LA ÚLTIMA vez que vio a su madre con vida, ella estaba en una cama y le acarició el rostro con la palma abierta de la mano. Una mano ya fría, ya seca, ya muerta. Sintió su aspereza, pero también su amor, y el atisbo final de energía que afloraba a través de ese gesto irreductible.
Pórtate bien.
Siempre me porto bien. Son los demás.
No puedo decirte muchas cosas, porque tampoco sé tantas, pero sé que eres bueno. Haz caso a la abuela.
La abuela gruñe siempre.
Porque es mayor, y los mayores gruñen, pero lo hacen porque nos quieren.
¿Por qué has de irte?
Su madre se encogió de hombros.
Temió que le dijera que Dios la llamaba o algo así.
No lo hizo.
Mientras tú estés aquí, y me recuerdes, yo estaré aquí contigo, le dijo.
¿Y cuando el que se vaya sea yo?
Háblales de mí a tus hijos.
Vale.
Y si tienes una niña le pones mi nombre.
Vale.
Hizo un gesto de dolor. De mucho dolor. De dolor infinito, brutal y agónico.
Dile… al médico… que entre…
Sí, mamá.
Pero antes… dame un beso… y un… abrazo.
La besó y la abrazó.
El beso de todos los besos y el abrazo de todos los abrazos.
Luego entró el médico.
Con la jeringuilla.
El último gemido de su madre, lo que se llama el último estertor y también el último suspiro, fue una mezcla de alivio y paz.
¿TIENES móvil?
No.
¿Correo electrónico?
Ni siquiera tengo un ordenador.
¿No?
No.
Pero… ¿en qué mundo vives?
En este, ¿y tú?
¿Cómo te conectas?
No tengo a nadie con quien hablar, a nadie con quien conectarme, a nadie por quien valga la pena que yo sea como todos. Meteos los móviles, los politonos, los juegos, los SMS, los uasaps, los tuiters, los facebuques, las fotos de tres, cinco o siete megapixels, los chats y todo lo demás por el culo, ¿vale?
Coño, tío.
¿Qué?
Nada.
Y el chico se levanta de la mesa y se va con su bandeja a otra parte y le da la espalda y se queda solo.
ESTE es mi árbol y esta es mi sombra.
Déjame en paz, ¿quieres?
Levántate.
Lo mira de arriba abajo. Sabe que ya está liada. Sabe que es una prueba. Como en el barrio. Como en la calle. Y haga lo que haga, será malo, tendrá repercusiones negativas. Si decide levantarse e irse, quedará como un cobarde y desde ese momento todos se meterán con él, todos, hasta que tarde o temprano le toque pelearse con uno que se pasará de rosca. Si decide no levantarse, León se le echará encima y la lucha comenzará en desventaja. Si decide ponerse en pie y esperar tendrá que estar en guardia para el primer golpe. Si decide ponerse en pie y atacar primero…
Vamos, tío. Ahueca el ala.
¿A qué viene esto?
Te lo he dicho: este es mi árbol y esta es mi sombra.
Los demás ya se acercan. Huelen la sangre. Dirigen miradas esquivas pero están pendientes de ellos. Nadie va a impedir que se maten. Nadie va a separarlos. Una pelea es una pelea. Sirve de catarsis, dispara adrenalinas, sublima y estimula espíritus quebrados.
No quiero pelear, lo intenta en vano.
Por un lado, eso demuestra que eres listo. Por el otro, que eres un mierda, dice León, y escupe al suelo, a su lado.
De acuerdo, piensa.
Como no estés listo te van a hacer una cara nueva, piensa.
Acabarás en una celda de aislamiento, piensa.
Ni siquiera sabe si hay celdas de aislamiento.
Se levanta, perezoso, y antes de que él pueda soltar su pierna recibe el hachazo de la de León en el vientre, sin apenas darle tiempo a ponerlo duro, retener aire, prevenir el desastre. Cae de lado y rueda sobre sí mismo, más para apartarse de su rival que por efecto del impacto.
