Epílogo

Karou se despertaba la mayoría de las mañanas con el sonido de los martillos de la fragua y se encontraba sola en su tienda. Issa y Yasri se habrían escabullido en silencio antes de las primeras luces para ayudar a Vovi y Awar a preparar los interminables desayunos que daban comienzo a sus días en el campamento. Haxaya estaba con la partida de caza, que permanecía fuera varios días rastreando rebaños de skelt en el curso alto del río Erling y quien sabía dónde pasaban las noches Tangris y Bashees.

Para cuando Aegir pegaba su primer martillazo —el despertador de Karou en aquellos días era un yunque—, el equipo de excavación de Amzallag ya habría comido y partido hacia el yacimiento, y los otros equipos de trabajo estarían disfrutando de su turno en la tienda-comedor.

Además de herreros —ahora estaban forjando turíbulos, no armas—, había pescadores, porteadores de agua, agricultores. Se construyeron y calafatearon barcos, se tejieron redes. Se plantaron unos cuantos cultivos tardíos de verano en un buen terreno a unos kilómetros de distancia, aunque, después de un año en el que se habían arrasado graneros y abrasado campos, todos imaginaban que aquel invierno pasarían hambre aunque hubiera menos bocas que alimentar. Aquello no era algo que celebrar, sino una realidad que, sin embargo, los ayudaría a salir adelante.

El resto se estaba ocupando de la ciudad. Los huesos que habían sobrevivido a la incineración se habían enterrado lo primero, y entre las cenizas no quedaba nada que rescatar. Finalmente llegarían los constructores, pero de momento las ruinas tenían que ser despejadas, y las barras de hierro retorcidas de la gran jaula arrastradas. Aún estaban tratando de encontrar suficientes bestias de carga para lograrlo y no sabían qué harían con todo el hierro una vez que dispusieran del músculo para moverlo. Había quienes pensaban que la nueva Loramendi debería construirse bajo una jaula como la antigua, y Karou comprendió que era demasiado pronto para que las quimeras se sintieran a salvo bajo un cielo abierto, pero esperaba que cuando llegara el momento de tomar la decisión, eligieran levantar una ciudad acorde con un futuro más radiante.

Loramendi tal vez sería hermosa algún día.

—Traed un arquitecto cuando volváis —les había dicho a Mik y Zuzana, solo medio en broma, cuando partieron hacia la Tierra a lomos de un cazador de tormentas al que habían bautizado Samurái. Habían regresado para conseguir en primer lugar dientes y, en segundo, chocolate —según Zuzana— y para ver cómo le estaba yendo a su mundo natal tras la visita de Jael. Karou los echaba de menos. Sin Zuzana para distraerla, se sentía siempre al borde de la autocompasión o la amargura. Aunque estaba muy lejos de encontrarse sola —y a un millón de kilómetros del aislamiento que había sufrido en los primeros días de la rebelión, cuando el Lobo los había conducido hacia la masacre y ella había pasado los días fabricando soldados para resucitar una guerra—, la soledad que Karou experimentaba ahora era como un manto de niebla: sin sol, sin horizonte, solo un frío continuo, creciente e inevitable.

Excepto en los sueños.

Algunas mañanas, cuando el martillo la despertaba con su primer repiqueteo, Karou sentía que regresaba a la vida desde un espacio dulce y dorado que perdía nitidez al llegar la consciencia, como una imagen distorsionada por las lágrimas. Solo le quedaba una sensación; parecía la impresión de un alma, como la que notaba al abrir un turíbulo o recoger una de un cadáver. Y aunque nunca había sentido el alma de él —ya que, afortunadamente, no había muerto en ninguna ocasión—, se sentía inundada por una especie de armonía, igual que si estuviera de pie sobre el sol. Calidez, luz y la sensación de la presencia de Akiva tan fuerte que casi sentía su mano sobre su corazón, y la de ella sobre el de él.

Aquella mañana había sido especialmente intensa. Permaneció tumbada, con una ilusión de calor sobre el pecho y la palma. No quería abrir los ojos, solo regresar a aquel lugar dorado y encontrar allí a Akiva, y quedarse.

Suspirando, recordó una estúpida canción de la Tierra que decía que si quieres recordar tus sueños, en cuanto te despiertes, tienes que llamarlos como si fueran gatitos. Casi toda la canción decía «Ven, gatito, gatito, gatito, gatito, gatito, gatito, gatito, gatito, gatito, gatito…», y siempre la había hecho sonreír. Sin embargo, en aquel momento, la sonrisa era más bien una mueca, porque quería que funcionara y no lo conseguía.

Y, entonces, en la portezuela de la tienda, una garganta se aclaró suavemente.

—¿Karou? —la voz surgió lo bastante baja para no despertarla si seguía dormida y, cuando vio la figura enmarcada en la abertura, con el sol del amanecer trazando la silueta de un brazo fuerte y tan brillante como el pan de oro de un retablo, Karou se irguió como impulsada por un resorte.

