CAPÍTULO 4

EH, NUEVO.

¿Qué?

¿Ya ha hablado contigo Andrés?

Sí.

Si te enrollas bien con él, te echará una mano. Siempre está de nuestro lado. Hace informes favorables.

¿Y qué he de hacer para enrollarme bien con él, dejar que me toque el culo?

No, tío, no. No es de esos. Solo háblale. Algunos le llaman El Orejas. Escucha, escucha y escucha.

Creo que no empecé muy bien con él.

Coño, es que lo tuyo…

¿Lo mío qué?

Mataste a un pavo a sangre fría.

Era otra clase de animal, un topo.

Seguro que se lo merecía. El mío también, pero se salvó.

No le pregunta nada. No quiere saberlo. Pero su compañero es pertinaz. Como si mostrara sus medallas. Ganadas en acto de servicio.

Le hundí la cabeza con un martillo, sonríe.

Sabe que le dirá a quién.

A mi padrastro.

Sabe que le dirá por qué.

Estaba harto de que le pegara a mi madre.

Sabe que le contaré el resto.

Mis padres se separaron, él vive ahora con una más joven y ella fue a pillar a un imbécil. Mira que hay tíos… Pues no, el imbécil. Y no es que se enamoraran y luego, con los años… Qué va. A los dos días ya la zurraba, y ella cagada de miedo, «que si otro fracaso», «que si mejor callar», «que si es un buen hombre pero a veces…». ¿A veces qué?

Sabe el final.

Lo dejé tonto.

Se lo imagina. El martillo hundido en el cráneo. Y aun así, el cerebro que resiste.

Tonto y apañado.

Un chico pasa cerca de ellos. Es mayor, muy mayor, casi ya roza o va a tocar los dieciocho. Los mira en silencio. Los mira con desprecio. Los mira como a chinches. Los mira como si fueran lo que son, prescindibles.

Pero más.

Ten cuidado con ese, le advierte su compañero.

Sabe que le dirá por qué.

Mató a dos chicos marroquíes. No uno. Dos.

Sabe que le dirá la razón.

Quería costo, los chavales le dijeron que no vendían, que eran ilegales pero no idiotas, y él, ciego, se los cargó.

Sabe que le contará el resto.

Lo hizo con las manos, tío. Con las manos y los pies. El muy cabrón sabe esas cosas de artes marciales, el taecuondo… el fujitshu o como coño se llamen.

Sabe que acabará con:

Se llama León. ¿Te imaginas? León. Hay nombres… Por cierto, yo me llamo Ginés.

El que habría sido tuerto de haberle seguido llamando Parco se llama Ginés.

Yo no, dice él.

Y Ginés primero se calla, luego lo pilla, luego se ríe, luego se troncha.

¡Muy bueno!, dice. ¡Yo no!, repite.

No era un chiste, pero le hace gracia que se ría.

Alguien tiene que hacerlo.

¿ESTÁ vivo?

Si se pellizca, siente dolor. Si piensa, siente dolor. Si se mira a sí mismo, no siente nada.

Es como si estuviese en un pantano. Sin poder nadar, sin poder caminar, sin poder moverse. O el pantano lo devora, lo engulle, o logra alcanzar la orilla y salir de él. O sea, que si se queda tal cual y deja de luchar, adiós. Y si reacciona solo tiene un camino.

Largarse de allí.

¿Vas a trabajar en el huerto?, le pregunta uno.

No.

Es divertido.

¿Tengo cara de plantar tomates?

Algo hay que hacer.

Yo no.

Lo harás.

Le da la espalda y se acerca al muro.

No es una cárcel, dicen. No hay policías, todo son paisanos. Pero hay un muro, un muro como el de Berlín, que separó hermanos; y como los del Sahara, que separan saharahuis de marroquíes; y como los de Israel, que apartan a los palestinos de los judíos; y como tantos muros, reales o imaginarios, físicos o mentales. Muros.

Pink Floyd lo cantó.

El muro.

Se acerca, lo toca, y a unos metros ve una inscripción.

Una estrofa de una canción, o un fragmento de un poema, o un simple impulso de cualquiera de ellos en un momento de inspiración.

Ámame cuando estemos juntos.

Olvídame cuando me vaya.

Siénteme cuando hagamos el amor.

Mátame cuando me muera.

Y no puede evitarlo.

Regina.

Se ha jurado apartarla, no pensar en ella, porque la amó cuando estuvieron juntos, la sintió cuando la tuvo entre sus brazos, pero no puede matarla y menos olvidarla aunque lo intente.

