Una furgoneta negra, serigrafiada con el título de «Blake Audiovisuales» estaba aparcada frente a la tienda de Chester con sus dos portones abiertos. Dos afanados técnicos de la compañía, enteramente vestidos de negro, entraban y salían portando cajas, altavoces y rollos de cable.
—¿Dónde van a montar la pantalla? —preguntó Donovan.
—Allí, al final del puerto, junto a la protección —respondió Chester.
—Pues no veo ningún andamio. Me pregunto cómo piensan hacerlo.
Chester, Donovan y el señor Douglas se habían tomado la mañana libre para vivir el ambiente del puerto. Apoyados junto a la tienda de sellos y tabaco, con unas latas de Bavaria en la mano, se dedicaban a observar y comentar el trasiego de gente y artilugios.
Era el día previo a la noche de cine al aire libre, y en el pueblo se sentía un aire de fiesta. La idea, que meses atrás se habían dedicado a criticar en el pub y en la que no habían mostrado demasiado interés, ahora les causaba intriga. ¿Las mujeres habían organizado todo ese pastel? «¿Con qué dinero? ¡Ah! ¡Son fondos de cultura del Ayuntamiento! No sabíamos ni que ese dinero existía. ¡El año que viene deberíamos ir y pedirlo nosotros! Podríamos poner una pantalla gigante para el Seis Naciones. ¿Qué os parece?» Todos asentían, felices, con su lata de Bavaria a medio terminar en las manos, conscientes de que probablemente aquello no ocurriría y de que las mujeres, con su discreta pero tenaz forma de avanzar por el mundo, terminarían ganándoles la partida el año que viene también.
—¿Qué tal le va, señor Harper? —me saludaron cuando aparecí por allí—. Nos han dicho que tocará el piano esta noche. Estamos ansiosos por oírle. ¿Una cerveza?
Decliné la invitación con una sonrisa. Solo había ido a por tabaco y un periódico. ¿Habían visto a Judie? No estaba en su tienda, y algunas mujeres me habían dicho que andaría por el puerto.
—Me ha parecido verla en la lonja. A nosotros no nos dejan entrar, por eso estamos aquí. Pero a usted le dejarán. Entre y cuéntenos qué hacen las mujeres ahí dentro.
Se echaron unas buenas risotadas. Chester mostró sus seis únicos dientes con el orgullo de quien muestra una medalla. Después me acompañó dentro e hicimos la transacción de costumbre. Tabaco, el Irish Times y la más reciente novela de terror que había llegado al pueblo. Cuando salimos de vuelta a la calle, Donovan le había preguntado al técnico dónde pensaban montar la pantalla y cómo. El técnico, un chico de pelo y barba rojizos, muy grueso y sudoroso, les explicó que no había «nada que montar» puesto que la pantalla sobre la que se proyectarían las películas era un gran hinchable que se anclaría por cuatro puntos al suelo, evitando que la brisa nocturna pudiera hacer tambalear la pantalla. Aquello pilló por sorpresa a los cuatro parroquianos. «¿Un hinchable? ¿Quiere decir como esos castillos que montan para niños?» «Sí —respondió el técnico—, pero con un lado blanco, preparado para reflejar la luz del proyector».
—Caramba, eso sí que no me lo habría imaginado —comentó Donovan.
Aproveché el instante para presentarme y comentarle al técnico que yo era el músico que abriría el evento. Se suponía que el piano debía estar al llegar. «Lo colocaremos bajo la pantalla y lo moveremos al terminar usted —explicó—, pero tráiganlo cuanto antes para probar bien el sonido».
Me despedí del pequeño batallón de «ingenieros» y me dirigí a la lonja, una gran nave de hormigón y hierro roñoso que se había convertido en el centro logístico del evento. Allí había una docena de mujeres limpiando sillas y organizando una cantidad de comida y bebida que se iba a servir esa noche. Chocolate caliente Cadbury para los pequeños, litros de agua caliente y bolsitas de té Barry’s, un barril repleto de cerveza. La gente del Andy’s iba a montar una pequeña tienda de chuches en la que incluso habría una pequeña máquina de hacer palomitas. Vi a Judie y Laura O’Rourke trabajando en una mesa al fondo, doblando mantas que la parroquia había donado por si refrescaba durante la noche.