Lanzando a un lado la manta, cayendo de rodillas y levantándose antes de darse cuenta de su error.

Era Carnassial.

No pudo disfrazar su angustia. Tuvo que cubrirse el rostro con las manos.

—Lo siento —dijo después de un instante, empujando todos sus sentimientos hacia el fondo, como hacía cada mañana, para soportar el día. Apartó las manos y sonrió al mago stelian—. No es que verte sea horrible —le dijo.

—No pasa nada —él entró en la tienda. Karou vio que le había traído té y su ración de pan de la mañana para que pudieran dirigirse inmediatamente al yacimiento—. Es bueno saber cuál es el aspecto de alguien que se alegra de verte. Aunque no creo que la mayoría de la gente provoque una reacción así. Yo nunca lo he hecho, aunque ahora buscaré algo parecido toda mi vida.

—De todas maneras, puede ser una maldición —dijo Karou, recibiendo el té que le tendía. Pensaba que Carnassial había compartido algo con la reina, pero que ya se había acabado; sospechaba que era la razón por la que él se había ofrecido voluntario para acudir a Loramendi en vez de regresar a las Islas Lejanas con los otros—. O tal vez sea como el skohl —añadió. Era la planta de alta montaña cuya hedionda resina utilizaban para encender las antorchas en las cuevas—. Y solo crezca en las peores condiciones —jamás se encontraba skohl en una pradera bañada por el sol, sino únicamente en las paredes de los acantilados, cubierto de escarcha. Quizás el amor intenso fuera igual y solo creciera en ambientes hostiles.

Carnassial negó con la cabeza. Realmente no se parecía tanto a Akiva, pero allí lo confundían con él constantemente, ya que Akiva era el único stelian al que conocían en aquella parte del mundo.

—Él hizo lo mismo, ¿lo sabías? —le dijo Carnassial—. La primera vez que lo vimos. Habíamos venido a matarlo. Lo habríamos hecho si no hubiera resultado ser quien es. Scarab hizo un ruido y él se volvió y fijó la mirada donde ella estaba oculta bajo el hechizo de invisibilidad. Y sonrió como si la propia alegría le hubiera acorralado en la oscuridad —hizo una pausa—. Porque pensó que eras tú.

A Karou le tembló la mano en la que tenía el té y trató de sujetársela con la otra sin mucho éxito.

—¿Cuándo has vuelto? —le preguntó, cambiando de tema. Había estado en Astrae en calidad de representante de la corte stelian. Liraz y Ziri habían ido también para reunirse con Elyon y Balieros y hablar de los planes para el siguiente invierno.

—Algunos de los tuyos regresaron con nosotros anoche —le contó Carnassial—. Ixander está furioso de haber perdido la oportunidad, según sus propias palabras, de convertirse en un dios.

Un dios. Un dios estrella.

Desde la noche del envío de Eliza se había discutido mucho sobre lo que aquello significaba, y casi todos coincidían en que no existía ninguna interpretación factible que indicara que fueran a convertirse en «dioses», aunque había una extraordinaria unidad y solemnidad respecto a aceptar su destino. Participarían en la realización del mito. Tal vez antes fuera un mito seráfico, pero ahora les pertenecía a todos ellos. El ser mortal o inmortal resultaba irrelevante. Se avecinaba una guerra cuyas proporciones épicas harían temblar rodillas y enloquecer mentes, y ellos eran los radiantes guerreros que alejarían la oscuridad.

—Yo voy a seguir adelante y a considerarme una diosa —había dicho Zuzana—. Vosotros podéis creer lo que queráis.

A Karou le entusiasmaba la idea de que pudieran «creer lo que quisieran», como si la realidad fuera un bufé libre. Ojalá.

Tres raciones de tarta, por favor.

Carnassial continuó hablando de Ixander.

—Él asegura que por derecho debería ser uno de los dioses estrella, ya que quería regresar a las cuevas de los kirin contigo pero que se le ordenó ir a Astrae. Me dio miedo que fuera a desafiarme para conseguir mi puesto —Carnassial sonrió.

Karou encontró su propia sonrisa, imaginando al gran soldado con aspecto de oso discutiendo olvidos con el destino.

—Quién sabe —dijo ella—. Además, no podemos congelar el envío de Eliza y hacer un listado de nombres —tampoco podían verlo de nuevo, porque Eliza se había marchado a las Islas Lejanas con los stelian y Akiva—. Tal vez cada uno vio lo que quería ver.

—Tal vez —coincidió Carnassial—. Aunque yo te vi a ti.

Karou no pudo responder del mismo modo. A él no lo había visto. Se había visto a sí misma en el resplandor de aquella visión, y a Akiva a su lado. Aquella imagen había sido como una boya para alguien que se está ahogando, y aún seguía agarrada a ella.

