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Conduje por las dunas, en una confusión de agua, viento y arena, hasta lo alto de una colina que separaba mi casa de la de Leo y Marie. Los locales la llamaban «el Diente de Bill», en honor a un legendario contrabandista de la zona. Decían que también fue una de las playas donde los nazis desembarcaron armas para el Ejército Republicano Irlandés en el transcurso del famoso Plan Kathleen, durante la guerra mundial. Aunque, como todas las historias que se contaban en Clenhburran, ningún libro la confirmaba ni tampoco la desmentía. Sencillamente, era cosa tuya creértelo o no.

Un viejo y retorcido olmo cuyas ramas mostraban el castigo infligido por siglos de viento era la única señal antes del pequeño barranco de diez metros que caía suavemente sobre la playa. También era el punto donde el camino se bifurcaba: hacia Clenhburran, a través del humedal, o en dirección a las únicas dos casas de aquella playa. A la izquierda, Peter Harper. A la derecha, Leo y Marie Kogan.

Paré un segundo. En la oscuridad de la noche, distinguí el blanco crespón de las olas batiéndose en la playa. A lo lejos, algunos rayos habían comenzado a caer sobre el océano. Era una vista espectacular en aquella costa negra, sin luces, donde solo el brazo dorado de un faro aparecía a veces, rastreando la noche desde algún cabo lejano.

En cinco minutos vi aparecer las luces de la casa de los Kogan, construida en el mismo final de la playa, donde un grueso brazo de pizarra negra marcaba el límite entre la suave arena y los afilados y peligrosos arrecifes. Era también una construcción bastante compacta, a la que habían sumado una extensión (de manera un tanto ilegal según me había confesado Leo) para ganar espacio para un garaje que ahora estaba conectado a la cocina.

Aparqué el coche frente a la valla, junto a un monovolumen Ford que jamás antes había visto, y caminé hacia la casa calándome con aquella lluvia que caía como una ráfaga de proyectiles, aderezada con las molestas partículas de arena, que pinchaban como miles de agujas en la piel. Leo debía haber visto mis luces y salió a buscarme con un paraguas.

Era un hombre de mi misma altura y una complexión atlética, envidiable para rondar los sesenta años. Mandíbula prominente, cabello blanco rapado al uno y una larga sonrisa que no le costaba mostrar a la mínima ocasión. Vino corriendo, sorteando algunos charcos que se habían formado en el camino de planchas de piedra que surcaba su jardín frontal. Nos encontramos a medio camino y nos palmeamos el hombro a forma de saludo. Hablar con aquel viento hubiera sido del género idiota. Después corrimos hacia la casa.

—Ya pensaba que te ibas a rajar —me dijo nada más saltamos bajo el protector tejado de su recibidor y rebufamos quejándonos del mal tiempo—, son cuatro gotas de nada.

—Pues claro —dije hilando su sentido del humor—, un chaparroncito veraniego.

Miramos al horizonte, con los ojos entornados para esquivar la arena. El gigantesco frente estaba ya a cinco o seis millas de la costa, aunque era difícil precisarlo. Había comenzado a descargar un rayo tras otro sobre el océano.

Leo me cogió del brazo.

—Démonos prisa antes de que nos convirtamos en pollo frito.

El hogar de Leo y Marie era un lugar cómodo, no muy ostentoso, decorado a propósito para darle un aire rústico, pero que contaba con delicadezas como un gran televisor Bang Olufsen, un piano de pared que Marie llevaba aprendiendo a tocar durante los últimos años y una buena biblioteca, en la que abundaban varios libros de viajes y buenísimas recopilaciones de fotografía. Por las paredes, sobre las cómodas y en las estanterías se desplegaba una colección de preciosos paisajes de Irlanda, pintados a pastel y acuarela y firmados por Marie («M. Kogan»). Yo mismo tenía uno que me había regalado un par de meses atrás, y que ahora reposaba sobre mi chimenea.

