9

Donald Kauffman me recibió en su domicilio de la calle Archer, en Belfast, cuatro días después. Judie le había llamado el martes, pero tenía una agenda tan apretada que solo, y como favor personal, pudo apuntarme para una sesión el domingo, su día de descanso.

Kauffman era un hombre de unos sesenta años, bajo, vivaracho, de voz fuerte y decidida y dotado de unos grandes ojos de búho. Le salía el pelo por las orejas y vestía un fino jersey de cuello vuelto. Tenía el aspecto de un genio, y según Judie lo era, una auténtica eminencia en el campo de la hipnosis clínica, autor de libros que se leían en las universidades de medio mundo y creador de métodos innovadores que habían cambiado la forma de trabajar de muchos psiquiatras y psicólogos en su área. Toda esa energía creadora y ese conocimiento se concentraban en aquel hombre nervioso y enjuto que ahora tenía ante mí.

La consulta estaba instalada en el sótano de su domicilio, un lugar acogedor y luminoso por cuyas ventanas veías las piernas de los transeúntes caminar por la calle. Las estanterías con libros llegaban hasta el mismo techo y en su escritorio, un pequeño buró de madera, los libros se apilaban de una manera casi imposible, flanqueando una pequeña máquina de escribir con un papel a medio terminar en su rodillo.

Me deshice en agradecimientos nada más llegar allí. Pero él movió su mano como espantando tanta diplomacia.

—No se preocupe —dijo—, Judie es una buena amiga.

Kauffman me ofreció té y me invitó a tomar asiento en un cómodo sofá de cuero marrón claro. Después fue directo al grano.

—Judie me contó algo por teléfono, pero quizás es mejor comenzar oyéndolo de sus propios labios.

Hundido en aquel sofá de cuero, volví a relatarlo todo desde el principio. El rayo, la aparición de Marie, la macabra noticia en el periódico en la casa de papá… Después, aquella furgoneta y sus tres maléficos ocupantes, gánsteres, asesinos, lo que fueran. Los describí uno a uno, la mujer de bonitas piernas, el gordo que caminaba como si fuera pateando puertas y el silencioso reptil de gafas negras y pelo aplastado. No quise dejarme nada en el tintero.

Kauffman, con su mirada penetrante y su aura de hechicero, escuchaba concentrado, sin ni siquiera tomar una nota. Apoyado sobre el reposabrazos de un sofá, con sus brazos cruzados en el pecho, se movió apenas un par de veces en la hora que tardé en relatar mis pesadillas. Era como estar en el médico, hablándole de esa tos que le tenía a uno tan preocupado. Solo de contarlo ya se te pasaban la mitad de los síntomas.

Me hizo algunas preguntas. ¿Alguna vez miré el reloj? No, respondí, por alguna razón nunca… ¿Alguna vez llamé a alguien por teléfono? Mi teléfono siempre estaba desconectado. ¿Por qué no desperté a mis hijos cuando oí los golpes en la puerta? Contesté que no quería preocuparles. «Hábleme de esa última noche, señor Harper, en qué momento cree que desaparecieron los maleantes». «No lo sé. Supongo que en el momento en que entré de nuevo en mi casa».

Hizo un receso para fumar y yo me excusé para ir al servicio. Desde el vestíbulo hice una rápida llamada a Judie para preguntarle cómo iba todo. Jip y Beatrice se habían quedado un poco preocupados esa mañana, cuando les expliqué que no iría con ellos al zoo porque tenía que visitar a un médico.

—Están pasándolo en grande, no te preocupes —respondió ella—. ¿Cómo va todo por ahí? ¿Cómo está Donald?

Le dije que ahora mismo se estaba fumando una pipa. Eso hizo que Judie se echara a reír.

—Es un truco que tiene para conseguir una pausa. Lo hace siempre.

Me contó que irían a comer a un Burger King y que después tenían pensado ver una película de animación en el cine. Kauffman había hablado de una sesión intensiva que quizá se alargase hasta las cinco o seis de la tarde.

—Esta noche —le dije—, cuando salga, nos iremos todos a cenar.

Después regresé al sótano. Kauffman fumaba en su pipa y repasaba unas notas que había escrito en un cuaderno. Me senté en el sofá, acepté otra taza de té y le pregunté qué le parecía todo aquello.

