CAPÍTULO 7

DE NIÑO, un matón la tomó con él en el colegio.

Y era un matón más alto, más fuerte, más de todo.

Colleja. «Enano». Colleja. «Imbécil». Colleja. «Inútil». Patada. «Subnormal». Patada. «Idiota». Patada. «Bastardo». Puñetazo. «Hijoputa». Puñetazo. «Cabrón». Puñetazo. «Voy a matarte».

La escala del tiempo. De colleja y «enano» a puñetazo y «voy a matarte».

Y calló, por orgullo.

El matón acabó expulsado, se perdió en un recodo del camino. Dijeron que había robado algo. Adiós. Fin.

Más o menos, eso coincidió con la aparición de Wences.

El pobre Wences.

El buen Wences.

Primer día de clases, en una esquina, cerca de la puerta de la escuela, haciendo tiempo, pensativo, mitad inquieto mitad preocupado, y entonces apareció un niño tocando un irritante pito.

Un pito.

¡Piii, piii, piiiiiii…!

Era un niño delgado, ojos saltones, cara de chiste, raquítico.

Un niño ensayo.

Y tocaba un pito.

¡Piii, piii, piiiiiii…!

¡Eh, oye!

¿Qué?

¡Deja de tocar ese pito!

¡Piii, piii, piiiiiii…!

¿Estás sordo? ¿No me has oído?

¿Qué pasa, tío?

¡Que no toques el pito!

¿Por qué?

¡Porque te lo digo yo!

¡Piii, piii, piiiiiii…!

Se acercó a él, vio cómo la sonrisa se le borraba de la cara y cómo se quedaba quieto en lugar de echar a correr. Porque si hubiera echado a correr no le habría perseguido. Pero no lo hizo, así que tuvo que actuar. Uno no se levanta amenazador para luego no hacer nada. Le cogió el pito de la mano, lo tiró al suelo y lo pateó.

El niño delgado, de ojos saltones, cara de chiste y raquítico, el niño ensayo, se echó a llorar.

Solo eso.

Y él, en ese momento, dejó de ser quien era para convertirse en el matón que le había hecho la vida insoportable tanto tiempo.

Aquella tarde le quitó dinero a su madre del bolso y fue a la tienda del señor García, el que vendía todas las chucherías del barrio antes de que tuviera que irse porque aparecieron unos chinos vendiéndolas más baratas. Allí compró un nuevo pito y al día siguiente se lo dio al niño delgado, de ojos saltones, cara de chiste y raquítico, el niño ensayo.

Toma.

Mirada.

¡Cógelo!

Mirada.

Ayer estaba… ya sabes, primer día de clase y todo eso.

Yo también.

Lo siento, perdona.

Vale.

Y cogió el pito.

El símbolo.

Porque un pito no es más que un pito. Lo que importa es lo que representa. Un pito puede equivaler a un mundo.

Una amistad eterna.

Eterna de unos pocos años.

Gracias.

De nada.

Me llamo Wences.

Echaron a andar juntos.

Y fue su amigo.

Lo compartieron todo, los cromos, un helado, ese disco robado, esa camiseta especial. Y habrían compartido a una chica, que es lo más.

Porque las chicas no se comparten.

Se te meten dentro y no puedes arrancártelas.

Como Regina.

CUANDO murió su abuela tuvo que registrar la casa, buscar papeles, enterarse de qué iba la película que se le venía encima y estar preparado para desaparecer en cuanto llegaran los de servicios sociales o quienes fueran a por él.

En una caja de zapatos encontró la historia de su pasado.

Más y más fotos, antiguas, en blanco y negro, con los bordes recortados, fechas anotadas al dorso, personas nacidas cien años antes y tan muertas como olvidadas. Los abuelos, los tíos, los primos, los padres de la abuela.

Como si no hubieran existido.

Porque la abuela siempre callaba mucho.

Todo.

Hermética.

Encontró más cosas, primero incomprensibles, después curiosas. Como que su madre había perdido a una niña antes y a un niño después de nacer él. Dos embarazos frustrados a los nueve meses. Uno por hidrocefalia, otro porque, simplemente, nació convertido en un monstruo. Cosas como que tras la muerte de su padre ella pudo haberse ido a vivir con un hombre que la quería, pero con la condición de que a él le internaran en un colegio, a lo cual su madre se negó.

Por él.

Se quedó con él a cambio de perder su vida y su esperanza.

Esa clase de cosas.

El pasado de la familia, que tarde o temprano siempre te alcanza.

Fue a ver al que pudo haber sido su padrastro. Tenía una ferretería. Era mayor, calvo, manos grandes, y ya vivía con una mujer más joven, los dos solos. De día vendía clavos, de noche los metía. Hizo preguntas. Nada del otro mundo: matrimonio fallido y los hijos, ya mayores, vivían con la ex esposa. El tipo, simplemente, no quería más, ni suyos ni de su nueva pareja.