Pone la mano sobre las cuatro líneas.

Hay poetas hasta en los reinos oscuros.

O quizá sea en los reinos oscuros donde los poetas tienen más sentido.

Con sus gritos silenciosos.

Sus pintadas en las paredes.

Sus lágrimas azules perdidas en desiertos rojos.

Hay otra frase escrita un poco más allá.

Se acerca.

Lee:

Ten siempre la edad de tu risa.

TIENES visita, le dice Julián.

¿Yo?, se extraña él.

Tu abogado, le informa Julián.

Y a él le da por la ironía.

Curva la comisura del labio.

Su abogado.

Es de oficio, se llama Fulgencio Olmo. Lo primero que pensó cuando se presentó fue que tenía aspecto de todo menos de abogado, y más con ese nombre. Los nombres que representan cosas siempre se prestan a chistes fáciles. ¿Cuántas veces le habrían dicho: «¡No pidas peras al olmo!»? Y encima Fulgencio. No es serio. Hay padres crueles. Hay padres que merecerían la horca. Hay padres que ya matan al hijo en la cuna. Van y le llaman Fulgencio. Claro que peor es José María, porque hay muchos, miles, y también Francisco, Manuel o Juan. Unos padres camuflan a sus hijos con la masa, unificándolos por el nombre. Otros los apartan, significándolos por el nombre. ¿Qué se creen los padres, que es un juego? El nombre tendría que ser provisional, hasta que el niño o la niña decidiera cuál le gusta.

Un nombre es un nombre.

Para siempre.

Para toda la jodida vida.

¿Cómo estás?, pregunta el abogado.

¿Cómo quiere que esté?, dice él.

No sé, ¿te falta algo?

¿Qué tal unas alas?

Dicen que colaboras.

¿Ah, sí?

Sí.

Si lo dicen…

Es diminuto y parece un meapilas. Cara de pajarillo, nariz aguileña, ojos de periquito, orejas de búho, dientes de… ¿qué pájaro tiene dientes? Lleva el pelo muy corto y mal cortado. Corto y mal cortado. Y haciendo juego con la cara, usa pajarita. La de este día es roja con puntitos blancos. La cartera bajo el brazo abulta más que su pecho. Si fuera un soldado y le condecoraran, el alfiler le atravesaría el cuerpo y le mataría. Pero no es un soldado. Al menos de una guerra. Lo es de la palabra, en los juzgados, allá donde se pacta todo y el juez solo ha de firmarlo.

El caso, por un lado, pinta bien. Por el otro, pinta mal, comienza Fulgencio Olmo.

Bien y mal. Ying y yan. Cara y cruz. Pares y nones.

Pinta bien porque eres menor y nunca te habías metido en líos graves y estás solo y… ¿entiendes?, y sigue: pinta mal porque le diste nueve puñaladas y eso refleja ensañamiento, auque por ahí también podemos alegar locura transitoria… O sea que vamos a esperar al dictamen de los médicos…

No estoy loco, dice él.

¿Entonces por qué le mataste?

Otra vez el silencio.

¿Por qué te empeñas en callarlo?

Más silencio.

¿Te caía mal, te pegó una vez, intentó cualquier cosa contigo, te debía algo, hicisteis un trabajo juntos y te traicionó, hablaba mal de ti…? ¡Era escoria! La policía no va a hacer mucho por investigarlo. Ya te tienen, así que…

La policía.

Le viene a la memoria el inspector con el que se enfrentó esa misma noche, la del crimen.

EL INSPECTOR era un hombre de piel quemada.

El inspector era un hombre de piel quemada y mirada gris.

El inspector era un hombre de piel quemada y mirada gris que vestía un traje gris y olía a tabaco y sudor.

Axilas mojadas.

Ojos hastiados.

Vida pequeña.

¿Qué hay, chico?

¿Qué hay, chico?, pensó, ¿lo pregunta en serio?

¿Poli bueno?

El inspector era un hombre de piel quemada y mirada gris que vestía un traje gris y olía a tabaco y sudor.

¿Te tratan bien?

Sí.

No tienes padres.

No.

Tenías una abuela.

Sí.

Estás solo.

Sí.

No tienes a nadie.

Lo estaba leyendo. No eran preguntas. Eran afirmaciones. ¿Para qué las hacía si lo estaba leyendo? ¿Rutina? ¿A cuántos asesinos trincaban que, siendo menores de edad, no tuvieran a nadie, un simple adulto para estar a su lado, como era preceptivo, en los interrogatorios?

No, no tengo a nadie.

¿Cómo es que los de Asuntos Sociales no se ocuparon de ti?