—¿Y tus hijos? —me preguntó Judie nada más verme.
—Han hecho nuevos amigos y me han abandonado.
Esa mañana, al llegar al pueblo, los gemelos O’Rourke estaban esperando a Beatrice junto a la tienda de la señora Houllihan. «Hemos quedado por WhatsApp», me explicó ella cuando le pregunté cómo se las había ingeniado para quedar sin utilizar el teléfono. También había un par de niñas inglesas, amigas de los O’Rourke («Oh, sí, Becky y Martha —apuntó Laura O’Rourke—, son dos niñas encantadoras»), que al parecer pasaban allí el verano, en una playa a cinco millas de la nuestra, y un chico un poco mayor que resultó ser el hijo más joven de los Douglas, los dueños del pub. El chico, que se llamaba Seamus, les había invitado a dar una vuelta en su pequeño bote a motor y Beatrice vino a pedirme permiso para ir con ellos. Uno de los O’Rourke la venía acompañando, como para ayudarla a convencerme. «Iremos solo hasta la laguna. Tenemos chalecos salvavidas para todos, incluso Jip. Volveremos por la tarde, justo para la película».
En el fondo, no me venía del todo mal dejarlos libres ya que esa mañana tenía que encargarme de mover el piano de la señora Douglas, probarlo, y prepararme para el pequeño concierto que me esperaba esa noche. Y supongo que tras una excursión de tres días con Judie y papá, los niños tenían ganas de disfrutar de un poco de su independencia, verano y nuevos amigos. Les di un poco de dinero para que compraran algo de comer en el Andy’s y después les dije que se acercaran para darles unas pocas instrucciones: «Beatrice, no te separes de Jip y asegúrate de que se pone el chaleco salvavidas, ¿vale?» «Sí, papá». «Y tú, Jip, haz caso a tu hermana y no te separes de ella. ¿De acuerdo? Y no te quites la camiseta, todavía estás un poco resfriado». «Sí, papá». «Y no hagáis el loco solo porque los demás lo hagan, ¿eh?» Esta vez a coro: «Sí, papá».
Después había entrado en la tienda de Judie, el cuartel general del evento, donde se respiraba un ambiente de acalorada actividad aquella mañana. Tres mujeres, sentadas en el mostrador, se dedicaban a arreglar a mano un fallo que se había producido en la impresión de los programas. «Doscientas cincuenta copias, todas mal —se quejaba la señora Norton sin levantar la vista del papel—. Dice las 20.30 donde debería ser las 20.00, así que tenemos que redondear el “3” en un “0” doscientas cincuenta veces, pero usted no se preocupe, señor Harper, que su parte está correcta. El discurso de apertura, a cargo de la señora Douglas, será a las 19.30. Después le invitarán al escenario a las 19.40 y, tras unas palabras, se dará paso a su concierto. Debería terminar sobre las 19.55 y entonces comenzará la primera película».
Había preguntado por Judie, y me habían respondido que estaba en el puerto en aquellos instantes. Un camión había descargado medio centenar de sillas plegables en una de las lonjas del puerto y un pequeño grupo de mujeres había ido allí a desempolvarlas y colocarlas en filas.
—En fin, ¿cómo va todo? —pregunté—, ¿necesitáis un cable con ese ponche?
—Aquí está todo controlado —respondió Judie—, ¿qué hay del piano?
—Se supone que debería estar al llegar, ¿no?
Judie me miró sorprendida.
—Pero… ¿no has recibido mi mensaje?
—¿Mensaje? —pregunté yo—. ¿Cuál?
Al mismo tiempo eché mano al bolsillo de mi chaqueta, donde guardaba mi teléfono móvil. Lo saqué y vi el icono de un sobre sin abrir en lo alto de la pantalla.