Creía que llegaría el momento en que se librarían de sus deberes para estar juntos, o al menos un momento en que pudieran retorcer, moldear y someter sus deberes para juntarlos. Si estaban obligados a ser diligentes esclavos del destino para siempre, ¿no podrían al menos ser diligentes esclavos del destino en el mismo continente, tal vez incluso bajo el mismo techo?

Algún día.

Y esperaba que fuera antes de que la guerra de Scarab los convocara a todos a reunirse con el nithilam.

¿Cuándo sería? Aún quedaba tiempo. Aquella no era una confrontación a la que hubiera que precipitarse. Según Carnassial, que recibía envíos de su gente, la mera idea había encontrado una fuerte oposición cuando los stelian habían regresado a su hogar.

Aunque la oposición no era general. Aparentemente, muchos apoyaban a su reina con la esperanza de un futuro libre de su deber con el velo.

—¿Has tenido noticias de tu tierra? —se permitió preguntar Karou. Akiva había mandado algunos mensajes y esperaba que aquel día le trajera otro.

Carnassial asintió con la cabeza.

—Hace dos noches. Todo el mundo está bien.

—¿Todo el mundo está bien? —repitió ella, deseando poseer la destreza de Zuzana con las cejas para expresar lo que pensaba de la extensión de sus noticias—. ¿De verdad eso es todo?

—Bueno, más que bien —se permitió añadir Carnassial—. La reina ha vuelto a casa, el velo está sanando y se acerca la estación de los sueños.

Karou entendió que el velo estaba sanando porque Akiva ya no sacaba energía de él y que la estabilidad había regresado, pero no sabía lo que era la estación de los sueños. Lo preguntó.

—Es… una buena época del año —contestó Carnassial con voz áspera, y apartó la mirada.

—Vaya —dijo ella, aún sin comprender qué era—. ¿Cómo de buena?

La voz de Carnassial sonó igualmente áspera cuando dijo:

—Eso depende de con quién la compartas —y esa vez fue Karou la que apartó la mirada.

Vaya.

Karou se puso las botas y se recogió el pelo, atándoselo con una tira de tela que había rasgado de una de sus dos camisas. Muy sofisticado. Trae gomas para el pelo, le pidió a Zuzana mentalmente, deseando poder comunicarse mediante telestesia.

Ya estaba vestida. Aquella no era una vida para pijamas, incluso aunque los hubiera tenido. Alternaba dos grupos de prendas, durmiendo y pasando el día con uno hasta que no superaba la prueba del olfato, aunque, con total honestidad, aquellos días era una prueba bastante tolerante. Le divertía imaginar la tienda de Roma donde la persona encargada por Esther había comprado aquella ropa, y a qué situaciones se enfrentaría, digamos, la siguiente camisa del montón en un día normal. Alguna chica italiana la llevaría puesta sobre una motocicleta, tal vez, con los brazos de un chico rodeándole suavemente la cintura. Pongámosle un corte de pelo a lo Audrey Hepburn, ¿por qué no? Las fantasías sobre Roma merecen cortes de pelo a lo Audrey Hepburn. Una cosa estaba clara: la camisa imaginaria de aquella otra chica podría haber sido en un principio idéntica a la de Karou, pero era imposible que guardara ningún parecido con la prenda oscurecida por la ceniza, áspera de lavarla en el río, desteñida por el sol y tiesa por el sudor que Karou vestía ahora.

—Está bien —dijo, apurando el té y aceptando el pan que le ofrecía Carnassial para comérselo por el camino—. Cuéntame lo que está sucediendo en Astrae.

Lo hizo, y el aire de la mañana surgió dulce a su alrededor, y había ruidos de risas en el campamento que se despertaba —incluso risas de niños, porque los refugiados habían empezado a reunirse allí— y en aquel momento del día, cuando la tierra estaba bañada por el resplandor del amanecer, similar al de un sorbete, era imposible distinguir que las colinas distantes carecían de color y estaban muertas. Karou veía la cresta donde se alzaba la ruina ennegrecida del templo de Ellai, aunque no distinguía la propia ruina.

Había ido allí para recuperar el turíbulo de Yasri. Había ido sola, preparada para que los recuerdos de aquel mes de dulces noches la atravesaran hasta el hueso, pero ni siquiera parecía el mismo lugar. Si el bosque de réquiems había crecido otra vez desde que Thiago lo incendiara dieciocho años atrás, había ardido de nuevo el año anterior, con todo lo demás. No había ningún dosel de árboles antiguos y tampoco evangelinas; los pájaros-serpiente cuyos hish-hish habían servido de música de fondo a un mes de amor, y cuyos gritos mientras se quemaban marcaron su final.

Bueno, no el final. Se habían escrito más capítulos desde entonces y se escribirían otros, y Karou pensó que, después de todo, no serían aburridos como había deseado en alto en el campamento Dominante aquella noche con Akiva. No con el nithilam ahí fuera y una audaz y joven reina agarrando al destino por el cuello.

