CAPÍTULO 2

EL CENTRO Tutelar de Menores no parece una cárcel.

No hay guardias.

No hay tipos con porras en la mano y hielo en los ojos.

Solo disciplina.

Biblioteca, sala de juegos, televisión, un huerto… Parece un campamento juvenil vigilado.

Vigilado.

Porque a fin de cuentas hay un muro, una verja, una puerta que se abre para entrar, no para salir, salvo para ir a la cárcel cumplidos los dieciocho o acudir al juzgado o atender los mandados del Juez de Menores o el Fiscal General de Menores.

La primera noche es la peor.

La cárcel es la cárcel, pero el Centro Tutelar de Menores va a ser su casa los próximos meses.

Meses.

Eso es mucho tiempo.

Un día puede ser una eternidad.

Una semana el infinito.

Un mes, un año… Años…

Se cierran las puertas, se hace el silencio, en el ambiente se palpan los hedores del miedo, porque los miedos huelen, y huelen peor que la mierda. Los miedos saben a muchas cosas, a vómito, a pánico, a bilis, a vértigo, a oscuridad, a voces, a pesadillas, a violencia, a depresión, todo un diccionario de angustias.

Intenta poner la mente en blanco.

Vamos, ¡vamos!, se dice.

Tu puedes, se dice.

Aguanta, se dice.

El miedo es igual que una alarma. Los que te rodean lo captan, lo huelen, y entonces estás perdido. Es el miedo el que acentúa su violencia. Es el miedo el que les dispara la adrenalina. Sí, tu miedo da el pistoletazo de salida para la carrera, para ver quién te golpea primero, para ver quién te golpea más duro, para ver quien te golpea más y se lleva el gran premio. Sin miedo eres neutro, no hay espejos en los que reflejarse. Sin miedo eres invisible. Con miedo se acabó todo.

Cadáver.

Eres un cadáver prematuro.

Se apaga la luz.

La luz de la pequeña habitación, con su ventana de barrotes, la cama en la que duerme, el inodoro sucio, el lavamanos roto, los estantes vacíos.

Vacíos.

Ese es el golpe definitivo.

No tiene nada.

Y no van a verle el miedo porque si no estará tan muerto como El Topo.

EL PSICÓLOGO —¿o es psiquiatra?— es un tipo joven.

Treinta y algunos.

Pelo cortito, cara de media luna, ojos quietos, manos quietas, cuerpo quieto. Lleva un anillo de casado. Hasta él ha encontrado a alguien. Hasta él tiene quien le quiera. Hasta él descansa su anatomía médica junto a otro ser que le da calor.

Quizá sea listo.

Quizá ya le haya juzgado, como todos.

Comienza el juego.

Siéntate.

Todos le tutean. No hay respeto. Sonríe.

El psicólogo —¿o es psiquiatra?— se da cuenta.

¿Por qué te ríes?

No me río.

¿Y eso qué es?

Una sonrisa.

Es lo mismo.

No.

¿Tú crees?

Y toma nota, ya ha empezado el examen, pronto le sacará manchas de tinta y él verá mariposas, o el imponente culo de la señora Mercedes, su maestra de lengua, la misma que se empeñaba en que leyera El Quijote porque decía que él tenía algo de su protagonista.

La buena de la señora Mercedes, anclada en la prehistoria.

¿El guardián entre el centeno? ¿Qué era eso?

¿Salinger? Sonaba a detergente, o a desinfectante.

Ah, pero Cervantes…

Una sonrisa es una sonrisa y una risa es una risa.

¿Y de qué te sonreías?

Cosas mías.

Ya no son cosas tuyas, ahora son nuestras.

¿Quién me ha comprado?

¿Crees que se trata de eso, de que tú te has vendido y alguien te ha comprado?

Los psicólogos —¿o él es psiquiatra?— nunca responden. Siempre preguntan. Les pagan por metro cuadrado de pregunta. O por kilómetro. Es absurdo discutir con ellos. Hagas lo que hagas te ponen en un cuadro, arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda, en el centro. Y emplean palabras muy sufridas: paranoia, esquizofrenia, manía, bipolaridad, negativo, delirio, disociación, síndrome, desorden, y las mezclan adecuadamente, esquizofrenia paranoide, manía persecutoria, disociación neural, personalidad múltiple, trauma psíquico, multipersonalidad poliforme… Al infeliz de Psicosis lo habrían catalogado de simple perturbado.