«La señora Douglas no podrá traer el piano. ¿Podrías ir tú a su casa a recogerlo? Elijah Road, 13. Nada más cruzar el Andy’s, a la derecha».
Había sido enviado casi dos horas atrás.
—Vaya, no lo vi. Lo siento.
—Aún hay tiempo —dijo ella—. ¿Podrías encargarte…?
Eso de saber mezclar una orden del tipo «si no lo haces te mato» con una voz musical y deliciosa era algo que nunca dejaba de sorprenderme en Judie. Por supuesto, no iba a ponerme a explicarle que un pianista no debería cargar con su instrumento horas antes de un concierto. Que en realidad debería tener las manos metidas en los bolsillos y relajarme. Pero aquello no era el Royal Albert Hall, sino una lonja de pescado en Clenhburran, y yo ya me había comprometido a arrimar el hombro.
—No sé si cabrá en el Volvo —dije—. Tendría que reclinar los asientos.
—La señora Douglas ha dicho que su primo Craig tiene una furgoneta, por si hace falta, pero que vive en Dungloe. ¿Puedes intentarlo primero y llamarme si no cabe? —Su voz sonaba estresada.
—De acuerdo —dije—, veré lo que se puede hacer.
Asentí con la cabeza, me despedí de las señoras y salí a buen paso de la lonja.
De camino al coche pasé otra vez junto al grupito de hombres que se apilaba improductivamente junto a la tienda de Chester. Saludaron y saludé sin detenerme a darles ningún informe. Después me apresuré calle arriba, hasta la tienda de Judie, frente a la que estaba aparcado el Volvo. Justo cuando llegaba vi a Marie salir de la tienda y sentí que mis pies se frenaban un poco, como si quisieran darse la vuelta y salir corriendo en la dirección opuesta.
Era la primera vez que me cruzaba con ella desde mi charla con Leo, y a él tampoco había vuelto a verle. Al día siguiente de aquella catastrófica conversación en su casa había intentado llamarle, pero no le cogí en casa, y después salimos para Belfast con Judie y los niños, y pasado tres días en la carretera tratando de olvidarme de todo, pensando que a mi vuelta debía llamarle y hablar con él. La imagen de su rostro entristecido por aquellos recuerdos que yo había removido seguía haciéndome daño.
Marie llevaba una caja de cartón en las manos, llena (como pude ver cuando me acerqué a saludarla) de aquellos programas corregidos a mano. Me explicó que se dirigía al puerto a depositarlos en la lonja de pescado y me preguntó dónde iba yo. Le hablé acerca del malentendido con el piano, y que me dirigía a la casa de la señora Douglas a recogerlo.
—Vaya, perfecto —dijo ella, apoyando la caja sobre el techo de mi Volvo—. Entonces nos llevaras a la caja y a mí, y a cambio te ayudaré con el piano.
Asentí con la cabeza un poco sorprendido, en realidad hubiera esperado algo de frialdad por parte de Marie, ¿o quizá Leo no le había contado nada? Abrí el coche y la ayudé a colocar la caja en el asiento de atrás. Después ella se sentó en el asiento del copiloto y di una vuelta de 180 grados para encarar la salida del pueblo.
No sabía si Leo le habría contado algo a Marie acerca de nuestra charla, así que contuve mis ganas de ponerme a hablar del tema. Ella me preguntó por el viaje a Belfast, y antes de que empezara a contarle nuestra excursión por la Calzada de los Gigantes, me dijo que sabía —por Leo— que había acudido a ver a un especialista del sueño.
—¿Cómo estás? ¿Crees que te sirvió para algo?
Habían pasado tres días desde mi visita a la clínica Kauffman y realmente había sentido una mejoría. Dormía bien, durante horas, y mi dolor de cabeza se había amortiguado hasta convertirse en una molestia casi ínfima, presente sobre todo a última hora del día, y que se combatía fácilmente con una aspirina. Le conté a Marie que Kauffman estaba convencido de que mi dolor de cabeza era psicosomático, y que yo también empezaba a creerlo.