Le miró de lejos un par de veces.

Quizá fueron tres.

Aquel hombre pudo haber hecho relativamente feliz a su madre.

Tal vez no habría muerto.

¿Cuántas veces pasa el último tren de la vida?

Así que cogió un ladrillo y le reventó el escaparate.

Fue a ver a su madre al cementerio y se lo contó.

Pero su madre no le respondió.

ANDRÉS Cardiach lleva un par de minutos silencioso.

Mira papeles.

Y él espera.

Espera tranquilo, sin prisa, sin un lugar al que ir porque el Centro es la espiral infinita, o subes o bajas, pero nunca llegas a ninguna parte. Formas parte del tiempo y te conviertes en un reloj sin agujas, porque hasta las horas de las comidas, el asueto o dormir, están marcadas.

Bien, bien, dice el psicólogo.

El día es luminoso, un día sin nubes, de sol y calor. Habrá gente en las playas. Habrá parejas arrullándose. Habrá bares repletos de risas. La gente a la que tocará morirse lo hará con discreción, para no estropearles el día a los vivos. Nada puede salir mal en un día así. Tu equipo ganará la liga, tu chica te dirá que sí, tu jefe te subirá el sueldo. En un día luminoso, sin nubes, de sol y calor, la utopía es posible. Basta creer en ella. Hay gente que cree en ella.

Bien, bien, dice el psicólogo.

Y en el Centro Tutelar de Menores el enjambre de médicos, pedagogos, psiquiatras, sociólogos, psicólogos y cuidadores persiste en su empeño de ayudarles, curarles, protegerles, incluso salvarles. Meten la mano en la mierda para buscar una esperanza.

Bien, bien, dice el psicólogo.

¿Qué es lo que está bien?, revienta él.

Andrés Cardiach le mira.

Hoy está serio.

Las dos últimas sesiones han sido extrañas, difusas, confusas, ambiguas. En las dos últimas sesiones han dado vueltas en círculos. El hombre, el lobo, y él, la víctima. Cada vez que parecía estar cerca, retrocedía, cambiaba el tono, hacía otra pregunta.

Igual que jugar al ratón y al gato.

Vamos a hablar de ese día, dice el psicólogo dejando los papeles encima de su mesa.

¿Qué día?

El día que le mataste.

¿Por qué?

Porque quiero saber cómo, qué sentiste, de qué manera lo recuerdas, qué clase de sentimientos tienes con respecto a eso.

Él chasquea la lengua.

Y el que espera ahora es Andrés Cardiach.

CUANDO entró a buscarle ya llevaba el cuchillo en la mano.

El Topo estaba apoyado en la barra.

Bebía cerveza.

Podía haber esperado a que saliese, aunque entonces, de tan borracho, ni se hubiera enterado.

Y quería que se enterase.

Podía haberlo hecho en un callejón oscuro y en silencio, sin que nadie le viera.

Pero entonces le habrían glorificado, se habría convertido en un maldito héroe del barrio, una leyenda, otro caído social.

Y él no quería eso.

Podía haberlo metido en su casa, dejarlo inconsciente, atarlo a una silla y torturarlo durante un par de horas.

Pero no era un sádico.

Podía haberlo hecho en frío.

Pero estaba caliente.

Cuando se detuvo delante suyo, el cuchillo de la mano brilló de forma opaca.

El Topo lo vio.

Lo vieron todos.

Cuando se lo hundió en el pecho fue igual que aplastar una cucaracha.

O reventar un globo.

Hizo: «Fff…».

El Topo le miró a los ojos.

Miró el cuchillo hundido en su pecho.

Volvió a mirarle a los ojos, lleno de incomprensión.

Nadie entiende la muerte cuando llega.

Joder…, susurró.

No pudo ni moverse. Ni levantar una mano. Solo ese «Joder…» lleno de desaliento. Y nadie hizo nada. Todos los del bar se quedaron hipnotizados.

Y volvió a clavárselo.

Y lo hizo dos, tres, cinco, nueve veces.

Y él se iba muriendo en silencio.

Y se murió.

Y cuando cayó al suelo le escupió.

Fin.

Para que aprendas, le dijo.

Dejó el cuchillo sobre la barra y entonces sí se le echaron encima.

Tenía los ojos muy fríos.

¿POR QUÉ?

Calla.

¿Por qué?, repite Andrés Cardiach.

Le tenía ganas, eso es todo.

No es verdad.

Pues bueno.

Le mataste por algo.

Era un capullo.

La mitad de la humanidad está hecha de capullos y la otra mitad no va por ahí matándoles de nueve puñaladas.

Deles un cuchillo y verá.

¿Proteges a alguien?

¡No!

Fuiste a por ese cuchillo, fue premeditado. Te van a crucificar por eso.