Marie vino a recibirme nada más entrar. Era una mujer alta y esbelta, que destilaba elegancia. Siempre había creído que procedería de alguna familia rica o aristocrática, hasta que una vez me contó que sus padres habían tenido un negocio de venta al por mayor en Nevada. Al igual que Leo, también parecía haber hecho un pacto con el diablo en lo que a su físico se trataba. En cierta ocasión, mi amiga Judie Gallagher había bromeado diciendo que quizá fuesen vampiros, porque Marie tenía el cutis casi mejor que ella a sus veintinueve años. Pero lo cierto es que era una mujer que hacía girar los cuellos (y algunos casi romperse) entre los hombres maduros del pueblo.

Esa noche también estaban invitados los O’Rourke, Frank y Laura, los dueños de la tienda de flores y artesanías de Main Street, con quien Marie se había amigado recientemente y a los que yo conocía de vista. Leo me había confesado que le parecían un poco arrogantes —«aman su propia voz y despotrican de los aldeanos de la zona como si no tuvieran nada que ver con ellos»—, pero admitía que a veces había que hacer esfuerzos por socializarse, sobre todo en una comunidad tan pequeña como Clenhburran, donde en invierno apenas alcanzábamos los ciento cincuenta habitantes.

Tras besarme en las mejillas, Marie me presentó a los O’Rourke, que en ese momento estaban sentados en un sofá junto al fuego de la chimenea, alabando un brandy que Leo acababa de servirles y que pronto terminó en mi copa también. Laura, la mujer, se levantó nada más verme entrar e hizo un extraño aspaviento. Entrelazó los dedos de sus manos y dijo que «era un verdadero honor» conocerme: «Tengo varios discos suyos y me encantan todas las canciones, son, son… —dijo haciendo un sitio en el sofá y batiendo con la mano el espacio que acababa de crear para mí—. ¡Tengo tantas preguntas para usted! Leo nos dijo que a veces toca usted para ellos —dijo, señalando el piano—. Quizá pueda honrarnos a nosotros también…»

Entrecrucé una mirada asesina con Leo, quien me devolvió una sonrisa de piedra, y después decidí sacar lo mejor de mí para atender a las infinitas preguntas de Laura O’Rourke, mientras esperaba que su marido Frank —un hombre de cara delgada y ojos vidriosos, como de un batracio— jugase su papel como moderador social y le aconsejara, en algún momento, no abrumarme con tanta pregunta. Pero esto no llegó a suceder. Sentado a su lado, con brandy hasta casi el borde del vaso, recibí el ataque de la señora O’Rourke sin interrupciones. «Le vi por televisión en la gala de los BAFTA de hace dos años. Usted salió a recoger el premio de manos de Darren Flynn y Kate Winslet. Oh, Dios mío, no me puedo creer que ahora mismo esté aquí sentado conmigo. —Y al decir esto puso su mano sobre mi rodilla y echó una carcajada cuyo sonido me hizo reírme a mí también. Leo se rio y el señor O’Rourke apuró su brandy dispuesto a rellenarse la copa enseguida—. Cuénteme, señor Harper, ¿cómo es Kate en persona…?»

Aguanté como pude, soltando alguna que otra anécdota gastadísima, y percatándome de que todo lo que contaba pertenecía a mi vida de dos años atrás, hasta que Marie nos llamó a la mesa, cosa que agradecí infinitamente.

Los O’Rourke tomaron asiento primero y Laura se encargó de reservarme un sitio entre ella y su marido, pero esquivé la emboscada haciéndome el despistado y terminé sentado en una esquina, junto a Leo y frente a Marie, que en esos momentos había hecho aterrizar una fuente de ensalada templada de pasta y gambas en vinagreta. Y antes de que la señora O’Rourke pudiera contraatacar con alguna de sus preguntas hice un comentario sobre la tormenta con la esperanza de desviar el tema por el resto de la cena.

—Se está poniendo feo —dije—. Me ha parecido oír que llegaríamos a vientos de cien millas por hora.

