ÉL ES distinto.
Se le nota.
Tendrá unos cuarenta años, unos cuarenta mil cabellos repartidos a ambos lados de la cabeza y unos cuarenta chicos a los que ver o visitar hoy.
Pero es distinto.
Lleva gafas de intelectual y tiene cara de buena persona. Tener o no cara de buena persona es algo singular y complejo a la vez. Hay quien quiere y no puede. Su cara no encaja. Hay quien puede y no quiere, porque el mundo le debe algo, no sabe qué, y está dispuesto a cobrárselo. Luego están los que tienen cara de perversión y los que la tienen de buena persona. La perversión se nota en los gestos. A las buenas personas las delatan los ojos.
Me llamo Andrés, dice. Andrés Cardiach.
Y le tiende la mano.
Él vacila.
¿Un gesto amigable? ¿Una transferencia? ¿Un protocolo?
Extiende la suya.
Se tocan.
Voy a ser tu médico, dice.
¿Médico de qué?
Tu psicólogo.
No estoy loco.
Ya lo sé, pero ahí dentro, señala su cabeza, algo se ha roto y hemos de saber qué es y por qué se ha roto.
Dicho así parece fácil, piensa.
Quizá sea divertido, piensa.
No, no va a serlo, piensa.
No tengo nada roto, dice.
Mataste a un hombre de nueve cuchilladas.
Nueve.
Las recuerda, una a una. La primera, la de la ira. La segunda, la de la rabia. La tercera, la del placer. La cuarta, la de la frialdad. La quinta, la del regocijo. La sexta, la de la calma. La séptima, la de la paz. La octava, la del adiós. La novena, la del fin, mientras el cuerpo del Topo resbalaba hacia abajo y sus ojos vacíos se apagaban llevándose su imagen para siempre al más allá.
¿Y el que me examinó al llegar?, pregunta.
Fue al llegar, un primer contacto, responde el psicólogo.
O sea que no era…
No.
No me lo dijo.
No era necesario.
Me habría gustado saberlo.
Háblame de tu madre, va al grano.
Murió.
Lo sé, por eso quiero que me hables de ella.
Murió cuando yo tenía nueve años.
¿Qué recuerdas?
Que me quería.
¿Algo más?
Eso es todo, dice, y pregunta: ¿Le parece poco?
¿Te quedaste con tu abuela?
Sí.
¿Qué le sucedió?
Era vieja.
No entiendo…
Los viejos se mueren.
El médico, Andrés, se muerde la comisura izquierda de su labio inferior. Un tic.
¿Tu padre os abandonó?
Sí.
¿Cuándo?
Yo tenía cinco años.
¿Le apodaban El Guindilla?
Sí.
¿Por qué?
Picaba.
¿Cómo que picaba?
Las guindillas pican. Él picaba, molestaba a todo el mundo. Por eso le mataron dos años después de irse. Alguien estaba harto. Lo supimos después.
¿Te dejó algo?
Orgullo.
¿Estabas orgulloso de él?
No. Me refiero a mi orgullo. Cuando murió supe que era libre. ¿Quién dijo que había que matar al padre para ser libre?
Freud, lo pronuncia Froid.
Seguro que él no mató al suyo.
No, no lo hizo.
¿Vamos a hablar de mis padres, mi abuela…?
Hablaremos de lo que tú quieras.
De fútbol.
Lo siento, sonríe el médico, justamente eso… no es mi fuerte.
¿Ah, no?
Demasiada violencia, dentro de los campos, fuera, en la tele, en los medios de comunicación, entre ciudades, entre comunidades, entre países…
Ya puede darle gracias al fútbol.
¿Por qué?
Porque sin fútbol habría muchos más Topos muertos, y muchos más tíos como yo aquí encerrados.
Andrés Cardiach eleva la comisura del labio.
Es diferente, y se le nota, y eso tiende un puente, y es bueno, y llega casi a inspirar confianza, y le preocupa y frena porque descubre que se siente cómodo y habla y habla y no quiero hablar.
Creo que vamos a ser amigos, dice el hombre de los cuarenta años, cuarenta mil cabellos y los treinta y nueve chicos que le faltan para completar su jornada.