¿Qué más da la razón? Un día me miró mal, un día contó un chisme sobre mí y me jodió, un día me escupió a la cara, un día se metió con mi madre… ¡Hay diez razones para matar a alguien, y cien, mil, para matar al Topo!

Tú no.

Yo no ¿qué?

Tú no eres así.

Usted no sabe una puta mierda sobre mí.

Vuelve a decir puta mierda y sales de este despacho en globo.

Habla en serio.

Se ha mosqueado.

Coño.

¿Qué le pasa a usted hoy?, no le entiende.

Nada.

¿Nada? Me está apretando las tuercas.

Necesito respuestas.

Maté al Topo, maté al Topo, maté al Topo, esa es la única pregunta y la única respuesta, no hay más, señala la ventana, ¿ha visto el día que hace?, ¿no tiene familia?, yo maté al Topo para que usted y su familia puedan salir hoy a la calle a pasear, tranquilos.

Eres demasiado listo para ser tan ingenuo.

¿Quién dice que yo sea listo?

Los tests.

Ah, esos.

Andrés Cardiach se echa para atrás.

Si no quieres hablar del por qué, hablemos de tus motivaciones, tu intento de suicidio y tu excusa.

¿Mi… qué?, abre unos ojos como platos.

Tu intento de suicidio y tu excusa, se lo repite el psicólogo taladrándolo con los ojos.

OIGA, vuelva a la universidad, o a donde le dieran el diploma de loquero. Necesita un reciclaje.

¿Estás seguro?

Ya lo creo.

Las personas matan a las cucarachas cuando se las encuentran, en la cocina, en un armario, es una reacción natural. No van a por ellas. No las cogen, las ponen sobre la mesa y en medio de todo el mundo las aplastan. Tú mataste a ese hombre a la vista de cincuenta testigos, y te quedaste ahí tan tranquilo. ¿No te has parado ni un instante a pensar en eso? ¿No te has dado cuenta de que te querías suicidar y buscabas una excusa?

¡No sea…!

¿Qué? Dilo.

Se revuelve inquieto.

¿Por qué te querías suicidar? ¿Estabas harto de todo, sin un lugar al que ir, perdido, asustado? ¿Ese fue tu grito? ¿Pedías socorro? ¿Matar al Topo fue la excusa perfecta?

¡No!

Has crecido en las calles, sin padre, se te muere tu madre, tu abuela, estás solo, no tienes nada, o robas y robas y entras en la espiral de la delincuencia para acabar pudriéndote en una cárcel o… ¿qué? Mejor acabar con todo. ¿Cómo? Ni idea, no lo sabes, no lo controlas. Pero si te cargas a alguien siendo menor, antes de que todo termine mal, te queda una esperanza. Querías que te sacaran de tu propia vida, y aquí estás, pero sigues perdido, sin controlar nada, algo que a un chico de tu capacidad y tu nivel intelectual le asusta todavía más.

¡No! ¡No! ¡No!

¡El Topo fue tu excusa! Andrés Cardiach habla abalanzado sobre su mesa, con toda su artillería verbal cargada y disparando. ¡Una excusa para un fin, tu fin! ¡Tienes tantas agallas como miedo, por eso no te pegaste un tiro a ti mismo, se lo pegaste a otro! Luego gritaste: ¡socorro, vengan a por mí!

¡Está loco!, se pone en pie. ¡Deberían meterle a usted en un manicomio!, apoya las dos manos con los puños cerrados sobre la mesa, como si fuera a saltar sobre el médico. ¿Por qué han de darle vueltas a todo, buscar razones, conseguir que dos y dos sean cuatro en lugar de veintidós?, sus ojos son dos dardos envenenados. ¿Suicidarme yo? ¿Excusas? ¡No necesito todo ese rollo psicológico!, ¿vale?

Se abre la puerta. Es Julián. Demasiados gritos. En su mirada tintinea un leve temor.

No pasa nada, le dice el psicólogo.

Bien, señor Cardiach.

Llévatelo. Hemos acabado por hoy.

¿Ya está? ¿Esto ha sido todo? ¿Me suelta toda esa mierda y ya está, se queda tan ancho?

¿Quieres decirme tú algo más?

¡No!

Entonces…

¡Joder, oiga…!, parece a punto de estallar. ¡Joder!

Julián, espera. No le pone ni siquiera una mano en el hombro. Andrés Cardiach sostiene su última mirada. Está serio, pero ofrece resquicios, él se da cuenta. Le ha llevado al límite.

Sí, no es tonto.

Pero quiere largarse.

Atropellado.

Da media vuelta, pasa junto a Julián levantando una turbulencia huracanada acompañando su gesto y se pierde por el pasillo sin necesidad de que el cuidador haga nada.

Por detrás suyo ni siquiera ve la tenue y cansina sonrisa del psicólogo.