CAPÍTULO 6

A VECES recordaba el día que robó por primera vez.

Con violencia.

Su abuela llevaba muerta dos meses, se había escondido, le ayudaban aquí y allá pero empezaba a estar desesperado, dormía en una casa abandonada, en plan okupa, se sentía mal, acorralado, lleno de odio.

Odio.

Su madre le decía siempre:

No odies. Es lo peor. Detesta, aborrece, pero no odies.

Y ese día sentía odio.

Por eso golpeó al hombre en la cabeza, con un ladrillo, y tras el seco chasquido del impacto le vio caer a plomo y pensó que estaba muerto y que acababa de convertirse en un asesino y que quizá habría bastado con asustarle y que le había dado demasiado fuerte y que era un estúpido.

Se arrodilló a su lado.

Le tocó el cráneo.

El chichón.

Le buscó el pulso.

Regular, preciso, vivo.

Era un hombre de mediana edad, entre los cuarenta y los cincuenta. Cabello negro, barba de por la mañana, traje, corbata… Lo había elegido por eso, porque llevaba traje y corbata. Pertenecía a la «legión de los condenados». Entre uno con camisa y vaqueros, o jersey y pantalones, mejor siempre uno con traje y corbata.

Pasó del reloj. De la alianza. De la pluma que asomaba por el bolsillo delantero de la chaqueta. Le cogió la cartera.

Y en lugar de echar a correr siguió allí, a su lado, de rodillas. No quería vender objetos robados. Necesitaba dinero y nada más. Abrió la cartera y se encontró con treinta y cinco euros. Un billete de veinte, uno de diez y otro de cinco.

Miró el DNI.

Alberto Maestro Segrelles.

Tenía una VISA normal, una tarjeta de una caja de ahorros, una de unos multicines, una de Iberia Plus categoría estándar, el carné de conducir, el carné de socio de su equipo de fútbol, el abono de la temporada, un billete de diez viajes del metro y el autobús…

Todo mediocre.

Todo vulgar.

Alberto Maestro Segrelles con la cabeza rota, inconsciente, treinta y cinco euros en la cartera.

Y tres fotografías de niños.

Niños felices, sonrientes.

Niños de anuncio para un mundo mejor y una esperanza.

Se quedó mirando las tres fotografías.

Un buen rato.

Hasta que el hombre gimió y se movió.

Entonces le metió la cartera en el bolsillo, se guardó los treinta y cinco euros en el suyo y le cogió la pluma. Encontró una hoja de papel, una carta doblada hablando de la renovación de un seguro, rebuscando por su cuerpo. Escribió dos palabras, con mayúsculas.

«LO SIENTO».

Metió la pluma en su lugar, la hoja de papel en el mismo bolsillo de la cartera y esperó unos segundos más, hasta estar seguro de que el tipo se despertaba.

Luego se escondió, hasta estar seguro de que el tipo se incorporaba.

Y luego le siguió unos pasos, hasta estar seguro de que el tipo se valía por sí mismo a pesar de ir tambaleándose como un monigote.

Ese día descubrió que, pese a todo, no era violento.

«No odies».

No, mamá, no odio, pero ¿qué haces cuando sientes que todos te odian a ti?

VAN a llevarse a León le dice Julián.

¿Tan mal está?

A la cárcel le aclara.

¿Ya tiene los dieciocho?

Sí.

Se encoge de hombros. Su ojo ya está bien. Hay una tregua en su cabeza. Y se llevan a León. Mañana habrá otro como él, pero hoy se llevan a León.

¿Sabes qué hizo?, pregunta Julián.

Mató a dos moracos.

No los llames así.

¿Cómo los llamo?

Árabes, marroquíes…

Mató a dos árabes, marroquíes…

¿Y lo otro?

¿Lo otro qué?

La chica.

¿Qué chica?

Después de matarles atracó una farmacia, dice Julián, con una pistola, le cuenta Julián, y como iba ciego, salido, subido, pasado de vueltas, busca la palabra exacta Julián, le disparó a una chica, pone cara de pena Julián, una chica de veinte años, muy bonita según parece, concluye Julián, y la dejó en una silla de ruedas.

Ahora se arrepiente de haberle dado una patada en los huevos.

Una sola patada en los huevos.

Una lástima suspira Julián.

¿Por qué me lo cuentas?

Para que lo sepas.

¿Por qué sigues aquí día tras día si has de ver tanta mierda?

No todos son como León.

Eres un lilas.

¿Y eso qué es?

Déjame en paz, Julián.

Hay Santos Inocentes más allá del 28 de diciembre.