Se pone en pie.
León ya le ataca.
Puños cerrados, aunque lo peligroso son sus piernas.
¿Taecuondo y fujitshu, le dijo Ginés?
Es rápido, y bastante preciso. A duras penas logra cubrirse, con las manos y los brazos, para evitar las patadas en sus partes más sensibles, los flancos, las rodillas. Una rodilla rota son meses de recuperación y no está dispuesto a eso. Sigue recibiendo patadas, y retrocede, a la defensiva, a la defensiva, estudiando a su oponente. Es lo que enseña la calle, sobre todo si no eres un matón, si no eres peleón, si son los otros los que siempre machacan primero.
Ya les rodean.
No gritan, porque eso alertaría a los cuidadores. Llegarán igualmente, pero cuanto más tarden, mejor. Es una pelea a sangre. Se nota.
Patada, patada, patada.
Hasta que él agarra el pie de León y se lo voltea en el aire.
El experto en artes marciales ha de girar sobre sí mismo y caer de cara, para no sentir el crujido de sus huesos.
Hay un primer griterío.
¡Maldito cabrón!, barbotea furioso.
Se lanza en tromba sobre él.
Y llegan los puñetazos, pecho, pecho, cara, cabeza, pecho, flanco…
La de la cara le llena un ojo de sangre.
Retrocede, al límite.
Baja los brazos, como si le invitara a rematarle, y León huele la victoria. Eso le nubla. Quiere acabar por la vía rápida y más contundente.
¿Cómo le mataste, contándole un chiste?, rechinan sus dientes.
La patada de León se pierde.
La suya es mucho más sencilla.
Entre las piernas.
Seca.
León cae al suelo, lívido. Se lleva las manos a los huevos. Se dobla sobre sí mismo y apoya la frente en la tierra. Duele. Duele mucho. Sudor frío, sensación de vértigo, una nube en la mente, los músculos agarrotados…
Él se arrodilla a su lado y le agarra por los pelos.
Le levanta la cabeza.
Le obliga a mirarle.
Es tu árbol, y es tu sombra, de acuerdo le dice. Otra vez pídelo por favor.
Todo termina porque llegan dos hombres y lo cogen, lo sujetan por la espalda, los separan, como si pensaran que va a rematarlo. Le dicen «quieto», y «ya basta», y «vale, vale», y «no sigas», y «¿qué ha pasado aquí?», y «¿vamos a tener problemas?», y algo más que ya no entiende.
Pero no está agresivo.
No se debate.
No hace nada.
Ya ha pasado todo.
EL DOCTOR le examina el ojo.
Has tenido suerte.
Hay personas que emplean la palabra suerte con una frivolidad…
¿Te duele?
No.
¿No?
Si me lo aprieta, sí.
Desde luego… y lo repite: has tenido suerte.
¿Por qué?
Un poco más y…
No es su primer ojo a la virulé.
Y el médico que sigue hablador.
¿Quién ha empezado?
El árbol.
¿El árbol?
Me ha dicho que era suyo, sombra incluida.
Tienes un extraño sentido del humor.
Eso nunca se lo habían dicho.
Eso nunca me lo habían dicho.
Ya ves.
El doctor termina la cura, contempla su obra de arte, todo un orfebre de la medicina, una de esas personas que disfruta haciendo lo suyo, por pequeño que sea.
Un ojo machacado.
Listos, dice, un par de días cárdeno, otro par de días amarillo, otro par de días violáceo y luego…
La bandera nacional de Sri Lanka.
El doctor no sabe si habla en serio.
No tiene ni idea de cómo es la bandera nacional de Sri Lanka.
Sí, tienes un buen sentido del humor, se ríe.
Si él lo dice…
Abandona la consulta, pasa junto a León, al que van a examinarle los huevos por si acaso, para comprobar que vaya a poder tener hijos algún día, y sin mirarle se aleja por el pasillo a la espera del castigo, o de que le llamen de la dirección, o de lo que sea que hagan allí.