No, yo no lo creo.
Date una oportunidad.
¿A mí?
Yo ya tengo la mía. Tú eres el que está aquí dentro.
Usted también está aquí dentro.
Vamos a dar un paseo. Se levanta de su silla.
Después de todo no tendrá cuarenta chicos en un día, ni le quedan treinta y nueve.
Un paseo.
Un paseo por la luna en las fronteras de su letargo.
¿POR QUÉ no quisiste hablar con la policía?
Hablé.
No lo suficiente.
¿Y qué más da?
Mataste a un hombre delante de un montón de testigos. Mariano López Cepeda.
Mariano. El Topo se llamaba Mariano. El Topo tenía un nombre, y probablemente algún día tuvo una madre y todo lo demás.
¿Un ajuste de cuentas?
Silencio.
¿Una cuestión personal?
Silencio.
¿Una venganza?
Silencio.
Vamos, ayúdame y ayúdate.
Silencio.
Dicen que no le conocías mucho, solo del barrio. Ni era de tu ambiente ni os tratabais ni hay indicios de que tuvierais nada en común.
Silencio.
Y le mataste.
Sí, lo rompí.
¿Por qué?
¿Qué más da?
Hay mucha diferencia entre un motivo u otro.
¿Por qué no lo intenta de otra forma?
¿A qué te refieres?
A mi mollera, el subconsciente, todo eso. Creía que los loqueros enseñaban manchas.
¿Quieres que te enseñe manchas?
Se encoge de hombros.
¿Por qué habla con él?
Oye, trato de ser tu amigo, dice Andrés Cardiach.
Eso le hace daño.
La palabra «amigo» es muy dolorosa.
Me acaba de conocer, no es mi amigo.
Llevo años tratando a gente como tú. Te conozco.
Y usted que se lo cree.
¿Te das cuenta de que solo me tienes a mí?
Déjeme en paz.
Escucha…
¡No, escuche usted!, le fulmina con una mirada cargada de dinamita. ¡Ya tuve un amigo! ¡Lo tuve y no era usted! ¿Quiere ayudarme? ¿Quiere salvarme?, se ríe. ¿De qué? ¡Voy a quedarme aquí, me sentenciarán, a los dieciocho me llevarán a la cárcel y un día saldré y me volveré loco y me pegarán un tiro! ¡Esta novela ya ha sido escrita! ¡Esta película ya ha sido rodada! ¡Solo hay dos finales, este y el inesperado, que es el que no controla ni usted ni nadie, el final que depende de mí! ¡Por hoy ya está bien! ¡Mañana me enseña una mancha y le diré que es Bruce Springsteen cantando Born to run y montándoselo con la Patti, así podrá decirle al juez o al fiscal que estoy loco, o cuerdo, o lo que sea! ¡Pero eso será mañana! ¡Hoy no! ¡Hoy no! ¡No, hoy no!
Su voz forma una espiral en el jardín. Se eleva y se diluye. Muere como una fina lluvia. Andrés Cardiach, el hombre, está serio. Andrés Cardiach, el médico, está serio. Andrés Cardiach, el psicólogo, está tomando notas mentales.
Está bien, te veré mañana, dice tranquilo.
Da media vuelta.
Un paso.
Dos.
Vuelve la cabeza.
Cuando Bruce se lo monta con Patti yo creo que debe de cantar The river, asegura serio, convencido, como si esa fuera la cuestión.
La maldita y jodida cuestión.
SU AMIGO.
Wences.
Se lo ha dicho al médico:
¡Ya tuve un amigo!
Tuvo un amigo.
Lo compartían todo, los cromos, un helado, ese disco robado, esa camiseta especial. Y habrían compartido a una chica, que es lo más.
Porque las chicas no se comparten.
Se te meten dentro y no puedes arrancártelas.
Wences era el hijo de la señora Manuela, y la señora Manuela era la querida del señor Gaspar, el de la frutería. El señor Gaspar era un buen hombre al que no importaba que la señora Manuela, de joven, hubiera sido una princesa de las calles y una reina de las camas. La señora Manuela seguía de muy buen ver. Era pechugona, risueña, y se había hecho amante del señor Gaspar porque le gustaba mucho más la fruta que la carne o el pescado. Además, el señor Vicente, el de la carnicería, no era viudo, estaba casado, y la señora Matilde, la de la pescadería, no tenía pinta de que le gustaran las mujeres. Así que las cosas estaban repartidas y el mundo en su lugar. Eso se llamaba equilibrio.
