Una sargento de la Garda llamada Ciara Douglas me recibió, al día siguiente, en un pequeño despacho de interrogatorios de la comisaría de Dungloe. Al agente del mostrador de admisiones, un policía regordete y rubicundo, le había costado darme paso:
—¿Qué es exactamente lo que quiere? —me había preguntado—. ¿Poner una denuncia?
—No, solo quiero hablar con alguien que esté al cargo.
—¿Es usted periodista?
—Ya le he dicho que no. Soy un vecino de Clenhburran. Solo quiero hacer una consulta.
Pensándolo un poco más tarde, quizás hubiera podido presentarme como un escritor, o como un estudiante de criminología.
En realidad, quizá ni siquiera debería haber puesto un pie allí, ¿para qué? ¿Preguntar si era posible que unos personajes salidos de mis sueños fueran reales? Pero esa mañana había sentido la necesidad de hacer algo, de intentar tomar el control de la situación.
—Escuche, las consultas puede hacerlas en el ayuntamiento. Ellos nos las dirigirán a nosotros y…
—Mire, de verdad. No les robaré más que diez minutos. ¿No hay nadie que tenga diez minutos para atenderme?
Ciara Douglas era una mujer alta, de pelo negro y ojos verdes, con porte militar. Tardó media hora en aparecer, con gesto de estar perdiendo el tiempo y de querer despacharme cuanto más rápido mejor.
—¿Tremore Beach? Es esa pequeña playita al norte de Clenhburran, ¿verdad? No sabía que hubiera tantas casas por allí.
—En realidad solo dos. La mía y la de mis vecinos, los Kogan. Ellos viven allí permanentemente, yo solo estoy alquilando la propiedad unos meses.
—Muy bien, señor Harper, vayamos al asunto. ¿Qué desea saber?
Ante aquella pregunta, y ante el rostro serio de la sargento Douglas, sus galones y su porte imponente, me di cuenta de lo infantil que iba a sonar aquello. Decidí echarle un poco de imaginación.
—Pues verá… el otro día, durante una cena, unos vecinos de la zona mencionaron algunos problemas de… seguridad. Vamos, que habían oído hablar de criminales actuando en la zona. Bandas de Europa del Este, algo así. Y bueno, en fin, como vivo solo y…, aunque precisamente ahora están de visita mis dos hijos… Bueno, pues me preguntaba si usted cree que debería contratar algún tipo de alarma o de…
Ciara Douglas estiró sus largos labios hasta formar una sonrisa. Algo que, en aquel rostro, se adivinaba como un gran esfuerzo.
—Mire, señor Harper. Yo no puedo aconsejarle sobre si debe contratar alarmas o no. Lo que puedo decirle es que sí ha habido algunos hurtos, mayormente en casas de veraneo desocupadas, y casi todo cosas sin importancia. También hubo un gran robo de material de construcción cerca de Letterkenny hace dos semanas, y se detuvo a dos delincuentes de nacionalidad irlandesa. Nada de europeos del Este.
Se quedó callada, con ambas manos unidas por las yemas de los dedos, mirándome con expresión de «¿suficiente?», pero yo aún no tenía ganas de despegar mi trasero de aquella silla de plástico.
—¿Y ha oído algo de ese estilo fuera del condado? No sé, algo así como una orden de búsqueda y captura internacional. Tipos que viajan en una furgoneta asaltando casas…
Aquello de la orden de búsqueda y captura lo había sacado de un capítulo de COPS, y al oírlo la sargento Douglas debió pensar que estaba tratando con un aprendiz de detective privado. O un turista aburrido. ¿Estará esperando a que su mujer termine en la peluquería tal vez?
—No, señor —respondió—. Esto es Donegal. Aquí no tenemos esos problemas, afortunadamente. Si le interesa ese tipo de historias, debería irse usted al sur de Europa o algo así, donde vive la gente rica y hay criminales de verdad. Aquí la gente roba cobre, televisores de plasma y algún coche para vender al chatarrero. Poco más, señor Harper, puede usted dormir tranquilo. ¿Alguna otra pregunta?
Sus dedos tamborilearon en la mesa. Me miró con impaciencia.
—Una última cosa, sí. ¿Han recibido alguna vez denuncias desde Tremore Beach? ¿Alguna cosa fuera del orden?
—¿Se refiere usted a una de las dos casas que hay allí?
—Sí.
—Lo puedo investigar, pero ¿sabe una cosa? Estoy empezado a creer que tiene usted algún otro motivo para hacerme estas preguntas.
—¿Perdóneme?
—¿Hay algo que quiera contarme, señor Harper? Me resultan curiosas todas estas preguntas sobre el historial de su casa. ¿Quizás hay algún problema con sus vecinos?
Estuve tentado de contarle mi historia, pero refrené mis impulsos. ¿Contarle a un poli que tienes pesadillas y que por eso has ido a la comisaría? Aquello sonaría digno de un buen caso psiquiátrico, y con mis hijos de visita (y mi reciente divorcio) no parecía una gran idea atraer ese tipo de atención sobre mí.
—Quizá tan solo es que la casa es muy solitaria —terminé diciendo—. La agente de la inmobiliaria ya me lo avisó, pero no le hice mucho caso. A veces, por las noches, oigo ruidos y no me dejan dormir, y con todos esos rumores sobre bandas atracando casas. Supongo que tengo alma de urbanita.
Douglas se quedó mirándome como si no acabara de tragarse el giro que intentaba dar a la conversación.
—Pasa a menudo —dijo al fin—. Sobre todo si sus hijos están de visita. Quizá tenga el nivel de alerta más alto de lo normal, señor Harper. Relájese. Seguramente serán ovejas pastando, o el sonido del viento. Esto es Donegal: aquí dormimos con las puertas abiertas.