Otra sonrisa.

Pareces relajado.

¿He de estar nervioso?

Sabes que te estoy evaluando, ¿no?

Sí.

¿Y eso no te hace estar intranquilo?

De él depende que el juez o el fiscal le crean loco o cuerdo. De él depende que lo manden a un sitio o a otro. De él depende casi su futuro más inmediato.

Quiere meterse en su cabeza y jugar a ser Dios.

Pero es el diablo.

¿Intranquilo? No, para nada.

Bien, dice, y asiente, y finge tener controlada la situación, y leer sus notas, y tomarse su tiempo, y minarle, y convertir cada segundo en una losa de espera. Bien, sí, y vuelve a dejar escapar otro puñado de segundos, y luego agrega: ¿Quieres que hablemos ya de ello?

¿De qué?

De lo que hiciste.

Yo no hice nada.

Mataste a un hombre.

Yo no hice nada.

¿Ah, no?

Él ya estaba muerto. Yo solo lo rematé.

SE LO han dicho:

El Julián es un buen tipo.

Lo observa.

Un buen tipo.

Quizá sea gay, por eso les trata bien, o al menos mejor que los demás. Hace favores. Se enrolla. Oh, sí, se enrolla. Por eso es buen tipo. Está de su parte. Algunos le llaman el señor ONG. ¿Un santo en el infierno? Lo duda, pero, total, es cuestión de esperar. Hasta al más actor y al mejor intérprete se le cae alguna vez la careta.

¿Quién no lleva máscara?

El Julián es un buen tipo, aunque trabaje allí, o porque trabaja allí. Tiene novia, se llama Mariluz. Es un ángel. Inocente y barbie, o casi. Se sabe porque ella va a buscarle a la salida.

El trabajo.

Como fabricar tornillos, preparar hamburguesas o llevar una contabilidad.

El trabajo allí, con ellos.

¿Puedes traerme un poco de costo, Julián?

No, Piojo, eso no.

¿Puedes traerme unas revistas de tías, Julián?

No, Colombiano, ya sabes que no.

¿Puedes agenciarte un par de cuchillas, Julián?

No, Cañas, ¿estás loco?

Todos tienen su apodo. Piojo, Colombiano, Cañas, Torniquete, Macizo, Bombilla, Tele…

Si no es Parco será otra cosa.

Julián nunca se enfada. Tiene paciencia. En sus ojos hay simpatía. Quizá no tuvo hermanos. Quizá sí, es un ser humano en el purgatorio. Quizá pueda confiarse en él. Quizá todo sea fachada. Quizá luego se lo sople a los médicos o a los mandamases. Quizá no. Quizá, quizá.

Los primeros días son los más duros, le dice.

Él lo mira.

¿Cuántos son los primeros días?, piensa, ¿dos, cinco, nueve, setenta y siete?

Trata de integrarte, le dice, aquí es malo aislarse.

¿Por qué trabajas en esto?

Julián le mira sorprendido.

Me gusta.

¿Te gusta estar con delincuentes?

No sois delincuentes. Solo tenéis problemas.

Así que El Topo tuvo un problema.

¿Quién es El Topo?

El hombre al que maté. Bueno, rectifica, no era un hombre, era un hijoputa.

No digas eso, se duele Julián.

¿Que no diga qué?

Eso, que le mataste.

Lo hice.

No lo digas.

Lo vio mucha gente.

No lo digas.

¿Por qué?

Porque si cargas con ese peso nunca te librarás de él, y estás aquí para librarte, hijo.

¿Hijo?, piensa.

Estoy aquí para pudrirme.

No.

Y se da cuenta de que Julián cree. Y comprende que Julián es inocente. Y entiende que Julián va de colega porque lo siente.

Y eso le desconcierta.

Y le da la espalda.

No quiere amigos, porque cuando se vaya no va a mirar atrás.