Ya tiene prestigio.
Lo que le importa a él el prestigio…
¿CÓMO estás?
Bien.
¿Y ese ojo?
Le dice al otro que le avise cuando el mundo deje de moverse.
Andrés Cardiach fuerza una media sonrisa, que en su caso es más que una sonrisa entera, porque le sale de su lado más secreto y oculto, el de psicólogo imperturbable.
No eres el primero al que León trata de poner en su sitio.
Yo ya estaba en mi sitio. Él quería quitármelo.
Tú ten cuidado.
Vale.
Le diste una buena.
Solo una. Él me dio más a mí.
Importa la calidad, no la cantidad.
No estoy de acuerdo, hace un gesto vago. Prefiero diez tazas de chocolate mediocre a una de chocolate excelente.
¿Cuándo has comido tú un chocolate excelente?
Nunca.
Andrés Cardiach sonríe ahora de lado a lado.
Responde a este pequeño test, le entrega un papel y un lápiz. No un bolígrafo, un lápiz.
¿Ahora?
Es corto.
¿Para qué sirve?
Para saber cosas sobre ti.
Lo mira, lo lee. La primera pregunta es: «¿Te gustaría que dos más dos fueran cinco?».
Marca la casilla del «sí».
Si dos más dos fueran cinco, todo sería posible suspira.
La siguiente pregunta dice: «Marcas un gol en el patio del colegio o en un descampado, y al hacerlo la pelota corre calle abajo y va a perderse. ¿Celebras el gol o corres a por la pelota?».
Subraya «Celebro el gol».
Yo nunca he tenido una pelota, le dice al psicólogo, así que como no sería mía, que vaya el dueño a por ella.
La tercera pregunta: «Te encuentras una cartera con un millón de euros y una tarjeta con la dirección del dueño. ¿La devuelves o te la quedas?».
Mira al hombre.
Oiga, le dice, si un tío pierde una cartera con un millón de euros, o es tonto o es rico, así que en ningún caso vale la pena devolvérsela. Pero si digo que me la quedo usted pone en mi ficha que soy un ladrón, y si digo que la devuelvo resulta que soy tonto del culo. Diga lo que diga, pierdo.
¿Qué harías?
No vale, protesta arrojando el test sobre la mesa.
¿Qué harías?
¡Quedármela, coño!, grita furioso. ¿Un millón de euros? ¡Y cien mil, y mil euros, y hasta un billete de veinte! ¡Joder, míreme bien! ¡No se le puede preguntar lo mismo a todo el mundo! ¡Bill Gates y yo nos parecemos tanto como un huevo a una castaña! ¡No me haga hacer tests gilipollas! ¡Míreme a los ojos y pregúnteme!
Te recuerdo que no eres muy hablador.
¡Si fuera un buen loquero sabría interpretar los silencios!
¿Así que te expresas a través de los silencios?
¡Ya empezamos! Preguntas sobre preguntas. Genial.
Una breve pausa.
Miradas.
Hoy estás distinto, dice Andrés Cardiach.
Ceja arqueada.
La pelea te ha puesto en guardia.
¿En guardia contra qué?
Te has dado cuenta de que el mundo sigue.
¿Se había detenido?
Para ti, sí.
¿Y eso?
Te bajaste en una parada. Has vuelto a subir al tren.
¿Y a dónde va ese tren?
Nadie lo sabe, esa es la cosa. Pero el tren se mueve.
El mundo también.
No, el mundo espera. El mundo está ahí y tienes la vida para moverte por él.
¿Quiere liarme con palabrería fina?
¿Has oído alguna vez la frase «La vida es un misterio por descubrir, no un problema por resolver»?
No me suelte frases gilipollas, va.
¿Vas a terminar el test?
No.
La mayoría no lo hace, pero llega a la quinta pregunta.
¿Cuál es la quinta pregunta?