—Es normal llegar a los cincuenta y cinco nudos, incluso un poco más —comentó Leo—. Pero no con tanta electricidad ni fuegos artificiales. Hablé por radio con el servicio de meteorología de Donegal esta tarde y dicen que durará hasta la madrugada.

—¿Radioaficionado? —le preguntó entonces Frank O’Rourke a Leo.

—No… apenas uso la radio más que para hablar con protección civil, o con Donovan y otros pescadores de vez en cuando. La tengo más como una medida de emergencia. El teléfono por aquí viene y va.

—Sí —convino O’Rourke—, es malo en Clenhburran, así que no me imagino cómo debe ser por aquí.

—¿Qué le parece a usted vivir en un lugar tan solitario, señor Harper? —intervino entonces Laura—. ¿No le da miedo, quizás? Aunque no debe preocuparse; aquí nunca pasa nada.

—Me alegro de oírlo —respondí—, en realidad…

—Aunque últimamente se han oído cosas, ¿sabe? —continuó ella aprovechando mi pequeño silencio—. A los Kennedy, por ejemplo, les debieron entrar en su tienda el año pasado. Y también he oído que desvalijaron una casa cerca de Fortown mientras sus dueños dormían dentro. Son casos aislados, pero antes, según dicen, no había ocurrido jamás. Se habla de una banda de Europa del Este, aunque Frank opina que es todo un bulo que se han inventado los vendedores de alarmas.

—Y yo me adscribo a esa opinión —dijo Leo—. No creo que ningún delincuente vaya a venir hasta esta esquina del mundo a robar un televisor. Yo, por mi parte, me niego a tener miedo.

—Bien dicho, Leo —dije.

—¿Y tú, Marie? —preguntó Frank. Se había quedado en silencio por un segundo, con la mirada perdida en el interior de su copa—. ¿Cómo llevas todo eso de estar solos en esta playita perdida?

—No lo pensamos, realmente —respondió Marie—. Hemos vivido en sitios mucho más peligrosos y nunca nos pasó nada, bueno, exceptuando algún robo, algún pequeño susto. Pero estoy con Leo, ¿quién vendría hasta esta esquina perdida del mundo a robar nada, eh? Hay sitios mucho más fáciles para una banda de ladrones…

Un relámpago destelló afuera, seguido a muy pocos segundos de un terrible trueno que frenó la conversación sobre ladrones y la devolvió al tema meteorológico.

—En fin, dicen que no será la última tormenta de este verano. Se espera mucha lluvia en agosto. Quizá volvamos a tener inundaciones como hace dos años.

Frank O’Rourke contó entonces como un amigo suyo perdió varios miles de euros en género en una noche durante las inundaciones de Galway en 2008. Leo opinó que todo el planeta se estaba volviendo loco con el cambio climático.

—Yo jamás había visto un cumulonimbo como el de esta noche —intervino Marie entonces.

—¿Cumulonimbo? —pregunté yo.

—Esa forma en las nubes. Es rara. Inusual por aquí. Todo esto tiene que ver con el cambio climático, no me cabe duda. Lo leí en una National Geographic. El clima de Irlanda está ligado a la corriente del golfo de México. No sería tan templado sin ese flujo de agua caliente, que ahora está comenzando a detenerse. Eso es lo que provoca estos vendavales. Y también algunas variaciones curiosas en las migraciones de aves.

Fuera de la casa, la tormenta iba cobrando virulencia y las descargas de rayos comenzaron a repetirse cada minuto. En el salón, la luz de las lámparas iba y venía. En algunos momentos nos quedábamos completamente a oscuras, a solas con la luz de la chimenea, y en otras, un trueno estallaba sobre nuestras cabezas interrumpiendo la conversación, que se reanudaba entre chistes.

Pero ni toda esa acción era capaz de distraer a Laura O’Rourke, que nada más terminar el primer plato, reanudó su interrogatorio sobre mí. «¿Por qué eligió Clenhburran para instalarse?» «¿Piensa quedarse mucho tiempo?»