Karou y Carnassial subieron la elevación que impedía ver la ciudad en ruinas desde el campamento. Surgió ante ellos, muy diferente a como estaba unos meses antes, cuando Karou voló hasta ella desde la Tierra y la encontró absolutamente vacía de vida, sin ningún alma que rozara sus sentidos y ninguna esperanza. Los barrotes de la jaula seguían donde entonces, como huesos de alguna enorme bestia muerta, pero, por debajo de ellos, se movían figuras. Grupos de bueyes milpiés con quitina tiraban de los bloques de piedra oscura que habían formado las murallas y torres de una inmensa fortaleza negra. Debajo de todo aquello, Karou lo sabía, se escondía belleza. La catedral de Brimstone había sido una maravilla del mundo, una caverna con tal esplendor que había sido parte de la razón por la que el caudillo y él habían elegido emplazar allí su ciudad hacía mil años.

Ahora era una fosa común, pero, desde el momento en que descubrió lo que el pueblo de Loramendi había hecho al final del asedio, Karou había dejado de pensar en ella como eso. Había pensado en ella como Brimstone y el caudillo habían pretendido: como un turíbulo y un sueño.

Pasaba los días allí ayudando en la excavación, pero principalmente deambulando por el paisaje muerto, con los sentidos atentos al roce de las almas, alerta al momento en que el movimiento de los escombros abriera una grieta hacia lo que descansaba enterrado bajo sus pies. Nadie más podía sentir las almas; solo ella. Bueno, aún no las sentía, pero lo haría y las recogería, todas ellas, y no dejaría que ni una sola se le escapara entre los dedos. ¿Y luego?

Y luego…

Karou respiró hondo y miró hacia arriba. Iba a ser un día despejado. Las quimeras y los serafines trabajarían bajo el cielo, unos junto a otros. Por el sur se había corrido la voz de que Loramendi estaba siendo reconstruida y cada día llegaban más refugiados. Muy pronto, los esclavos liberados empezarían a acudir desde el norte, la mayoría de ellos nacidos y criados allí como siervos. En Astrae, las quimeras y los serafines también estaban trabajando juntos en una tarea más sofocante que agotadora. Remodelar un imperio. Vaya trabajito. Y en el extremo opuesto del mundo, donde cientos de islas verdes salpicaban el mar en extrañas formaciones que parecían más bien crestas de serpientes marinas que un territorio habitado, un pueblo con ojos de fuego se preparaba para una estación más dulce.

Bueno, Karou supuso que se lo merecían. Ahora comprendía la tarea que moldeaba sus vidas, y que lo que entregaban de sí mismos al velo era lo que mantenía Eretz intacto. No sabía por qué la llamaban la estación «de los sueños», pero cerró los ojos y se permitió imaginar que se reunía con Akiva en aquel espacio dorado de su sueño, en ningún otro sitio, y lo compartía con él.

Akiva nunca supo si Karou recibía sus envíos, pero siguió intentándolo mientras las semanas se convertían en meses. Nightingale le había advertido que las grandes distancias requerían un nivel de sutileza que era improbable que alcanzara en años. Ella había mandado algunos mensajes en nombre de Akiva, pero era difícil expresar aquello con palabras. Lo que deseaba era enviar sentimientos —aunque le habían advertido que los sentimientos eran telestesia de nivel avanzado y que no esperara lograrlo— y eso solo podía hacerlo él.

Las Islas Lejanas estaban esparcidas a lo largo del Ecuador, así que el sol se ponía a la misma hora de la tarde todo el año. Era durante el crepúsculo cuando Akiva dedicaba algo de tiempo cada día a intentar hacer los envíos a Karou. Para ella, en el extremo opuesto del mundo, sería justo antes del amanecer y le gustaba la idea de que, de algún modo, pudiera despertarse con ella aunque no pudiera experimentarlo por sí mismo.

Algún día.

—Pensé que te encontraría aquí.

Akiva se volvió. Había acudido al templo situado en lo alto de la isla, como hacía la mayoría de las tardes, para estar solo. Después de ciento treinta y cuatro días —y los que le quedaban— aquella era la primera vez que se encontraba con alguien, aparte de alguno de los ancianos marchitos que se ocupaban de la llama eterna. La llama honraba a los dioses estrella y los ancianos se negaban a aceptar que sus deidades no existieran. Scarab no había insistido sobre el tema y la llama continuaba ardiendo.

Pero allí estaba la hermana de Akiva, Melliel, a quien había encontrado encarcelada a su llegada a las islas. Ella y el resto de su equipo habían sido liberados aquel mismo día, igual que varios soldados y emisarios de Joram que habían permanecido confinados en celdas separadas. A todos se les había permitido elegir entre quedarse o irse, y los Ilegítimos, al no tener familia con la que regresar, habían decidido permanecer allí, al menos de momento.