—¿Psicosomático? Quieres decir… ¿inventado?
—Algo así.
—¿Y qué hay de esos sueños, de esas pesadillas tan reales? Leo me contó que tuviste otra.
«Así que Leo se lo ha contado», me dije.
—Sí —respondí un par de segundos después, tratando de dotar de normalidad todo aquello—, pero Kauffman tiene la teoría de que todo es una invención. Algo como estar despierto y dormido al mismo tiempo. Me levanto de la cama, camino por mi casa y mi jardín, y me voy contando una historia para entretenerme.
—¿Y tú qué crees, Pete?
—Yo solo quiero olvidarme de todo esto, Marie. Volveré donde Kauffman pasadas las vacaciones de Jip y Beatrice. Me someteré a terapia. Haré lo que sea. Solo quiero recobrar mi vida, mi normalidad.
Habíamos llegado al cruce de Main Street con la carretera regional. Hice el stop para dejar pasar a dos grandes autocaravanas con matrícula francesa. Después me incorporé y giré a la derecha.
—Escucha, Pete, Leo me contó lo que había pasado —comenzó a decir Marie—. Vuestra conversación; aquello que habías encontrado en nuestra estantería. El retrato de Daniel.
Noté que se me helaba la sangre.
—También me dijo que pensabas que todo esto podría ser un aviso, una especie de premonición.
Tenía que girar la primera después del Andy’s, pero me la pasé de largo. Ni siquiera me acordé de ello.
—Siento mucho haber registrado vuestra casa, Marie.
Marie puso su mano sobre la mía, en el volante, pidiéndome paso para hablar. Yo me di cuenta de que me había pasado el cruce a Elijah Road y busqué algún hueco en la carretera para dar la vuelta.
—Está bien, Pete. No te voy a engañar: nos ha dolido, pero somos capaces de comprenderlo. Leo estuvo bastante triste el primer día, pero después pensó en llamarte. Le dije que esperara a que estuvieras de vuelta. Sabemos que eres un buen tipo, lo hemos sabido desde el primer día. ¿Te acuerdas? El día que nos colamos en tu casa, casi sin pedir permiso, y tú nos mirabas como preguntándote quién demonios eran esos dos viejitos charlatanes.
Me eché a reír y ella también lo hizo.
—Nos cuesta hacer amigos, Pete —continuó diciendo—, cada vez más. Quizás es la edad, o quizás es nuestra vida de nómadas. Pero nos hemos vuelto exigentes, cuidadosos con las personas, y abrimos nuestro corazón a muy pocos. Quiero pensar que tú eres uno de esos pocos.
—Yo también, Marie.
—Bien, pues olvidémonos de todo esto. A Leo le costará un minuto perdonarte, será más fácil con una cerveza de por medio. Y en cuanto a tus pesadillas… bueno, ojalá ese médico esté en lo cierto y no sean más que una buena alucinación, pero si hay algo más que quieras preguntarnos, cualquier cosa que aún te quede en el tintero, hazlo.
—¿Cualquier cosa? —dije tratando de sonar gracioso, aunque en realidad SÍ que había algo en el tintero.
—Sí, Pete. Lo que sea.
Pensé en sacar el tema del artículo de periódico, del Fury y de la pareja desaparecida, pero sencillamente me pareció una idea pésima. Quería arreglar mi amistad con Leo y Marie y olvidarme de todo aquello de una vez por todas.
Encontré un pequeño entrante a un lado de la carretera y lo tomé rápidamente para girar y volver a deshacer el camino. Llegamos al cottage de los Douglas en silencio. Era una casa de resplandeciente color blanco y rodeada de un jardín obsesivamente recargado de enanitos, libélulas de plástico y otros elementos artificiales. Keith, el hijo mayor de la señora Douglas, había quedado encargado de esperarnos. En el salón, criando telarañas, encontramos el piano. Un piano digital Korg, de ochenta y ocho teclas contrapesadas, pedales y un bonito armazón que gracias al cielo era desmontable. Aquello sonaría decente, pensé.