—Un caso insólito, no voy a engañarle —respondió el doctor sin dejar de mirar sus papeles—. He oído cosas parecidas, más fragmentarias, pero lo suyo es como una gran ópera. Tiene usted un cerebro auténticamente interesante.

Sonreí, aunque aquello no era precisamente un cumplido que me apeteciera recibir.

—Perdóneme la broma, señor Harper. Cuando uno se pasa la vida escuchando historias, no puede menos que alegrarse cuando una se sale de lo ordinario. Como la suya. Indudablemente, el shock eléctrico causado por ese rayo está en la raíz de sus visiones. Actúa, a mi modo de ver, como un gran amplificador emocional. Quizá de una manera psicosomática. Por eso todas las tomografías parecen correctas. No creo, sinceramente, que usted tenga ninguna dolencia física.

—¿Quiere decir que me imagino lo de mi dolor de cabeza?

—No digo que se lo imagine, pero que probablemente la causa de ese dolor no esté donde creemos. Usted está tomando una medicación que no le hace el menor efecto, esto tiene grandes similitudes con un trastorno psicosomático común. Por otro lado, y antes de profundizar en nada más, le escribiré el teléfono de un buenísimo neurólogo en Dublín. Si quiere una segunda opinión, puede dirigirse a él. Dígale que va de mi parte.

A continuación Kauffman se centró en las visiones y en los episodios que él no dudó en calificar de parasomnia.

—Estoy prácticamente seguro de ello.

Yo había leído esa palabra en mis investigaciones por internet y sabía que significaba algo muy parecido a sonambulismo.

—¿Y cómo se explica que sea perfectamente capaz de recordarlo todo?

—De entrada, eso es lo que usted cree —dijo Kauffman—. No tiene ninguna garantía de que «haya experimentado» de verdad lo que recuerda. Nadie le ha grabado, ni ha sido testigo de sus movimientos. ¿Cómo está tan seguro de que se lanzó usted colina abajo? Quizá tan solo se tropezó en la puerta de su casa y su sueño lo interpretó de esa forma. Las manchas de arena, por lo que usted ha descrito de su casa, podrían proceder de cualquier lugar. Puede que todo sean reconstrucciones, señor Harper. Recopilaciones que usted realiza sobre hechos sensoriales reales provocados por su sonambulismo. A menudo se confunden con sueños lúcidos o viajes astrales.

—Pero ¿y la primera vez que ocurrió? Conduje mi coche, desperté a mis vecinos en su propia casa. Eso no fue una reconstrucción. Yo estaba allí.

—No dudo de que así fuera, al menos en lo referido a los acontecimientos per se. Pero hay casos registrados de conductores sonámbulos, incluso de personas que tienen sexo mientras experimentan un episodio de sonambulismo. Yo mismo tuve una paciente que cocinaba dormida y a veces soñaba que ganaba premios culinarios. No se torture, señor Harper, sus visiones son una explicación terrible que su cerebro, por alguna razón, está dando a sus paseos nocturnos.

—Pero ¿de dónde me he sacado yo esa historia? La furgoneta, esos tres personajes tan reales. Pude incluso oír sus voces.

—Créame, eso pudo salir de cualquier sitio. Quizá sean personas con las que usted se cruzó dos veces en su vida, en otra ciudad, mientras iba en un tren. El cerebro puede almacenar un dato como un rostro durante décadas y presentárnoslo en un sueño, como si su mente lo hubiera producido de la nada. ¿Conoce La interpretación de los sueños de Freud? Hay una historia muy apropiada en ese libro, sobre un hombre que sueña curar animales con una planta medicinal cuyo nombre recuerda tras despertarse: Asplenium ruta muralis. Este hombre, que se llamaba Delboeuf, se asombra a sí mismo al comprobar, al día siguiente, que ese nombre soñado no solo es real sino que corresponde con una planta medicinal. ¡Más aún cuando él no tiene conocimientos sobre plantas medicinales! Solo dieciséis años más tarde desvelará el misterio, al encontrar por casualidad, durante un viaje a la casa de un amigo en Suiza, un librito de plantas medicinales secas ¡con unas notas hechas de su puño y letra! Ese día, dieciséis años atrás, la mente de Delboeuf había registrado, almacenado y olvidado el nombre de esa planta, hasta que una noche, mientras su mente organizaba un nuevo sueño, decidió rescatar ese dato de su polvorienta esquina y presentarlo bajo las luces del escenario mental.