El primer plato y el vino me habían alegrado y predispuesto a la charla. Le respondí que era la segunda vez que me recluía en Donegal para terminar de componer una obra. La primera fue casi quince años atrás, y entonces lo hice en la casa de unos amigos en las faldas del Lagirslan, frente a una playa no muy diferente a la que ahora veía cada mañana.

—Crecí en Dublín —dije—, y de niño solía venir a Donegal en verano con mis padres. Es un lugar que todavía me hace sentir bien, protegido. Supongo que me recuerda a los días felices de mi niñez.

Tan pronto terminé de decir aquello, me di cuenta de que acababa de tocar un tema peligroso, del que no me apetecía hablar. Laura O’Rourke lo vio claro como el agua.

—¿Tiene usted familia? —preguntó.

—Sí —respondí con la voz de alguien que no quiere ser oído—, dos hijos.

—Que vendrán en un par de semanas, ¿no es cierto, Pete? —intervino Leo entonces.

—Sí —expliqué—. Vendrán a pasar las vacaciones de verano. Espero que les guste Donegal.

—Oh, claro. Les encantará —se apresuró a decir Marie.

Laura O’Rourke tenía el rostro de haber encontrado un filón, pero de que al mismo tiempo le daba un poco de vergüenza comenzar a picar en él. Puso otra vez esa estirada sonrisa y se dirigió a mí con la pregunta que todos estábamos ya esperando.

—Pero usted está… ¿casado o…?

—Divorciado —respondí.

—Oh. Cuánto lo siento. Es algo terrible cuando hay niños por medio, ¿verdad? Mi prima Beth acaba de…

Entonces Leo se apresuró a servir más vino y a tratar de cambiar de tema. Marie se puso en pie y recogió los platos y comenzó a preguntar cómo queríamos nuestros bistecs. Yo me levanté a ayudarla, y una vez en la cocina, le guiñé un ojo y le susurré:

—Gracias.

Llegó la hora del segundo plato, unos exquisitos bistecs con puré de patata y verduras, y eso me dio un pequeño respiro. Laura O’Rourke pareció perder interés en mí —quizá porque percibió que sería un hueso demasiado duro de roer— y puso su foco en los Kogan. Había oído que procedían de Portland y ella tenía una prima viviendo allí, ¿cuándo habían decidido mudarse a Irlanda? ¿Era cierto que habían vivido en Asia muchos años?

Supongo que en el pueblo circulaban muchas historias sobre nosotros, los «nuevos» vecinos. Quizás era una lógica de pura supervivencia. Una comunidad tan pequeña debe protegerse, y para ello debe estar informada, conocer a sus integrantes y contar con una detallada biografía de cada uno de ellos. Y Laura O’Rourke no hacía otra cosa que obedecer a sus instintos cuando lanzaba todas estas preguntas esa noche. En su caso, Leo era mucho más generoso y espléndido en sus respuestas. Y con una buena dosis de vino encima, no le costó ponerse a hablar de su vida y andanzas por el mundo.

A los veinticinco, contó, había decidido colgar los guantes de boxeo en un tugurio de Nevada y aceptar una oferta de trabajo en San Antonio, Tejas, para comenzar una carrera como profesional de la seguridad. Marie ya era su novia por aquel entonces. Ella bailaba en un gran hotel de Las Vegas los viernes por la noche y había hecho de corista para artistas de renombre como Tom Jones. Salieron de Nevada y se embarcaron en un largo viaje sin retorno. Nunca volvieron a vivir en Estados Unidos excepto por una breve estancia de tres meses, cuando la madre de Marie falleció y ambos quedaron oficialmente huérfanos y desamparados en el mundo. Después, al acercarse a la edad «en la que una persona se ha ganado el derecho a no hacer nada», comenzaron a pensar en lugares donde retirarse. «Por alguna razón siempre había habido dos sitios en nuestra imaginación: Irlanda (o Escocia) y Tailandia. Yo conocía a muchos viejos que se retiraban en Tailandia. A partir de los cincuenta puedes hacerte el visado permanente en ese país, y con una pensión occidental vives sobradamente. Pero Marie siempre hablaba de Europa, de las viejas costas de Irlanda…, y…»