Reclinamos los asientos del Volvo y Keith me ayudó a cargar el teclado, el armazón y un taburete en la parte trasera, donde, después de tres intentos, conseguimos encajarlo en una perfecta diagonal.
Hecho esto, regresamos al pueblo, y en el camino de vuelta ni Marie ni yo volvimos a tocar el tema. Hablamos del tiempo, del cine y del sexo de los ángeles. Era mi turno de invitarles a cenar a casa y prometí hacerlo antes de que los niños se fueran de vuelta a Ámsterdam.
Aparqué el coche lo más cerca del puerto que fui capaz, junto a la valla que cortaba el acceso por carretera («NOCHE DE CINE AL AIRE LIBRE DE CLENHBURRAN. Disculpen las molestias»); después conseguí que Donovan y otro muchacho me ayudasen a cargar el mamotreto hasta la amplia moqueta que los técnicos de Blake Audiovisuales habían desplegado a los pies de la pantalla hinchable y que serviría como pequeño escenario para el evento.
Uno de los técnicos ya había comenzado a probar el proyector y el equipo de sonido y se oía un hilo musical saliendo de los altavoces. Al ver llegar el piano se acercó hasta allí y le echó un vistazo.
—¿Ha traído los cables? Necesitaremos dos, para la salida estéreo.
—¿Cables? —dije yo, con mi mejor cara de sorpresa—. Pensaba que ustedes tendrían cables.
El muchacho suspiró y se secó el sudor de la frente. Necesitábamos un par de cables, de al menos un metro y medio de largo, para conectar la salida estéreo del teclado con la mesa de mezclas. Miramos en el interior del piano y en el taburete (donde había un libro de partituras de Clayderman y otro de versiones de los Beatles para neófitos). La señora Douglas nunca había necesitado conectar su piano a ningún amplificador, con lo cual ella tampoco disponía de ninguno.
—Deje que vaya a mirar al camión —dijo el chico.
Pero no hubo suerte. En el camión tenían cables de micrófono, pero estos no valían para el teclado.
—Nadie nos dijo que trajéramos cables. ¿Cree que podría conseguir alguno?
—Yo tengo cables en mi casa —dije mirando al reloj. Faltaban quince minutos para las seis y media—, si me doy prisa estaré de vuelta en menos de media hora. Todavía tendremos algo de tiempo para probar el sonido.
—Dos mejor que uno —recordó el chico—, o de otro modo tendrá que sonar en mono.
—OK.
Fui corriendo hasta el coche. Cuando estuve dentro, con las ventanillas bajadas y a salvo de los oídos de ningún parroquiano, me sentí libre para decir lo que pensaba en voz alta.
—¿Por qué demonios te has dejado convencer para hacer esto, maldita sea?
Arranqué y salí del pueblo a buena velocidad.
Tardé menos de quince minutos en llegar a la casa. A esas horas, el mar parecía estar en llamas. El sol, grande y naranja, solo velado por unas ligeras nubes, irradiaba su luz con fuerza. La playa estaba vacía y en el mar se veían uno o dos veleros. Me acordé de Jip, Beatrice y su expedición a la laguna. Esperaba que no se les hubiera ocurrido hacer ninguna locura e irse a mar abierto.
Maniobré el coche y lo aparqué encarando la carretera para salir más rápido después. Después entré en casa y fui directo a por la caja de bártulos que guardaba en el salón. Allí tenía cables, cargadores, un disco duro externo y otros inventos que me ayudaban a conectar mi teclado MIDI con el ordenador y así poder grabar cosas. Encontré lo que buscaba rápidamente: dos largos y gruesos cables que solucionarían el problema (y en los que, maldita sea, podría haber pensado antes de salir de casa esa mañana).