»Así ocurre en muchas ocasiones. Lo primero que le viene a la cabeza es una respuesta paranormal: vidas pasadas, reencarnación, incluso visiones divinas como las que usted puede creer estar sufriendo. Pero la respuesta es científica al cien por cien. Oscura, pero científica. La memoria y el cerebro humano son vastos universos en los que la ciencia todavía no ha conseguido adentrar más que una pequeña sonda, señor Harper. ¡Hemos llegado a la Luna, pero somos incapaces de explicar lo que ocurre en nuestras propias cabezas! En su caso, el de una mente artística y creativa, acostumbrada a expresar sentimientos profundos e inconscientes, las secuelas de un shock eléctrico como el que sufrió pueden muy bien ser la causa de estos episodios tan radicales. En cuanto a la forma que adquieren, su simbolismo, podríamos dedicar un año entero de psicoterapia para llegar a entenderlo. Por qué sueña con esas amenazas, qué sentimientos ocultos, incluso prohibidos, está usted tratando de poner en marcha en sus sueños…

—¿Cree que hay algo que me quiero decir a mí mismo con esas visiones?

—Intente responderse a sí mismo —dijo Kauffman—. ¿Cree usted que tiene una vida perfectamente feliz y armoniosa?

—No —dije sin pensarlo—. Yo… bueno, me he divorciado recientemente. Fue un trago muy amargo. Con dos hijos por medio… y creo que también afectó en mi profesión. Me dedico a componer música y estoy sufriendo un bloqueo.

—¿Y no se ha planteado que todas esas visiones puedan tener relación con su divorcio?

—¿Con mi divorcio? Pero ¿cómo…?

—De mil maneras imaginables. —Kauffman movió sus manos en el aire—. Su vida se rompió, su equilibrio se fue al traste. Puede que esos «ataques» con los que sueña no sean más que revisitaciones de ese trauma. Formas que tiene su cerebro de recordar las cosas porque quizás usted esté «obligándole a olvidar» demasiado pronto.

El doctor se sacó la pipa de los labios, perdió la mirada en el aire de la habitación, como si estuviera persiguiendo un fantasma con los ojos.

—Quizás incluso podría deberse a un sentimiento exacerbado de protección hacia sus hijos. Usted ha visto disminuida su función como padre después del divorcio, y ahora que sus hijos están de nuevo bajo su control quizá su mente quiera recrearse en una amenaza que le dé a usted los motivos para reafirmar su función protectora. Quién sabe… —devolvió la pipa a sus labios y me sonrió, como disculpándose por haberse perdido en los «cielos» por un instante—, son solo teorías esbozadas al aire. Deberíamos comenzar una terapia para llegar a la realidad del asunto, pero eso nos llevaría tiempo. Ahora mismo la prioridad es su sonambulismo. Usted está preocupado, con razón, por sus hijos. Pero es más fácil que termine dañándose a sí mismo si continúa teniendo episodios de semejante intensidad. ¿Ha oído alguna vez hablar de la hipnosis clínica?

—¿Va a hipnotizarme? —pregunté sin poder reprimir que una ligera sonrisa alumbrara en mis labios.

Kauffman sonrió también.

—Comprendo su sonrisa incrédula, señor Harper. La televisión y algunos charlatanes han ayudado a crear un mito erróneo alrededor de la hipnosis, pero créame cuando le digo que es una disciplina de efectividad reconocida y contrastada en el mundo médico, concretamente en el área del sonambulismo. No perderá usted su conciencia, o al menos no necesariamente, ni tampoco quedará a merced mía —no le haré atracar bancos como en esa famosa película de Woody Allen—. En cualquier caso, sepa que todo el ejercicio quedará grabado en una cámara precintada y se le entregara una copia de la misma. ¿Estaría de acuerdo en participar en un tratamiento de este tipo?

—Haría lo que fuera con tal de curarme.