Al único que no le gustaba la fruta era a Wences.
Su amigo.
El amigo que tuvo y se fue.
También él.
A veces recordaba aquel cinco de mayo.
Estaban en la calle.
Sin blanca.
Me gustaría tener el nuevo disco del Boss, dijo él.
Si no tienes reproductor, dijo Wences.
Pero tú sí.
Si lo tenía Wences, lo tenía él, porque lo compartían todo, los cromos, un helado, ese disco robado, esa camiseta especial. Y habrían compartido a una chica, que es lo más.
Porque las chicas no se comparten.
Se te meten dentro y no puedes arrancártelas.
¿Lo robamos?
La última vez ya nos calaron. No creo ni que pasemos de la puerta.
Vamos a otra tienda.
¿Y si lo compramos?
¿Con qué dinero?
Robamos el dinero.
Es lo mismo, el disco, el dinero… Robar por robar…
No, dijo Wences. Debe de ser emocionante entrar en una tienda con el dinero en la mano, coger el disco, llevarlo a caja y poner el billete encima. ¿Te imaginas? ¡Y que te den el cambio!, puso cara de ensueño. ¡Eso sí debe de ser increíble!
¿Y qué robamos, un bolso?
Sí. Mira.
Mujeres. Mujeres con bolsos. Mujeres con monederos. Mujeres que eran como pichones en un campo de tiro al blanco. Los bolsos les colgaban del hombro. Los monederos los llevaban en la mano. Mujeres dispuestas, de todas las edades, casi gritándoles: «¡Venid, aquí estamos, vamos!, ¿a qué esperáis? ¡Tomad nuestros bolsos!».
Vale.
¿Quién lo hace?
¿Cara o cruz?
¿Con qué moneda, burro?
¡Pares o nones!
Venga…
¡Nones!
¡Pares!
¡Un, dos, tres…!
Wences había ganado.
Lo último que le dijo fue:
¿Por qué deben de llamarlo nones? Son impares, ¿no?
Lo último que le dijo.
Ni siquiera adiós, o hasta luego, o hasta siempre.
Escogió a la mujer, la siguió unos metros. Era bajita, rechoncha, con más diámetro que altura. Calzaba unas sandalias y vestía con discreción, falda y blusa. Llevaba el brazo doblado y el bolso colgando de él, como si llevara al marido. Igual. La diferencia era que al marido seguro que no lo habría defendido con tanto ahínco.
Wences pasó, agarró el bolso y tiró de él.
La mujer reaccionó, intentó la pelea, buscó el cuerpo a cuerpo.
Le dio una bofetada a Wences.
Wences una patada a ella.
Barriobajeros.
El forcejeo no duró mucho. Algunos caminantes ya se acercaban a ellos. Era cuestión de segundos. Incluso él estaba demasiado lejos para ayudarle. Ninguno de los dos pensó que fuera tan difícil. Quizá en moto…
Ganó Wences.
La derribó, iracundo, fuera de sí.
Más asustado y nervioso que violento.
Le arrancó el bolso de las manos.
Echó a correr.
Pasó la calle.
Y el autobús le pasó a él por encima.
Aquel ruido insoportable…
De noche, a veces, todavía lo escuchaba.
Como si todos los huesos, todos, se quebraran al mismo tiempo.
El pobre Wences.
«¿Por qué deben de llamarlo nones? Son impares, ¿no?».
Era un cinco de mayo de un año impar en un siglo impar y él tenía trece años. Hasta eso.
Eran impares, sí.
Wences ganó y perdió. Él perdió y siguió vivo.
Su amigo.
El único.
Lo compartían todo, los cromos, un helado, ese disco robado, esa camiseta especial. Y habrían compartido a una chica, que es lo más.
Porque las chicas no se comparten.
Se te meten dentro y no puedes arrancártelas.
Como Regina.