EN LA escuela jamás entendió las matemáticas.

Pero una vez, en cuarto, ¿o fue en tercero?, un profesor suplente se encargó de la clase de lengua durante un mes y medio.

Les enseñó poesía.

Se pasó la temática, el libro, el plan de estudios, lo habitual por el forro y les enseñó poesía.

La poesía del siglo XX.

Bob Dylan, Tom Waits, Leonard Cohen, Jim Morrison y una docena de los llamados «poetas malditos del rock».

Por un momento, pareció que iba a cambiar su vida.

Bueno, la cambió y luego pasó, regresó la señora Mercedes.

Qué hijoputa Benito Mateo.

Y qué grandes hijoputas todos los que escribieron aquellas canciones.

Una noche, lloró.

No tenía ni idea de inglés, pero Benito Mateo les dio la traducción de las letras, y escuchó Like a rolling stone, y Downtown train, y The end.

Y se quedó con A hard rain’s a-gonna fall.

¿Qué viste, hijo mío de ojos azules?

¿Qué viste, querido mío?

Vi un recién nacido rodeado de lobos salvajes.

Vi una autopista de diamantes que nadie utilizaba.

Vi una rama negra que goteaba sangre.

Vi una habitación llena de hombres con martillos ensangrentados.

Vi una escalera blanca cubierta de agua.

Vi diez mil oradores con las lenguas rotas.

Vi pistolas y espadas en manos de niños.

Y es dura, muy dura.

Y es dura la lluvia que va a caer.

Lobos salvajes, autopistas de diamantes, ramas negras, martillos ensangrentados, escaleras blancas, lenguas rotas, pistolas y espadas…

Esa era la letra.

La letra de la música de su vida.

¿Qué había visto él?

Lobos salvajes en las calles del barrio, autopistas lejanas por las que jamás iría para viajar a lugares mágicos con coches de lujo que nunca tendría, ramas negras en forma de tendederos llenos de ropa asomando por la miseria de sus ventanas, martillos ensangrentados en manos de hombres que asesinaban a sus mujeres, escaleras blancas de iglesias con sacerdotes negros hablando del pasado sin ver el futuro, lenguas rotas de tanto mentir y prometer y no dar y vender y corromper, pistolas en manos de niños, espadas en manos de hombres…

Aquel tipo lo sabía.

Era muy, muy dura la lluvia que caía.

Y caía.

Y caía.

Porque en su barrio y en sus calles llovía todos los días el fuego de Dios mientras ardían los cielos del alma.

MIRA qué han encontrado.

Ginés le tiende un periódico.

Y él lo reconoce.

Ya sé lo que dice, pasa de cogerlo.

¿No lo quieres, como recuerdo?

¿Recuerdo de qué?

Eres la hostia.

Y tú un pesado.

Ginés se guarda el periódico donde se da la noticia de que un chico de dieciséis años ha matado a un hombre de nueve puñaladas. Un hombre al que solo había visto por el barrio, nada más. El artículo es breve, una simple noticia más entre los sucesos del momento. Ni siquiera merece una historia como la del tipo que mata a su esposa. Eso sí destaca porque crea «alarma social». Y además engorda la estadística: «En lo que va de año, setenta y siete mujeres han muerto a manos de sus parejas o ex parejas…». Un quinqui asesinado por un adolescente no supone mucho más. Ningún periódico dirá: «En lo que va de año catorce hombres han muerto apuñalados a manos de adolescentes locos».

Pero en el periódico había algo más.

Una columna.

Algo escrito por un periodista de renombre.

«¿Qué clase de mundo estamos creando, cuando un muchacho entra en un bar con un cuchillo y, en medio de la concurrencia, apuñala a un hombre? ¿Es este el progreso del siglo XXI, en medio de videojuegos asesinos, Internet sin freno, películas sin moral, falta de respeto y autoridad en las escuelas, cadenas de televisión que ofrecen lo peor de la condición humana, series que glorifican el éxito a cualquier precio o banalizan el consumo de drogas, pérdida de la capacidad de mando de los padres…?».

Cuando lo leyó pensó en el periodista de renombre.

Sentado en su butaca.

Pontificando.

Sin haber pisado jamás la calle, y mucho menos su barrio, y mucho menos haber mamado los códigos no escritos de la supervivencia.

Todos se llenaban la boca con palabras.

Palabras duras.

Palabras crueles.

Palabras falsamente hermosas.

Palabras muertas que parecen vivas.

Palabras domesticadas.

Palabras fáciles.

Palabras cargadas de balas.

Palabras huecas de paz.

Palabras.