De regreso al coche, los lancé sobre el asiento del copiloto y arranqué el motor, dispuesto a mejorar mi marca a través de las suaves colinas, ahora con el sol de mi parte. Cuanto antes llegase, más tiempo tendría para probar bien el sonido, y mucho me temía que aquel Korg se resistiría a sonar bien de buenas a primeras. Así que, mientras con una mano me ponía el cinturón, con la otra solté el freno de mano al tiempo que aceleraba, pensando que saldría disparado hacia delante. Pero, para mi gran sorpresa, la dirección del disparo fue justo la contraria. Había dejado puesta la marcha atrás y el coche retrocedió con fuerza. Antes de que pudiera levantar mi pie del acelerador, sentí que chocaba contra algo.
¡CRACK!
Después el motor se caló y el coche se detuvo del todo.
—¡Mierda! —gruñí, mientras echaba el freno de mano—. Vísteme despacio que tengo prisa.
Solo cuando me desabrochaba el cinturón, tratando de calcular contra qué podría haber chocado, empecé a especular con una siniestra posibilidad. «Vamos, eso sería como una broma de muy mal gusto», dije para mis adentros.
El temor fue en aumento según abría la puerta y salía del coche y lo rodeaba en dirección a la parte trasera. Me di cuenta de que no había ningún tiesto ni cualquier otra cosa que pudiera haber sido un obstáculo para mi coche excepto «eso» que tenía en mente.
Finalmente, llegué allí y lo comprobé. Como quien valida una teoría que tenía el noventa y nueve por ciento de posibilidades de ser cierta.
El parachoques había embestido contra la valla, a un metro y medio de la cancela, partiendo cuatro astas por la mitad. Además, la había arrancado de la tierra y arrastrado por el suelo un metro.
La valla.
Si alguien me hubiera visto en ese instante, supongo que habría pensado que estaba un poco loco. Permanecí callado, con los brazos cruzados, asintiendo, aterrorizado, frente a aquel, por otro lado pequeño y doméstico, destrozo. Por alguna razón vino a mí la imagen del doctor Kauffman, de su rostro confiado y seguro diciéndome que todo aquello era producto de mi subconsciente. «Usted ha visto eso en alguna parte, lo memorizó, y ahora su mente se lo devuelve para que juegue con él».
«¿Está usted tan seguro de eso, doctor Kauffman? Yo, personalmente, no recuerdo haber roto ninguna valla en mi vida».
Excepto esta.
Me agaché frente al segmento de la valla que ahora estaba arrancado de la tierra y lo observé fascinado, como alguien que observa el nacimiento de una serpiente desde el interior de un huevo. Era una copia exacta de lo que había visto en aquellas dos pesadillas, con las astas derrumbadas sobre el césped, creando una especie de sendero, como el teclado de un piano. Sentí que era la última pieza de un rompecabezas que acababa de completarse. El último mensaje.
Tuve el impulso de volver a ponerla en pie, como si aquello fuera a arreglar alguna cosa. Me arrodillé en la hierba y cogí un par de aquellas astas tratando de enderezarlas. Pero aquel caos de madera y astillas volvió a derrumbarse. Estaba roto, destrozado, sin remedio.
Creo que dije algo en voz alta, algo como: «Vamos, Peter, esto no es más que otra maldita casualidad». Pero realmente importó muy poco. Dentro de mí, había dejado de escuchar todos aquellos consejos «razonables». Arranqué el coche y salí de allí a toda velocidad, quizá con una idea remota: la de largarme esa misma noche del pueblo.
—¿Es posible que durmamos contigo esta noche?
Judie abrió los ojos, un tanto sorprendida por aquello.
Acababa de terminar la prueba de sonido del piano y todo estaba listo para comenzar. El medio centenar de sillas que se habían distribuido para el auditorio estaban ya ocupadas por locales y visitantes, a quienes un batallón de mujeres se dedicaban a proveer de mantas, aunque la noche era bastante templada. Además, los aledaños de aquel improvisado auditorio se habían llenado de gente que no había conseguido silla (algunos afortunados habían tomado asiento en una terraza improvisada por Chester frente a su tienda), pero que igualmente querían disfrutar del evento. Era una noche de verano perfecta. Sin brisa y con un bonito cielo estrellado como telón de fondo a la gran pantalla en la que ahora se proyectaban una sucesión de fotografías de actores de los años cincuenta y sesenta, sacadas del disco duro del ordenador de Judie.