Algunos de ellos, incluido Yav, el más joven, habían encontrado un poderoso aliciente en la estación de los sueños, que no tardaría en acabar y era bastante probable que supusiera la introducción de los ojos azules en la estirpe stelian. Por su parte, Melliel había asegurado que su razón para quedarse era el nithilam, y estar en el escenario de la próxima guerra. Pero Akiva pensaba que su aspecto era cada día menos marcial y se había dado cuenta de que pasaba más tiempo cantando que practicando con la espada. Siempre había tenido una hermosa voz, pero su acento se había suavizado hasta parecerse casi al de los stelian, y estaba aprendiendo antiguas canciones de Meliz que contenían magia.

Akiva la saludó, pero no le preguntó por qué lo buscaba. Se verían durante la cena en una hora, así que pensó que si había acudido a él en aquel momento, debía de ser para hablar en privado. Aunque, si había algo que quisiera decirle, no lo abordó directamente.

—¿Cuál es? —le preguntó, de pie junto al hombro de Akiva y mirando a lo lejos como él. En un día despejado, desde allí arriba se veían casi doscientas islas. Alrededor del noventa por ciento estaban deshabitadas, y quizás fueran escasamente habitables, así que Akiva había reclamado una para él. Y para Karou, aunque nunca hablaba de ello. Akiva señaló un grupo de islas al oeste, tras las que se estaba ocultando el sol.

—La pequeña que parece una tortuga —respondió, y Melliel emitió un sonido como de haberla localizado, aunque Akiva no lo creía probable. No era una de las islas con formas afiladas, todo puntas y antiguas protuberancias de lava, y tampoco era una de las calderas, con sus perfectas lagunas escondidas.

—¿Tiene agua dulce? —preguntó Melliel.

—Cada vez que llueve —dijo él, y ella soltó una carcajada. En aquella época del año llovía despiadadamente (cada pocas horas caía un tipo de aguacero que jamás habían experimentado en el norte: breve pero torrencial). Las cascadas que fluían desde aquel pico crecían y cambiaban del azul al marrón en cuestión de minutos, y luego recuperaban la normalidad casi con la misma rapidez. El aire se notaba pesado, y las nubes avanzaban a la deriva, bajas y lentas, con sus vientres cargados de lluvia. Una de las cosas más inquietantes que Akiva había visto jamás eran las sombras de aquellas nubes moviéndose sobre la superficie del mar, dando la impresión de ser siluetas de criaturas marinas sumergidas; al principio no se había creído que no lo fueran y aún se burlaban de él por ello.

—¡Mira, un rorcual! —había dicho Eidolon una vez, señalando la sombra de una nube más grande que la mitad de las islas y se había reído de la idea de que existiera un leviatán tan grande.

Un nithilam era lo que le había parecido a Akiva. Nunca estaban muy lejos de sus pensamientos.

—¿Y la casa? —preguntó Melliel.

Akiva le lanzó una mirada de soslayo.

—Es demasiado llamarla así.

Aunque era algo. La esperanza permitía a Akiva mantener la cordura y pensar en Karou le ayudaba a seguir trabajando, día tras día, en las lecciones básicas sobre el ánima, que era el nombre adecuado para su «esquema de energías», y el origen no solo de la magia, sino de la mente, el alma y la vida misma. Solo cuando hubiera certeza de que era dueño de sí mismo y de su terrorífica habilidad de extraer sirithar sería libre para ir donde quisiera. En cuanto a si Karou podría visitarlo y ver en lo se entretenía durante sus horas libres, su propia tarea la mantendría alejada durante largo tiempo. En cierto modo le consolaba saber que Ziri, Liraz, Zuzana y Mik estaban con ella y que se asegurarían de que se cuidara. Además de Carnassial, que había prometido enseñarle un modo de aportar diezmo mejor que el dolor.

Aunque, de alguna manera, la idea de que Karou estuviera tomando lecciones diarias con el mago stelian no consolaba mucho a Akiva.

—¿Pero está en marcha? —preguntó Melliel.

Akiva se encogió de hombros. No quería contarle a Melliel que la casa estaba lista, que la había preparado, que cada mañana cuando se despertaba en el edificio que compartía con sus hermanos y hermanas Ilegítimos, permanecía un instante tumbado con los ojos cerrados, imaginando cómo podría ser la mañana en vez de cómo era.

—¿Tienes todo lo necesario? Sylph me regaló una tetera preciosa, pero no la he utilizado ni una sola vez. Puedes quedártela.

Era un ofrecimiento sencillo, pero Akiva lanzó una mirada recelosa a Melliel. No tenía tetera, ni casi nada, pero no sabía cómo se había enterado ella.

—Vale, gracias —respondió Akiva, haciendo un esfuerzo por mostrarse amable. Aunque el ofrecimiento era generoso, lo sintió como una intrusión. Desde su llegada a las islas, la mayor parte de la vida de Akiva había sido un libro abierto. Sus hábitos, su preparación, sus avances, incluso sus estados de ánimo parecían ser tema de discusión general en todo momento. Uno de los magos —la mayoría de las veces Nightingale— mantenía contacto permanente con su ánima, un proceso de supervisión que se podría comparar a controlar el pulso con un dedo. Su abuela le había asegurado que nadie estaba leyendo sus pensamientos, y esperaba que fuera cierto, como también esperaba estar lanzando sus tentativas de envíos como confeti sobre toda la población debido a su inexperiencia.