Leo prosiguió hablando de su llegada a Clenhburran, una historia que ya había oído un par de veces. Comencé a distraerme un poco. Mi cabeza viajó lejos de allí. Había otros pensamientos que pugnaban por ser atendidos en mi mente… Esa voz, sobre todo. La voz que había hablado dentro de mí antes de salir de casa…

—A veces la oirás.

… al minuto siguiente ya no estaba allí, en el salón de los Kogan, sino que había vuelto a mi casa de la infancia en el norte de Dublín, cerca del Coombe, a aquel salón pequeño donde la chimenea siempre ardía bien cargada de turba.

—El instinto es fuerte en nuestra familia. Pete, nunca lo olvides.

Mi madre siempre me hablaba de ello con naturalidad. Pero siempre en secreto, solo cuando estábamos a solas. Sobre el sexto sentido. El ángel de la guarda. La voz que nos protegía.

—Escúchala, está ahí para ayudarnos.

Ella y, antes que ella, su madre (mi abuela) lo tenían. A veces les hablaba, les decía cosas para protegerlas, a ellas y a sus familias.

—Y ahora nos contará la historia de tu tío Vincent y el autobús —decía papá cuando nos atrapaba—. Mejor que nunca cuentes esas cosas fuera de casa o algún día te van a encerrar en un manicomio.

—Eres un incrédulo, papá —le regañaba mi madre dulcemente, y después me miraba con sus ojos llenos de estrellas y sonreía—, ¿conoces esa historia, Peter? Mi hermano Vincent, que en gloria esté, pudo haberse muerto mucho más joven. El autobús de su colegio se estrelló contra un camión. Murieron dieciocho niños, el conductor y una profesora. Pero Vincent no estaba allí, fue el único día de su vida que perdió el autobús. ¿Sabes por qué? Estaba a punto de salir de casa y mi madre vio que uno de los botones de su uniforme estaba a punto de caerse. Le dijo que esperara, que traería su costurero y se lo arreglaría en un santiamén. Y mientras lo hacía, y Vinnie protestaba porque llegaría tarde, esa vocecita le habló a mi madre. Y le dijo: «No dejes salir a Vinnie. No hoy». Y mi madre le arregló el botón lo más despacio que fue capaz. Y se lo cosió a la camisa a propósito, para después hacerse la sorprendida y tener que descosérselo. Y Vinnie protestaba que iba a perder el autobús. «¡Pues lo perderás!», le gritó mi madre. Y así ocurrió. Y ese día murieron todos sus amigos. No quedó ni uno con vida.

Esas historias eran corrientes en mi casa y mi padre a veces llegaba a enfadarse. Le decía a mi madre que aquellas cosas no eran educación para mí, que crecería creyendo en fantasmas y premoniciones, y que bastante religión teníamos ya como para añadir más milagros a la lista de las falsas esperanzas. Además, él pensaba que creer en premoniciones iba en contra del buen cristiano, aparte de ser una idiotez.

—Todas las madres del mundo se preocupan por sus hijos cuando los ven salir de casa. Ese día Dios quiso que aquel autobús se estrellara y tu madre pensó…

Pero esa no era la única vez, insistía mi madre. Y, además, también le había pasado a ella.

—¿Qué pasó aquella mañana del 24 de marzo de 1968? Tú estabas allí, Patrick, a mi lado, en la cama. ¿Lo recuerdas?

—Oh… pues no.

