igual, es pequeña, menuda, cabello negro, ojos negros, piel blanca, labios rosas, manos largas, cuerpo breve, pecho en ciernes, futuro.

Otro futuro imperfecto.

La observa sintiendo un ramalazo de paz.

Y la llama.

Ofelia.

La chica se detiene. Sus catorce años estallan en la flor de su mirada y el brillo opaco de su sonrisa. Sus catorce años hechos de luz y esperanza. Sus catorce años construidos día a día. Todos. Uno a uno. Se detiene y lo reconoce y ahoga un grito y corre hacia él y lo abraza y llora en su oído.

¿Estás bien?

Sí.

Tranquila. Sssh…

¿Qué haces aquí?

Nada.

¿Estás libre?

No.

¿Entonces…?

Sssh…

Loco, loco…

Calma. Ya pasó.

Pasó.

¿Por qué lo hiciste?

HACE tiempo, un año, él llegaba borracho, o colgado, o todo a la vez. Aún vivía la abuela. Todavía pertenecía a algo, o a alguien. Hace tiempo, un año, él llegaba borracho, o colgado, o todo a la vez, y se desplomó justo a la entrada de la casa.

En aquellos días lo buscaban los de la banda del Polea.

Ah, el Polea.

Acabó reventado de una mala patada un par de meses después.

Pero por entonces estaba vivo.

Vivo y con ganas.

De matarle.

Le habrían pillado, seguro, y le habrían cortado los huevos, seguro, y la lengua, seguro, y luego le habrían machacado a palos, seguro, y quizá le habrían dejado tonto, muerto no, tonto sí, para que arrastrara el resto de su vida su pena y su dolor.

Todo eso le habrían hecho.

Eso y más.

Seguro.

Entonces apareció Ofelia.

Le sacó del portal, le arrastró bajo la escalera, le ocultó, le tapó, fue a por agua, le lavó la cara, le cogió de la mano, se quedó con él.

Los de la banda pasaron cerca.

¿Has visto…?, preguntó el Polea

No, dijo ella.

¿No nos engañarás?, preguntó el Polea.

No, dijo ella.

Sabes lo que podemos hacerte, ¿verdad?, insistió el Polea.

Sí, dijo ella.

Y regresó bajo la escalera, donde esperó paciente a que despertara y reaccionara. Luego le ayudó a subir y le acostó. Eso hizo. Salvarle, cuidarle y acostarle. Eso hizo y él no podía olvidarlo. No lo olvidaría jamás. Eso hizo ella, sí. Eso, eso, eso hizo.

Ofelia.

Solo porque era su amiga.

Y DE PRONTO le preguntaba:

¿Por qué lo hiciste?

Y él responde:

Era un hijoputa.

Yo ya estaba acostumbrada.

No.

Sí.

Una persona nunca puede acostumbrarse a eso.

Yo sí.

¿Cómo?

Le dejaba hacer.

¿Te dolía?

Yo estaba muerta. ¿Qué más daba? Primero sí. Luego dejé de sentir. Apretaba los puños, cerraba los ojos o miraba al techo. Y él apenas sí resistía demasiado.

A veces un segundo puede ser una eternidad.

Ofelia baja los ojos.

Era un cerdo, un cabrón, un hijoputa, insiste él.

Y Ofelia hunde en sus ojos el peso y la gratitud de los suyos.

¿Cómo lo supiste?, pregunta ella.

¿Que te violaba desde hacía tres años?

Sí.

Se lo dijo al Mocos en una borrachera, y el Mocos se lo dijo al Sonao, y el Sonao me lo dijo a mí. Presumía. El muy cabrón presumía por tenerte. El muy…

¿Por qué no viniste a verme?

Habrías tratado de impedirlo.

Te has condenado por mí.

En la cárcel a los violadores los matan, son escoria, lo peor. A los asesinos no.

Pero no has dicho por qué lo hiciste.

No.

Ofelia acaricia su rostro.

Así podrás ir por la calle con la cabeza alta, dice él, sin que nadie te señale con el dedo, dice él, sin que un día te acusen de nada, dice él. Así podrás ser una mujer de verdad, alguien libre, y encontrar un tío que te quiera y te respete.

Ya no estaré con nadie.

Lo harás.

Siento asco.

Lo harás. Cuando te enamores.

Salió la palabra, piensa ella. Lo he dicho, piensa él. Amor. Como si eso fuera todo. La panacea. El maldito amor capaz de salvar al maldito mundo y a la maldita gente.

Ofelia violada desde los once años por El Topo, su tío.

Él con la vida marcada por haberle matado.

¿Dónde cabe el amor en un horizonte perdido?

Y sin embargo ella tiene sueños.

Esperanzas.

¿Has ido a ver a Regina?, le pregunta.

Regina.

No.

¿Irás?

¿Para qué?

La vi llorar.

Se le revuelve el estómago.

¿Lloró?, vacila.

Sí.

¿Por mí?

¡Claro!

Cierra los ojos. Probablemente pensaba hacerlo igual. No ha escapado solo para ver a Ofelia. Ha escapado para verla a ella.

Entonces iré.

Se lo debes.

He de irme, suspira.

Gracias.

Cuídate, Ofelia.

La chica se encoge de hombros. El mundo está lleno de espinas. Cada cual tiene su coraza. A veces las espinas son muy pequeñas, largas, delgadas y afiladas. A veces encuentran resquicios. Hay un sol para los que caminan con la cabeza alta y una noche para los que miran la luna y sueñan. Pero para los que caminan con la cabeza baja y los ojos hundidos en el suelo no hay más que abismos que salvar.

El último abrazo.

El cuerpo de Ofelia vibra.

El Topo ya no lo volverá a manchar.

Una mierda menos en la faz de la tierra.

Nos veremos, susurra ella.

Claro, miente él.

Hasta pronto, se despide ella.

Sí, sonríe él.

Un último beso en la mejilla, fuerte, intenso, y después cortan el cordón umbilical de su proximidad.

No vuelve la cabeza.

¿Para qué?

No quiere recordarla así, llorando, todavía empequeñecida.

No quiere mirar atrás.

No tiene pasado, no tiene futuro, y el presente consiste en dar un paso, y otro, y otro más.

Pasos.