Porque resultaría incómodo.

En cualquier caso, al sentirse como el proyecto común de los stelian, deseaba guardar aquello en secreto. Jamás hablaba de ello —la isla, la casa, sus esperanzas—, aunque aparentemente lo sabían todo. Y, por supuesto, no había llevado a nadie allí. Karou sería la primera. Algún día. Era un mantra: algún día.

—Bueno —dijo Melliel, y Akiva esperó un instante a ver si decía lo que fuera que la hubiera llevado hasta allí, pero ella permaneció en silencio y le lanzó una mirada casi tierna—. Te veo en la cena —dijo por fin, y le rozó el brazo al marcharse. Había sido una conversación extraña, pero la apartó de su mente y se concentró en dar forma al envío del día para Karou. Más tarde, cuando descendió de la cumbre para regresar al edificio común e ir a cenar, la extrañeza pulsó una cuerda, porque le esperaban más cosas raras allí, en la galería con techo de paja que se extendía a lo largo de toda la estructura.

Lo primero que vio fue la tetera, así que imaginó que el resto serían también regalos. Subió los escalones y echó un vistazo a todas aquellas cosas que no habían estado allí una hora antes. Un taburete bordado, un par de faroles metálicos, un gran cuenco de madera pulida repleto de las variadas frutas de la isla. Había piezas de tela de un blanco impoluto, cuidadosamente doblada, un cántaro de barro, un espejo. Lo estaba examinando todo con perplejidad cuando escuchó unas alas a su espalda y, al volverse, vio a su abuela descendiendo. Llevaba un paquete en las manos.

—¿Tú también? —le preguntó Akiva con un tono ligeramente acusador.

Ella sonrió y su ternura igualó a la de Melliel. ¿Qué están tramando las mujeres?, se preguntó Akiva mientras Nightingale ascendía la escalera y le entregaba su regalo.

—Tal vez deberías llevarlo todo directamente a la isla —le dijo.

Durante un instante, Akiva solo la miró. Si tardó en captar el significado de sus palabras fue simplemente porque tenía la esperanza tan cuidadosamente contenida como su magia revoltosa. Y, cuando creyó haberla entendido, no dijo nada. Simplemente lanzó un envío que salió de su mente como un grito. Era solo una pregunta, la esencia de la pregunta, y golpeó a Nightingale con tal fuerza que la hizo parpadear y luego reír.

—Bueno —exclamó ella—. Veo que tu telestesia va mejorando.

—Nightingale —dijo él, tenso, con apremio y apenas un hilo de voz.

Y ella asintió con la cabeza. Sonrió. Y envió a la mente de Akiva una imagen con siluetas en un cielo. Un cazador de tormentas. Un kirin. Media docena de serafines y otras tantas quimeras. Y con ellos una figura que volaba sin alas, deslizándose, con su pelo como un látigo azul contra el cielo del ocaso.

Más tarde, Akiva pensaría que había sido Nightingale quien le había dado la noticia por si, con la alegría, golpeaba sin darse cuenta el sirithar. No ocurrió nada. Le estaban enseñando a reconocer los límites de su propia ánima y a mantenerse dentro de ellos, y así lo hizo. Su alma se iluminó como los fuegos artificiales que habían estallado sobre Loramendi tantos años atrás, cuando Madrigal le había tomado de la mano y le había conducido hacia una nueva vida, una que vivió por la noche, por amor.

La noche se estaba acercando, y, fortuito, inesperado y antes de lo que se había permitido soñar, también el amor.

Fue Carnassial quien había avisado de que se aproximaban, pero las mujeres organizaron todo lo demás. Yav y Stivan de los Ilegítimos, e incluso Reave y Wraith de los stelian, sostuvieron que era cruel pedirle a Akiva que se marchara cuando lo hicieron, pero ellas no los escucharon. Se reunieron en la terraza del modesto palacio sobre el acantilado de Scarab y esperaron. La noche había llegado ya y estaba cayendo una de aquellas rápidas borrascas de lluvia, implacable así que los recién llegados aterrizaron antes incluso de que el resplandor de las alas de los serafines que venían entre ellos pudiera ser avistado en la tormenta.

Se los recibió sin algarabía. Los hombres fueron separados como la paja del trigo y abandonados donde estaban. Carnassial y Reave intercambiaron una mirada de sufridora solidaridad antes de conducir a Mik y Ziri, junto a Virko, Rath, Ixander y unos cuantos Ilegítimos con los ojos como platos, lejos del aguacero.

Mientras tanto, Scarab, Eliza y Nightingale guiaron a Karou, Zuzana, Liraz, Issa y las Sombras Vivientes a través de los aposentos de la reina para acceder a los baños del palacio, donde un fragante vapor las envolvió ofreciéndoles lo que todas consideraron el mejor recibimiento posible.