Eran ya las dos de la tarde y las venecianas del despacho estaban completamente bajadas para reducir la luminosidad, aunque Kauffman había dejado medio abierta una ventana, haciendo que se colara algo de brisa y ruido de la calle. Después había subido a su domicilio y regresado con una cámara de vídeo, que ahora estaba montada sobre un trípode y apuntando hacia mí.

—Yo no soy ningún mago, señor Harper, solo un guía, pero usted es quien debe abrirme todas las puertas. Quiero que se relaje tan profundamente que llegue a olvidarse de que está usted aquí conmigo, pero para ello necesito que comience a relajar su cuerpo, pieza a pieza, mientras respira rítmicamente. Usted es músico, seguro que puede decirme a qué velocidad está respirando ahora. ¿Andante? ¡Ah!, ¿lo ve? Ahora necesitamos que reduzca un poco, primero hasta un adagio. Y mientras tanto piense en los dedos de sus pies, en sus tobillos… ¿lo nota? Les estamos dando vacaciones, libérelos, déjelos completamente muertos. Vamos hacia arriba. Esas rodillas están muy duras todavía…

No sé cuánto tiempo necesité para pasar de adagio a lento moderato, pero llegó un momento en el que Kauffman empezó a describir algo y me pidió que lo imaginara:

«Camina usted por un desierto. Hace una temperatura agradable. Sopla una brisa fresca. Quiero que se fije en un punto a lo lejos, a menos de un kilómetro. Es la punta de una pirámide, ¿puede verla? No hay nada más que eso en la planicie. Siga respirando y acérquese».

Por alguna razón mi mente eligió el color rosa para pintar la arena de aquel desierto. Era un lugar agradable, tal y como había explicado el doctor. El cielo tenía unas nubes verdosas. Caminé hasta llegar a la punta de aquella pirámide, que en mi mente parecía ser de cobalto, muy oscura, y el doctor me indicó que buscara una puerta en uno de los cuatro lados de la punta. Me dijo que la reconocería en cuanto la viese, y era cierto, estaba allí. Una puerta elipsoidal, ligeramente cubierta de arena. Utilicé los dedos para dibujar su contorno y después limpié la arena que la cubría hasta encontrar una anilla.

«Tire de ella», ordenó la voz (del doctor), y lo hice.

«Verá una escalera pegada a la pared, abajo está todo muy oscuro. Entre, tome la escalera y comience a bajar. Respire una vez y baje un escalón. Respire de nuevo, y baje otro…»

Era fácil. Un escalón, luego otro. Siempre había uno esperando bajo mis pies, y me pareció que transcurría una verdadera eternidad mientras descendía por allí, pero que en realidad no me importaba demasiado. «Las pirámides son gigantescas —recordé—, y parece que estas escaleras lleguen hasta muy abajo».

Pero sentaba bien bajar por allí. De hecho sentaba mejor que bien. Y la voz siempre estaba allí, diciéndome lo que debía hacer.

«Cuando llegue abajo del todo, tome una antorcha y camine por el pasillo. Ya estamos cerca. Estamos muy cerca, Peter».

El pasillo era estrecho y seguía descendiendo. Eran largos escalones como los que una vez había visto en las calles de Venecia. Y las paredes de pequeños ladrillos me recordaban al gimnasio de mi colegio en Dublín. «Diez vueltas de castigo, Harper». «¡Sí, señor!»

Seguí bajando en aquella oscuridad sin hacerme ninguna pregunta. ¿De qué iba a servir en cualquier caso? En esta vida te toca lo que te toca. Juega tus cartas como si no hubiera un mañana, Peter. Yo te estaré esperando, querido niño. «¿Quién está ahí contigo, Pete?»

«Lo siento, pensé que era mi madre».

«No se preocupe. Siga caminando. Respire».

Por fin llegamos. En algún momento. El sanctasanctórum era un lugar inmenso y viejo, una gran bóveda iluminada por cientos de velas esparcidas por el suelo. Me recordó la sala de exámenes del conservatorio de Ámsterdam. «Es día de audición, pero la gente no ha llegado todavía».

«Concéntrate, Harper, el miedo te ayuda. Conviértelo en tu aliado».

La voz dijo que me fijase en una gran pantalla blanca que había en el centro de la sala. Una gran pantalla de cine. «¿Qué quieres ver, Peter? ¿Qué es lo que quieres ver en la gran pantalla?»

«¿Puedo elegir, de veras?»

