CONOCIÓ a Regina casi medio año antes.
Tres meses mayor que él, potente, sugestiva, sexy, guapa, más que guapa, enorme, poderosa, mujer, mujer, mujer, ojos claros, grises, casi transparentes, cabello azabache, nariz recta, pómulos redondos, barbilla puntiaguda, labios de negra, labios grandes, labios en los que perderse con cada beso, hombros rectos, pecho rotundo, cintura breve, sin barriga, ombligo salido, caderas pequeñas, muslos torneados, rodillas huesudas, pies perfectos, manos perfectas, un piercing aquí, otro allá, desparpajo, aplomo, experiencia, Regina.
Regina.
El barrio no había podido con ella.
Era una resistente.
Podía habérselo montado con cualquiera y sin embargo…
Él.
Casi medio año menos dos semanas.
Tiempo de luces y alegría.
Hasta aquel maldito día, apenas unos días antes.
Escapémonos.
¿A dónde?
A cualquier parte.
Tus padres…
Que les den.
Me gusta la idea, había sonreído él.
Pues entonces…
¿Y de qué viviremos?
Cuando tengamos hambre lo sabremos.
¿Desde cuando estás loca?
Desde que nací.
Yo desde que te conocí.
Te llevo ventaja.
Ven.
No, ahora no. Te hablo en serio. No tienes a nadie desde que murió tu abuela. El día menos pensado te pillarán y te mandarán a un hospicio. ¿Quieres que te adopte una familia de pijos de Pedralbes?
¿Con piscina?
¡Hablo en serio!, se había enfadado.
Recojamos un poco de pasta. Después del verano…
¡No, ahora!
Regina…
Y se había levantado, y le había mirado de una forma oscura, y se había ido, y le había dejado tirado, y no fue capaz de volver la cabeza, ni escuchar su grito, ni tampoco recapacitar o cambiar.
Todo en un soplo de tiempo.
Ahora es tarde.
ELLOS viven en una planta baja. La ventana de Regina tiene barrotes. Las cortinas de su habitación están siempre corridas, para que no la vean desde la calle. Antes los chicos hacían cola. Antes pugnaban por un hueco para poder disfrutarla un segundo. Hasta el día en que les echó un cubo de mierda. Un buen cubo con la mierda de tres días.
Golpea el cristal.
Espera.
No basta con golpear. Es la forma de hacerlo. La contraseña. Regina corre la cortina y al verle demuda su expresión. Los ojos parecen salírsele de los lagos blancos enmarcados por pestañas, cejas y pómulos. Lleva una camiseta ajustada, ceñida. Exhibe su potencial, sus armas de mujer. Por el barrio dicen que está buena. Ella solo sabe que camina por el filo de la navaja. Su poder también es su riesgo. Provoca deseos ocultos. Juega con el fuego de los demás, y los demás son tipos duros, o que se creen duros, o que juegan a ser duros. Tipos mayores, no como él.
Te has escapado, dice, y no es una pregunta.
Sí.
¿Por qué?
Para verte, sonríe.
No seas burro.
Sal.
No puedo.
Vamos, sal.
Mira.
Y se sube la camiseta por la espalda, y le muestra los sesgos rojos que cubren y marcan su carne del color de la carne, y no llora, pero aprieta los dientes, y se baja la camiseta y vuelve a mirarle con una mezcla de muchas cosas en los ojos mitad cansados, mitad sorprendidos, mitad expectantes.
¿Tu padre?
Sí, y con el cinturón del lado de la hebilla.
¿Por qué?
Por golfa.
¿Qué has hecho?
Nada.
Entonces…
No importa lo que hagas, dice, sino lo que los demás creen que has hecho o piensan que vas a hacer.
Cabrón…
Mi madre ha quedado peor. ¿Sabes el chiste del hombre que está jugando a las cartas en el bar y se le acerca uno y le dice: «Tu mujer ha ido a ponerte una denuncia», y él contesta, como si nada: «Pues tendrá que ponerla por escrito, porque le he dejado una boca…»? Ese es mi padre, ya lo sabes.
¿A cuántos tendría que apuñalar en el barrio para dejarlo limpio?
Regina…
¿Qué?
Nada, sabes que me gustaba decir tu nombre.
Dilo.
Regina.
Vuelves a estar loco, por fin.
¿Me prefieres así?
Sabes que sí.
No puedo quedarme.
Eso también lo sé.
Me gustaría entrar.
Eso también lo sé.
Entrar, abrazarte, apagar la luz y despertar mañana a tu lado.
Eso también lo sé.
Me gustaría…
Ven, le detiene.