Pero sí lo recordaba, me decía mamá después, en una de esas largas tardes cuando papá se había marchado al pub y yo me quedaba en casa estudiando piano, y ella cosiendo una bufanda en el sofá, al calor del fuego. «Yo me levanté llorando porque había tenido un terrible sueño. Había visto un cementerio, lleno de gente. Irlandeses. Y supe que algo terrible estaba a punto de ocurrir. Se lo conté a tu padre y él me dijo que no me preocupara, que sería una pesadilla, sin más. Pero yo tenía un cuerpo horrible, como si se hubiera muerto mi propio hijo.

»Al mediodía, recuerdo que estaba en la cocina escuchando la radio y alguien anunció que un vuelo entre Cork y Londres había desaparecido en el mar. Tenía una sartén en la mano y se me cayó al suelo, y poco faltó para que yo me fuera detrás. Después, esa misma tarde, se supo que un avión de Aer Lingus se había estrellado a varias millas de Wexford, matando a sesenta y una personas y la tripulación… Tu padre llegó a casa con la cara pálida, se metió en la cama y no quiso hablar del tema en un año por lo menos, pero ocurrió como te lo digo».

Esa era la historia más peculiar, pero había otras, tantas… a veces era solo una terrible sensación que terminaba siendo cierta («Katty Kennedy tenía la cara de un muerto esta mañana»… y al cabo de tres meses íbamos a su funeral: cáncer de huesos), otras veces era una voz («¿Dónde está el disolvente que dejé en la cocina? —preguntaba papá… y mamá decía que lo había tirado por la ventana y que nunca volviera a dejar nada semejante en su cocina—. Una voz me ha hablado de una garganta abrasada, y una persona volviéndose muda para el resto de su vida»). Y papá, claro, siempre cerraba los ojos, suspiraba, y le decía que no contase esas cosas cuando estuviera fuera de casa. Ah, mamá, mamá…

«Somos especiales, Pete. Tú eres especial. Mira qué cosas tan bellas escribes al piano. Eso sale de alguna parte, de una parte celestial de ti mismo. Eres un pequeño ángel, ¿lo sabías? Quizás algún día también tú oigas esa voz».

—Pero yo no quiero oír voces, mamá… Papá dice que es de locos, que me encerrarán si lo digo a la gente.

Entonces mi madre me cubría los ojos con su mano, me cerraba los párpados y me acariciaba la nariz como si fuera a robármela.

—Locura es vivir la vida como si nunca fuera a acabarse, Peter Harper. Aprovéchala. Admítela. No le tengas miedo y ella te dará cuanto le pidas.

Cuanto pidas.

¿Una copa de vino?

Cuanto pidas.

—… ¿Sigue entre nosotros, señor Harper?

Abrí los ojos, o mejor dicho, los activé, porque en realidad ya estaban abiertos, pero cerrados al mismo tiempo, y vi a la señora O’Rourke sosteniendo la botella de vino sobre mi vaso.

—Le preguntaba si quiere más vino…

—No… —respondí, todavía regresando desde mis recuerdos—. No, gracias. Creo que ya he tenido suficiente.

Tras el postre estaba un poco cansado y aburrido de Laura O’Rourke, cuya presencia bloqueaba cualquier intento de conversación con mis amigos Leo y Marie, pero accedí a tomar un té en los sofás enfrentados junto a la chimenea. Laura, de pie con una taza de té, alabó la colección de pinturas de Marie. Le preguntó cuándo pensaba comenzar un taller de pintura para las mujeres del pueblo.

—En realidad aprendí por mi cuenta —respondió ella—, y por lo tanto no creo que fuese una buena maestra.

Laura O’Rourke mostró su descontento con la respuesta. Añadió que le gustaría tener un cuadro de Marie y comentó que «tenía un hueco perfecto en su salón».

—Si quiere, Marie le puede hacer un retrato —añadió Leo entonces—. Además de pintar buenos paisajes es una retratista excelente.

—¿Es cierto eso, Marie? —pregunté yo—. Si lo hubiera sabido antes ya te hubiera pedido uno.