La pantalla dibujó el rostro de Clem.

Era ese mismo día que recordaba, una y otra vez. El día en que el calor se convirtió en frío. Había querido recordarlo muchas veces, pero mi memoria siempre me ofrecía una imagen distorsionada del momento.

Sentada en la cocina, vestida con un jersey de color gris oscuro, dándole vueltas a una cucharilla dentro de una taza de té que se había quedado fría. Me esperaba. «¿Dónde están los niños?» «Con mi madre, Peter. No quería que estuviesen en casa… hoy… tengo algo que decirte…»

Y entonces, como por arte de magia, la gran bóveda, el sanctasanctórum, se difuminó en el cielo.

«¿Adónde vamos ahora, señor Harper?» La voz sonó desde algún lado.

«¡Buena pregunta! —grité—. Me gustaría saberlo a mí también».

Ahora estaba en el Diente de Bill y era de noche. El gran cumulonimbo negro flotaba sobre la colina, a punto de descargar sobre mí. ¿O lo había hecho ya?

«¿Qué es lo que ve?»

El rastro. El rastro del rayo aún flotaba en el aire. Era una cicatriz fosforescente, una rasgadura, una quiebra en el vacío. Estaba dibujado en el mismo lugar donde cayó, junto al viejo árbol. Y sus ramificaciones se extendían como los dedos absurdamente largos de la mano de una bruja.

Me acerqué con cuidado, pues aquello podía darme un chispazo y dejarme frito en el lugar. Ahora estaba a un metro de aquello. ¿Podría tocarlo? Extendí mi mano y noté algo parecido a un cristal. Una pared de cristal inmensa, quebrada. Y entonces, a través de ella, entre dos de aquellas gruesas ramas de luz, vi cómo alguien se acercaba en la noche, entre la lluvia.

Tardé un poco en reconocerlo, mientras daba un par de pasos hacia atrás, asustado. ¿Era uno de esos gánsteres?

Tardé en reconocerle. Tenía la barba ajada, una camiseta blanca empapada en sangre, los ojos llenos de cansancio. «Estás hecho una mierda», eso es lo que solía decirme a mí mismo cuando me miraba en el espejo por las mañanas. Y eso era precisamente lo que estaba viendo. Un reflejo de Peter Harper al otro lado del cristal.

Pero el otro Harper estaba herido y asustado. Él también me había visto y comenzó a caminar en mi dirección. Cojeaba y se agarraba de un costado. Su cara estaba hinchada y un pequeño hilo de sangre le caía por la comisura de los labios.

Se acercó al cristal, casi tan cerca como había estado yo antes de apartarme. Levantó un puño y lo dejó caer sobre aquel cristal. Todo retumbó.

Su cara. Ni siquiera se molestaba en abrir la boca. Era como si llevara sus (mis) propias pelotas en los carrillos. Algo sangraba ahí dentro. Y sus ojos estaban fuera de sí. Algo se había roto en el viejo reloj que llevaba sobre los hombros.

«Pete, ¿sigue usted ahí?»

Otro golpe en el cristal. Y otro. El otro Harper quería que le abriese una puerta. Una puerta inexistente.

Empecé a temblar. «¿Qué quieres?», grité.

«Pete, es hora de empezar a subir otra vez. ¿De acuerdo?»

«¡No! Espere. Ahora no».

Pese a la repulsión y el miedo me acerqué a aquel cristal quebrado y alineé mis ojos con los de mi monstruoso reflejo. Él me miraba asustado, vi unas lágrimas de sangre recorrer sus mejillas.

«Dímelo, Peter; vamos, dímelo. ¿Qué pasa?»

«Vamos a contar hasta tres, señor Harper. Uno…»

La luz comenzó a hacerse más y más fuerte. Sentí que me estaba yendo de aquel lugar.

«Vamos, cabrón. Suéltalo. Tengo que saberlo».

El Peter hinchado a golpes no llevaba sus pelotas en los carrillos. Al abrir la boca dejó escapar un pequeño fluido oscuro. Se acercó al cristal todo lo que pudo y yo puse mi oreja contra su boca.

«Dos…»

Y escuché una palabra, susurrada, parida en una garganta ronca y desesperada.

«Es demasiado tarde. Están todos muertos».

«Tres».