No me encontraron.

¿Te largaste?

Sí.

¿No querías…?

No.

¿Y de qué has vivido, de qué has comido, de qué…?

Conozco gente.

No te ha servido de mucho. Te has metido en un buen lío.

Un buen lío, pensó él.

No digo que ese tipo no se lo mereciera, dijo el inspector. Tenía una ficha así de larga. Seguro que más de uno lo estará celebrando. Pero, hijo, tú te has metido en un buen lío, insistió.

Silencio.

¿Por qué lo hiciste?

Silencio.

¿Ibas drogado, borracho…?

No iba drogado ni borracho.

Serían atenuantes.

Silencio.

No hay ningún adulto para acompañarte en los interrogatorios, tendrás un abogado de oficio, ¿estás de acuerdo?, le disparó. Mientras, te meteremos en el Centro Tutelar de Menores.

Una cárcel de cristal.

Te aconsejo que colabores, te irá mejor, fue lo último que le dijo el inspector de piel quemada y mirada gris que vestía un traje gris y olía a tabaco y sudor, antes de irse.

Con sus axilas mojadas.

Sus ojos hastiados.

Su vida pequeña.

¿ESTÁS aquí?, le despierta de su abstracción el abogado.

Sí.

A veces te vas.

Pensaba en ese hombre, el inspector.

Ah, sí, el inspector.

Me dijo que si colaboraba saldría bastante bien.

¡Claro!

¿Cuánto le pagan por defenderme?

¿Cómo… dices?

¿Es mucho, es poco?

Suficiente.

¿Por qué no tiene un despacho de abogado como esos de las series americanas y defiende a gente rica que le pague millones?

Porque me gusta estar aquí, hacer esto.

Mentira.

¿Crees que miento?

Sí.

¿Por qué?

Él se encoge de hombros.

¿Tanto daño te han hecho?, pregunta el abogado.

¿A mí? ¿Quién?

No sé, el mundo en general.

¿Por qué lo dice?

Porque estás lleno de falso odio, de cinismo sobrepuesto como una costra, de ironía barata, de resentimiento fácil y pose dura y típica de tu edad. Por eso.

Le mira atentamente.

Cara de pardillo, pajarita, poca cosa, pero resulta que el tipo tiene agallas, no es un mindungui. Los tiene bastante bien puestos.

No me creo a los que van con el lirio en la mano, dice él.

Aquí hay gente que quiere ayudarte, abarca el Centro Tutelar de Menores con las manos. Y yo quiero ayudarte. Pero lo haremos si te dejas.

Si me dejo dar por el culo.

No, se pone serio, triste. Si confías en alguien.

No puedo confiar en nadie.

Te equivocas.

Estoy solo.

Te equivocas.

No me venga con hostias de que soy una víctima, ni con el rollo de que la sociedad me ha hecho así, ni le cargue el muerto al mundo. Las cosas son como son, piensa en Wences y la rabia se apodera de él. Las cosas pasan y te pillan o te eluden y te salvas. Nunca tienes lo que deseas, sino lo que no consigues evitar.

Repítelo.

¿Qué?

Lo que acabas de decir, repítelo.

Ya lo he olvidado.

¿Hablas, hablas, dices cosas y las olvidas al segundo siguiente?

¡Qué más da!

Has dicho «nunca tienes lo que deseas, sino lo que no consigues evitar».

¿Y qué?

¿Qué deseas tú?

¡Que me dejen en paz!

¿Y qué es lo que no has conseguido evitar?

Le lía. Los abogados son así: liantes. A los jueces no se les entiende, a los psicólogos no se les pilla, y los abogados husmean en la mierda. Han de apartarla para ver si bajo ella hay algo, aunque por lo general solo encuentren más mierda.

El abogado no le deja.

Sigue hablando.

Bla-bla-bla, bla-bla-bla, bla-bla-bla.

¿Qué es lo que no ha conseguido evitar?

Todo.

La vida es como un tren de mercancías. Nadie lo para.

Dígales que soy un inadaptado, se encoge de hombros.

¿Qué?

Eso funciona, ¿no? Si voy por ahí matando gente es que soy un inadaptado.

¿Lo dices en serio?

Sí.

Fulgencio Olmo, el abogado de oficio, recoge sus cosas y se levanta. No está enfadado. No está frustrado. No está triste. No está disgustado. No está nada.

Solo le mira, aséptico.

Ni en el zoo se mira así a los animales enjaulados.

Cómete tu miedo y trágatelo despacio, le dice.

Y luego agrega:

Volveré.