Bueno, todas excepto una. En los segundos transcurridos entre aterrizar y ser secuestrada, Karou había echado un vistazo en busca de Akiva y no lo había visto. Nightingale había apretado la mano de Karou y había sonreído, lo que la consoló un poco, aunque nada la tranquilizarían realmente hasta que lo viera y sintiera que la conexión entre ellos seguía intacta.

Ella creía que lo estaba. Intacta. Cada mañana se despertaba con la certeza de ello, casi como si hubiera estado con él durante el sueño.

—¿Cómo es que habéis venido? —preguntó Scarab después de que se hubieran desnudado y estuvieran dentro del agua espumosa, todas ellas sujetando en la mano un cuenco de barro con un extraño licor cuyas propiedades refrescantes compensaban el calor casi insoportable del agua—. ¿Habéis finalizado ya vuestra tarea?

Karou le agradeció a Issa que respondiera. Ella no tenía ganas de fingir una interacción social normal.

¿Dónde está?

—La recolección ha terminado —dijo Issa—. Las almas están reunidas y a salvo. Pero se espera que el invierno sea duro y cada día llegan más refugiados. Se consideró que era mejor esperar a una época más propicia para empezar con las resurrecciones.

Era una manera suave de decir que habían optado por no devolver la vida a los muertos de Loramendi simplemente para que se apiñaran y pasaran hambre durante una triste estación de lluvia helada y barro de ceniza. No había suficiente comida para que alcanzara, ni tampoco refugio. No era lo que Brimstone y el caudillo habían imaginado cuando demolieron la larga escalera de caracol que descendía bajo tierra, dejando a su pueblo allí atrapado. Y tampoco era por lo que se habían sacrificado los que habían permanecido arriba: para que otros pudieran vivir algún día en un tiempo mejor.

Ese día no había llegado aún. El tiempo no era suficientemente bueno.

Karou sabía que era la decisión correcta, pero como aquella decisión en concreto la dejaba libre para hacer lo que más deseaba, se había mantenido fuera de todo debate y había dejado que otros decidieran. No podía evitar considerar sus propios deseos como egoísmo, y todo su acopio de esperanza como una recompensa que no tenía derecho a llevarse al otro lado del mundo para gastarla en una sola alma mientras tantas otras permanecían en estasis.

Como si hubiera percibido el conflicto interior de Karou, Scarab dijo:

—Ha sido una elección valiente e imagino que nada fácil. Pero todo mejorará. Las ciudades pueden reconstruirse. Es cuestión de fuerza, voluntad y tiempo.

—Y hablando de tiempo —intervino Nightingale—, ¿cuánto pensáis quedaros?

Liraz contestó:

—La mayoría de nosotros solo un par de semanas, pero se ha decidido —lanzó a Karou una mirada severa— que Karou debería quedarse con vosotros hasta la primavera.

Aquel era el conflicto más profundo de Karou. Por mucho que lo deseara —pasar todo el invierno allí con Akiva—, no podía evitar pensar en las terribles condiciones que los otros iban a soportar. Cuando las cosas se ponen duras, pensó, los duros no se van de vacaciones.

—La salud de tu ánima es de suma importancia para tu pueblo —dijo Scarab—. Nunca lo olvides. Necesitas recuperarte y descansar.

Nightingale añadió:

—Igual que el dolor es una manera tosca de aportar el diezmo, la tristeza da lugar a un poder tosco.

—Con la felicidad —dijo Eliza con expresión de saber de lo que estaba hablando—, el ánima florece.

Issa asentía a todo lo que las mujeres decían, con un firme «Te lo dije» en el rostro. Por supuesto, ella le había dicho lo mismo, aunque no con las mismas palabras: «Es tu deber, dulce niña», había afirmado Issa, «estar bien en cuerpo y alma».

La felicidad tiene que ir a algún sitio, recordó Karou, y se hundió un poco más en el agua con un suspiro. Algunos destinos resultaban difíciles de aceptar, pero aquel no era uno de ellos.

—Bueno, está bien —dijo con reticencia fingida—. Si tengo que hacerlo.

Se bañaron y Karou emergió del agua sintiéndose purificada en cuerpo y espíritu. Era agradable recibir cuidados de otras mujeres, y vaya grupo que formaban. Las más mortíferas de todas las quimeras junto a la serafina más mortífera, además de una naja, una feroz neek-neek con una forma humana engañosamente adorable, un par de stelian con ojos de fuego y poder inconmensurable, y Eliza, que había sido la respuesta, la llave que encajaba en el candado. Y también una chica realmente simpática.

Cepillaron el pelo de Karou y lo enrollaron sobre enredaderas, aún húmedo, para que formara bucles sobre su espalda desnuda. Sacaron ligeros atuendos de seda al estilo stelian y colocaron piezas de tela sobre su piel.