Y por entre los barrotes agarra su rostro y le besa.
Boca, labios, lengua, un mundo húmedo y placentero.
El mundo de los sentidos.
Se separan.
Se miran.
¿Vas a huir?
No lo sé.
Quizá no te pillen nunca, se encoge de hombros.
¿Me esperarás?
No.
Bueno.
No te esperaré, pero vuelve y aquí estaré.
¿En esta casa?
No, en este mundo. De esta casa me iré en cuanto pueda. De este mundo, no. A mí tendrán que sacarme a patadas.
¿Y qué harás?
Desde luego ir con falda o con pantalones ajustados, para no tener que comprarme nunca un cinturón. Odio los cinturones, y a los cabrones que los llevan y solo se los desabrochan para ir a cagar, a follar o para machacar a alguien.
Entonces te encontraré.
Sé que lo harás.
Y si estás con alguien…
Tú encuéntrame. Todo tiene solución, menos la muerte.
¿Recuerdas la primera vez que…?, lo evoca con nostalgia.
Eres un sentimental.
Tú también.
Yo solo me quiebro cuando me dicen que me quieren.
Te quiero.
No, tú no hace falta que lo digas.
¿Por qué?
Me basta con verte los ojos.
Como aquella primera vez, sí, piensan los dos.
Una cama, y el vértigo de la revelación.
ELLA le había quitado la ropa a él.
Él le había quitado la ropa a ella.
Prenda a prenda, zapatos, calcetines, bragas, calzoncillos, camisetas, sujetador, miedos.
Miedos.
Cuando la vio desnuda se quedó sin aliento.
Era lo más grande, lo más bonito, lo más increíble, lo más hermoso, lo más perfecto del mundo, del universo entero.
Y sería suya.
Cuando le vio desnudo tuvo que contenerse la risa.
Era lo más extraño, lo más blanco, lo más peludo, lo más divertido y lo más extravagante del mundo, del universo entero.
Sobre todo excitado.
Ella se rio.
Él se mosqueó.
Estoy nerviosa, perdona.
¿Por qué?
Soy virgen.
¿Tú?
Le dio una bofetada, fuerte. Luego lo abrazó.
Cállate, ¿quieres?
Yo también…
Ya lo sé, burro.
¿Cómo lo sabes?
Se te ve en la cara. Casi te caes de culo al verme desnuda.
Eres…
Lo sé, preciosa.
Más que eso.
Entonces cállate y bésame.
Era su momento, su gran momento. No repicaban campanas, la habitación olía mal, no era el palacio de sus sueños, pero estaban juntos, por primera vez, y eso era algo enorme, tan increíble para ambos que les costaba digerirlo. Se miraban con ojos de luna llena. Se tocaban con manos de explorador. Él creía que era de porcelana, quebradiza. Ella creía que era un refugio. Él descubrió su consistencia. Ella su fragilidad. Cerraron los ojos y se abandonaron. Cuerpos sujetos al vaivén de los sentidos. Instinto. Puro instinto. Millones de años de evolución humana concretados en un instante.
Tan rápido.
Tan único.
Ahora los recuerdos afloran a uno y otro lado de la reja de la ventana. El beso, las caricias, las manos que se buscan y encuentran y viven y tiemblan y hablan a través de sus dedos.
Mataría a tu padre, como al Topo.
Yo no. Quiero que me vea crecer, irme, vivir. Quiero que me pierda. Quiero que sufra y algún día, cuando vaya a verle a un puto asilo, cuando lleve pañales y le caigan las babas, le regalaré un cinturón que nunca va a poder ponerse, para que llore si tiene lágrimas, para que recuerde si tiene memoria, para que se vaya al infierno con él y allí lo azote el diablo. Quiero eso. Eso.
Se dan otro beso.
Habían roto, pero la vida es así.
Une, desune, ata, desata, todo a golpes.
Bum, bum, bum.
HE de irme.
Lo sé.
Yo…
Vete, por favor.
Regina.
Dilo otra vez.
Regina…
Siempre me ha gustado como lo dices.
Y a mí como lo escuchas.
¿Cómo lo escucho?
Deshaciéndote.
Creído.
Te quiero.
Si vuelves a decirlo…
Te quiero.
Eres peor que mi padre con su cinturón. Esas heridas se curan. Las de la palabra, no.
Te quiero.
Latigazos en el alma, marcas en el corazón.
Son jóvenes y saben que el mundo es aquí y ahora, esto y nada más.
Se miran y comienza la distancia mientras sus bocas vuelven a encontrarse.
Tan ávidas que se funden.