—Sí, claro que podéis quedaros, Peter —respondió—. ¿Pasa algo?
—No, nada. Solo que terminaremos tarde y… —en realidad eso nunca había sido una razón para no conducir los quince minutos que nos separaban de la playa—, bueno, será más cómodo para los niños.
—Claro —dijo Judie, frunciendo su ceño ligeramente—, por supuesto. Sabes que me encanta la idea. Además, hoy tengo la pensión vacía. Pero… ¿estás seguro de que todo va bien?
Estuve tentado, muy tentado, de contárselo: «¿Te acuerdas de la valla que siempre veía rota en mis sueños, Judie? ¿Recuerdas que me dijiste que aquello debía significar algo? Bien, espera a oír esto: ahora está rota, tal y como yo había previsto que pasaría. Lo he soñado. He tenido una premonición, tal y como te dije. Y si la valla se ha roto, entonces todo lo demás también va a ocurrir. Marie, los hombres de la furgoneta. Todo. ¿Lo entiendes, Judie?»
Pero no lo hice, decidí callármelo todo. ¿Por qué? Quizá Judie tenía demasiadas cosas que hacer esa noche y no quería interrumpirla —otra vez— con mis problemas de la cuarta dimensión. Quizá temía que ella tratase de racionalizar aquello: «La valla se ha roto, ¿y qué? Puede que incluso la rompieras a propósito. Puede que en el fondo de tu mente quisieras que todo esto encajara, que todo tuviera una bonita explicación». El doctor Kauffman hubiera apoyado esa teoría, sí, señor.
O quizás es que no acababa de creérmelo del todo. Que la valla estuviera rota. Y esa idea fue ganando fuerza a lo largo de la noche.
A las 19.30 en punto, la señora Douglas y Judie tomaron el micrófono e hicieron un nervioso «tap, tap, ¿se me oye?» que fue respondido con chistes y comentarios por parte del público. Se hizo un pequeño silencio y los dos focos que Blake Audiovisuales habían colocado sobre sendos trípodes en los lados del escenario irradiaron su luz blanca con fuerza. Yo estaba a un lado del escenario, con los brazos cruzados, tratando de concentrarme en lo que estaba a punto de tocar.
—Queridos vecinos y visitantes —comenzó a decir la señora Douglas—, bienvenidos todos a esta primera edición de la Noche de Cine al Aire Libre de Clenhburran.
Aplausos. Hurras. La señora Douglas sonrió.
—Hace unos meses… —tuvo que alzar la voz—. Hace unos meses, cuando nuestra amiga Judie Gallagher propuso esta idea, las mujeres de la organización cultural del pueblo casi nos echamos a reír. Era como una ironía… montar un ciclo de cine al aire libre en Donegal ni más ni menos… —se oyeron algunas risas y murmullos—, pero al mismo tiempo tenía algo de idealismo y aventura que nos gustó, y parece que los dioses también comparten este sentimiento, y nos han regalado una preciosa noche de verano para estrenarla. Pues bien, ¡vamos a aprovecharla antes de que se contradigan!
Más risas, algunos aplausos, y la señora Douglas ya se había metido a la gente en el bolsillo. Miré hacia el público, pero la luz de los focos no me dejaba ver más allá de las primeras filas. Había comenzado a anochecer y me pregunté si los niños estarían ya de vuelta. El pequeño gemelo O’Rourke había dicho «por la tarde», pero ¿a qué hora se refería exactamente? Bueno, seguro que estaban bien, quizás incluso estuvieran sentados en alguna de esas sillas, esperando para ver tocar a su padre.
—Hemos elegido dos títulos para estrenar el ciclo esta noche. Un pequeño corto y una película de duración normal. Judie ha preparado una pequeña presentación de ambas —dijo la señora Douglas pasándole el micro a Judie.