—Oh, bueno. Antes solía ganarme la vida con ello —respondió ella—. En los hoteles donde trabajaba Leo, yo hacía retratos a algunos clientes y…

—Le hizo uno a la mujer de François Mitterrand, y no es broma —interpuso Leo, quien se mostraba como la mejor arma promocional de su tímida esposa—. Y también a Billy Cristal. Con eso nos pagamos media casa —terminó diciendo como una broma.

—Pero todos los que tiene aquí son de Irlanda —observó la señora O’Rourke, mirando a las paredes—. ¿No guarda ninguno de otros países?

Marie negó sonriendo.

—La mayoría los he ido regalando o vendiendo por el camino. Cuando llegué a Irlanda no traía ninguno conmigo y ahora ya me falta sitio en casa para colgarlos. Ya ve. Estoy pensando en donar algunos para la parroquia.

Después del té empecé a bostezar. La tormenta había dejado de retumbar ahí fuera y las luces de la casa llevaban un buen rato sin atenuarse por la violencia de los rayos. Además, Laura O’Rourke había mencionado el piano por segunda vez y, aunque me había hecho el loco, sabía que lo volvería a intentar. Pensé que era un gran momento para volverme a casa. Me levanté del sofá disculpándome por ser un muermo en pleno viernes por la noche.

Los O’Rourke anunciaron que harían una cena muy pronto en su casa y que les encantaría tenerme de invitado. «Quizá cuando lleguen sus hijos podemos ir a navegar en el velero de Frank».

Acepté diplomáticamente y después le di las gracias a Marie por la estupenda cena. Me puse la chaqueta y Leo me acompañó afuera.

Había dejado de llover, pero el viento seguía soplando con fuerza. Leo, que iba un poco tocado, hizo un comentario sobre los O’Rourke: dijo que se sentía como la víctima de un interrogatorio siempre que estaba con ellos. Yo me eché a reír y le dije que conocía la sensación. Entonces, según llegábamos hacia el coche, vi que Leo miraba a algo fijamente en el cielo. Alcé mi vista y lo vi yo también.

Una nube monstruosa esperaba posada sobre la playa. La luz de la luna que lograba colarse entre las nubes perfilaba su gigante silueta. Era un gordo y enorme pastelillo de merengue negro, de una milla y media de diámetro, doblado sobre sí mismo en una extraña espiral que rezumaba pequeños tornados que morían nada más nacer.

—Vaya… qué mal aspecto tiene —dije sin dejar de mirarlo.

—Sí. Mejor que te des prisa antes de que eso reviente —respondió Leo—. ¿Seguro que no quieres quedarte un rato más?

Miré hacia la gran nube, preñada de negrura, como un gran Dios de la furia a punto de reventar. Estaba quieta, justo encima del Diente de Bill, por donde yo tendría que pasar en dos minutos.

«No salgas, Pete».

Pero por otro lado, ¿cómo quedaría delante de los O’Rourke si volvía a entrar con el rabo entre las piernas? «Me quedaré un rato más. Hay una nube horrible posada sobre la playa, y además tengo un mal presagio sobre esta noche. ¿Les he hablado de las premoniciones en mi familia?»

«Esta noche, no».

Recordé a mi tío Vincent y su botón. Me hubiese encantado tener una disculpa para no poder irme. Quizá, con mucha suerte, el motor no arrancaría. O quizá Leo me obligara a quedarme. O quizá…

—No… creo que si me doy prisa, estaré en casa antes de que eso empiece a sacudirnos —le dije a Leo, palmeándole el brazo—. Cuídate, amigo. Y vuelve a casa. Seguro que tu nueva amiga tiene alguna pregunta más que hacerte.

Leo se echó a reír mientras yo saltaba las escaleras del porche y aterrizaba en el jardín. Corrí hasta mi coche y me monté en él. Leo todavía estaba allí, esperando a verme arrancar. Metí la llave y giré el contacto. El Volvo solía calarse a menudo, y en los días de tormenta, algunas baterías de coche se descargan. Te obligan a quedarte en casa de unos amigos, a pasar la noche…

El motor arrancó a la primera.