—El blanco no te favorece —dijo Scarab, apartando un vestido—. Parecerías un fantasma —así que alcanzó una seda susurrante color azul medianoche salpicada de diminutos cristales que lanzaban destellos como constelaciones, y Karou se echó a reír. Lo dejó pasar por sus manos como agua, y con él su pasado.

—¿Qué ocurre? —preguntó Zuzana.

—Nada —respondió ella, y dejó que la vistieran. Era una especie de sari que quedaba recogido sobre un hombro y dejaba sus brazos al aire, y Karou casi deseó tener un cuenco de azúcar y una brocha para esparcírsela. Un eco de otra primera noche. El vestido era muy parecido al que había llevado al baile del caudillo, cuando Akiva había ido a buscarla.

—¿Quieres conservar tu ropa? —preguntó Eliza, empujando con el pie el montón descartado.

—Quémala —dijo Karou—. Oh. Espera —hurgó en un bolsillo del pantalón y sacó el hueso de la suerte que había llevado con ella todos aquellos meses—. Vale —dijo—. Ahora quémala.

Se sentía como una novia mientras la conducían de nuevo hacia el exterior. La lluvia había cesado, pero la noche estaba llena de su recuerdo en forma de gotas y riachuelos, y de trinos de criaturas y aromas melosos, y el aire era agradable y neblinoso.

Y allí estaba Akiva.

Calado hasta los huesos y con un halo de vapor donde el calor de su cuerpo evaporaba la lluvia. Tenía los ojos en llamas, furioso por la espera. Sus manos se movían incesantemente y se cerraban, y de repente permanecieron quietas cuando él vio a Karou.

El tiempo parpadeó, o tal vez solo lo pareciera. Y ya no tuvieron ninguna utilidad aquellos invasivos segundos en los que no se estaban tocando. Habían soportado demasiados ya, y acabaron rápidamente con aquellos últimos.

Se alejaron juntos volando. El propio tiempo se apartó a un lado y Karou y Akiva empezaron a girar, y el suelo fue desapareciendo. La isla fue desapareciendo. El cielo los acogió y las lunas se ocultaron tras las nubes, guardándose las lágrimas y el arrepentimiento que pertenecía a una edad acabada.

Labios y aliento y alas y danza. Gratitud, alivio y deseo. Y risa. Risa exhalada y degustada. Rostros besados, sin olvidar ningún rincón. Pestañas húmedas por las lágrimas, sal pasada de labio a labio. Labios, al fin, suaves y cálidos —el suave y cálido centro del universo— y corazones palpitando no al unísono sino a un ritmo transmitido por la presión de los cuerpos, como una conversación formada únicamente por la palabra sí.

Y de aquella manera Karou y Akiva se aferraron el uno al otro y jamás se soltaron.

No fue un final feliz, sino una mitad feliz, por fin, después de tantos comienzos tensos. Su historia sería larga. Se escribiría mucho sobre ellos, parte en verso, parte cantado y parte en prosa sencilla, en volúmenes copiados para los archivos de las ciudades que aún no se habían construido. Contra el deseo expreso de Karou, nada de ello sería aburrido.

De lo que se alegraría un millón de veces, a partir de aquella noche.

Volando a través de nieblas tamizadas, agarrados de la mano. Una isla entre cientos. Una casa en una pequeña playa con forma de luna creciente. Akiva había sido sincero al decirle a Melliel que era demasiado llamarla casa. Él había imaginado una puerta para dejar el mundo fuera, pero allí no había puerta, así que el mundo parecía una continuación de la propia casa: mar y estrellas infinitos.

Era una cabaña: un tejado de paja sobre postes, una estructura apoyada contra el acantilado y protegida por él, con el suelo de arena suave y enredaderas cayendo desde el acantilado para formar muros verdes en dos lados. Aquello era lo que Akiva había construido hasta aquel día. Y había una mesa y sillas. Bueno, eran madera de deriva cortada, pero la «mesa» estaba cubierta por un mantel más elegante de lo que merecía. Y encima de él había un cuenco de madera con fruta, y una bonita tetera también, con una caja de té y un par de tazas. De unos ganchos colgaban unos faroles y varias piezas de tela impoluta formaban una tercera pared que se hinchaba suavemente, transparente como una bruma marina.

El regalo de Nightingale había sido desenvuelto y colocado en su lugar correspondiente, y cuando Akiva llevó a Karou a la casa que había construido para ella —un espacio surgido de la fantasía, tan perfecto que Karou olvidó cómo respirar y tuvo que aprender de nuevo a toda velocidad—, su deseo se había convertido casi por completo en realidad.

Sobre la cama: una manta para cubrirse, una manta que era de los dos. Y en algún momento de la noche se acomodaron encima de ella, colocados uno frente al otro con una separación diminuta, las rodillas dobladas bajo el cuerpo y el hueso de la suerte entre medias.

Y rodearon las afiladas puntas con sus dedos y tiraron.