Judie se había cambiado de ropa en el último minuto y ahora lucía un vestido negro bastante ceñido. También se había recogido el pelo y tocado con una rosa roja a juego con el intenso color de su pintalabios. Recogió el micro y sonrió a la audiencia, mientras comenzaba su presentación de las películas.
—Gracias, Martha; buenas noches, amigos…
«No tiene ninguna garantía de que haya experimentado de verdad lo que recuerda —recordé las palabras de Kauffman, tan solo tres días atrás—. Nadie le ha grabado, ni ha sido testigo de sus movimientos. Puede que todo sean reconstrucciones, señor Harper. A menudo se confunden con sueños lúcidos o viajes astrales».
«¿Y si aquello había sido otra visión? —pensé—. ¿Y si en realidad no había roto la valla?»
Pero yo la había tocado con mis manos. Y estaba seguro de que en el guardabarros de mi Volvo habría algún rastro de pintura blanca. Lo decidí entonces: volvería aquella noche para asegurarme. Y quizá, de paso, llamaría a Leo para que lo viera con sus propios ojos. Y quizás al doctor Kauffman, a la mañana siguiente. O mejor, por qué no, a todos mis amigos y amigas. A la Garda. Al ejército…
—¿Peter?
De pronto vi a Judie que me miraba, al igual que hacía la señora Douglas con un gesto de apuro.
Desperté de mis pensamientos, deshice el nudo que había hecho con los brazos en mi pecho, di un paso hacia delante y salí al escenario.
—¡Y ahora con todos ustedes, nuestro ilustre vecino: el señor Peter Harper!
Y una gran ovación llenó el puerto. La primera vez que me aplaudían en mucho tiempo. Fue como volver a probar un plato delicioso que no comía en años.
Me acerqué al micro y dije algo como «Buenas noches, amigos». Nunca se me ha dado muy bien lo de hablar al público y tiendo a ser breve. Hablé de la «buena idea» que era el cine al aire libre y de lo «feliz que estaba» de que me hubieran invitado a abrir el evento. Y después Judie me hizo un par de preguntas sobre mi carrera. Me concentré en su bonito rostro y en su sonrisa y respondí con cierta vena cómica. Y después me senté a tocar. En cuanto puse mis dedos sobre el teclado, logré apartar todos los otros pensamientos de mi cabeza y —contra todo pronóstico— toqué verdaderamente bien. Era una pieza nada complicada, y aquella noche mis dedos vibraban con una energía especial, como si quisiera esconderme entre las teclas del piano y quedarme allí para siempre, y el público debió sentirlo también, tanto que explotó en una gigantesca ovación en cuanto di el último acorde y retiré mis manos del piano.
No recuerdo muy bien lo que dije después, cuando Judie se acercó y me pasó el micro, pero sí que recuerdo oír a la gente pedir «otra» canción. Me di cuenta de que aquello había sido una gran idea, y mirando a Judie sonreírme, entendí que quizá también había algo de conspiración en el hecho de que yo estuviese allí tocando esa noche, reencontrándome con el público. Era aquel público, aquellas cien personas, lo que daba sentido a mi música. Ni los ejecutivos de la FOX, ni Pat Dunbar, ni las estrellas de la televisión, aquello solo era niebla. Toda mi autocompasión, toda mi miseria, mi encierro en aquella casa, me había hecho olvidarme de cuál era mi verdadera profesión: contar una historia con la música. Y una historia sin público es como una fiesta sin invitados.
Jip y Beatrice vinieron corriendo, por el mismo borde del malecón, en cuanto se apagaron los aplausos y tuve permiso para sentarme en una silla reservada en la primera fila. Jip se sentó en mi regazo y Judie le hizo un hueco a Beatrice, y cuando comenzó la película yo quería olvidarme de todo lo malo, concentrarme en aquel momento de pura felicidad. Pensaba en que debería volver a actuar. Formar una banda y salir de gira por ahí. Acababa de iluminarse una idea mucho mejor que todas las melodías que podían habérseme ocurrido. Y quizá tocando, quizá no: casi seguro, las ideas volverían a mí.
Pero antes que todo eso, aún quedaban cosas por resolver.